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8.- Decisiones

El faraón yacía en su cama, su semblante serio pero marcado por la fatiga. El rostro pálido y los ojos aún somnolientos revelaban el peso de los días que había pasado sin poder levantarse. Aunque su cuerpo no había recuperado por completo la fuerza, su mente seguía siendo tan aguda como siempre. En sus aposentos, el aire estaba cargado de un silencio solemne, roto solo por las voces de los miembros de la corte, todos bien posicionados alrededor de su lecho, escuchaban atentamente mientras Atem, de pie junto a ellos, le presentaba el informe diario.

Ishizu se encontraba al lado de la ventana, observando en silencio el paisaje lejano, mientras que Mahad, de pie junto al faraón, mantenía su mirada fija, esperando la continuación del informe. Aknadin y Shimon, ambos a la derecha del faraón, aguardaban en silencio.

Atem comenzó a leer con voz firme, como siempre, pero con una ligera sombra de agotamiento.

—Las cosechas de este mes han sido satisfactorias, mi faraón. Las tierras de la región de Nefer se han visto muy productivas, con un aumento en la calidad del trigo y los frutos. El comercio con las tribus del sur continúa con normalidad, y no hemos tenido más que pequeños inconvenientes con algunos comerciantes locales. —Hizo una pausa para revisar la siguiente sección del informe—. También se ha mantenido la paz en las fronteras, sin ataques importantes desde la última semana.

Ishizu asintió levemente desde la ventana, mientras Marik, que permanecía cerca de Mahad, observaba en silencio, atento a cada palabra de Atem. Aknadin, como siempre, mantenía una expresión más reservada, pero aprobó con un gesto discreto. Shimon, al fondo, no dijo nada, pero su postura relajada indicaba que la situación parecía bajo control.

Atem siguió con más detalles menores sobre el comercio, los cultivos de diferentes regiones y las relaciones diplomáticas con los aliados más cercanos. Los informes, como siempre, eran directos y eficientes. Sin embargo, algo había cambiado en él desde que comenzó a hablar. Su mente, sin querer, se había desviado. Su mirada había comenzado a vagar hacia el horizonte a través de la ventana, fijándose en el cielo distante y las montañas que se veían en la lejanía.

El faraón, que había estado escuchando con atención, frunció ligeramente el ceño al notar la distracción de su hijo.

—Atem. —La voz del faraón, aunque suave, fue lo suficientemente firme como para atraer la atención de todos en la sala—. ¿Estás aquí o ya has partido en cuerpo y alma?

Atem se sacudió levemente, como si despertara de un trance. Se giró hacia su padre, los ojos reflejando una ligera sorpresa, antes de recomponerse y continuar con su postura digna.

—Mis disculpas, padre. —Respondió Atem, volviendo su mirada al informe que tenía en las manos, aunque sabía que su distracción no había pasado desapercibida—. No ha sido más que una pequeña distracción. Como dije, todo parece estar en orden. Sólo quedan algunos pequeños problemas de logística en las rutas comerciales, pero son fácilmente solucionables.

El faraón lo miró por un momento, un leve atisbo de comprensión cruzó su rostro. Sin embargo, no dijo nada más sobre el tema. En lugar de eso, continuó con su atención centrada en la información.

Al terminar el informe, Atem hizo una breve reverencia hacia su padre, seguido por los demás miembros de la corte, quienes también ofrecieron sus respetos antes de salir de la habitación. El aire, que había estado cargado de formalidad, se relajó en el momento en que los últimos ecos de la conversación quedaron atrás.

Los hermanos Ishtar fueron los últimos en abandonar la sala. Ishizu, con su porte solemne y sereno, caminó hacia la puerta, seguida por Marik, que, aunque algo más inquieto en su actitud, mantenía una expresión de respeto hacia el faraón. Sin embargo, justo cuando estaban a punto de cruzar el umbral, la voz del faraón los detuvo.

—Un momento. —La voz del faraón resonó en la habitación, aún clara a pesar de su convalecencia. Los Ishtar se giraron al instante.

—¿Qué ocurre, mi faraón? —Preguntó Ishizu, su tono calmado, pero con una leve curiosidad.

El faraón les hizo un gesto para que se acercaran. Marik dio un paso al frente sin pensarlo mucho, pero Ishizu se mantuvo más cautelosa, su mirada atenta y analítica.

—Quiero hablar con ustedes dos sobre algo... privado. —El faraón indicó hacia los dos asientos cercanos, sugiriendo que tomaran lugar. Aunque su cuerpo aún estaba débil, su presencia parecía tan dominante como siempre.

Ambos hermanos intercambiaron una mirada rápida antes de cerrar la puerta y acercarse, sin decir palabra. Ishizu se sentó con gracia, pero Marik permaneció de pie al lado de ella, observando al faraón con una mezcla de respeto y algo de tensión que no podía esconder.

El faraón los observó por un momento, como si sopesara sus palabras. Finalmente, habló, su voz más baja y grave ahora.

—Estoy... consciente de las tensiones en la corte. —Comenzó, su mirada fija en Ishizu, aunque Marik se sintió aludido por el peso de la conversación—. La situación se ha vuelto más delicada de lo que imaginamos. Mi salud no me permitirá estar completamente al mando por un tiempo, y aunque mi hijo está preparado, sé que los caminos de esta corte no son sencillos.

Ishizu asintió lentamente, comprendiendo el punto. Marik, por su parte, frunció el ceño, algo preocupado, pero no interrumpió.

El faraón observó fijamente a los hermanos Ishtar, su mirada intensa y seria, mientras las palabras que salían de sus labios no dejaban espacio a la duda.

—Quiero que mi hijo no se distraiga con cuestiones mundanas. —Dijo con firmeza—. Ni con personas que puedan ser una mala influencia para él. —Su tono era claro, casi tajante. Aunque su salud se veía comprometida, aún conservaba esa autoridad imponente que lo caracterizaba.

Ishizu y Marik intercambiaron una mirada, confundidos por el giro que estaba tomando la conversación. El faraón continuó, con calma pero sin dejar de ser rotundo.

—Por eso quiero que redacten un mandato que restrinja la entrada al reino a cualquier individuo con sangre gitana. —La orden flotó en el aire como un peso inesperado. Marik frunció el ceño, e Ishizu se quedó en silencio, tratando de comprender la implicación de lo que estaba pidiendo.

Hubo un silencio incómodo que se alargó, mientras los hermanos intentaban procesar la solicitud del faraón. Finalmente, Ishizu, con respeto pero claramente confundida, rompió el silencio.

—¿Eso incluye también a los habitantes? —Su voz fue suave, pero su tono denotaba una ligera preocupación—. Me refiero a los gitanos que ya están establecidos en Egipto, aquellos que se han casado con egipcios y que ahora forman parte de nuestra sociedad.

El faraón la miró fijamente, sopesando sus palabras antes de responder.

—No quiero que ningún miembro de esa gente tenga acceso a la corte o se acerque a mi hijo. Sé que algunos se han establecido aquí, pero no puedo arriesgarme a que afecten la estabilidad del reino. Es algo que debe hacerse, aunque no sea fácil de aceptar. Sobre todo para Atem.

Ishizu asintió lentamente, entendiendo la magnitud de la tarea que se les pedía. Marik, por su parte, permaneció en silencio, claramente molesto por la injusticia implícita en la orden, pero también consciente de su posición en la corte.

El faraón, notando la tensión en el aire, continuó con un tono más suave, pero igualmente firme.

—Es por eso que quiero que ustedes dos se encarguen de redactar este mandato. Ishizu, tú eres excelente en temas políticos, y Marik... —Se volvió hacia él, una leve sonrisa de aprobación asomó en sus labios—. Eres el mejor para entender los intereses del pueblo. Quiero que lo hagan de tal forma que no afecte a los que ya están aquí, los que han vivido entre nosotros. La última cosa que quiero es que el pueblo se sienta amenazado o discriminado. Pero también debo proteger a mi hijo.

Marik, aunque visiblemente tenso, no dijo nada. Sabía que el faraón no dejaría de lado sus deseos, por más que los considerara injustos.

Ishizu, pensativa, asintió de nuevo.

—Lo haremos, mi faraón. Pero debemos ser cuidadosos al redactarlo. Necesitamos que sea claro y que no cause tensiones con los que ya viven aquí.

El faraón la miró por un momento, antes de asentir.

—Confío en ustedes. Estoy seguro de que podrán manejarlo.

Con ese último comentario, el faraón se recostó nuevamente en su cama, indicando que la conversación había terminado. Los hermanos Ishtar se levantaron, aunque Marik no podía ocultar su descontento. Ishizu, por su parte, mantuvo una expresión neutra, pero su mente ya trabajaba en cómo podrían abordar esta difícil tarea.

Antes de que los hermanos Ishtar pudieran salir de la habitación, el faraón, cuya mirada se había suavizado un tanto tras la conversación, habló nuevamente, su voz grave llenando el aire.

—Una cosa más. —Dijo, con tono autoritario pero bajo, como si quisiera asegurarse de que todo quedara claro—. Este mandato debe ser publicado antes de que esa caravana gitana regrese a la ciudad. Es crucial que esté en vigor antes de su llegada.

Ishizu y Marik intercambiaron una mirada rápida, sin poder evitar una leve tensión en sus gestos. Pero lo que dijo a continuación el faraón hizo que todo quedara aún más claro.

—Y, además, les prohíbo estrictamente que Atem se entere de esto. No quiero que ninguna distracción o complicación le llegue mientras se ocupa de otros asuntos. Este mandato no debe ser discutido con él bajo ninguna circunstancia.

El faraón hizo una pausa, y su mirada pasó de uno a otro, asegurándose de que comprendieran la seriedad de su orden. Ishizu asintió, mientras Marik, aún molesto pero consciente de su posición, simplemente mantuvo la mirada baja.

—Lo entendemos, mi faraón. —Dijo Ishizu con la calma que siempre la caracterizaba.

Con eso, el faraón no añadió más palabras, y, dándoles permiso para retirarse, se acomodó en su cama, sumido nuevamente en sus pensamientos.

El sol comenzaba a descender, tiñendo el cielo de colores cálidos, mientras Mana se concentraba en sus movimientos. Frente a ella, los talismanes flotaban suspendidos en el aire, girando lentamente como si obedecieran su voluntad. Las ilusiones que creaba eran cada vez más estables, casi indistinguibles de la realidad. Su maestro, Mahad, estaría orgulloso de los avances que había logrado en tan poco tiempo.

A lo lejos, Atem observaba en silencio. Estaba allí, de pie, sin atreverse a interrumpir. Había estado distante de Mana durante el último mes, desde aquella conversación sobre Yugi, la situación que había comenzado a inquietarle más de lo que estaba dispuesto a admitir. El fantasma de aquella conversación, aunque casi olvidado por él, seguía presente en los pensamientos de su prima. O eso creía.

Las manos de Atem estaban ocultas tras su espalda, donde sostenía algo que aún no revelaba, algo que solo él sabía. Dio un paso adelante, y otro, hasta que el sonido de sus pisadas sobre el suelo de piedra hizo que Mana lo percibiera.

Ella no se giró de inmediato, pero algo en su postura cambió, como si hubiera intuido su presencia. Atem, un tanto nervioso, dejó escapar una leve exhalación antes de hablar.

—Mana... —su voz era suave, pero aún con un tinte de formalidad, como si buscara una manera de romper el hielo de su distanciamiento.

Mana no se volteó. En lugar de eso, lanzó un suspiro molesto y murmuró, sin siquiera mirar en su dirección:

—No hablo con faraones necios y tontos.

Con un movimiento de la mano, dejó que los talismanes flotaran de nuevo, sin que su concentración se rompiera. Sus ilusiones tomaron forma y comenzaron a moverse por el aire, como pequeños destellos danzantes, ignorando por completo la presencia de su primo.

Atem no pudo evitar reprimir una risa, aunque la contuvo con rapidez. Quizás sí se lo merecía, después de todo.

—Técnicamente, no soy faraón aún. —Una sonrisa apenas perceptible se dibujó en su rostro mientras observaba cómo los talismanes danzaban frente a ella, como si la escena fuera mucho más importante que su presencia.

Poco a poco, comenzó a acercarse un paso más, pero no interrumpió las ilusiones de Mana.

—Pero sí soy un tonto. —Añadió, su tono más suave esta vez, mientras buscaba un resquicio de conexión en la forma en que ella se dedicaba a su tarea.

Mana detuvo por un momento el movimiento de las ilusiones y, sin girarse del todo, respondió con un toque sarcástico:

—Es la primera cosa sensata que te he oído decir en un mes. —Hizo una breve pausa, dejando que las palabras se posaran en el aire. Luego, añadió con una leve sonrisa en su voz—: De hecho, es la única cosa que te he oído decir en todo ese tiempo. El "principito" se la ha pasado ignorándome.

Atem soltó una leve exhalación, ruborizado por la sinceridad de sus palabras.

—He estado ocupado con mis deberes como príncipe. —Dijo, como si eso fuera una justificación, pero también sabiendo que no era excusa suficiente.

Mana, con una ligera sonrisa divertida, se permitió un pequeño gesto de sarcasmo.

—¿Y no existe la noche? —Su tono era ligero, casi burlón, sin dejar de trabajar en sus ilusiones.

—Estuve en el taller de Mahad... —dijo, con una ligera sonrisa, como si quisiera que ella supiera que no era solo por trabajo.

Mana se giró ligeramente, una ceja levantada, pero no dijo nada al principio. Luego, con un leve suspiro, su mirada se tornó un poco más seria.

—Eso no es excusa para no hablarme en todo el mes.

Atem se quedó en silencio por un momento, como si estuviera pensando en cómo abordar la situación. Luego, sin mirar directamente a Mana, sus palabras fueron bajas, pero con una firmeza que sorprendió incluso a él mismo.

—Un "Ib" sí lo es... —dijo, sin perder la compostura, pero sabiendo que sus palabras podían ser interpretadas de muchas maneras.

Mana frunció el ceño, confundida. Su mirada buscó la suya, tratando de procesar lo que acababa de escuchar. Finalmente, no pudo evitar cuestionarlo.

—¿Un "Ib"? —preguntó, como si no hubiera entendido bien.

Atem no respondió de inmediato, pero una de sus manos, que había mantenido detrás de él hasta ese momento, se movió lentamente hacia adelante. Con un gesto suave, empezó a sacar un pequeño amuleto de su palma, uno que había estado cuidadosamente escondido hasta entonces.

El amuleto era una obra maestra que evocaba tanto la antigüedad como la magia, una pieza única forjada a mano con increíble dedicación. Su diseño comenzaba con un escudo dorado, cuyas líneas y bordes eran adornados con intrincados jeroglíficos que recorrían la superficie, formando patrones que sugerían historias ancestrales y secretos olvidados. Bandas de colores vibrantes, en tonos de azul profundo, lila, morado y turquesa, se entrelazaban a lo largo del escudo, agregando una sensación de movimiento y energía.

En el centro del escudo, cuidadosamente engastada en un intrincado encuadre de oro, brillaba una gema de intenso color púrpura. La amatista, con su profundo resplandor, capturaba la luz y la reflejaba en destellos hipnóticos, como si llevara consigo una fuerza mística. Cada línea y cada detalle del amuleto hablaba del tiempo que Atem había invertido en crear algo que, en su simplicidad, era mucho más que un simple objeto: era una declaración de su compromiso y promesa.

Con una suave exhalación, Atem lo ofreció hacia Mana, mostrando la pieza como si entregara algo verdaderamente importante.

Mana sostuvo el amuleto entre sus manos, observando la intricada belleza de la pieza. Su mirada pasó del amuleto a Atem, luego volvió a examinar la pieza con más detenimiento, como si buscara alguna respuesta en los reflejos de la gema. Finalmente, no pudo evitar soltar una pequeña risa, aunque su tono estaba lejos de ser burlón.

—¿Es tu disculpa por haber pensado mal de él? —preguntó, aunque más que una pregunta, era una afirmación disfrazada de duda. No necesitaba que Atem le respondiera; la pieza lo decía todo.

Atem no respondió de inmediato. Su mirada se desvió ligeramente, como si sus pensamientos lo llevaran a un lugar distinto, pero su expresión no cambió. Volvió la vista hacia Mana. Su expresión era serena, pero en sus ojos brillaba algo de la determinación con la que había trabajado en el amuleto.

—He pasado mis noches enteras durante este último mes, trabajando en esto... —dijo, su voz más suave de lo habitual, como si las palabras que seguían le costaran un poco más de lo que quería admitir—. Quería terminarlo pronto. Pero supongo que eso no es excusa para no hablarte. Aunque siendo honesto, pensé que seguirías molesta conmigo.

Mana dejó escapar un suspiro largo, como si al fin se despojara de toda la frustración acumulada. Miró a Atem con una mezcla de emoción y cansancio, y finalmente, sus palabras salieron en un tono suave, pero sincero.

—Sí, estuve enojada. Al principio, claro. —dijo, mirando sus propios pies por un momento antes de volver a fijar la vista en el amuleto—. Pero luego, el motivo de mi enojo cambió... Ya no era tanto por esa conversación, sino porque... ya no había conversación. Pasaron los días, y no me hablaste. Entiendo que en el día tienes mas obligaciones ahora con el faraón aún en cama pero, incluso por la noche no recibía respuesta tuya.

Sus ojos se suavizaron al observar el amuleto, y como si toda la molestia que había sentido desapareciera de golpe, su rostro se relajó. Atem observaba en silencio, casi en un estado de espera, mientras ella reflexionaba.

—Ahora entiendo. Estabas ocupado, haciendo un "ib" para Yugi. —dijo, su tono más ligero, una sonrisa jugando en sus labios. Sus ojos brillaron con una chispa juguetona mientras lo miraba—. Qué curioso, ¿no? Yugi será el primero en recibir uno de tus "ib" —hizo una pausa, sonriendo ampliamente—, que envidia.

Atem recibió el amuleto de Mana con una sonrisa tranquila, pero con un toque de burla en sus ojos al escuchar su comentario. La respuesta salió de sus labios con un tono juguetón y un toque de confianza.

—Bueno, no es exactamente así. Yugi no será el primero en recibir uno de mis "ib". De hecho, Mana, ya has recibido uno. —dijo, y dejó escapar una ligera risa mientras miraba a su prima.

Mana lo miró confundida, luego soltó una risa nerviosa.

—¡Los insectos que me dabas de niños para molestarme no cuentan, Atem! —bromeó, cruzándose de brazos.

Atem, sin poder contener su risa, negó con la cabeza.

—No, no me refiero a eso. —respondió, manteniendo la sonrisa, pero con una leve mirada cómplice. Sabía que la estaba confundiendo.

Mana frunció el ceño, curiosa.

—¿Y qué es lo que quieres decir entonces? —preguntó, con un tono inquisitivo, casi desafiante—. Tú nunca me has dado un "ib".

Atem la miró fijamente, sin perder su actitud relajada, pero con una calma más profunda en su mirada.

—Sí te he dado uno.

—¿Cuándo?

—Ahora... —dijo lentamente, mientras comenzaba a mover su otra mano, que había estado oculta detrás de su espalda. Mana observó, aún incrédula, y cuando Atem finalmente sacó la segunda pieza, sus ojos se agrandaron de sorpresa.

El amuleto era similar al primero, pero con un diseño que evocaba algo más cercano, algo más familiar. La pieza central era un escudo de un metal más cálido, un oro mate que parecía brillar con un resplandor suave. El escudo estaba decorado con símbolos que representaban la unidad y la protección, con líneas que se entrelazaban para formar un lazo de unión, casi como si la pieza en sí misma estuviera diciendo "siempre juntos". En el centro, también descansaba una gema, pero esta vez era un cristal de cuarzo rosado, una piedra más suave, que reflejaba la luz de una manera mucho más cálida y reconfortante.

Mana miró el amuleto, completamente sorprendida, y la incredulidad apareció en su rostro mientras Atem lo ofrecía hacia ella, sin apresurarse, dejando que el peso del momento calara en ella.

—Este, Mana... —su voz era más suave, llena de sinceridad—. Es para ti.

Mana tardó unos segundos en procesar, mirando el amuleto con una mezcla de asombro y emoción. Luego, finalmente, sus ojos se encontraron con los de Atem, y una ligera sonrisa apareció en sus labios, mucho más genuina que antes.

—¿Porqué?... —comenzó a decir, pero se detuvo al ver la expresión seria de su primo. Esa suavidad que solo se reserva para los momentos más sinceros.

—Porque siempre has estado conmigo, Mana. Más que como una prima... eres mi hermana. Mi voz de razón, mi compañera. Y quiero agradecerte por eso. —dijo, con una honestidad que resonaba en cada palabra.

Mana lo miró, aún con una ligera sorpresa en sus ojos, pero su rostro se suavizó, y por un momento, el peso de las palabras de Atem quedó flotando en el aire, envolviéndolos en un espacio de comprensión mutua.

Entonces, Mana rompió el ambiente con esa energía juguetona que tanto caracterizaba su personalidad. Su sonrisa se transformó en una más traviesa, y con un tono ligero, añadió:

—Está bien, por ahora te perdono. Pero si vuelves a desaparecer otro mes... —hizo una pausa, mirando a Atem con picardía en sus ojos—. Olvídate de mí.

Atem no pudo evitar sonreír ante su actitud, una sonrisa que se expandió más allá de lo que esperaba. Era imposible no caer en su juego, y en ese instante, su distanciamiento parecía desvanecerse por completo.

—Lo tendré en cuenta. —respondió él, con una risa contenida, sabiendo que siempre serían inseparables, sin importar la distancia que intentara poner entre ellos.

La tensión en la biblioteca era palpable. Los pergaminos estaban dispersos sobre la mesa, y la luz del sol apenas alcanzaba a filtrarse a través de las pesadas cortinas de la ventana. Marik e Ishizu se encontraban enfrascados en el trabajo, los ojos fijos en los papeles, pero sus mentes claramente luchando con las palabras que debían escribir.

Marik dio un golpe frustrado sobre la mesa, desordenando algunos de los pergaminos.

—Esto es absurdo, Ishizu. ¿Cómo se supone que vamos a redactar algo como esto sin que se note lo... injusto? —su voz estaba cargada de frustración, y sus ojos reflejaban el mismo malestar que sentía al pensar en la orden del faraón.

Ishizu levantó la vista, tranquila a pesar del pesar que sabía que su hermano sentía. Sus dedos tocaban los bordes de un pergamino antiguo, su mirada introspectiva mientras pensaba en cómo encarar la tarea.

—Lo sé, Marik. —respondió con calma, aunque su tono llevaba una sutil preocupación—. Pero tenemos que encontrar una forma de ser lo suficientemente sutiles. La orden es clara, pero no podemos escribir algo que sea abiertamente cruel. Si lo hacemos, el pueblo podría volverse en contra del faraón.

—¿Y qué pasa con los gitanos que ya viven aquí? —preguntó, sin mirar a su hermana, como si esa cuestión fuera la más difícil de todas—. ¿Y si tienen familia aquí, si han pasado generaciones en Egipto, con vidas completamente establecidas? ¿Qué hacemos con ellos?

Ishizu lo miró en silencio, comprendiendo la carga emocional de esas palabras. La contradicción en el mandato era evidente. Si bien el faraón había pedido que se restringiera la entrada a cualquier individuo de sangre gitana, el reto era cómo separar a los recién llegados de aquellos que ya formaban parte de la sociedad egipcia.

—El faraón... —comenzó, buscando las palabras con cuidado—. El faraón quiere proteger a su hijo, pero también teme que la presencia de nuevos gitanos pueda alterar la estabilidad de la corte. Sabemos que algunos han estado aquí por generaciones, y esos no deben ser afectados aunque, en el fondo, al faraón le gustaría hecharlos a todos... Pero debemos encontrar una forma de que no se confunda la entrada de nuevos gitanos con los que ya están integrados. Debemos ser muy cuidadosos con cómo lo planteamos.

Marik, aún molesto, comenzó a escribir algunas líneas, pero al verlas se sintió aún más atrapado. Sus manos se detuvieron, como si la pluma se hubiera vuelto demasiado pesada.

—No podemos dejar que suene como una condena. Si no lo redactamos con cuidado, podríamos crear más problemas de los que resuelve —susurró, claramente abrumado por la tarea—. Aunque ciertamente no resuelve nada.— pensó para sí mismo.

Ishizu, viendo la lucha interna de su hermano, se inclinó sobre la mesa para revisar lo que había escrito, buscando una manera de transmitir el mensaje sin perder la empatía por aquellos que ya vivían pacíficamente en Egipto.

—Podemos hacer que el mandato se enfoque en la restricción de la entrada de nuevos individuos, asegurándonos de que aquellos que ya se encuentren establecidos en el reino sigan siendo reconocidos. —sugirió con una calma que Marik envidió en ese momento. —Propondré que se especifique que la medida aplica solo a los recién llegados y no afectará a aquellos que ya se hayan integrado a la sociedad egipcia. Siempre y cuando comprueben que han vivido aquí por más de tres años.

Marik asintió lentamente, viendo cómo las palabras de Ishizu comenzaban a tomar forma en su mente. El mandato no podía ser una amenaza directa, pero necesitaban ser firmes.

—Es un comienzo. Pero debemos ser claros, sin ser demasiado duros. No podemos dejar espacio a malinterpretaciones, pero tampoco podemos dejar que el pueblo piense que estamos persiguiendo a todos los gitanos. —dijo, un poco más tranquilo ahora que la idea comenzaba a concretarse.

—Pero sí los estamos persiguiendo. —respondió su hermana. Su voz fue firme, pero sin dejar de ser suave—. El faraón quiere eliminar a todo gitano de su territorio. 

Marik suspiró, pasando la mano por su rostro, como si intentara disipar el nudo de frustración que comenzaba a formarse en su pecho. Sabía que la situación era más compleja de lo que el faraón deseaba reconocer, pero también entendía la gravedad de los hechos.

—No lo culpo. Uno mató a la reina, y otro lo apuñala por la espalda. ¿Qué otra cosa podemos hacer? Pero eso, es solo una parte de lo que está pasando. —dijo, finalmente, con voz grave—. Ambos sabemos que el faraón no solo quiere vengar la muerte de la reina o lo que le pasó a él. En realidad, lo que realmente quiere es alejar a su hijo de todo lo que tenga que ver con ellos, especialmente de ese... amigo que hizo hace un año.

Ishizu levantó una ceja, sorprendiéndose por la mención del amigo de Atem, aunque no por el hecho de que el príncipe estuviera vinculado a un gitano. De alguna manera, ya lo sabía. La caravana, que estaba por regresar, era una preocupación para el faraón desde que el príncipe se había acercado a un miembro de ella. Aun así, al escuchar a su hermano hablar con esa dureza, Ishizu entendió la implicación.

—Entonces... —Ishizu murmuró, como si estuviera procesando la información—. Has dado en el clavo. Ya han sido dos ocasiones en las que un gitano ha atentado contra la vida de un miembro de la familia real. Eso, Marik... eso lo hace justificable.

Marik no pudo evitar sentir un peso sobre sus hombros al escuchar las palabras de su hermana. Aunque sabía que la lógica del mandato era sólida y que sería aceptada sin cuestionamientos, también comprendía que esta era una herida más profunda de lo que querían admitir. Pero si debían actuar, era el único camino.

—Si esa es la base —dijo, sus palabras casi como un suspiro. —, no podemos refutarlo. Es una verdad dolorosa, pero es la razón por la que se necesita un mandato así. El faraón tiene que proteger a su hijo, y lo que está en juego es más grande que nosotros.

Ishizu asintió, viendo cómo sus palabras calaban en su hermano, y el mandato, aunque lleno de sombras y contradicciones, comenzaba a tomar forma en el pergamino frente a ellos. La realidad era implacable.

—Lo haremos. —respondió finalmente Ishizu, con determinación. —Será un mandato que explique, con claridad, la necesidad de proteger al reino, a la familia real. Nadie podrá refutarlo.

Aunque su mirada estaba fija en el pergamino, Marik no pudo evitar mirar hacia afuera, donde el sol comenzaba a ocultarse por completo. La decisión ya estaba tomada, y aunque el mandato era una respuesta a las circunstancias, la incertidumbre sobre las consecuencias futuras lo acompañaba.

Ambos sabían que, aunque justificable, lo que estaban a punto de firmar cambiaría la vida de muchos.

Brinna y Dina estaban en la cocina, rodeadas por los aromas que emanaban de las charolas llenas de pan, queso y frutas que estaban a punto de ser entregadas a los prisioneros. El ambiente en la cocina era cálido, pero el ambiente entre ellas dos era algo más frío, como siempre. Dina, con su natural entusiasmo, echaba un vistazo a su compañera mientras terminaba de colocar los platos en su charola.

—No puedo creer que te hayas ofrecido a ayudarnos con esto, Brinna. —comentó Dina, con una sonrisa que dejaba entrever su buena disposición— ¡Nunca te he visto tan dispuesta a involucrarte en algo que no sea tu trabajo! ¿Qué te hizo cambiar de opinión?

Brinna no levantó la vista, concentrada en asegurar que los ingredientes estuvieran perfectamente dispuestos en la charola. Su tono fue frío y calculado, pero no lo suficiente como para que Dina sospechara que había algo más detrás de su actitud.

—Solo me pareció... una manera eficiente de pasar el tiempo. —respondió Brinna, manteniendo su rostro impasible. —El trabajo en la cocina es sencillo, y no tengo nada más que hacer en este momento.

Dina rió suavemente, sin darse cuenta de que la excusa no solo era convincente, sino que también era cuidadosamente elegida para ocultar las verdaderas intenciones de Brinna.

—De cualquier manera —Dina dejó escapar una risa ligera, sin saber que sus palabras ya no causaban el mismo impacto que antes. —, gracias por ayudar, de todos modos.

Cuando ambas terminaron de preparar las charolas, las levantaron con un gesto automático, como si fuera parte de su rutina diaria. A pesar de las bromas y la ligereza, Brinna no estaba allí por pura cortesía, y Dina lo ignoraba por completo.

Se dirigieron hacia la fila donde otras sirvientas estaban formadas, cada una con su charola llena de comida. Un guardia estaba parado junto a la pesada reja, observando con atención mientras las mujeres se alineaban, esperando el momento de ser llamadas para entregar su carga a los prisioneros.

Con un simple movimiento de la mano, el guardia levantó la reja. La puerta chirrió, y una tras otra, las sirvientas pasaron, la tensión de la situación en cada uno de los prisioneros esperando su comida era palpable. Brinna pasó sin hacer ruido, sus ojos fríos y calculadores, como si todo fuera parte de un plan que solo ella comprendía.

Brinna avanzó sigilosa, sus pasos casi imperceptibles sobre el frío suelo de piedra. Mientras las demás sirvientas se dispersaban, llevando su comida a las celdas más cercanas, Brinna se desvió hacia el final de la fila, donde la oscuridad comenzaba a engullir todo. Solo las antorchas a lo lejos ofrecían algo de luz, pero era un débil resplandor que apenas iluminaba los muros ennegrecidos y las celdas sombrías.

Se detuvo frente a una reja oxidada, más allá de la cual se encontraba un hombre. Su figura, encorvada y diminuta, estaba sumida en una quietud casi inquietante. El sonido de su respiración profunda y pesada parecía llenar el espacio vacío entre ellos. El hombre, con el rostro hundido entre sus rodillas, no parecía consciente de su presencia, como si ya hubiera sucumbido al cansancio del cuerpo y la mente tras tanto tiempo en ese lugar.

Brinna lo observó desde la reja, su mirada fría y calculadora. No había prisa, no había necesidad de apurarse. Estaba sola con él en ese rincón del calabozo, y la oscuridad que los rodeaba les ofrecía una especie de refugio.

El hombre, cubierto por una capa de polvo y suciedad, no estaba protegido por las mismas reglas que los demás prisioneros. Su estatus era distinto. Su situación, también.

Un pequeño suspiro se escapó de los labios de Brinna antes de que su voz, suave y casi inaudible, rompiera el silencio.

—Despierta. —La palabra salió con una frialdad que no dejaba margen para la duda. No había espacio para compasión, solo la fuerza de lo necesario.

El hombre levantó la cabeza lentamente, casi como si le costara procesar el sonido de una voz en ese lugar tan solitario. Los ojos, opacos por la fatiga, se encontraron con los de Brinna. No había sorpresa en su rostro, solo una especie de resignación que lo acompañaba desde hacía días.

Brinna no vaciló. Su rostro permanecía imperturbable, pero en su mirada brillaba un destello de algo más, algo que no podía ser explicado a simple vista. Era como si, al igual que él, ella también estuviera atrapada en algo mucho más grande que un simple encierro.

—Eres un inútil. —dijo con desdén.

El hombre, aún abrazando sus rodillas, dejó escapar una risa sarcástica que resonó por poco entre las paredes frías del calabozo. Su voz rasposa y cansada se alzó sin esfuerzo, como si el desdén que sentía por su situación fuera lo único que le quedara.

—Vaya... Has venido hasta aquí solo para decirme eso. Qué amable de tu parte. —Su tono era burlón, pero no cargado de ira, solo una aceptación de lo inevitable, como si la humillación fuera algo con lo que ya había aprendido a convivir.

Brinna lo observó en silencio, su mirada fría y cortante como el hielo, mientras él dejaba escapar esa risa. Su rostro no mostraba emoción, pero en sus ojos había un destello de desaprobación. Sus palabras no eran más que un eco en la oscuridad, pero eran directas, punzantes.

—De verdad eres un inútil. —repitió, la frialdad en su voz no dejando lugar a dudas—. ¿Cómo alguien puede estar tan cerca del faraón y fallar en matarlo? Tu puñalada fue débil. No era ni siquiera digna de alguien que se considere un guardia entrenado.

El hombre no se inmutó, su risa continuó baja mientras su cuerpo permanecía en la misma posición. No era la primera vez que alguien le decía algo así, y probablemente no sería la última.

—Al menos lo intenté. —respondió con una sonrisa cínica que se asomó en sus labios—. No como tú, ¿verdad? ¿Qué has hecho tú por vengar a tu gente? ¿Qué has hecho por el resto de nosotros que caímos?

Brinna guardó silencio un momento, y el hombre pudo ver cómo sus ojos se agudizaban, como si estuviera analizando cada palabra que él había dicho. Luego, sin decir nada más, dejó caer la charola de comida con suavidad al suelo y la deslizó bajo la reja que los separaba.

—Nada... aún. —contestó, la serenidad en su voz dejando entrever una amenaza silenciosa. Había algo en la forma en que dijo esas palabras que sugería que, a pesar de su aparente indiferencia, su propósito estaba lejos de ser tan inalcanzable como él podría pensar.

El hombre se acercó lentamente a la charola que Brinna había dejado caer, tomando el primer bocado con desprecio. Su risa, aunque suave, no podía ocultar el aire de burla que acompañaba cada movimiento. No estaba preocupado; ya había estado en situaciones como esta antes, y no veía ninguna amenaza real.

Con la boca llena, levantó la vista hacia ella, su expresión un tanto cínica.

—¿Y qué piensas hacer ahora? —preguntó mientras masticaba lentamente, como si lo que ella dijera no tuviera importancia alguna.

Brinna se quedó en silencio un momento, sus ojos fijos en él, sin la más mínima vacilación. Su rostro estaba tan impasible como siempre, como si su respuesta fuera lo más natural del mundo, algo que ya hubiera planeado. Finalmente, con calma, sin inmutarse, respondió:

—Lo mataré... desde dentro.

El hombre casi se atraganta con la risa que estaba por soltar, pero rápidamente fue contenida para evitar atraer la atención de los guardias. No pudo evitar sonreír de manera burlona al escuchar las palabras de Brinna.

—¿Veneno? —cuestionó con una risa áspera—. ¿Eso es lo que piensas hacer? Matarlo con veneno... ¿Tú, una sierva común? —dijo, con una ligera burla en su tono. Tomó otro bocado y se recostó más cómodamente en el frío suelo de la celda, como si estuviera hablando de algo trivial.

—Mira, tú y yo sabemos lo que pasó, ¿verdad? Yo fallé en mi misión aún siendo un guardia real que estaba a centimetros de él sin ser sospechoso. Pero tú... —hizo una pausa, señalándola con su cuchara, como si quisiera recalcar lo que consideraba su inferioridad—. Tú no tienes ninguna oportunidad. No eres más que una sirvienta. El faraón no dejaría que una gitana se acerque a él, especialmente después de lo que no pude terminar.

Con tranquilidad, Brinna cruzó los brazos, sin apartar los ojos de él.

—Ya veremos. —respondió, con la misma calma con la que había hablado antes.

El hombre, más interesado en su comida que en las palabras de Brinna, le lanzó una mirada rápida, como si realmente creyera que su amenaza no era nada más que un juego. Masticó lentamente, saboreando cada bocado mientras le daba vueltas a la pregunta.

—¿Y cómo piensas hacerlo? —inquirió, sin quitar los ojos de la charola.

Brinna, con una calma imperturbable, continuó observándolo, sin apresurarse a responder. Finalmente, su voz cortó el aire con una seguridad fría.

—¿Conoces la Anthenaria? —preguntó, con una ligera elevación de su tono, como si quisiera asegurarse de que él entendiera.

El hombre levantó una ceja, confundido pero no sorprendido de que ella supiera de esa planta.

—¿La Anthenaria? —dijo, pensativo, antes de asentir con la cabeza. —Sí, claro. Es una planta medicinal. Los curanderos la usan para aliviar dolores.

Brinna sonrió levemente, como si estuviera esperando su respuesta. Era una sonrisa pequeña, pero suficiente para que el hombre notara que algo no encajaba.

—Exactamente. —dijo con tranquilidad, dejando que el silencio pesado llenara el espacio por un momento. —Pero lo que los egipcios no saben es que, en dosis mayores, esa planta puede ser... algo mucho más letal.

El hombre frunció el ceño, por fin comenzando a captar el giro en la conversación. Bajó la mirada hacia su comida, pensativo.

—¿Pretendes... matarlo con esa planta? —su tono ahora era más serio, pero aún con una pizca de incredulidad.

Brinna asintió lentamente, sin apartar la vista de él.

—Estás en lo cierto. Los gitanos conocemos bien esa planta. Los egipcios ni siquiera sospechan de sus verdaderas propiedades. —su voz era baja, pero cada palabra parecía tener un peso enorme.

—¿Y crees que podrás hacer todo eso sin que nadie lo note? —inquirió con una mezcla de escepticismo y desafío. —Ni siquiera lograrás pasar la puerta del pasillo sin que te echen los guardias. Ellos te conocen bien. Saben que eres gitana.

—Ya pensaré en algo. —respondió, su tono tan despreocupado como siempre.

El prisionero rió bajo, con esa burla que parecía constante en su voz.

—El tiempo se acabó. ¡Recojan las bandejas y regresen a la cocina!— dijo un guardia a lo lejos.

—Qué lástima. —murmuró, con una sonrisa torcida mientras daba otro bocado a su comida. —Esperaba saber más de tu gran plan.

Brinna se inclinó, recogiendo la charola con movimientos precisos y deliberados. Se puso de pie, mirándolo con una indiferencia que casi parecía estudiada. Sus palabras fueron un golpe seco, calculado.

—No te preocupes. Lo sabrás muy pronto. Cuando la noticia de la muerte del faraón se haga pública, sabrás que fui yo quien lo logró.

El hombre se quedó en silencio por un momento, su expresión cambiando apenas un ápice. Luego se recostó contra la pared de la celda, soltando una risa baja y sardónica.

—Si es que me entero. Primero me ejecutarán.

Brinna negó con la cabeza, con una leve sonrisa irónica.

—No. El juicio lo llevará el faraón cuando se recupere. Pero al final, no lo hará. Aun así, estoy segura que morirás ejecutado... por orden del nuevo faraón.

El prisionero entrecerró los ojos, estudiándola con una mezcla de interés y escepticismo.

—¿Por qué? —preguntó finalmente, su tono curioso, casi cansado. —¿Por qué bajar hasta aquí a verme? ¿Por qué molestarte con todo esto?

La voz del guardia resonó de nuevo en el aire, apremiando a las sirvientas para que se apresuraran. Brinna no se inmutó, su atención completamente fija en el hombre frente a ella.

—Porque quería ver al hombre que lo intentó. —dijo con frialdad, sus palabras impregnadas de algo más profundo, más oscuro. —Y también quería que me vieras a mí. Para que supieras que será mi mano la que termine lo que tú no pudiste. Quiero que, aunque sea por un instante, Egipto pague por el dolor que nos ha causado.

El hombre la observó en silencio por un momento, su sonrisa burlona desvaneciéndose gradualmente hasta convertirse en una expresión seria. Finalmente, dejó escapar una risa corta, seca, antes de hablar.

—Estás loca. —dijo, con una mezcla de incredulidad y diversión. Luego inclinó la cabeza ligeramente, mirándola fijamente. —Y dime, ¿cómo estás tan segura de que no te delataré?

Brinna dejó escapar una pequeña sonrisa, fría y llena de confianza.

—Porque los verdaderos gitanos somos hermanos. —respondió con calma, su tono casi desafiante. —No nos traicionamos entre nosotros.

El hombre sostuvo su mirada por un instante más, como si evaluara la verdad en sus palabras. Brinna comenzó a alejarse. Finalmente, la expresión del hombre cambió y, con una ligera inclinación de cabeza, murmuró en un tono bajo pero solemne:

Amaro Ratvalo*.

Brinna se detuvo al escucharlo, sus labios repitiendo con suavidad la misma palabra, como si fuera una promesa inquebrantable.

Amaro Ratvalo. —su voz firme y cargada de significado.

Sin decir más, continuó su caminar hacia la salida, sus pasos resonando en el frío y oscuro calabozo. A pesar de las sombras que la envolvían, su figura proyectaba una seguridad imperturbable, como si llevara consigo el peso de una causa mayor, un juramento que ningún obstáculo podría quebrar.

La noche envolvía los aposentos reales con un silencio inquietante, roto solo por el ocasional chisporroteo de las antorchas que proyectaban sombras danzantes en las paredes. El faraón, un hombre de porte imponente pero visiblemente afectado por la herida, estaba sentado en un banco junto a una mesa baja, mientras el doctor inspeccionaba la lesión en la parte baja de su espalda. Aunque intentaba mantener la compostura, su respiración pesada delataba el dolor que soportaba en silencio.

El médico frunció el ceño al observar la herida inflamada, que no mostraba signos de mejora. Con movimientos precisos, comenzó a limpiar el área con un paño húmedo impregnado de hierbas medicinales.

—No se ve bien, majestad. —dijo en voz baja, casi como si temiera que las palabras aumentaran la gravedad de la situación. Sus ojos buscaron un instante los del faraón antes de continuar—. Con su permiso, sigo sin entender por qué no desea que la corte, ni siquiera el príncipe, sepan de su estado.

El faraón desvió la mirada hacia el balcón, donde las cortinas ondeaban ligeramente bajo la brisa nocturna. Su rostro, aunque cansado, seguía transmitiendo la autoridad de un hombre que llevaba el destino de Egipto sobre sus hombros.

—Porque no es necesario. —respondió con firmeza, su voz profunda resonando en la estancia—. No es un asunto que deba preocupar a mi hijo ni a los miembros de la corte. Mostrar debilidad ahora sería darles a los oportunistas el momento que han estado esperando.

El médico asintió lentamente, sus manos trabajando con destreza para aplicar un ungüento sobre la herida. A pesar de su aparente neutralidad, su expresión delataba una mezcla de preocupación y resignación.

—Majestad, con todo respeto, el príncipe tiene derecho a saber. —insistió, con cautela pero sin esconder del todo su opinión—. Es su heredero y podría prepararse mejor si conoce la verdad.

El faraón soltó un leve suspiro, sus hombros tensándose ligeramente.

—Mi hijo está listo para sobrellevar la carga de la corona —dijo lentamente, como si estuviera declarando una verdad que no necesitaba ser cuestionada—. Pero aún le falta mucho por aprender... especialmente sobre cómo separar el corazón del deber.

El médico, que había estado guardando los últimos instrumentos en su bolsa, se detuvo un momento, levantando la vista hacia el faraón. Este continuó:

—Atem es más sensible de lo que muchos creen, como lo era su madre. —Hizo una pausa, su expresión endureciéndose ligeramente al mencionar a la reina—. Aunque lo disimula bastante bien, no puede evitar dejarse guiar por sus emociones cuando estas son demasiado potentes.

El médico asintió en silencio, comprendiendo a qué se refería el faraón.

—Si se preocupa por mí... —continuó el monarca, sus palabras teñidas de una rara mezcla de orgullo y resignación—, no tendrá la cabeza clara para dirigir el reino como se debe, no mientras yo siga aquí, luchando por recuperarme. Egipto necesita fuerza y estabilidad. No dudas ni debilidades.

El médico bajó la mirada, respetando la decisión del faraón, aunque internamente reconocía las dificultades que implicaba mantener algo tan grave en secreto.

—Entiendo su postura, majestad. —dijo finalmente, inclinándose una vez más—. Pero no olvide que incluso los faraones necesitan apoyo en los momentos más oscuros.

El faraón no respondió de inmediato. Solo lo observó un instante, antes de asentir brevemente.

—Tu preocupación es notada, doctor. Ahora ve. Mañana volveremos a hablar de mi estado.

El médico inclinó la cabeza en señal de respeto y salió de la habitación en silencio. Una vez que estuvo solo, el faraón miró hacia el balcón. Su semblante, normalmente impasible, dejó entrever un destello de melancolía mientras recordaba a la madre de Atem.

"Si tan solo pudieras verlo ahora... lo que ha crecido, lo que ha logrado. Es más fuerte de lo que imagina, pero todavía... todavía necesita tiempo."

Un susurro apenas audible escapó de sus labios antes de que volviera a sentarse con cuidado.

—Espero que estés orgullosa de él, como lo estoy yo.

Unos golpes firmes resonaron en la puerta, interrumpiendo el silencio de los aposentos. El faraón, todavía sentado, frunció ligeramente el ceño y se apresuró a colocarse su túnica, sus movimientos algo torpes debido al dolor. A pesar de ello, su semblante permaneció sereno, ocultando cualquier señal de debilidad.

—Adelante. —respondió con voz firme, acomodándose la tela para cubrir adecuadamente la herida.

La puerta se abrió lentamente, revelando a un guardia que se inclinó respetuosamente antes de hablar.

—Faraón, disculpe la intromisión, pero los hermanos Ishtar solicitan una audiencia con usted.

El faraón alzó una ceja, su expresión serena pero inquisitiva. La mención de los Ishtar a esa hora de la noche era inesperada.

—¿Han mencionado de qué se trata? —preguntó, aunque ya sabía que, viniendo de ellos, debía ser algo referente a la tarea que les había asignado.

—No, majestad. Solo pidieron verle de inmediato.

El faraón asintió lentamente, entrelazando las manos frente a él.

—Déjalos pasar.

El guardia asintió, inclinando la cabeza antes de abrir la puerta completamente para dejar pasar a los hermanos Ishtar.

Primero entró Ishizu, con su porte elegante y mirada firme, seguida de Marik, quien caminaba unos pasos detrás de su hermana con un semblante ligeramente más relajado, aunque no menos respetuoso. Ambos se inclinaron profundamente al llegar frente al faraón, en un gesto de reverencia.

—Majestad. —dijeron al unísono.

El faraón asintió, indicándoles que se incorporaran.

—Ishizu, Marik, es inusual que me busquen a esta hora. ¿Ha ocurrido algo que requiera mi atención inmediata? —preguntó, su tono tranquilo, aunque su mirada evaluaba con atención a ambos.

Ishizu fue la primera en hablar, con su habitual tono calmado pero solemne.

—Perdón por la hora, majestad, pero queríamos mostrar nuestros avances cuanto antes.

El faraón asintió lentamente, invitándolos a acercarse con un gesto de la mano. Su mirada se mantuvo fija en los hermanos mientras Ishizu le tendía un pergamino cuidadosamente enrollado.

—Sabemos que el tiempo apremia, majestad. Si desea que el mandato esté en vigor antes de la llegada de la caravana, creemos prudente revisar cada detalle cuanto antes. —dijo Ishizu, su tono sereno, pero con la determinación propia de quien comprendía la gravedad de la situación.

Marik, a su lado, permanecía en silencio, aunque su expresión reflejaba la misma urgencia contenida.

El faraón, tomando el pergamino con ambas manos, arqueó una ceja al escucharles.

—¿Un borrador completo en tan poco tiempo? —murmuró, sorprendido, aunque un destello de aprobación se reflejaba en sus ojos. —Aunque, claro, no esperaba menos de ustedes.

Se dirigió a una silla cercana y tomó asiento con cuidado, acomodando su postura para no agitar la herida que todavía dolía en su espalda. Con la concentración de un estratega que examina un mapa de batalla, desenrolló el pergamino y comenzó a leerlo en silencio, deteniéndose ocasionalmente en ciertas líneas. Sus ojos se estrecharon levemente mientras su mente procesaba el contenido, cada palabra seleccionada cuidadosamente por los hermanos Ishtar. Finalmente, levantó la vista hacia ellos, dejando el pergamino sobre la mesa al lado de él.

—Entiendo lo que intentan hacer. —dijo con voz grave, rompiendo el tenso silencio—. Este enfoque es... más calculado de lo que esperaba. Restricción para los recién llegados, protección para los establecidos, siempre que puedan probar su tiempo aquí.

Ishizu asintió, con la calma que le caracterizaba.

—Creímos que sería la mejor manera de evitar revueltas innecesarias, majestad. Un mandato que parezca justo en su superficie, pero lo suficientemente claro como para que solo aquellos que sean leales al reino permanezcan.

Marik tomó la palabra, con un tono más directo:

—Majestad, sabemos lo delicado que es este asunto. No podemos permitir que nadie, ni siquiera los gitanos que ya están aquí, se sientan completamente a salvo. Pero al mismo tiempo, no queremos darles razones para rebelarse de inmediato. Este mandato les permitirá quedarse si cumplen ciertos requisitos, pero no debemos olvidar que el verdadero objetivo es reducir su presencia.

El faraón entrelazó sus manos, su mirada fija en ellos mientras procesaba sus palabras.

—No solo buscamos reducir su presencia, Marik. —dijo, con un matiz de cansancio en su voz—. Buscamos prevenir más tragedias. Lo que le hicieron a la reina... lo que me hicieron a mí... esas heridas no sanarán mientras sigan presentes entre nosotros. Pero este mandato, como está redactado, tiene mérito. Protege a mi hijo, lo mantiene alejado de influencias que no necesita.

Hizo una pausa, volviendo la mirada al pergamino.

—Sin embargo, debemos ser cuidadosos. Si los términos son demasiado indulgentes, el pueblo podría interpretarlo como debilidad. Si son demasiado severos, podría desencadenar un conflicto que no necesitamos. ¿Han pensado en cómo manejarán la implementación de esta ley? ¿Cómo se verificará quién tiene derecho a quedarse y quién debe partir?

Ishizu inclinó ligeramente la cabeza, preparada para responder.

—Proponemos establecer un registro, majestad. Los gitanos establecidos tendrán un plazo para presentar pruebas de su residencia en Egipto. Aquellos que no puedan cumplir con este requisito serán escoltados fuera de nuestras fronteras.

—Y los recién llegados, —añadió Marik—, simplemente no podrán entrar. Reforzaremos las rutas comerciales y los puntos de entrada al reino. El mensaje será claro desde el principio: no hay lugar para ellos aquí.

El faraón permaneció en silencio por un momento, tamborileando los dedos sobre el brazo de su silla. Finalmente, asintió lentamente.

—Es un comienzo sólido. Ajustaremos los detalles finales mañana. Convoquen al resto de la corte. Mañana durante el informe lo discutiremos. Y asegurence de hacerle saber a Atem que su presencia no será requerida mañana para entregarme el informe.

Marik cruzó los brazos, una expresión de duda en su rostro mientras inclinaba ligeramente la cabeza.

—Majestad, con todo respeto, el príncipe sospechará si de repente no se requiere su presencia en el informe. Hasta ahora, ha sido constante en estas reuniones.

El faraón lo miró, su expresión serena pero cargada de una determinación inquebrantable.

—Soy consciente de ello, Marik. —dijo, su tono firme—. Por eso mismo, no quiero que simplemente le informen que no será necesario. Busquen una tarea más importante, algo que requiera su atención inmediata. Así, no tendrá razones para cuestionar mi decisión.

Ishizu asintió, sus labios curvándose en una ligera sonrisa que no ocultaba del todo la admiración que sentía por la capacidad estratégica del faraón.

—Entendido, majestad. Podríamos asignarle la inspección del convoy que llegará en unos días. Es una tarea relevante, que requiere de liderazgo y supervisión personal.

El faraón negó con un leve movimiento de cabeza, sus ojos brillando con una mezcla de determinación y algo más, una emoción que no dejaba entrever con claridad.

—No, Ishizu. Esa tarea es demasiado relevante para distraerlo. Tengo algo más en mente. —Su mirada se volvió hacia Marik—. Una supervisión más sencilla, pero necesaria, en una de las ciudades cercanas a la frontera. La constucción del nuevo templo.

Marik frunció el ceño, mostrando un atisbo de confusión.

—Majestad, esa tarea ya fue asignada a uno de los nobles. Además, es una tarea que mantendrá al encargado lejos del palacio por varias semanas.

El faraón esbozó una leve sonrisa, satisfecha.

—Perfecto. Por eso quiero que esa tarea se le asigne a Atem.

El rostro de Marik se tensó, comprendiendo de inmediato la intención detrás de la decisión del faraón.

—Majestad... —comenzó, eligiendo cuidadosamente sus palabras—. ¿Un mes, lejos del palacio? Si el príncipe regresa y se entera del mandato mientras estuvo ausente...

El faraón lo interrumpió con un gesto firme de su mano, su voz cargada de autoridad.

—Eso no importa, Marik. —dijo, sus palabras cortantes, aunque su tono mantenía una calma calculada—. Cuando Atem regrese y se entere, no podrá hacer nada. Ni ahora, ni después.

El silencio que siguió fue denso, roto solo por el leve crujir de los pergaminos sobre la mesa. Finalmente, el faraón continuó, esta vez con un dejo de amargura en su voz.

—La única razón por la que no lo involucro desde el principio es porque quiero mantener la paz con mi hijo... por ahora. Sé que este mandato lo hará resentirse conmigo. Pero eso no es más importante que mantenerlo a salvo, lejos de cualquier peligro. Atem es fuerte, pero todavía no entiende completamente lo que significa proteger un reino. No puede cargar con esta decisión, no mientras yo aún esté aquí para hacerlo.

Ishizu y Marik intercambiaron una mirada significativa. Aunque ninguno de los dos lo expresó en voz alta, ambos comprendieron que el faraón estaba dispuesto a asumir todo el peso de las consecuencias para proteger a su hijo, incluso si eso significaba perder su cercanía con él.

—Como ordene, majestad. —dijo finalmente Ishizu, inclinando la cabeza con respeto.

—Haremos los arreglos necesarios para reasignar la tarea. —añadió Marik, aunque su tono delataba cierta reticencia.

El faraón asintió, girándose nuevamente hacia la ventana, su silueta iluminada por la luz tenue de la luna.

—Bien. Ahora, váyanse. Asegúrense de que todo esté listo antes del amanecer.

Sin más palabras, los hermanos Ishtar abandonaron la sala, dejando al faraón solo con el peso de sus decisiones, un peso que él sabía que era suyo y de nadie más.

El establo de Khepri estaba tranquilo, solo interrumpido por el sonido suave de las crines del caballo moviéndose al ritmo de la brisa que entraba por las ventanas abiertas. El caballo, de un negro intenso con manchas blancas, estaba inmóvil, como si también percibiera la tensión en el aire. Atem, con la túnica ya puesta y las sandalias firmemente ajustadas, se encontraba al lado de su fiel corcel, intentando ponerle la silla de montar. Sin embargo, la tarea parecía más difícil de lo normal, pues algo le distraía más que cualquier otro obstáculo físico: Mana.

Ella, abrazada con fuerza a su torso, no dejaba de llorar. Las lágrimas caían con silenciosa desesperación mientras sus dedos se aferraban al tejido de su túnica, como si de esa manera pudiera evitar que él se fuera.

—No, por favor, no te vayas... —su voz quebrada era un susurro, como si el simple hecho de decirlo en voz alta hiciera que la realidad se volviera aún más insoportable. Mana nunca había sido tan abierta con su angustia, pero ahora, en este instante, parecía incapaz de contener su desesperación.

Atem sintió una punzada en el pecho. Era extraño ver a Mana así, tan vulnerable, cuando siempre había sido la imagen de fuerza y determinación. Y aunque su corazón se apretaba al verla en ese estado, sabía que no podía quedárselo todo para sí mismo, no mientras el deber le llamaba.

—Mana... —dijo con suavidad, aunque en su tono se notaba la lucha interna—. Es solo por un tiempo. El faraón ha ordenado que vaya a supervisar la construcción de un templo en la frontera. No puedo evitarlo. Es importante...

Mana levantó la vista, sus ojos rojos por el llanto, y los ojos de Atem brillaron por un momento al ver el dolor que reflejaban. Sintió como si cada palabra que estaba a punto de decirle se le atascara en la garganta.

—¡No quiero que te vayas! —gritó, casi sin control, mientras sus brazos lo apretaban con más fuerza—. Es demasiado peligroso... ¡Tú no entiendes! Hay algo... algo que no está bien, Atem. No deberías ir. No después de todo lo que ha pasado.

Atem suspiró, y por un momento, dejó de intentar montar a Khepri. Su brazo se deslizó por la espalda de Mana, abrazándola sin decir palabra. A pesar de la frustración, de la preocupación, lo único que podía hacer era darle un poco de consuelo. Ella tenía razón. Había algo en el aire, una sensación extraña que él no podía ignorar, pero el mandato de su padre estaba claro.

El chico cerró los ojos por un momento, dejando escapar un suspiro profundo. Se apartó ligeramente de Mana, pero no la soltó por completo, manteniendo sus manos sobre sus hombros con suavidad.

—Te prometo que volveré tan pronto como pueda —dijo, con una voz suave pero firme, buscando que sus palabras ofrecieran algo de consuelo en medio de la tensión. —Pero no puedo quedarme, Mana. Sabes que esto es lo que debo hacer. Es mi deber. Además, esta no es la primera vez que nos separamos.

Mana negó con la cabeza, aún abrazándolo, aferrándose a él como si temiera que se desvaneciera en el aire.

—No por tanto tiempo —insistió, su voz rota por la angustia. —Me sentiré sola en el palacio sin ti.

Atem apretó los labios con una leve sonrisa triste. Intentó buscar alguna forma de aliviar su preocupación, aunque sabía que no sería suficiente.

—Te quedarás con Mahad, ¿no te consuela eso? —bromeó, intentando aliviar un poco la atmósfera, pero el chiste no logró hacerla sonreír.

Un silencio pesado cayó sobre ellos, y Atem sabía que no podía evitar lo que debía hacer. La realidad era que esta era solo una de las muchas separaciones que enfrentarían en el futuro.

—Es mi deber, Mana —repitió, su voz más seria ahora—. Y deberías irte acostumbrando. Yo también debo hacerlo. Cuando sea faraón, lo que Ra quiera, dentro de muchos años aún, habrá momentos en los que me tendré que alejar, y no por unas semanas... sino por mucho más tiempo. Viajes, situaciones políticas... no es solo un mandato de mi padre, son las responsabilidades que llegarán conmigo.

Mana lo miró, sus ojos llenos de tristeza, pero también comprendiendo lo que él le decía. Sabía que lo amaba, sabía que él no deseaba separarse de ella, pero la corona pesaba sobre sus hombros, aún en ese momento, y no podía escapar de lo que le tocaba.

Atem acarició suavemente su cabello, el sonido de su respiración más calmado, aunque su corazón latía más fuerte por el dolor que ambos compartían en ese momento.

—Te prometo que regresaré más pronto de lo que crees. Además, siempre podemos escribirnos. Y, cuando vuelva... quizá traiga a alguien conmigo.

Mana levantó la mirada hacia Atem, sorprendida por lo que acababa de escuchar. La promesa de su regreso parecía haberle traído algo de alivio, pero la última parte de sus palabras la dejó desconcertada.

—¿Te refieres...? —preguntó, sus ojos llenos de sorpresa mientras se apartaba ligeramente de su abrazo. Por un momento, pareció que su tristeza por la partida de su primo se había disipado.

Atem la observó con una ligera sonrisa, como si ya supiera que la obviedad sería inevitable. Se apoyó contra Khepri, el caballo, dejando que el tiempo pasara por unos segundos antes de responder.

—Sí —respondió con una calma que contrastaba con la curiosidad creciente de Mana—. Según los cálculos que hice, y lo que Yugi me dijo sobre la trayectoria de la caravana... si siguieron el recorrido que él dijo, deberían volver por ese lado de la frontera este año. Es probable que regrese con ellos.

Mana, al escuchar la respuesta de Atem, reaccionó de manera inesperada. Con una energía renovada y una sonrisa casi traviesa, deshizo el abrazo de su primo de la cintura y, sin previo aviso, lo agarró por el cuello de su túnica, tirando de él hacia ella con una energía desbordante.

—¡Entonces llévame contigo! —exclamó, tirando de él como si fuera una orden, sin dejar espacio para que Atem se escapara—. ¡No puedo esperar a ver a Yugi! ¡Tengo tantas cosas que quiero contarle! ¡Y quiero ver qué nuevos tesoros trae con él! ¡Es perfecto!

Atem, completamente desconcertado por el repentino cambio de actitud, dio un paso atrás, intentando soltarse del agarre de su prima mientras trataba de comprender lo que acababa de pasar.

—Mana, no es así como funciona —dijo, sin poder evitar una ligera risa nerviosa—. No puedo simplemente... ¡llevarte conmigo en medio de esto! El viaje es para supervisar el templo, no es un paseo de turismo...

Pero Mana, con la energía de alguien que acaba de encontrar la excusa perfecta para salirse con la suya, no lo escuchó. Le dio un pequeño empujón en el pecho, como si fuera el encargado de organizar la excursión y no él.

—¡Ay, por favor! ¡Esto es importante! Yugi finalmente regresará después de un año entero... ¡Debemos ir a recibirlo juntos! ¿Te imaginas? ¡Las ideas que tengo! ¡Y podríamos llevarle dulces y regalos! ¡Le encantará!

Atem, atrapado entre la risa y la emoción, no pudo evitar sonreír por la forma en que Mana lo había convencido con su entusiasmo desbordante. Sin embargo, volvió a tocar sus hombros, tratando de recuperar un poco de seriedad.

—Mana... —empezó, sintiendo que la conversación ya se les había ido un poco de las manos—, no puedo... aunque, si te quedas, te prometo que lo primero que haré al regresar es llevarte a ver a Yugi, y tú podrás darle todos esas cosas que estás planeando.

Mana lo miró con los ojos muy abiertos, la emoción brillando en su rostro. Unos segundos de silencio pasaron antes de que estallara en carcajadas.

—¡Muy bien! —rió alegremente, ya completamente olvidada de la tristeza que antes la había invadido—. ¡Ya vete entonces, anda! ¡A prisa!

Sin previo aviso, Mana empujó a Atem hacia Khepri, su caballo, como si estuviera dándole un pequeño empujón hacia su destino. Atem, un tanto desconcertado, casi perdió el equilibrio, pero no pudo evitar reír de la forma en que su prima le trataba.

—¿Hace un momento me rogabas que no me fuera y ahora casi me corres? —le reprochó con aire bromista, mientras se subía al caballo y acomodaba las riendas—. Además, aunque me vaya pronto, eso no acelerará el tiempo. Aún falta un mes para que Yugi cruce la frontera.

Mana lo miró con una sonrisa triunfante y, sin pensarlo dos veces, le respondió:

—Un mes no es nada —dijo, casi saltando de emoción—. Y en cualquier momento Yugi podría estar cruzando esa frontera ¡Lo sé!

Atem, un poco sorprendido por su optimismo, asintió y les dio una ligera palmada a las riendas de Khepri. Aunque su prima no lo supiera, le alegraba verla tan entusiasta.

Atem hizo avanzar el caballo, y Mana, con rapidez, saltó tras él, subiéndose al corcel con la agilidad que siempre había mostrado en equitación. La escena, por un momento, pareció irreal. Juntos, como si fueran un solo cuerpo, avanzaron hasta llegar a las puertas del palacio, donde la escolta de Atem los esperaba. Los guardias, montados también en sus caballos, estaban listos para partir.

Mana, al ver que ya era el momento, se bajó de Khepri con rapidez. Miró a Atem, sonriendo y sin perder ese brillo en sus ojos.

—Nos veremos en un mes... o menos, —le dijo con sinceridad. No había tristeza esta vez, solo esperanza.

Atem la miró, sin poder evitar sonreír de nuevo. Su prima siempre sabía cómo aligerar cualquier situación, y en este momento, su apoyo le daba fuerzas.

—Te lo prometo, Mana —respondió, su voz más firme.

Antes de que ella pudiera decir algo más, Atem giró su cabeza momentáneamente hacia el balcón en la estancia del faraón. En su mente, se despidió de su padre, sintiendo por un segundo la distancia que se interponía entre ellos. La paz de esa despedida le permitió avanzar sin titubeos, y su mirada se volvió nuevamente hacia el camino que tenía por delante.

Con un último vistazo hacia Mana, que aún permanecía en la puerta, Atem hizo que Khepri avanzara, y sus escoltas lo siguieron, montando sus caballos con disciplina.

Mana permaneció allí, observando cómo su primo se alejaba con cada paso del caballo. Su corazón latía con una mezcla de emociones, pero sobre todo de esperanza. Permaneció allí un rato más, perdida en sus pensamientos, hasta que finalmente un susurro escapó de su boca, apenas audible para ella misma:

—Vuelve pronto... Vuelvan pronto.

El viento suave de mediodía llevó sus palabras hacia el horizonte, como si fueran promesas de un futuro cercano.

Glosario de Ravalin:
Idioma ficticio para los gitanos

-Amaro Ratvalo: Honor hasta el final.

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