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IV


Juana se recuesta en el cuerpo de Catherine, suspira y se acuerda de los dos trozos de pan que le ha dado Jehanne. Le ofrece uno a su hermana, que niega con la cabeza, así que Salaud se queda los dos.

Catherine, tercera en la descendencia de Jacques d'Arc e Isabelle Romée, cumplirá trece a finales de año. Es la única de la familia con la que la naturaleza ha sido generosa; en Domrémy, son muchos los que dicen que Juana y sus hermanos no tienen nada especial y, en este caso, ella está de acuerdo. Catherine es tan hermosa que incluso su padre, de quien se dice que podría tumbar a Satanás en una pelea justa, no se atreve a pegarle en la cara, por miedo a deformarle la nariz o astillarle un diente. Al igual que la canela, ¿cómo ha llegado Catherine a este mundo? Nadie puede saberlo, menos aún con unos padres como los que tiene. Parece un accidente afortunado y desafortunado a la vez: afortunado para Jacques e Isabelle, desafortunado para la propia Catherine. Si fuera noble, los caballeros compondrían versos en su honor, se arruinarían regalándole cofres de rubíes y oro a cambio de vislumbrar su enigmática sonrisa y su blanco cuello.

Sin embargo, Juana la ama por su bondad, no por su belleza. Si no se hubiera marchado de la casa de Hauviette cuando lo ha hecho, ¿cuánto tiempo habría permanecido Catherine sola en el camino, esperándola? ¿Cuántas veces se habrán sentado bajo el Árbol de las Hadas igual que ahora, Juana acurrucada entre los brazos de su hermana para entrar en calor, mientras esperaban la llegada del sueño o del amanecer?

En cuanto a Juana, nadie en el pueblo se pregunta a quién se parece. Es la primera en recibir los golpes y los azotes de Jacques d'Arc cuando está de mal humor y, desde luego, nadie puede negar que es hija de su padre: fea, de ojos oscuros, corpulenta... Si los pusieran uno al lado del otro, nadie dudaría de que los aparatosos hombros de Juana son simplemente una versión en miniatura de los de su padre o que sus gruesos tobillos son una copia femenina de las piernas de Jacques, robustas como las de un buey. Pero también se parecen en otras cosas: se pasan la vida reflexionando, pendientes de lo que está pasando, de lo que acaba de pasar y de lo que podría pasar a continuación. Siempre listos para las peleas y los desafíos.

La verdad es que a Jacques d'Arc le ha ido bastante bien. No es oriundo de Domrémy, sino que se mudó aquí para casarse con la madre de Juana, una mujer de posición acomodada cuyo tío era el prior de un monasterio, cosa que impresionó a Jacques. Su casa, que es de propiedad, es la única de piedra en todo el pueblo. Las paredes están encaladas y es de planta cuadrada, con el tejado inclinado. Se encuentra junto a la iglesia, lo que puede ser una casualidad o algo intencionado. Juana se imagina a su padre diciendo: Mirad mi casa, es la segunda en importancia después de la de Dios. Jacques posee casi cincuenta acres en total, entre tierras de cultivo, pastos y el bosque conocido como Bois Chenu, cuyos terrenos cede a otros aldeanos —a cambio de un precio considerable— para que lleven a sus cerdos a buscar comida. Está a la cabeza de todas las delegaciones enviadas a parlamentar con las autoridades de la cercana Vaucouleurs y siempre acude con su discurso preparado. Aunque no sabe leer ni escribir, ni es capaz de sujetar correctamente la pluma, es un negociador natural, un orador brillante. A diferencia de otros, que agachan la cabeza como si hablaran con sus zapatos, él mira a sus superiores a los ojos. Es bueno con las cifras y astuto con el dinero, cosa que ha provocado que sean muchos los que especulan sobre lo que ha ahorrado a lo largo de los años. La mayoría de ellos dicen que deben de ser al menos doscientas o trescientas livres, posiblemente cuatrocientas, aunque sus muchos amigos afirman que son casi mil. Es un experto en su oficio y tiene buen instinto para su trabajo: los cultivos y su rotación, la calidad del suelo, cómo utilizar la tierra sin agotarla, cómo dividir los pastos para que los bueyes no se desplomen de hambre en invierno... Es imposible darle gato por liebre. Si alguien lo intenta, recibirá un buen puñado de razones para pensárselo mejor la próxima vez.

Es un padre duro con sus hijos —Jacquemin, Jean y Pierre— y les exige que trabajen tanto como él y con el mismo vigor. Pero con Juana es todavía más duro. Corre el rumor de que, un mes antes de que naciera Juana, Jacques d'Arc perdió los estribos de un modo inusual en él. Mientras tomaba unas copas con amigos y vecinos, se jactó de que el bebé en camino iba a ser otro niño. Catherine, aunque hermosa, había sido una casualidad, afirmó. Él solo podía tener hijos, y el siguiente sería fuerte como san Cristóbal. Alguien, cuyo nombre se ha perdido en la historia, le tomó la palabra y, ante la insistencia del padre de Juana, apostó una suma nada insignificante de dinero. Se acordó que, cuando la criatura naciese, Jacques la traería, fuera lo que fuera, para mostrársela a todos.

Pero llegó Juana. No es difícil imaginar su consternación al ver a aquella criatura de mofletes rojos que no dejaba de patalear. Después del nacimiento de su hija, Jacques d'Arc se pasó una hora caminando, desconcertado, como si Dios lo hubiera traicionado.

—Menudo par de pulmones —le dijo, antes de coger el dinero de Jacques, el hombre que había ganado la apuesta.

—¡Qué puños! Mirad cómo golpea el aire... ¡Parece que lo odie! —añadió otro.

La cosa se convirtió rápidamente en un juego.

—¡Qué ojos tan bonitos, los ha heredado de su padre! —susurró no muy lejos un anciano.

—Qué pies, ¿o son pezuñas? —decían otros.

—Qué pelo, ¡es negro como la saliva del diablo!

—Y qué brazos, gruesos como las amarras de los barcos.

Y, mientras tanto, la niña iba pasando de mano en mano entre los parroquianos, como si fuera una rareza digna de admiración. Sin embargo, fueron gentiles con ella: sabían que Jacques d'Arc era rencoroso, que nunca olvidaría ni el dinero que había perdido esa noche ni aquella traición temprana, el golpe que Juana, aun siendo un bebé, ya le había asestado a su orgullo.

En ese momento, alguien que había bebido demasiada cerveza, alguien que arrastraba las palabras y que apenas podía levantarse sin encorvarse de nuevo, exclamó:

—De hecho, no has perdido, Jacques. Es un pequeño toro. Solo que el toro es una chica.

Sus amigos le dijeron que cerrara la boca o se la cerrarían ellos, pero nadie negó que tuviera razón.

—¿Existe un equivalente femenino de san Cristóbal? —preguntó un hombre con sincera curiosidad.

Ella, Juana, era una niña sana y fuerte. Lástima que no fuera un varón. Incluso Jacquemin, ahora que lo pensaba bien, parecía un palillo cuando era un bebé. Y Jean un enano rechoncho.

Juana se pregunta ahora si su padre piensa en el dinero que perdió cada vez que la mira. Le gustaría saber a cuánto ascendía la apuesta. ¿Dos livres? ¿Tres? Aunque probablemente su enfado no había tenido nada que ver con el dinero. Se trataba de que Jacques d'Arc había quedado en ridículo. De que había perdido, algo que un hombre tan orgulloso como él jamás acepta. Se trataba de que, en el fondo, solo los niños cuentan como hijos.

Juana oye el susurro de un aleteo por encima del Árbol de las Hadas y un pájaro pasa sobre sus cabezas, como un fragmento de noche inquieta que no quiere posarse en el cielo. Piensa en Guillaume. Se supone que el alma emprende el vuelo cuando el cuerpo expira, solo que —según ha aprendido hace poco— eso no es cierto. El alma no se eleva, sino que se hunde en un lugar llamado purgatorio, donde se expían los pecados cometidos en la Tierra y el alma se limpia en llamas purificadoras, tanto frías como calientes. Guillaume está allí ahora. Se lo imagina solitario, encogido en una cueva en cuyo suelo arden llamas blancas y azules.

¿Qué ha hecho Guillaume para merecer eso? El sacerdote de Domrémy afirma que incluso el amor puede ser un pecado. Si amas algo demasiado, si crees que nunca podrás desprenderte de ello —pongamos dinero, o joyas o tu gato—, eso también está mal. Todo en este mundo es meramente temporal. Solo Dios perdura. Tu mayor pasión debe ser solo Él.

Eso es lo que le han enseñado el sacerdote, Catherine y su madre: que las oraciones de los vivos pueden aliviar el sufrimiento de aquellos cuya alma debe morar durante un tiempo en el purgatorio. Así que decide rezar por Guillaume. Rezará por él al menos una vez al día. Y hará algo más que rezar. Cogerá a escondidas un tazón de leche y un trozo de queso de la alacena para el gato que ha perdido a su amo y amigo.

Pronto envolverán el cuerpo del niño muerto en un sudario blanco. Lo meterán en un féretro de madera, cubierto únicamente por un velo negro. El lugar donde descansará para siempre es una parcela en un cementerio. Pero la muerte no es el final. Está la cuestión de la reparación, de calcular lo que esa pérdida supone para la familia, el valor tanto real como proyectado del niño: el hombre en el que Guillaume se habría convertido, el trabajo que habría realizado, la esposa con la que se habría casado, los hijos que habría tenido, las camadas de gatos que habría criado. Se imagina el momento de medir cada extremidad del niño, de pesar cada mano y cada pie; imagina su cuerpo desnudo, ahora lavado y limpio, inspeccionado con minuciosidad en busca de desfiguraciones o cicatrices. Ve, con los ojos de su imaginación, los números garabateados y sumados en papel vitela, los cálculos comprobados una y otra vez. El resultado puede ser algo así: por cada tobillo, dos pollos; por cada muslo, un cerdo; por los brazos, que al crecer habrían trabajado las tierras de su familia, un buey; por la cabeza y el corazón, un caballo joven y un arado nuevo y reluciente.

Pero ¿cómo se pesa el amor? Ha oído decir que Guillaume nació cuando sus padres ya eran mayores, y que hay una diferencia de siete años entre su hermana mayor y el hijo que tanto deseaban. Saca del bolsillo la piedra lisa y pasa el pulgar por el canto. Está tan oscuro que ni siquiera ve su propia mano, pero la piedra sigue ahí. La nota, siente su peso ligero en la palma. Lo que ha ocurrido la entristece. Aunque no es la primera vez ese día, se siente al borde de las lágrimas cuando piensa que la calidez y la bondad no son suficientes para salvar la vida de un niño —ni tampoco lo son la protección de un padre ni la ternura de una madre—, pero tal vez sí los golpes, los cuerpos curtidos por el dolor, la facilidad con la que uno empuña una rama como si fuera un garrote y se dispone a herir a otro. El amor, posiblemente, tampoco basta, sobre todo en este mundo en que casi todas las historias que le oye contar a su tío hablan de guerras pasadas y presentes. Quién ha perdido. Quién ha ganado. Cuántos tullidos y cuántos muertos. Se hace una promesa y la susurra en la oscuridad como si quisiera grabarla en el cielo nocturno, igual que el rostro del niño está grabado en su memoria. Esta es la promesa: si ella, Juana, puede elegir, elegirá ser una de las que lanzan las piedras. Y vivirá.

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