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XI


El círculo gira. Y la rueda vuelve a girar, tres días después de la feria, hasta llevarla de vuelta a los puños de Jacques d'Arc. Esta vez, Juana se aleja cojeando no hacia la casa de Hauviette, sino hacia el Bois Chenu. No siempre puede buscar refugio en los mismos lugares, y esta noche cree que su padre está de tan mal humor que es capaz de perseguirla. Salaud no va tras ella; está a salvo en brazos de su hermana.

El dinero de su premio, que ha cosido en secreto en el dobladillo del vestido, alcanza para comprar dos fuertes caballos de tiro. De haber podido esconder también el ganso en la falda, lo habría hecho. Pero su padre se ha llevado al ave para engordarla: tarde o temprano se convertirá en la cena de Jacques d'Arc y sus hijos.

De noche, el bosque no le da miedo; ya ha atravesado antes esta oscuridad, cuando era más pequeña. Ahora lo recorre tambaleándose, sujetándose las costillas, donde nota un dolor que es como la punta de una lanza que se le clava desde dentro. Le falta el aliento. Tantea el borde de un árbol; las piernas le fallan y se deja caer contra el tronco macizo, apoyando la sudorosa frente en el musgo que lo cubre.

Ve un destello de luz entre los árboles: una antorcha. No hay tiempo para abandonarse a la autocompasión. Se pone en pie y echa a andar de nuevo, cojeando.

—Espera —susurra una voz.

A luz de la antorcha, la cara de su tío resplandece iluminada con un brillo naranja, como si fuera una estrella parlante.

Juana aún no le ha perdonado que la perdiera en la feria, pero incluso ella sabe reconocer una bendición, así que se detiene, vuelve al árbol y se deja caer en el suelo.

Él se agacha a su lado.

—¿Te has roto algo? —le pregunta.

¿Que si me he roto algo? Como si su padre no tuviera nada que ver cuando ella se estrella contra una pared, una puerta o una mesa. Sin embargo, está demasiado cansada para discutir.

—Si me he roto algo, los huesos se soldarán solos. Siempre es así.

Distraerse la ayuda a sobrellevar el dolor, así que habla.

—Se me ha ocurrido una idea —dice—. Quiero que me digas si te parece una tontería. Una idea para marcharme de Domrémy y ganarme la vida. Abriré un taller para pulir espadas y escudos: lo único que necesito es un sitio pequeño, un taburete para sentarme y un letrero sobre los postigos.

»Le pagaré a alguien para que me haga el letrero —continúa—, ya que no sé escribir ni sujetar un pincel. Y tendré que encontrar un pintor de confianza, no sea que me juegue una mala pasada y escriba alguna obscenidad que me cause problemas con las autoridades. Trabajaré por poco dinero hasta que se corra la voz. La gente conocerá mi negocio, y entonces todos los caballeros, sus pajes y escuderos recurrirán a mí. Tal vez pueda contratar a un ayudante después de un tiempo. Y ¿bien? ¿Qué te parece?

Durand la escucha.

—No me des con la pata del taburete en la cabeza, Juana —dice, conociendo su carácter—, pero ¿los pajes y los escuderos no están para eso? ¿Para limpiar la armadura y las armas de su señor?

—Ya he pensado en eso —responde ella—. Y la respuesta es: yo lo haré mejor.

—¿Porque eres una chica?

Le da un puñetazo en el brazo a su tío.

—¿Por qué siempre me pegas? —protesta el hombre.

Le dan ganas de volver a pegarle, pero se siente culpable y abre el puño. Le frota el brazo dolorido con la misma mano con que antes le ha dado el puñetazo. A veces me preocupa parecerme a mi padre, piensa, aunque no lo dice.

—Siento decepcionarte, pero no te veo limpiando armaduras. Te veo más bien como... —Frunce el ceño a la luz de las antorchas—. No sé cómo te veo, pero cuando te imagino, es siempre sola y apartada, como un dragón que custodia montones de tesoros en una cueva, en algún lugar recóndito de una montaña protegida por la niebla y las hadas. No entre una multitud. No con otras personas.

Le gusta la idea de ser un dragón en una cueva. Y todavía le gusta más la idea de custodiar un tesoro en una montaña, muy muy lejos, donde Jacques d'Arc no pueda alcanzarla.

Suspira. Durand se hace eco de su suspiro. Una pregunta flota entre ellos, una pregunta que Juana se ha hecho más veces de las que recuerda. Puede que la última paliza de su padre sirva de algo si consigue que su tío se compadezca de ella.

Así pues, gime de dolor. Se inclina hacia delante, como si fuera a vomitar. Se aferra las costillas con los dedos.

—¿Juana?

Sonríe y yergue la espalda.

—¿Me llevarás contigo cuando te vayas? —pregunta.

Una pausa. Durand desplaza la antorcha para que la luz se aleje de él y vuelve la cabeza para ocultar mejor el rostro. Cada vez que viene a Domrémy, Juana pregunta lo mismo. Y, cada vez, él encuentra una forma diferente de decir que no. Se lo ha dicho claramente, tratando de ser amable, pero siempre con firmeza: «Ya sé que la vida de alguien que va a la deriva parece tentadora. Hoy estás aquí y mañana allí, como un barquito en el ancho mar, pero tú no quieres pasar tus días con un canalla. Y yo soy un canalla, Juana. Tu padre, sean cuales sean sus defectos, está hecho de un material más sólido que yo. Y ¿qué me dices de tu hermana? ¿Querrás que venga con nosotros porque no soportas separarte de ella, y le pedirás que duerma bajo un toldo en plena tormenta, para que el agua fría le baje por esa delicada nuca blanca que tiene?».

Pero debe preguntar. Debe oír a su tío negarle su deseo de marcharse con él, de irse para siempre de Domrémy, aunque sus palabras le causen aún más dolor.

—Y ¿bien? —pregunta, observándolo fijamente.

Cuando la antorcha le ilumina de nuevo el rostro, esboza una sonrisa y la mira con dulzura.

—Una vez un marinero me contó esta historia. Un caballero y una dama se enamoraron. —Ella vuelve a gemir. Esta vez el gemido es real, pero su tío le dice que tenga paciencia, que la historia mejora—. Se casaron. Pero su felicidad no duró mucho. Un día, cuando el caballero estaba en una cruzada, lo derrotaron en la batalla. Aunque el rey sarraceno le perdonó la vida, convirtió al buen caballero en esclavo porque quería darle un escarmiento.

»Su mujer no tardó en enterarse de lo sucedido. Se disfrazó de músico ambulante, de trovador, pues era muy inteligente y para ella componer versos era tan fácil como caminar. Armada únicamente con su laúd y una pequeña bolsa de dinero, emprendió sola el camino, desde el corazón de su propio reino hasta el palacio del rey sarraceno, al otro lado del mundo. Allí tocó dulces melodías que hicieron llorar como un niño al rey, un famoso caudillo. Antes de que ella dejara su corte, el rey le dijo que le concedería un deseo, el que fuera, siempre que estuviese en su mano. Entonces, ella se detuvo en el pabellón del palacio, desde el cual se veían los campos en los que trabajaban los esclavos, señaló a su marido y le pidió al rey que lo liberara, le diera un cofre del tesoro y lo enviara de vuelta a su país en el barco más rápido que tuviera. Y el rey obedeció, aunque se entristeció al separarse del músico, al que ya había empezado a considerar su amigo.

»Por supuesto, el caballero no sabía nada de todo esto. Pensó que era un milagro que su enemigo hubiera cambiado repentinamente de opinión. Lo metieron en un barco y regresó a su castillo, donde todos sus sirvientes esperaban para recibirlo. Estaba todo el mundo menos su esposa, que, según le informó su ayuda de cámara, había desaparecido poco después de enterarse de que lo habían hecho prisionero. Como te puedes imaginar, montó en cólera. "¡Así es como paga mi amor! —pensó—. ¡Qué voluble es el corazón de una mujer!"

»Sin embargo, su esposa, que había tomado un camino más largo para volver a casa, se presentó ante su marido apenas unos días más tarde. Y el caballero no la reconoció, porque estaba muy cambiada. Llevaba el pelo corto como tú, Juana, pero bastante más arreglado y mucho más limpio, sin piojos ni pulgas. Vestía ropa de hombre e incluso caminaba de forma diferente. Se había hecho famosa en todo el mundo por sus versos y su música. Todos los príncipes y reyes la habían invitado a la corte para que tocara el laúd y cantara para ellos, pero la mujer había decidido volver a casa. Echaba de menos a su marido y siempre había sido una buena ama para sus sirvientes.

Juana espera. No puedes terminar así la historia, dice su expresión. Sería cruel.

—Se separaron —concluye su tío encogiéndose de hombros—. Antes de que terminara la primera noche, la noble dama estaba de vuelta en un barco. Siguió viajando y regresó a la corte del rey sarraceno para servir, durante un tiempo, como cortesana. Quería enmendar las bárbaras costumbres de aquel hombre y liberar al resto de los esclavos capturados. Se dice que el caballero se entregó a una vida disipada. Apostaba dinero, maltrataba a sus arrendatarios y tenía aventuras con sus esposas, así que los maridos pronto se abalanzaron sobre él como perros salvajes sobre un cadáver y lo descuartizaron vivo.

Juana asiente. Le gustan las historias con finales justos. Luego, tras meditar sobre la moraleja del cuento, pregunta:

—¿Estás diciendo que tú también vas a morir descuartizado a manos de maridos enfadados?

Durand se echa a reír. Busca la mejilla de la niña en la oscuridad y le da una palmadita.

—Primero tendrán que cogerme —dice.

Juana cree entender el propósito de la historia: eso debe de ser lo que ocurre cuando alguien abandona su hogar para viajar y conocer mundo. Poco a poco empieza a cambiar, aunque no sea consciente de ello. Lo que antes le resultaba ajeno se vuelve familiar: las lenguas extranjeras, la música de instrumentos extraños, los cambios del mar. Poco a poco se va transformando, hasta que las estrellas que brillan en el cielo son como las líneas de su propia mano. Pero primero hay que abandonar el hogar. Dejar atrás lo que se conoce y, posiblemente, se ama. Estar dispuesto a perder cada palmo de uno mismo, porque la próxima vez que uno se mire en un espejo o en un arroyo, y eso puede ocurrir al cabo de semanas, años o incluso media vida, tal vez no reconozca su reflejo. Todo eso hay que arriesgar para obtener lo que el mundo está dispuesto a ofrecer.

Se ponen en pie, se sacuden el polvo y emprenden el largo camino de vuelta a la aldea. Es otra forma de decir: No, no puedes venir. Otra forma de decirle: Debes trazar tu propio mapa del mundo. Buscar tu propio trozo de cielo y de tierra, tu propio toldo bajo el que dormir cuando llueva y creas que el sol no volverá a brillar, porque seguro que vivirás días así. Nadie puede recorrer este camino por ti. No puedes limitarte a seguir los pasos de otros, como si la vida fuera una danza complicada cuyos giros y vueltas puedes memorizar y ensayar de antemano. Hay muchas cosas en el mundo que podemos heredar: dinero, tierras, poder, una corona. Pero una aventura no es una de esas cosas. Debes hacer tu propio viaje.

Caen las primeras gotas de lluvia, con el lento golpeteo que advierte de que los ángeles están a punto de desatar el diluvio sobre las cabezas de los mortales. En la mano de su tío, la antorcha chisporrotea. Se ríen porque Juana está poniendo distintas caras («Esta es la mirada penitente de mi madre», dice) y el fuego, que proyecta sombras temblorosas y vacilantes, confiere a sus expresiones un aspecto demoníaco.

Aún se están riendo cuando oyen gritos detrás de unos árboles. Alguien está discutiendo en un claro. Su tío la coge del brazo y tira de ella hacia atrás.

Juana se suelta, se acerca sigilosamente, se agacha. Siente curiosidad. Por el estrecho espacio que queda entre dos troncos, ve a varios hombres. Están de espaldas. Uno de ellos es su padre; junto a él están el padre de Guillaume y otros tres hombres de Domrémy, todos ellos íntimos amigos de Jacques d'Arc. Nunca se separan de él.

Reconoce sus siluetas: el padre de Guillaume es espigado como una caña y da la sensación de que una ráfaga de viento podría derribarlo, mientras que Jacques d'Arc es musculoso y de hombros cuadrados. Los demás son versiones menores del hombre al que veneran como acólitos. Forman un semicírculo alrededor de otra figura a la que Juana no alcanza a ver. Le pide la antorcha a su tío y él se la pasa, mientras le hace señas para que se aleje. Juana mantiene la antorcha baja junto al cuerpo, para que los hombres no vean la luz.

—Vete —oye decir a su padre—. Vete si no quieres tener problemas.

Una voz protesta tras el muro de cuerpos.

—Pero teníamos un acuerdo. Y has aceptado mi dinero. No puedes quedarte con tus cerdos y también con el dinero. Devuelve una cosa o la otra, y no diré nada de este engaño.

Juana reconoce la voz. Es el hombre de Maxey.

—¿De qué dinero hablas? —dice entonces el padre de Guillaume—. A mí no me parece que se haya intercambiado dinero, ¿verdad, Jacques?

Ve a su padre negar con la cabeza.

—Yo no he recibido dinero. Puede que habláramos sobre la posibilidad de venderte algunos cerdos, pero no llegamos a acordar ningún precio.

—Solo estamos cogiendo lo que se nos debe —interrumpe el padre de Guillaume, que habla atropelladamente—. Y lo que hemos cogido tiene mucho menos valor que lo que nos robaron. A mí. La vida de mi hijo, ¿lo recuerdas?

—Yo no tuve nada que ver —responde el hombre de Maxey tras una pausa. Se ha puesto muy serio y le tiembla la voz. Traga saliva con tanta fuerza que es casi como si estuviera engullendo un huevo entero—. Os lo juro. Mis hijos son demasiado pequeños para jugar a esas cosas. No estaban allí, y yo tampoco. Además, ¿no fue un accidente? Dicen que el chico se cayó y se golpeó la cabeza.

Ahora es al padre de Guillaume a quien le tiembla la voz.

—No era un juego. Ni fue un accidente.

Jacques se echa a reír.

—Cuando fui por primera vez a Maxey para exigir una compensación, supe enseguida que era a ti a quien había que engañar. Tienes cara de tonto.

Juana se da cuenta de que su tío le está tirando de la manga.

—Vamos, Juana —le susurra—. Vamos, rápido.

Pero ella le aparta la mano. De repente se oyen voces airadas. El hombre de Maxey se ha abalanzado sobre uno de los otros, tal vez en un intento de romper el círculo y huir. Pero el padre de Guillaume está preparado. Lleva algo en la mano y a ella se le revuelve el estómago al escuchar el sonido de un golpe sordo, seguido de un gemido y un lamento tan débil que podría haber sido el de un niño. Es como una pesadilla, uno de esos sueños en los que no te das cuenta de que estás moviendo las piernas, pero de repente te encuentras en otro sitio. Cuando Juana levanta de nuevo la vista, está en el claro, frente a esos hombres. A los pies de la niña, el hombre de Maxey se toca un lado de la cabeza. Está aturdido y le rezuma sangre entre las manos.

Durante unos instantes, los amigos de Jacques se quedan tan perplejos que se echan hacia atrás con brusquedad, como caballos asustados. Incluso su padre abre los ojos como platos. ¿De dónde ha salido? Es como si se hubiera materializado en mitad de la nada.

Jacques d'Arc no tarda en recobrarse.

—Déjanos en paz, Juana —dice, con voz serena.

La mira como si fuera un escarabajo que puede coger y aplastar lentamente entre los dedos.

—Aquí no tienes nada que hacer. —Es el padre de Guillaume quien habla. Tiene una piedra manchada de sangre en la mano y Juana piensa en las que recogió aquel día en el campo—. Esto no es asunto tuyo.

La niña levanta la antorcha, como si quisiera observar con atención cada uno de esos rostros para memorizarlos. Está ganando tiempo. Tiene que tomar una decisión, y rápido. Su padre no se irá y, precisamente porque él no se irá, Juana sabe que sus amigos también se mantendrán firmes. Se vuelve y mira por encima del hombro. ¿Vendrá Durand y se salvarán los dos? ¿De verdad su padre y sus amigos serían capaces de matar a un hombre delante no de uno, sino de dos testigos? Sin embargo, no oye nada tras ella, ningún sonido salvo el tamborileo de la lluvia en las hojas.

El hombre de Maxey, aún gimiendo, se pone en pie despacio. Trata de ocultar su gigantesco cuerpo detrás del de ella.

—Tenéis lo que habéis venido a buscar —dice Juana, aunque con los ojos puestos en su padre—. Tenéis vuestro dinero.

—Jacques, y ¿si el tipo habla? —interviene el padre de Guillaume. Ha palidecido de repente. Baja la mirada hacia la piedra que tiene en la mano—. Será mejor que terminemos lo que hemos empezado, y pronto.

Juana sigue con la mirada clavada en su padre. Este momento parece una cuestión personal, como si no hubiera nadie más en el claro aparte de ellos dos. ¿Quién cederá primero?

Cuando Jacques d'Arc habla, lo hace con una voz extrañamente tranquila.

—Juana —dice. Su nombre suena como si hubiera recibido un golpe sordo en el cráneo. Está a punto de retroceder, por la fuerza de la costumbre, aunque espera que su expresión no la delate—. Te arrepentirás de esto.

Una pausa. Afloja la presión de los dedos en la antorcha. Lanza el brazo hacia delante y el fuego sale volando hacia el pecho de su padre. Lo oye soltar un juramento y los otros hombres gritan, como si ellos también se hubieran quemado, aunque eso es imposible. Da media vuelta y echa a correr. El hombre de Maxey sale disparado tras ella. Le pisa los talones.

No recuerda en qué momento le ceden las piernas y cae, después de haber tropezado con una raíz. Nunca se cansa de trabajar, de correr por el pueblo y de trepar a los árboles, pero ahora sí que está cansada: se le han agotado las fuerzas, como si su acto de rebeldía las hubiera consumido por completo.

Nota unos brazos que le rodean el cuerpo y la levantan del suelo. Se da cuenta de que está otra vez en movimiento, aunque apenas siente las piernas. El hombre de Maxey la lleva en brazos. Avanzan con más rapidez y agilidad de lo que podría esperarse de un hombre de ese tamaño. La oscuridad parece pasar volando a su alrededor; se desmaya. No sabe cuánto tiempo permanece inconsciente, pero cuando despierta ya han dejado atrás el bosque y ve el cielo sobre sus cabezas.

El hombre la deja en el suelo con una expresión que parece decir: «El mundo es pequeño, pero no tanto. ¿Cómo es que hemos vuelto a encontrarnos?». Entonces la mira con los ojos entornados y se fija en el parecido.

—Ah, de modo que eres hija de ese hombre —dice al fin.

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