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I


Domrémy, verano de 1422

Su trabajo es recoger piedras. No guijarros, sino rocas pesadas, de bordes y cantos afilados. Mientras los chicos de Domrémy se reúnen en el campo, Juana se encorva hacia el suelo y arranca con sus uñas ennegrecidas proyectiles de la tierra. Sus faldas, cuyas puntas sujeta con los puños apretados, se convierten en un fardo cargado de duros tesoros.

Al escuchar el silbido de su hermano Jacquemin, los demás se acercan a toda prisa: un ejército inseguro que avanza arrastrando los pies y del cual él es capitán porque es el mayor —dieciséis años— y el más alto de todos. De la boca le cuelga un tallo de trigo que se curva en un largo arco, como si fuera uno de los bigotes de un gato. Contempla el sol abrasador de la tarde en un cielo azul claro y, tras estirar una pierna, sacude el pie como si se le hubiera dormido. Por encima de ellos sopla un viento caliente que alborota los mechones de los presentes. En la hierba reina el silencio. Un niño abre la boca para bostezar.

Juana le muestra a Jacquemin su colección y él asiente. Como capitán, es el primero en elegir las piedras. Se queda dos de las más grandes y dirige la mirada hacia el resto de sus hombres. Ella recorre la fila despacio, deliberadamente. No distribuye las piedras al azar. Examina cada mano extendida, analizando si es una mano acostumbrada a astillas, cortes y rasguños, a peleas polvorientas en patios y pajares, o si aún no está iniciada en los ritos de las refriegas juveniles y los trabajos duros. ¿Quién quiere darle a un niño una piedra más grande que la palma de su mano, un proyectil que no pueda agarrar con los dedos y lanzar con precisión? Así que les entrega a los amigos de su hermano —muchachos de apenas doce o trece años con los hombros cuadrados— las piedras que considera más adecuadas para ellos: romas y pesadas.

Para el miembro más pequeño de este ejército improvisado, un chico al que solo conoce de vista y de nombre, reserva los mejores proyectiles. Ella tiene diez años y él siete; se está mordiendo las uñas de una mano con cuidado, incluso con una expresión pensativa, mientras deja la otra colgando a un costado del cuerpo. Cuando ella le tiende su premio, no lo coge, así que se ve obligada a agarrarle la mano que no se está mordisqueando y depositar en la palma las dos piedras que le corresponden. En cuanto a las piedras en sí, una es normal y corriente, pero la otra es lisa y estrecha y se agarra con facilidad. A diferencia de las demás, presenta un borde dentado. Antes, al rozar con la mano el filo cuando la recogía, ha sonreído.

—Puede que no den la cara —les dice Jacquemin, que ya se ha aburrido. Lanza una piedra como un malabarista a punto de hacer su número y la atrapa con una pequeña floritura—. Son unos cobardes —añade.

Pero ahora, a su espalda, escuchan una especie de susurro en los límites del claro, un revuelo que a pesar de ser sutil hace que todos salten, y a ella le empieza a latir el pulso en los oídos. El enemigo ha llegado y durante un momento, solo uno, se quedan asombrados ante lo que ven. Es como si se miraran en un espejo: por cada chico del Domrémy francés, ahí está su contraparte —o su gemelo— de Maxey, el pueblo borgoñón —además de enemigo jurado— que se encuentra a menos de media hora a pie. Diez contra diez.

Como número once, ella destaca entre todos los demás: una niña con un vestido de lana roja descolorida y una melena de rizos oscuros que le caen por debajo de los hombros.

—Quítate de en medio, Juana —gruñe Jacquemin con los labios apretados.

Juana lo mira con el ceño fruncido antes de dirigirse, a su propio ritmo, hacia el límite del campo de batalla. Se apoya en un árbol, se cruza de brazos y observa la escena. Su hermano no lo sabe, pero Juana se ha guardado tres piedras en el bolsillo. Al mirar hacia abajo, ve una rama gruesa como un garrote a sus pies. Es bueno estar preparado.

Los dos bandos forman un grupo harapiento. Casacas raídas y pantalones zurcidos por madres y hermanas, parches descoloridos que remiendan rodillas y codos, donde la tela se desgasta más fácilmente. Casi le parece oír el gruñido colectivo de los estómagos. Los chicos siempre tienen hambre, aunque sus raciones suelen ser más abundantes, y en casa hay que comer rápido si uno no quiere quedarse sin su parte de pan y potaje. Ella lo sabe muy bien, porque tiene tres hermanos (dos mayores y uno menor). Cuando escasea el alimento, no paran de hablar de lo que comerían si pudieran: los cortes de ternera chorreante de grasa, los filetes humeantes de trucha recién pescada, los banquetes que celebrarían si fueran señores. A veces, cuando están de buen humor, la dejan quedarse cerca para escuchar y a ella se le hace la boca agua, porque su apetito no es menor que el de sus hermanos y, lo mismo que ellos, siempre está hambrienta. Pero, por lo general, la echan, y si no pueden echarla —porque ella, como un muro, no se mueve de su sitio—, entonces dejan de hablar hasta que Juana se cansa del silencio y se marcha por propia voluntad.

Nadie sabe con certeza cómo empezaron estas batallas simuladas ni por qué los hijos del francés Domrémy y del borgoñón Maxey pelean a pedradas cuando sus padres son capaces de mantener una paz tensa. Pero aquí están esos chicos, en el campo. Aquí están, unos frente a otros, limpiándose en la manga los últimos hilos de mocos blancuzcos, con las mejillas rojas no por la rabia, sino por el calor de un día de verano. Aquí están, con la mirada centelleante, el rostro inexpresivo, la mandíbula apretada. Solo unos pocos, piensa Juana, parecen luchadores natos: es fácil distinguirlos por la forma en que miran fijamente al enemigo sin pestañear, por su inmovilidad y su silencio, por la forma en que yerguen la cabeza. Los de Maxey vienen preparados. Sacan las manos del bolsillo y muestran piedras oscuras. Juana se pregunta cuál de sus hermanas los habrá ayudado a buscar piedras y si esos proyectiles escogidos por otra chica, un equivalente borgoñón de sí misma —que quizá también se llame Juana—, serán tan letales como los que ella ha encontrado, aunque cree que no. Ha elegido las mejores piedras para el ejército de su hermano.

¿Cómo empieza una batalla? ¿Qué bando lanzará el primer ataque? ¿O comienza todo a la vez, como cuando los fieles unen las manos en la iglesia para rezar? Esta es una pregunta a la que Juana y su tío Durand Laxart le han dado muchas vueltas durante las numerosas visitas de este. A pesar de ser de baja alcurnia, a pesar de no ser un hombre instruido, su tío es un pensador, un contador de historias, un vagabundo que a sus cuarenta o cincuenta años ha vivido la vida de una docena de hombres. Lo cierto es que nadie sabe con exactitud qué edad tiene. Cuando sonríe o se ríe y deja a la vista sus dientes intactos —ni astillados ni ennegrecidos ni caídos— no aparenta más de treinta años. Dice que ha sido grumete, cocinero, ayudante de curtidor, jornalero por horas, días o meses en campos y muelles e incluso, afirma, verdugo en el cadalso.

Entonces, ¿cómo empieza una batalla? Le ha contado historias de batallas legendarias que empiezan con una canción. Un grito. Una maldición. Una plegaria. Pero en esta cálida tarde de verano, en una amplia parcela de territorio neutral entre sus dos pueblos, la batalla empieza con una pregunta.

—¿Quién es esa? —inquiere el líder de Maxey, señalando en su dirección.

Juana responde antes de que Jacquemin pueda decir nada:

—¿Me estás hablando a mí, escoria borgoñona?

Tal vez sean las piedras que esconde en las faldas las que le infunden valor. O el palo que sabe que tiene a sus pies y que puede coger con la mano en cualquier momento. Jacquemin le lanza una mirada asesina, una mirada que dice: «Vete antes de que le diga a padre que has estado aquí, o te vas a arrepentir», justo cuando el capitán enemigo escupe en el suelo. Escupe con tanta fuerza que no sería de extrañar que uno o dos dientes hubieran acabado también en la hierba. El muchacho está a una distancia considerable y el escupitajo no cae cerca de ella, pero Juana se sobresalta de todos modos. Normalmente la voz de la muchacha es suficiente para intimidar a sus hermanos y hacerlos retroceder. Se acerca más al árbol y se apoya en él.

—¡Perra de Armagnac! —le grita el capitán borgoñón.

En ese momento una piedra vuela por el aire, aunque Juana no sabe de qué bando ha salido y tampoco parece que se dirija a un objetivo concreto. Espera, por el bien del pequeño Guillaume, que no haya desperdiciado su afilado tesoro tan pronto.

Instantes después, las piedras empiezan a volar de un lado a otro, surcando el aire como pájaros furiosos. Cada vez que una piedra golpea un objetivo, ya sea un hombro o un estómago, se oye un aullido de dolor.

Cuando las piedras se agotan, sigue la lucha, aunque ahora se parece más a una batalla campal: cada niño agarra a otro de estatura y peso similares y ruedan los dos por el suelo como un solo cuerpo. Dientes que se clavan en tobillos, pulgares que se hunden en ojos cerrados. Por todas partes, una maraña de miembros desgarbados, una danza tambaleante entre las nubes de polvo que se levantan del suelo. Los chillidos agudos de los más pequeños se mezclan con los gritos de los mayores.

Ella se uniría a la batalla, lo malo es que no sabe por dónde empezar y ya no distingue entre su propio bando y el enemigo. La próxima vez, piensa, no estaría mal que los chicos de Domrémy llevaran algún tipo de distintivo, por ejemplo, un trozo de tela del mismo color en el brazo. O tal vez los borgoñones podrían vestirse de diablos con cuernos. Eso también serviría. Sonríe al pensarlo.

Cuando han llegado, Juana se ha fijado en la oscura franja de árboles que delimitaba el terreno y ha dicho: Mira, Jacquemin, mira hacia arriba. Con esa voz que nunca falla a la hora de provocar un centelleo asesino en los ojos de su padre, le ha dicho a su hermano: Deberías haber empezado a recoger piedras hace semanas. Un capitán analiza con mucha antelación los detalles de la batalla, su fecha, hora y lugar. Podríamos —y se incluye a sí misma en ese plural— haber encontrado las mejores rocas y haberlas puesto en sacos para subirlas, usando cuerdas, a las copas de los árboles. Entonces cada chico podría trepar a una rama oculta y, desde esa posición, tender una emboscada al enemigo en cuanto llegara. Los chicos de Maxey creerían que el cielo, o Dios, les está lanzando piedras. Se mearían encima. Huirían.

Pero su hermano se ha limitado a fulminarla con la mirada. Es un muchacho de pocas palabras. Su padre considera que ese es uno de sus puntos fuertes, pero ella más bien piensa que lo que le pasa a Jacquemin es que es un poco lento.

—Si quieres quedarte... —le ha dicho su hermano, sin terminar la frase.

Luego ha extendido un brazo y ha señalado con desgana el campo. Busca piedras.

Desde la distancia, ve al capitán de Maxey enzarzado en una pelea con Jacquemin, y siente el deseo de extender un largo brazo hasta su hermano para zarandearlo. No han pasado ni cinco minutos y ¡ya necesitas mi ayuda! Pero se agacha. Coge el bastón con la mano derecha. Corre en dirección a la espalda expuesta del enemigo: su cabeza es como un mechón de fuego naranja que capta la luz del sol. Levanta el palo para golpear, pero también para defenderse de cualquiera que intente atacar.

Un grito la detiene.

Aún no ha llegado hasta ellos, pero la rama se le cae de la mano. Se gira y mira fijamente en la dirección de la que proviene el ruido, sin saber al principio qué está mirando. Entonces lo ve: en medio de la batalla se ha hecho un silencio. La quietud le resulta extraña, es como si no perteneciera a este lugar. En un rincón del campo, donde dos chicos deberían estar aún lanzándose puñetazos y patadas, uno de ellos se ha apartado. El otro está tendido en el suelo. Incluso desde esta distancia, ve el rostro pálido y aterrorizado del chico al retroceder tambaleándose, casi tropezando con sus propios pies. El muchacho se tapa la boca y se limpia algo en la parte delantera de la camisa, mientras los demás también dejan de pelear y levantan la vista. Juana se fija de nuevo en el chico que no se mueve.

Sabe quién es antes incluso de distinguirle la cara. Guillaume: siete años, tres menos que ella. La luz que le calienta la nuca es la misma de antes, pero diferente. Ahora es más cortante, como si fuera la punta afilada de un cuchillo que le roza la piel. Los chicos se apartan para dejarla pasar. Tal vez piensen que ella, al ser una chica, pueda hacer algo para ayudar.

El enemigo se mueve de nuevo: caras desconcertadas y pálidas que huyen hacia Maxey, donde cerrarán sus filas borgoñonas y no admitirán culpa alguna. Nadie grita ni corre para detenerlos. Mientras ella se acerca a Guillaume, los de Maxey huyen, ágiles como ladrones nocturnos, atajando entre la hierba y las sombras de los árboles.


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