9.- Respuestas
El tiempo parecía alargarse en el cálido aire del desierto. Atem había estado fuera del palacio mucho más de lo que inicialmente había previsto. Lo que comenzaba como una tarea relativamente sencilla se complicó con cada paso. La construcción del templo, dedicada a Ra, se enfrentó a retrasos inesperados: materiales que no llegaban a tiempo, conflictos entre los trabajadores, y un clima implacable que hacía que cada jornada fuera más ardua que la anterior. Como príncipe, era su deber supervisar cada detalle, asegurándose de que todo se cumpliera de acuerdo con los planes. Esa era la orden de su padre.
El mes que le habían prometido se alargó hasta convertirse en casi tres. Y lo que más le pesaba no era el agotamiento físico ni las largas jornadas bajo el sol abrasador, sino la ausencia de aquello que más deseaba. Durante todo ese tiempo, no hubo rastro alguno de la caravana gitana. Atem revisó los registros de las rutas, preguntó a comerciantes y viajeros, pero la misma respuesta le llegaba una y otra vez: no los han visto.
La incertidumbre comenzó a asentarse en su corazón. ¿Podría haber calculado mal? ¿Había ocurrido algo que desvió su camino? ¿O tal vez... no regresarían este año? La idea era tan frustrante como dolorosa.
Mientras el sol empezaba a ocultarse tras las dunas, Atem se encontraba sentado en una improvisada mesa de piedra cerca del campamento. Tenía entre las manos un pergamino donde los arquitectos detallaban los avances del templo. Sin embargo, su mirada no estaba fija en las líneas escritas, sino en el horizonte, donde el desierto parecía extenderse infinitamente.
En su cabeza, el deber y el deseo libraban una batalla constante.
El capataz, un hombre robusto de piel curtida por años bajo el sol, carraspeó con fuerza para captar la atención del príncipe. Atem parpadeó, como si despertara de un trance, y levantó la vista hacia él.
—Majestad, con el debido respeto... —comenzó, señalando el pergamino que descansaba sin abrir entre las manos de Atem—. Esos son los informes de los avances de esta semana. ¿Hay algo que no le parezca en orden?
Atem exhaló lentamente, como si liberara un peso invisible, y sacudió la cabeza.
—No es eso, Khepri —respondió, usando el nombre del capataz, una coincidencia curiosa con el de su caballo—. Estoy seguro de que los cálculos son precisos y los progresos están bien documentados.
El hombre arqueó una ceja, cruzando los brazos con una mezcla de respeto y curiosidad.
—Entonces, ¿por qué parece que su mente está en otro lugar, mi príncipe?
Atem sonrió con una sombra de ironía, dejando el pergamino sobre la mesa de piedra.
—Porque lo está.
Khepri se mantuvo en silencio unos instantes, observándolo. Luego asintió lentamente, como si entendiera más de lo que dejaba entrever.
—Es comprensible, majestad. Este lugar puede hacer que uno desee estar en cualquier otro lado... —Hizo una pausa, mirando el horizonte, como si pudiera ver más allá del desierto infinito—. Pero recuerde, lo que se construye aquí no es solo piedra y madera. Es su legado.
Atem lo miró por un momento, sorprendido por la profundidad inesperada en sus palabras. Luego asintió.
—Tienes razón, Khepri. Pero a veces, el corazón tiene un camino distinto al del deber.
El capataz sonrió apenas y se inclinó respetuosamente.
—El deber siempre será paciente, mi príncipe. El corazón, no tanto.
Con esas palabras, Khepri dejó al príncipe con sus pensamientos, regresando al bullicio del campamento. Atem tomó el pergamino nuevamente, pero esta vez, en lugar de mirar el horizonte, fijó su atención en las líneas que describían el progreso del templo. Su cabeza necesitaba claridad, pero su corazón seguía en una batalla que no podía ignorar.
Atem estaba revisando las cifras en el pergamino cuando un guardia se acercó con pasos apresurados, seguido por un hombre cubierto de polvo, probablemente por haber recorrido largas distancias en el desierto. El príncipe levantó la vista, su ceño fruncido suavizándose un poco al reconocer al mensajero por su atuendo y el símbolo del palacio grabado en el brazalete de cuero que llevaba.
El guardia se inclinó ligeramente.
—Majestad, este hombre trae un mensaje desde el palacio.
Atem dejó el pergamino a un lado, su atención ahora completamente fija en el mensajero, que parecía aliviado de finalmente haberlo encontrado. El hombre se inclinó profundamente, sacando un pequeño estuche de madera protegido por un cierre de cuero.
—Mi príncipe, he viajado sin descanso para entregar esto —dijo con un tono firme pero respetuoso—. Aquí hay dos cartas: una de parte de su prima, la princesa Mana, y otra del faraón, su majestad.
Atem tomó el estuche con ambas manos, sus dedos rozando la madera mientras su mirada evaluaba la importancia del contenido.
—¿Algo más que deba saber? —preguntó Atem, observando al mensajero con atención.
El hombre negó con la cabeza.
—Nada más, majestad.
Atem asintió y le indicó al guardia que escoltara al mensajero para que pudiera descansar y refrescarse después de su largo viaje. Una vez que ambos se marcharon, el príncipe sostuvo las cartas en sus manos por un momento, sopesando cuál abrir primero.
El sello en una de ellas llevaba el diseño familiar que su prima siempre usaba en sus correspondencias: una pequeña flor de loto grabada con delicadeza. La otra carta tenía el sello imponente del faraón, símbolo de autoridad y responsabilidad.
—Primero el corazón... luego el deber —murmuró para sí mismo, rompiendo con cuidado el sello de la carta de Mana antes de abrirla.
-------------
Querido primo,
Espero que estés bien y que el calor del desierto no te haya vuelto loco (o al menos no más de lo habitual). Aquí todo está tranquilo, mi tío se sigue recuperando o eso me dice Mahad, aunque debo admitir que echo mucho de menos nuestras charlas y tus bromas... Aunque no te preocupes, ¡sobrevivo! Como siempre, me las arreglo, ya sabes cómo soy.
Quería contarte que últimamente he estado trabajando en algunos hechizos... aunque no sé si eso de "trabajar" es lo más adecuado. Mahad casi pierde los estribos por culpa de mis intentos fallidos. Cada vez que creo que algo va bien, ¡puf!, sale todo al revés. Me mira con esa cara de desesperación, pero no te preocupes, creo que ya estoy mejorando (o eso quiero creer). Estoy convencida de que un día seré una experta, ¡solo tengo que ser un poco más paciente! O al menos eso me dice él.
Ah, y hablando de cosas importantes... ¿finalmente has visto a Yugi en la frontera? Estoy deseando saber si ya se han encontrado, ¡lo echo mucho de menos! Quiero saber si todo va bien con él, y si no lo has visto, bueno, supongo que es porque la caravana tuvo un contratiempo. Esperemos que estén bien.
Mientras tanto, no quiero que olvides que estoy preparando regalos para tu regreso. Y, por supuesto, también para Yugi. Espero que sean dignos de un príncipe y una joya tan grandiosos como ustedes. Es todo lo que puedo hacer por ahora, pero créeme, ¡me esfuerzo!
En fin, espero tener noticias tuyas pronto. Aquí todo sigue en marcha, y aunque me siento algo sola, ¡siempre tengo la esperanza de que pronto todo se pondrá mejor! No olvides cuidar de ti mismo y, como siempre, recuerda que me tienes aquí, esperando tu regreso (desde hace 3 meses)
Con mucho cariño,
Mana
P.D.: Mahad sigue dando vueltas por el castillo, buscando desesperadamente cómo resolver uno de mis desastrosos conjuros. Creo que pronto lo veré lanzando un hechizo sobre mí para que me calme... Pero no lo haré, ¡es más divertido hacerlo sufrir un poco más!
-------------
Atem sonrió al leer las primeras líneas de la carta de Mana, la calidez en sus palabras le transmitió una sensación de familiaridad que lo hizo sentir más cerca de ella, a pesar de la distancia que los separaba. Su prima siempre había tenido esa capacidad de hacer que cualquier situación pareciera más ligera, incluso en los momentos más tensos.
El tono juguetón que ella usaba en su carta era inconfundible, y su relato sobre los hechizos fallidos de Mahad provocó una risa silenciosa de parte del príncipe. Podía imaginar la frustración del mago al tener que lidiar con los intentos de Mana por dominar la magia de una manera tan impredecible. Aunque el esfuerzo era admirable, la castaña nunca había sido conocida por su paciencia.
Lo que más le llamó la atención fue su comentario sobre Yugi. El hecho de que ella estuviera pendiente de saber si ya se había encontrado con él en la frontera lo hizo pensar en su amigo y en lo que había sucedido entre ambos. Atem guardó la carta por un momento, su mente se desvió por un instante, antes de decidir continuar con la siguiente.
Con una ligera preocupación, sus dedos se dirigieron a la carta del faraón, la cual aguardaba ser abierta. Su contenido podría ser una mezcla de asuntos más formales, algo que siempre lo hacía pensar en las responsabilidades que nunca dejaban de acecharlo.
Atem, con un suspiro más serio, rompió el sello de la carta del faraón. Las palabras, siempre tan precisas y directas, lo recibieron con la fría eficiencia que solía acompañar los asuntos formales del reino.
-------------
Recibí tu informe sobre los recientes contratiempos en la construcción del templo. Estoy de acuerdo con las acciones que has tomado hasta ahora para solucionar la situación. Tu juicio ha sido adecuado, y valoro la rapidez con que has manejado el asunto.
Espero verte de regreso pronto. Mientras tanto, te encomiendo la supervisión del templo de Ra, asegurándote de que todo siga en orden como se espera. Las reformas que se están llevando a cabo deben completarse a precisión, y te pido que sigas informándome sobre cualquier novedad.
-------------
El tono formal de la carta no dejaba mucho espacio para otras emociones, y Atem, aunque acostumbrado a estas comunicaciones, no pudo evitar sentir una leve tensión al ser recordado constantemente de sus deberes. El faraón nunca dejaba de ser meticuloso, y todo parecía girar en torno a la responsabilidad y el orden, como siempre. Sin embargo, algo en esa última línea le resultó extraño.
"Espero verte de regreso pronto." Atem frunció el ceño al leerlo. Esa no era una frase que su padre usaría, ni siquiera para él. Siempre había sido un hombre de pocos sentimientos, limitado a las demandas del reino, y un comentario tan personal le parecía fuera de lugar, incluso si se trataba de una mera formalidad del escriba.
Guardó la carta con una leve inquietud en su interior. Quizás era solo su percepción, pero no podía evitar preguntarse si había algo más detrás de esas palabras, algo que el faraón había querido comunicar sin decirlo directamente.
El sol comenzaba a esconderse detrás del horizonte, tiñendo el cielo de tonos cálidos mientras el desierto se sumía en una quietud apacible. La brisa suave que acariciaba las dunas parecía llevar consigo el final de otro día largo. En el campamento que, tomó forma con el tiempo, entre los escasos objetos que servían para darle algo de comodidad a la estancia al aire libre, una figura se acercaba al príncipe.
Sitre, una de las siervas enviadas desde el palacio para atenderlo y, con quien habia comenzado a formar una pequeña amistad al ser la mas cercana a él, caminaba con paso seguro, una bandeja de plata en las manos. Sobre ella descansaban una jarra de agua, un cáliz y un tazón con fruta fresca. La luz del atardecer resaltaba su figura mientras se acercaba al príncipe, quien observaba en silencio el horizonte, sus pensamientos perdidos en la lejanía.
—Príncipe, se le hace tarde —dijo Sitre con una sonrisa suave, sus ojos reflejando esa ternura que siempre lo había tratado con una delicadeza especial.
Atem levantó la vista de su posición, reconociendo su presencia con solo oír su voz, y sin mucho interés por la bandeja que ella traía, la miró a los ojos.
—¿A qué te refieres? —respondió, con un tono de curiosidad, pero también de familiaridad. Sitre ya era una presencia constante desde que había llegado al campamento.
Ella dejó la bandeja sobre la mesa improvisada de piedra que había montado cerca de él, el peso de la plata resonando levemente en el aire. Luego, sin prisa, le dedicó una mirada franca y tierna.
—A la frontera, príncipe. Para esperar la caravana, como siempre lo hace... al menos desde que llegué.
Atem permaneció en silencio por un momento, la brisa cálida revoloteando a su alrededor. Sus ojos, antes fijos en el horizonte, ahora se perdieron en el crepúsculo, donde las sombras comenzaban a extenderse sobre el vasto desierto. La mención de la caravana lo trajo de vuelta a la realidad, pero también le recordó el vacío de una espera que no traía respuestas.
Su mirada, perdida en la línea difusa entre el cielo y la arena, se desvió al cáliz que Sitre llenaba con agua fresca. Mientras ella se inclinaba, sus movimientos cuidadosos y medidos le recordaron algo que había notado antes pero no había comentado.
Sus ojos cayeron sobre el vientre de la sierva, que ahora se dibujaba más pronunciado bajo la túnica ligera que vestía. Sin apartar la mirada, tomó el cáliz de sus manos con un gesto tranquilo.
—Ya creció más —comentó, rompiendo el silencio con una voz calmada, pero con un matiz de curiosidad.
Sitre, que había comenzado a pelar una fruta con destreza, detuvo sus manos un instante para mirarlo, con una pequeña sonrisa que denotaba una mezcla de orgullo y timidez.
—Apenas son cinco meses, mi señor. No puede ser tan notorio como dice.
Atem alzó una ceja, mostrando una ligera expresión de escepticismo, pero no dijo nada. En cambio, esperó mientras ella volvía a centrarse en su tarea. Finalmente, rompió el silencio con una pregunta directa.
—¿Ya sabes qué será?
Sitre soltó una risa baja, más para sí misma que para él, mientras terminaba de cortar un gajo de fruta.
—El trigo germinó* —respondió, levantando la vista para observar su reacción.
Atem inclinó la cabeza con un gesto de entendimiento. Había escuchado sobre la prueba, una tradición que unía lo práctico con lo simbólico en su tierra.
—Entonces, será una niña —dijo él, con un tono casi reflexivo.
Sitre asintió suavemente, volviendo a su labor mientras el aire cálido del desierto traía consigo los primeros murmullos de la noche.
Sitre terminó de colocar las frutas peladas en un plato, acomodándolas con cuidado antes de colocarlo frente al príncipe. Su expresión, serena pero algo preocupada, no pasó desapercibida. Mientras lo observaba, no pudo evitar preguntarle nuevamente, con un tono suave, casi como si temiera incomodarlo.
—¿Entonces no piensa ir, mi señor? —murmuró mientras alisaba la tela de su túnica, manteniendo la mirada baja, aunque atenta a su reacción.
Atem extendió la mano hacia el plato, tomó una uva pelada entre sus dedos y se la llevó a los labios con calma. Su mandíbula se tensó levemente mientras masticaba, como si estuviera sopesando la respuesta. Finalmente, dejó escapar un suspiro corto, lleno de desilusión, y respondió con voz baja pero cargada de resignación.
—¿Para qué?
La pregunta parecía contener más peso del que sus palabras podían transmitir. Ya habían pasado casi dos meses desde la fecha en la que se suponía que la caravana debía llegar, trayendo consigo a Yugi. Al principio, Atem había encontrado consuelo en la promesa de su llegada, pero con cada atardecer que pasaba sin señales, su esperanza se había ido desvaneciendo lentamente, dejándolo atrapado en la incertidumbre.
El príncipe desvió la mirada hacia el horizonte, donde el sol terminaba de esconderse detrás de las dunas, tiñendo el cielo con colores cálidos que parecían burlarse de su frío interior.
La tenue luz del crepúsculo comenzaba a desvanecerse, cubriendo el campamento en tonos morados y azules mientras la noche se anunciaba con sigilo, a solo minutos de caer por completo. Un guardia apareció en el borde de la carpa, su figura destacando apenas contra las sombras que empezaban a reclamar el horizonte.
Con pasos apresurados, avanzó hacia Sitre, su mirada fija en ella mientras, aparentemente, no notaba la presencia del príncipe sentado cerca.
—Sitre, ¿puedo hablar contigo un momento? —preguntó el guardia, su voz cargada de una mezcla de urgencia y familiaridad.
Sitre se tensó por un momento, pero antes de que pudiera responder, el guardia pareció notar al príncipe sentado cerca, observándolos con una calma casi indiferente. Sus ojos se abrieron con sorpresa, y enseguida bajó la cabeza en una reverencia apresurada.
—Perdón por la interrupción, mi señor —se disculpó rápidamente, intentando corregir su error.
Atem apenas le dedicó una mirada, su mente aún atrapada en pensamientos más profundos. Con un leve gesto de la mano, indicó que no era necesario que se disculpara.
—No importa —murmuró con desinterés, volviendo la atención al plato frente a él, aunque su curiosidad parecía haberse despertado ligeramente.
Fue entonces cuando levantó la vista, fijándola en Sitre con un brillo juguetón en los ojos.
—Dime algo... —dijo, su tono tomando un matiz más ligero mientras señalaba al guardia con un movimiento de la cabeza—. ¿Es él el padre?
Sitre parpadeó sorprendida, su rostro enrojeciendo al instante mientras apretaba los labios, visiblemente apenada. Se inclinó un poco en un intento de mantener la compostura y, tras unos segundos de vacilación, asintió.
Atem arqueó una ceja, las piezas del rompecabezas encajando en su mente. Por supuesto. Ahora entendía por qué no habían enviado de regreso a Sitre después de enterarse de su embarazo. Y también, por qué ella misma se había mostrado tan firme en quedarse.
El príncipe se recostó ligeramente, fingiendo una expresión de severa ofensa mientras cruzaba los brazos sobre su pecho.
—¿Así que no fue la devoción por atender a tu príncipe lo que te hizo quedarte? —preguntó con exageración teatral, su voz cargada de sarcasmo.
Sitre y el guardia se miraron, completamente desconcertados. Ambos se apresuraron a intentar corregirlo, hablando casi al unísono.
—¡No es eso, mi señor, yo...! —empezó Sitre.
—¡Por supuesto que no, su alteza! —se apresuró a agregar el guardia.
Antes de que sus intentos de excusa pudieran volverse más caóticos, Atem dejó escapar una risa baja y relajada, haciendo un gesto con la mano para que se detuvieran.
—Tranquilos, estoy bromeando. —Su sonrisa permaneció, pero sus ojos, aunque amables, tenían una chispa de melancolía oculta. Era evidente que, por más que buscara algo de ligereza en el momento, su mente seguía atrapada en pensamientos más oscuros.
Sitre y el guardia compartieron una mirada de alivio, pero la tensión aún persistía en el aire, marcada por el ambiente de la noche que ya se cernía sobre ellos. Atem, sin perder la sonrisa, dejó que un suspiro se escapara entre sus labios mientras recostaba su espalda nuevamente, tomando otra uva de la bandeja.
Sitre, con una mezcla de alivio y vergüenza, volvió a ajustar su postura mientras el guardia, aún algo confundido, aguardaba la reacción del príncipe. Finalmente, Atem volvió a centrarse en la conversación, tomando un aire de desinterés mientras miraba a la pareja.
—Puedes llevártela —dijo con una calma fingida, dando a entender que Sitre podría marcharse.
Sitre, dudando por un instante, preguntó suavemente, su tono lleno de delicadeza:
—¿Hay algo más que necesite, príncipe?
Atem, aún con una expresión relajada, respondió con una leve sonrisa en sus labios, pero su voz tomó un tono sombrío, casi con pesar.
—Sí... pero no puedes darme lo que quiero. —Sus palabras fueron pesadas, y aunque no lo dijo directamente, la atmósfera se cargó con la sensación de una inquietud sin resolver.
Sitre y el guardia intercambiaron una mirada confusa, sin comprender del todo, y antes de que pudieran preguntar, Atem se puso en pie lentamente. Tomó su capa, que había estado tendida cerca, y con un gesto firme, se volvió hacia el guardia, aún sin desviar su mirada de la pareja.
—Antes de que se ocupen por completo... —dijo, sus ojos ahora centrándose en el guardia, quien lo miraba expectante.
—Ve a traerme mi caballo —ordenó, sin titubear. Sus ojos se encontraron con los de Sitre, quien comprendió de inmediato lo que el príncipe quería decir— Daré una vuelta... por la frontera.
Atem avanzaba por los límites del reino, su caballo Khepri levantando el polvo del desierto mientras las estrellas iluminaban la vasta extensión a su alrededor. El sol ya se había ocultado por completo, y la luna, en su esplendor, se alzaba como una lámpara plateada en el cielo nocturno. Pero a pesar de la serenidad de la escena, el príncipe no encontraba consuelo en la quietud del desierto.
Montando a su corcel negro con manchas blancas, su mirada se mantenía fija en el horizonte, como si esperara que las sombras de la noche le trajeran alguna respuesta. A lo lejos, el sonido de las llamas de las antorchas debería haberse oído ya, el calor de la caravana, la multitud, y la presencia familiar de Yugi entre ellos. Pero nada. Nada de eso llegaba.
"¿Por qué?" se preguntaba una vez más, su mente dando vueltas a la misma inquietud. ¿Por qué aún no ha vuelto?
La caravana, que cada año cruzaba las fronteras de Egipto, nunca había faltado a su cita. Era una tradición que, por más que el tiempo pasara, no se rompía. Pero este año, todo era diferente. Las antorchas que solían iluminar el horizonte al caer la noche estaban ausentes, y con ellas, la presencia de Yugi. Él había prometido regresar, y Atem se había aferrado a esa promesa, incluso cuando las dudas comenzaban a roer sus pensamientos.
El viento soplaba, levantando pequeñas dunas de arena a su paso, pero ni el aire cálido ni la soledad del desierto lograban apaciguar la creciente inquietud que sentía. Ya habían pasado casi dos meses de lo que se suponía debía ser un regreso, y no había rastro alguno. Coincidentemente, ese mismo año, la caravana gitana no había llegado a Egipto como siempre. Y aunque su mente trataba de racionalizarlo, un pensamiento incontrolable se apoderaba de su pecho. ¿Será que no está regresando porque ya no quiere?
Atem apretó con fuerza las riendas de su caballo, pero su mente seguía corriendo en círculos. Cada paso de Khepri lo acercaba más a un horizonte que no traía respuestas. La sensación de abandono se le instaló en el corazón como una sombra difícil de despejar.
Hizo que Khepri girara suavemente, listo para regresar al campamento. La brisa nocturna acariciaba su rostro, y por un momento, pensó que el desierto le ofrecía la paz que tanto necesitaba. Pero antes de que pudiera dar más de un par de pasos, algo brilló a lo lejos, más allá de una duna cercana. Un destello, una luz intermitente, que parecía flotar en la oscuridad del desierto.
Un rayo de esperanza atravesó su pecho, tan fugaz como el resplandor mismo. ¿Sería...? Las antorchas, finalmente. La caravana. Yugi.
Su respiración se aceleró, y apretó las riendas de Khepri con más fuerza. La luz parecía acercarse, más intensa, más grande... y su corazón latía con más fuerza, guiado por la esperanza de lo que podría ser. ¿Sería posible que finalmente estuvieran aquí? ¿Que después de tantos meses de espera, al fin pudieran reunirse?
Pero a medida que la luz se acercaba, el brillo se fue disipando, y la figura que emergió de la oscuridad se tornó clara ante sus ojos. Un hombre, vestido de manera sencilla, cargaba una carreta llena de mercancías, la cual estaba iluminada solo por una lámpara que balanceaba con el vaivén de su paso. No había risas, ni ruido de una multitud, ni las antorchas cálidas que siempre anunciaban la llegada de la caravana gitana.
La decepción lo golpeó de lleno. El peso de la desilusión se instaló en su pecho como una sombra pesada. La caravana gitana, con sus colores, sus cantos, su gente... todo eso se desvaneció en el aire como una ilusión quebrada.
Atem estaba a punto de girar y regresar, sintiendo el peso de la desilusión aún calado en su pecho, cuando vio al hombre luchar por avanzar con su carreta cargada. Por un momento, la tentación de continuar su camino fue grande, pero algo lo hizo detenerse.
Con un suspiro y una ligera sacudida de cabeza, decidió ofrecer ayuda.
—¿A dónde te diriges? —preguntó, mirando al hombre con seriedad, aunque su tono era amable.
El hombre, algo sorprendido por la pregunta, le respondió con humildad:
—A la ciudad de la frontera, príncipe. La ciudad cerca del templo en construcción. —Su voz sonaba cansada, y la carreta crujió ligeramente al intentar moverse.
Atem observó la carga con una mirada fija, y luego su vista se desvió hacia el caballo negro que llevaba bajo su dominio.
—Mi caballo puede ayudarte con esa carga. Te la llevará hasta la ciudad, no parece tan ligera.
El hombre, visiblemente apenado por la oferta del príncipe, negó con la cabeza rápidamente.
—No es necesario, príncipe —respondió, casi con vergüenza—. No soy digno de su ayuda, y el caballo tampoco debe estar acostumbrado a tanto esfuerzo.
Atem soltó una leve risa, su mirada tranquila pero firme.
—Mi caballo es más fuerte de lo que parece —dijo, con una chispa en su voz. Khepri, aunque de aspecto refinado, estaba acostumbrado a trabajos más duros de lo que cualquiera podría imaginar.
El hombre dudó por un momento, mirando el rostro del príncipe, pero la insistencia en los ojos de Atem lo convenció finalmente.
—Está bien, príncipe. Si lo desea, acepto su oferta.
Atem asintió con una sonrisa, tomando las riendas de Khepri y guiando al caballo hacia la carreta. Con un gesto suave, hizo que el caballo se posicionara para que pudiera tirar de la carga, y luego ambos comenzaron a caminar en la misma dirección.
—Gracias, príncipe, por tu generosidad —murmuró el hombre, aún un poco desconcertado por la situación.
Atem asintió sin decir nada más, su mente aún atrapada en pensamientos dispersos mientras avanzaban por el oscuro desierto. Aunque la caravana gitana no había llegado, al menos este acto le daba una pequeña sensación de conexión con alguien más en ese vasto desierto.
El hombre, a pesar de sus dudas, no protestó más. Caminó junto a Atem, la quietud de la noche solo interrumpida por el sonido de las ruedas crujientes y el paso de los dos. Atem, observando las mercaderías, no pudo evitar preguntar:
—¿Eres comerciante? —su voz era curiosa, pero también cargada con una ligera distracción.
El hombre asintió con un gesto de confirmación.
—Sí, príncipe, soy comerciante de telas. —Su voz era baja, con una reverencia implícita en cada palabra. —Estas telas, las que veis en la carreta, son de un proveedor confiable, un gitano que vive en una ciudad vecina.
Atem arqueó una ceja, interesado en la historia detrás de las telas.
—¿Un gitano? —preguntó, mirando más de cerca las telas que descansaban sobre la madera de la carreta.
El hombre soltó un suspiro, como si la mención del gitano le trajera recuerdos agridulces.
—Sí. La calidad con la que hacen sus telas es maravillosa. El viaje vale la pena, aunque normalmente él sería el que me traería las telas, pero con la reciente prohibición, todo se ha vuelto más complicado. —El hombre se detuvo un momento, su mirada perdida en la oscuridad del desierto, como si estuviera reviviendo algo doloroso. Pero pronto, como si se diera cuenta de que lo que acababa de decir podía sonar inapropiado, añadió apresuradamente—: Ay... disculpe. No es que no crea que...
—¿De qué prohibición hablas? —Su tono cambió de inmediato, ya no era casual ni desinteresado, sino curioso, incluso algo serio. La sorpresa brillaba en sus ojos, y la confusión también.
El hombre, al ver la reacción del príncipe, se quedó en silencio por unos segundos. La inquietud lo invadió: ¿El príncipe no sabía nada? ¿Era posible que alguien tan cercano al faraón estuviera tan desinformado? Al final, después de una pausa indecisa, respondió:
—La prohibición a la sangre gitana de cruzar a Egipto... El faraón la implementó hace un par de meses, tal vez un poco más...
Atem se sorprendió tanto que no intentó ocultarlo. Su rostro reflejaba la confusión y el desconcierto que sentía. Durante unos segundos, la incredulidad lo envolvió por completo. De ninguna manera podía ser verdad. Su padre nunca le había mencionado algo tan importante, ¿cómo no lo sabría? Pero mientras escuchaba al hombre, algo en su interior comenzaba a hacer clic. El faraón había demostrado siempre su odio hacia los gitanos, su rechazo a su cultura y su gente... La existencia de un mandato así, entonces, no solo era plausible, sino que encajaba perfectamente con lo que conocía.
Eso explicaría muchas cosas. La razón por la cual Yugi no había regresado. La razón por la cual la caravana gitana no había llegado este año. Yugi, con su condición, debía ser uno de los que ahora serían rechazados. Atem sentía el peso de la revelación como una losa. ¿Había sido eso lo que había causado su retraso, el mandato de su padre?
La frustración y la impotencia crecían en su interior. La sensación de estar atrapado entre los deseos de su corazón y las decisiones que tomaba su familia, especialmente su padre, lo llenaban de una rabia impotente.
El hombre, al ver la expresión de Atem, comprendió al instante que había tocado un tema delicado. No dijo nada más, esperando que el príncipe tomara la palabra. Pero Atem, inmerso en sus pensamientos, simplemente continuó caminando, jalando las riendas de Khepri, sin saber exactamente cómo procesar lo que acababa de escuchar.
Cuando llegaron al campamento, Atem no perdió ni un segundo. Le ordenó a uno de los guardias que guiara al caballo y al hombre hacia la ciudad y que regresara lo antes posible con Khepri. Sin esperar respuesta, se dio media vuelta y entró a su carpa a toda prisa, como si el aire mismo le quemara la piel. Apenas atravesó el umbral, llamó a uno de sus guardias de alto rango, su tono urgente y claramente furioso.
—¡Ven aquí! —exigió, sin un segundo de demora. El guardia, al ver la intensidad en los ojos de Atem, se apresuró a presentarse— ¿Sabías de esto? —preguntó Atem, su voz grave, pero con un claro tinte de furia contenida. El guardia se mostró desconcertado, mirando a Atem sin entender a qué se refería.
—¿De qué está hablando, príncipe?
El furor de Atem se intensificó. Caminó rápido hacia él, dando pasos cortos, pero firmes, y se detuvo frente al guardia, clavando su mirada en sus ojos, implacable.
—¿Sabías que el faraón ha ordenado restringir la entrada a cualquier individuo con sangre gitana en Egipto? —dijo, cada palabra cargada con la fuerza de un trueno.
El guardia, desconcertado, titubeó. Miró a Atem, sus ojos vacíos de respuestas.
Atem frunció el ceño, su enojo evidente, y su voz se elevó un poco más.
—¿No sabes qué está pasando, entonces? —La incredulidad se reflejaba en sus palabras. La tensión aumentaba con cada segundo de silencio. Atem dio un paso más cerca del guardia, exigiendo una respuesta—. ¡Habla! Los guardias deben estar pendientes de cada mandato del faraón. ¡Cada uno de ellos, incluso antes que yo como príncipe por lo que veo!
El guardia, visiblemente nervioso, finalmente se armó de valor para hablar. Su voz temblaba ligeramente mientras pronunciaba las palabras que, al parecer, le habían sido encomendadas callar.
—El faraón... prohibió que usted se enterara de este mandato, príncipe. —El guardia hizo una pausa, como si se sintiera culpable, antes de continuar—. La orden fue clara: nadie debía informarle directamente. Sabía que usted se enteraría de alguna manera, pero su deseo era que no fuera por nosotros... No quería que eso lo impulsara a regresar al palacio, a pesar de tener bajo su mando la construcción del templo.
Atem se quedó inmóvil por un momento, su cuerpo tenso como una cuerda al borde de romperse. La revelación lo golpeó con la fuerza de un puño. Su padre había manipulado la información de esa manera para asegurarse de que él no tomara decisiones que pudieran afectar sus propios intereses. Como príncipe, siempre había sido tratado con respeto, pero ahora se sentía traicionado. De alguna manera, su padre había tratado de evitar que él se involucrara en ese asunto.
La furia de Atem creció, y el silencio que se instaló entre ellos fue cargado de tensión. Su rostro se había endurecido, pero sus ojos mostraban una mezcla de incredulidad y decepción.
—Así que fue eso —murmuró para sí mismo, más para comprender lo que acababa de escuchar que para dar una respuesta al guardia—. Sabía que me enteraría, pero no quería que fuera por su boca... ¿Y todo esto para qué? ¿Para qué mantenerme alejado de la verdad? —Su tono se volvió más bajo, pero aún cargado de ira contenida—. ¿Para evitar que interviniera en su mandato?
El guardia no dijo nada más. Sabía que no podía ofrecerle más respuestas. Solo esperaba que Atem comprendiera que, en la mayoría de las situaciones, no había espacio para discutir las órdenes del faraón.
Atem caminó hacia la ventana de la carpa, su mirada perdida en la oscuridad del campamento. El peso de lo que acababa de descubrir lo aplastaba por dentro. Sabía que algo no estaba bien, pero ahora, la verdad sobre la prohibición solo añadía más incertidumbre a su confusión.
—Quiero que investigues más sobre esto —dijo sin volverse, su voz más fría y calculadora—. Aceptaré jugar con las reglas de mi padre. No regresaré al palacio hasta que el templo de Ra esté terminado por completo, hasta que la última piedra esté colocada a la perfección. Pero hasta entonces, te ordeno que reunas más información de todo esto para mí, y asegúrate de que este mandato que ahora yo te doy no se extienda más allá de lo que me has dicho. Quiero saber cuándo entró en vigor con exactitud y porqué. Vuelve al palacio si es necesario... quiero respuestas. Y las quiero pronto.
El guardia asintió, su rostro ahora mostrando el respeto y la seriedad con la que Atem había hablado. Sabía que el príncipe no descansaría hasta que obtuviera todas las respuestas que buscaba.
2 Semanas después...
----------------
El calor del día era insoportable, pero dentro de la carpa, la sombra ofrecía un respiro. Atem, aunque rodeado de papeles, no podía evitar mirar de vez en cuando hacia los trabajadores del templo. Cada uno de ellos se movía con una dedicación impresionante, y él no podía dejar de sentirse satisfecho por los avances. El proyecto estaba casi completo, y por fin el templo de Ra estaría listo para rendir culto al dios solar. Un logro significativo para su reino.
Mientras organizaba algunos papeles en la mesa frente a él, percibió la suave brisa que anunciaba la llegada de alguien. Levantó la vista y vio a Sitre acercándose con un cuenco de agua fría en una mano y un paño en la otra. Tras ella, una chica más caminaba, llevando una bandeja de plata que contenía la jarra de jugo de uva y el cáliz de Atem. Aunque la joven no era conocida para él, algo en su rostro le parecía familiar. Sin embargo, no lograba recordar de dónde.
Los guardias que custodiaban las cuatro entradas a la carpa se mostraron más alertas cuando vieron a la joven, como si percibieran algo diferente en ella. Ella era retraída, casi reservada, pero parecía tener una concentración y compostura que no pasaban desapercibidas. Atem observó en silencio, intrigado.
Sitre, al ver que el príncipe no decía nada, colocó el cuenco con agua en una mesita cerca de la silla donde él estaba sentado. Su actitud era familiar, pero siempre respetuosa. A pesar de la relación cercana que habían desarrollado, ella nunca dejaba de mostrar la diferencia que su posición requería.
—Hace mucho calor hoy, príncipe —comentó con una sonrisa suave mientras comenzaba a mojar el paño en el agua fría—. Pensé que esto podría ayudarte un poco.
Atem asintió, agradecido por su preocupación, pero su mirada permaneció fija en la joven detrás de Sitre, que permanecía afuera de la sombra de la carpa, observando de lejos. Algo en su postura le llamó la atención. Ella parecía más distante, casi como si no quisiera acercarse demasiado. Atem frunció ligeramente el ceño, pero no dijo nada al respecto.
Sitre, al notar su incomodidad al ver a la chica fuera de la sombra, se adelantó y sonrió con tranquilidad.
—¿Está bien si dejo que ella se quede fuera? —preguntó, intuyendo que su presencia podía estar inquietando al príncipe. Sitre había trabajado con él el tiempo suficiente como para comprender cómo funcionaba su mente, cómo prefería la privacidad y el espacio, aunque también mostraba una actitud protectora hacia las personas cercanas a él.
Atem no respondió de inmediato, su mente divagando entre las sensaciones extrañas que la joven le provocaba. Finalmente, con un gesto suave de la mano, invitó a Sitre a continuar con lo que había venido a hacer.
—Déjala estar —respondió finalmente, su voz serena pero con una ligera curiosidad oculta en sus palabras—. No la he visto antes. ¿Quién es ella?
Sitre, como si ya esperara la pregunta, sonrió levemente mientras comenzaba a colocar el paño mojado sobre la frente de Atem para aliviar el calor.
—Es una de las siervas que llegaron conmigo hace unos meses. Habia estado ocupandose de la ropa sucia pero, hoy necesitaba una mano para traer la bandeja con su cáliz y el jugo de uva. Se llama Dina.
Atem observó a la chica que había quedado fuera de la sombra de la carpa, sosteniendo la bandeja con una delicadeza que no pasó desapercibida. Algo en su rostro le era familiar. El cabello recogido, el porte ligeramente retraído, pero centrado... Fue entonces cuando lo recordó. La misma chica que había estado presente en aquel incidente en su habitación, hacía meses, con aquella sierva imprudente que había tenido la osadía de hacerle un reclamo inoportuno.
Atem la miró con más detenimiento. Algo en la forma en que evitaba mirar demasiado a los ojos de su príncipe le pareció extraño. Atem recordó el comportamiento de aquella sierva, Brianna, o Brisa, no podía recordar bien el nombre, y la reacción que Dina habia tenido al ver a su amiga en el suelo. Dina parecia conocerla. Y eso le hizo pensar lo siguiente.
Finalmente, su mirada se posó en Sitre, que estaba justo frente a él, comenzando a colocar el paño mojado sobre su frente, como si ya supiera que su príncipe le haría esa pregunta. Atem, sin poder contener su curiosidad, la cuestionó.
—¿Es gitana? —preguntó directamente, mirando a Dina que seguía fuera de la carpa, con la mirada baja.
Sitre tardó un segundo en responder, como si no quisiera admitir lo que ya sabía que su príncipe intuía. Pero finalmente, suspiró y asintió con la cabeza.
—Sí, lo es —respondió, mirando de reojo a la joven con la bandeja.
Atem asintió, pensativo, y luego miró nuevamente a Dina. Algo no cuadraba en la actitud de la joven, su actitud distante, su silencio. Esto era más que una simple cuestión de evitar acercarse; había algo más, algo que Dina no podía ni debía mostrar.
Entonces, continuó con la siguiente pregunta, como si las piezas del rompecabezas finalmente comenzaran a encajar.
—¿El hecho de que no se acerque tiene que ver con mi padre? —Su voz sonó más grave, la inquietud comenzando a atravesar su mente.
Sitre evitó mirarlo directamente. Sabía lo que su príncipe estaba pensando, pero a la vez, no quería darle respuestas dolorosas. Finalmente, se tomó un respiro y, con voz suave, respondió.
—Sí, príncipe. Ninguna persona con sangre gitana puede acercarse a la familia real ahora... —Su voz se quebró un poco al decirlo, pero aún así continuó—. Es una orden del faraón. La prohibición es clara. Ninguno de ellos puede estar cerca de usted.
Atem frunció el ceño, sintiendo cómo un peso pesado caía sobre él. La confusión y la incomodidad se apoderaron de su mente. No solo por la prohibición en sí, sino por el hecho de que su propio padre, el faraón, había tomado una decisión que afectaba a las personas que lo rodeaban. No es como si hubiera sido muy unido con todos los gitanos que le servían, pero tampoco implicaba que quisiera mantenerlos lejos como si tuvieran alguna enfermedad contagiosa.
La joven Dina, al igual que todos los demás, no podía acercarse por su origen, por algo que no había elegido.
Con un gesto firme, Atem se volvió hacia los guardias, su mirada fija en ellos, como si ya no hubiera espacio para más dudas.
—Dejenla acercarse —ordenó con una voz más autoritaria de lo habitual, una que dejaba claro que no quería más objeciones. Los guardias no dijeron nada, pero se apartaron, permitiendo que Dina cruzara el umbral de la carpa.
Cuando Dina, sorprendida, dio un paso hacia la sombra de la carpa, Atem la miró fijamente y, con tono suave pero decidido, añadió:
—Ven, acércate. No tienes que quedarte ahí afuera bajo el sol.
Dina lo miró con cautela, como si no creyera del todo lo que estaba escuchando. Durante unos segundos, permaneció inmóvil, su mirada vacilante entre él y los guardias, que no se atrevían a interferir. Finalmente, con una ligera inclinación de cabeza, ella dio un paso al frente, acercándose a la sombra de la carpa.
Sitre observó en silencio, como si también percibiera que algo significativo estaba ocurriendo en ese momento, pero se limitó a mantenerse al margen, respetando la decisión de Atem.
Finalmente, fue ella quien rompió el silencio, con una voz suave pero clara.
—Dina, ve y sírvele el jugo de uva al príncipe —ordenó Sitre, señalando la bandeja que la joven había traído.
Dina, aunque aún visiblemente nerviosa, asintió con una ligera inclinación de cabeza. Se acercó con cuidado, tomando la jarra con delicadeza y sirviendo el jugo en el cáliz de Atem. Su mano temblaba ligeramente mientras lo hacía, pero no dijo una palabra. Sólo cuando terminó, levantó la mirada, encontrando los ojos de Atem.
Atem, que había estado observando la escena en silencio, le hizo un pequeño gesto con la mano, un indicio de que podía retirarse. Sin embargo, no parecía molesto ni incómodo. La incomodidad que había sentido antes parecía desvanecerse, como si, en algún rincón de su mente, comprendiera que este pequeño acto de bondad y cortesía no debía ser interferido por prejuicios.
Dina, aún nerviosa pero agradecida por la oportunidad de servir, dio un paso atrás, esperando alguna indicación más.
Atem tomó el cáliz con la mano derecha y bebió un sorbo del jugo de uva, dejando que el frescor lo invadiera. Sintiéndose un poco más tranquilo, permitió que Sitre siguiera refrescando su frente con el paño mojado, un gesto que apreciaba, aunque su mente no podía dejar de dar vueltas a lo que acababa de descubrir.
Sin apartar la vista de Dina, que permanecía en pie a cierta distancia, Atem la observó con atención, sus ojos revelando una mezcla de curiosidad y prudencia. Después de un momento de silencio, la voz de Atem, suave pero firme, rompió la calma.
—¿Formabas parte de la caravana gitana? —preguntó, la pregunta claramente cargada de un interés que no podía ocultar.
Dina, visiblemente sorprendida por la pregunta, no tardó en responder. Su voz, aunque suave, se mantuvo firme.
—Sí, príncipe, formaba parte de la caravana —respondió sin vacilar, aunque su mirada permaneció en el suelo, como si estuviera acostumbrada a no mirar directamente a los ojos de alguien de tan alta posición.
Atem se recargó en su silla, los dedos tamborileando ligeramente sobre los brazos de esta. Estaba curioso por la respuesta de Dina, pero algo más ocupaba su mente. Quería darse una idea clara de donde podría estar Yugi.
—¿Y qué ruta sigue la caravana? —preguntó, dejando escapar un suspiro suave mientras su mirada se desvió hacia el horizonte. —¿A dónde van antes y después de llegar a la ciudad principal de Egipto?
Dina, sintiendo la magnitud de la pregunta, dudó por un momento, pero luego respondió con la claridad de alguien acostumbrado a dar rutas y caminos a los viajeros.
—Antes de llegar a la ciudad principal, la caravana suele pasar por varias ciudades menores al sur. Luego, se dirige a la región de los oasis en el desierto para recoger mercancías y descansar antes de entrar a la capital. Después de eso, usualmente viajan hacia el norte, cruzando las fronteras hacia otras ciudades. Pero con la nueva prohibición... no sé bien cómo serán las cosas, príncipe —dijo, mirando a Atem con una mezcla de cautela y preocupación.
Atem asintió lentamente ante la respuesta de Dina, aunque la información le dejaba una sensación de incertidumbre. Era cierto que la prohibición decretada por su padre podía haber alterado la ruta de la caravana por completo, complicando cualquier intento de rastrear su posible paradero. La duda permanecía en su mente, pero no tuvo oportunidad de meditarla más.
De pronto, sus pensamientos fueron interrumpidos por la llegada de dos figuras conocidas. Uno de los arquitectos y el capataz se acercaban hacia él con pasos rápidos y rostros iluminados por una expresión de júbilo que no podían contener. Atem se enderezó en su silla, intrigado por la evidente emoción que traían consigo.
—¡Príncipe! —dijo el arquitecto, haciendo una respetuosa reverencia antes de hablar—. Es un honor informarle que el templo dedicado al dios Ra ha sido finalmente terminado.
El capataz, visiblemente emocionado, añadió:
—Ha sido un arduo trabajo, pero cada detalle ha sido cuidado según sus indicaciones. La última piedra fue colocada hace unos momentos, y ahora el templo está listo para ser presentado en una ceremonia, tal como lo planeó.
Atem se levantó de su asiento, sus ojos brillando con un destello de orgullo y satisfacción. Había sido un esfuerzo monumental, uno que había supervisado personalmente desde el inicio. Este templo no solo era un homenaje al dios Ra, sino también un símbolo del compromiso y dedicación del pueblo egipcio bajo su guía.
—Eso son excelentes noticias —dijo Atem, su tono solemne pero cargado de satisfacción—. Han hecho un trabajo admirable. Asegúrense de que todos los trabajadores reciban el reconocimiento y las recompensas que merecen por su esfuerzo.
Ambos hombres asintieron con entusiasmo antes de retirarse para continuar con los preparativos de la ceremonia. Atem se quedó un momento en silencio, su mirada perdida en el horizonte. Aunque el logro del templo era un motivo de orgullo, la inquietud sobre la ruta de la caravana y el paradero de Yugi seguía latente en su interior.
No pasó mucho tiempo antes de que una segunda visita llegara, alterando la tranquilidad momentánea que había sentido. Uno de sus guardias de alto rango se acercó con pasos decididos, su expresión grave y apurada. Atem lo reconoció de inmediato: era el mismo hombre al que había encomendado investigar más sobre el decreto del faraón hacía dos semanas.
El guardia, tras haber pasado tiempo en el palacio recopilando información, regresaba finalmente con noticias. Atem, ansioso por saber lo que había descubierto, se inclinó ligeramente hacia adelante, esperando escuchar sus palabras. Sin embargo, fue la expresión urgente en el rostro del guardia lo que lo desconcertó profundamente, tanto que olvidó por completo pedir a Sitre y Dina que se retiraran.
El hombre se acercó rápidamente y, tras hacer una reverencia respetuosa, se inclinó hacia el oído de Atem para susurrarle algo. Las palabras, aunque inaudibles para los demás, hicieron que el rostro del príncipe pasara de la calma al desconcierto absoluto. Sus cejas se fruncieron y un destello de incredulidad cruzó sus ojos. Lo que había escuchado claramente lo sacudió.
Se puso de pie y giró de inmediato hacia Sitre, su tono firme, pero con un matiz de urgencia contenida.
—Manda preparar todo —ordenó, su voz clara como una campanada—. Partiremos de regreso al palacio esta misma tarde.
Sin esperar respuesta, Atem volvió su mirada al guardia, quien permanecía en posición de espera.
—Ten listo mi caballo —añadió con determinación—. Y asegúrate de que todos estén informados. Quiero un grupo listo para partir al atardecer.
El guardia asintió y, tras una breve reverencia, se retiró rápidamente para cumplir con las órdenes. Atem, todavía afectado por la información recién recibida, no perdió el tiempo. Llamó a otro de los guardias que estaba cerca y le dio instrucciones claras:
—Busca a los arquitectos y al capataz. Necesito que estén aquí para una reunión urgente antes de partir.
El guardia obedeció y salió apresuradamente. Atem se volvió entonces hacia el resto de guardias que estaban presentes.
—Asegúrense de estar preparados para partir al atardecer. Aquel que no esté listo deberá alcanzarnos en el palacio cuanto antes. Organicen un grupo que se quedará para levantar el campamento. El resto, a prepararse —declaró, su voz resonando con autoridad.
Mientras el movimiento comenzaba a intensificarse a su alrededor, Atem permaneció en su lugar, con la mente trabajando rápidamente para procesar la información que acababa de recibir. Algo estaba ocurriendo, algo lo había obligado a cambiar sus planes de forma abrupta, y ahora todo apuntaba de nuevo al palacio.
Sitre, que había permanecido en silencio observando la agitación a su alrededor, no pudo ignorar la tensión en el rostro de Atem. La curiosidad y la preocupación se mezclaban en su expresión mientras veía cómo las órdenes se cumplían con rapidez. Finalmente, tomando aire para armarse de valor, se atrevió a romper el silencio.
—¿Qué ocurre, su alteza? —preguntó con cautela, intentando no sonar demasiado intrusiva pero incapaz de disimular su inquietud.
Atem desvió la mirada hacia ella, su semblante serio y cargado de emociones contenidas. Por un momento, pareció dudar si debía responder, pero finalmente dejó escapar un susurro que apenas lograba encapsular el peso de sus pensamientos.
—Es mi padre...
Continuará...
Glosario:
—El trigo germinó*
Los egipcios desarrollaron métodos rudimentarios para "diagnosticar" el embarazo, muchos de los cuales fueron registrados en textos médicos antiguos como el Papiro de Kahun. Estas pruebas estaban basadas en observaciones empíricas y la relación simbólica entre las plantas y el cuerpo humano.
Prueba de germinación: Una mujer orinaba sobre semillas de cebada y trigo durante varios días.
Si las semillas germinaban, se consideraba que la mujer estaba embarazada.
En algunos casos, también se usaba para "predecir" el sexo del bebé:
- Si germinaba la cebada, sería un niño.
- Si germinaba el trigo, sería una niña.
Estudios modernos sugieren que esta prueba podría haber funcionado en un 70% de los casos debido a las hormonas presentes en la orina de una mujer embarazada.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro