7.- Amargura
-------------- 4 meses después...
Pov Narradora--------------------
El eco de los pasos de Atem resonaba con un ritmo constante en la inmensa sala del trono. Caminaba de un lado a otro, sus manos entrelazadas detrás de la espalda, apretando con fuerza como si con ello pudiera controlar la tormenta que se agitaba en su interior. La luz del sol que entraba por los altos ventanales parecía no alcanzar a iluminar sus pensamientos.
Mana, quien había llegado hacía ya varios minutos tras ser llamada, lo observaba en silencio desde el borde de la sala. Estaba sentada con una pierna cruzada sobre la otra, sus dedos tamborileando en el brazo del asiento mientras su paciencia comenzaba a agotarse. Atem sabía que ella estaba allí; lo había visto al entrar. Sin embargo, su prima parecía ser invisible para él en ese momento, perdida en la maraña de preocupaciones que lo mantenían prisionero.
—Atem —dijo Mana, rompiendo el silencio con un tono suave pero firme.
El joven no respondió. Continuó su camino, como si el sonido de su voz no hubiera alcanzado sus oídos.
Mana dejó escapar un suspiro, apoyando los codos en sus rodillas mientras inclinaba el cuerpo hacia adelante.
—¡Atem! —repitió, esta vez con más énfasis, levantando la voz lo suficiente para que resonara en la sala.
Nada.
La castaña frunció el ceño, y en un arranque de frustración, se levantó de su asiento. Llevándose las manos a la cintura, inhaló profundamente antes de gritar con toda la fuerza de sus pulmones:
—¡ATEM!
La voz de Mana rebotó contra las paredes de la sala, llenando el espacio con un eco que pareció sacudir el aire. Atem se detuvo en seco, girándose hacia ella con el ceño fruncido, una expresión de irritación que apenas lograba ocultar el cansancio en sus ojos.
—¿¡Qué!? —respondió, su tono igual de fuerte, como si el eco de su propia voz quisiera rivalizar con el de su prima.
Mana cruzó los brazos sobre su pecho, levantando una ceja con una mezcla de desafío y exasperación.
—Cálmate, Atem. Esto no va a solucionar nada.
—¿Calmarme? —repitió, casi riéndose, aunque sin ningún rastro de humor—. ¿Cómo esperas que me calme, Mana? ¡Han pasado cuatro meses y no he recibido una sola carta sobre el estado de mi padre! ¡Cuatro meses!
Mana abrió la boca para responder, pero Atem no había terminado.
—Y ahora, hace mes y medio que dejaron de llegar noticias sobre la guerra. Ni un mensajero, ni una palabra, nada. ¿Qué se supone que piense? ¿Qué todo está bien?
La joven se acercó un paso, suavizando su postura, aunque no su determinación.
—No pienses lo peor, Atem. A veces, el silencio no significa tragedia.
Él negó con la cabeza, un gesto rápido y lleno de frustración.
—Eso es fácil de decir cuando no tienes el peso del trono sobre tus hombros, Mana. El pueblo espera respuestas. Los consejeros no confían en mí. ¿Y qué hago yo? Nada. Solo esperar.
Mana suspiró, sus ojos suavizándose mientras lo miraba con genuina preocupación.
—Yugi ssolía decirnos que la paciencia es un arte, ¿no? Quizás deberías recordarlo.
Atem dejó escapar un resoplido, entre la incredulidad y el cansancio.
—A veces creo que ese arte no fue hecho para los faraones.
Mana sonrió, aunque su sonrisa estaba teñida de tristeza. Dio un paso más hacia él, colocando una mano ligera pero firme sobre el brazo de su primo.
Atem suspiró profundamente, como si el aire que exhalaba llevara consigo una parte de su carga.
—No me lo recuerdes ahora, Mana —dijo, su voz baja, casi un ruego—. No quiero pensar en él.
La castaña parpadeó, claramente sorprendida por las palabras de Atem. Por un momento, se quedó en silencio, evaluando su expresión. Era cierto que, desde hacía cuatro meses, él había evitado mencionar el nombre de Yugi, pero jamás imaginó que llegaría al punto de rechazar incluso pensar en él.
—¿No quieres pensar en él? —preguntó finalmente, con cautela.
Atem desvió la mirada, evitando el peso de los ojos de Mana.
—Es... complicado —respondió, eludiendo darle una explicación clara.
Sin embargo, Mana no era alguien que dejara las cosas en el aire, y su preocupación comenzó a crecer. Dio un paso más cerca, alzando la voz lo suficiente para llamar su atención.
—Atem, dime la verdad —insistió, esta vez con seriedad—. ¿Es que... finalmente has cambiado de idea sobre los gitanos?
Atem giró hacia ella, su mirada afilada y llena de una emoción que Mana no logró identificar del todo.
—¿Qué quieres decir con eso? —replicó, su tono algo cortante.
—Sobre Yugi —añadió Mana, ignorando la dureza de su primo—. Él ha sido... lo más importante para ti. Pero últimamente... pareciera que te esfuerzas en fingir que no existe, que no existió. ¿Por qué? ¿Acaso... has dejado de creer en lo que él es?
El silencio que siguió fue tan pesado como un trueno antes de la tormenta. Atem apretó los labios, y aunque su mirada no flaqueó, una sombra de culpa parecía danzar en sus ojos.
—No he dejado de confiar en quién es él, Mana —respondió al fin, su voz más baja y cargada de algo que rozaba la tristeza—. Pero no quiero que se convierta en otra preocupación más.
Mana lo miró fijamente, intentando descifrar lo que realmente significaban esas palabras.
—Atem... Yugi no es una preocupación. Es... —su voz se suavizó—. Es quien calma tu corazón. Tú lo sabes.
El joven faraón apartó la mirada, sus manos cerrándose en puños junto a sus costados.
—Eso es precisamente el problema —dijo en un susurro que Mana apenas pudo escuchar—. Ahora mismo, mi corazón no puede permitirse ser calmado.
Mana permaneció en silencio por un momento, dejando que las palabras de Atem se asentaran en el aire. Aunque él no lo decía abiertamente, ella podía leer lo que su primo intentaba ocultar, incluso a sí mismo.
El ataque al faraón, sumado al peso de la traición, había dejado una huella profunda. Y aunque Atem intentaba no permitir que aquello influyera en su juicio, era evidente que la sombra de esos acontecimientos estaba comenzando a distorsionar su percepción.
Mana tragó saliva, sintiendo el nudo que se formaba en su garganta. Había algo más detrás de la tensión que veía en Atem. Algo que no se reducía simplemente a la guerra, a la política o al deber. Era más personal, más visceral.
—Atem —dijo finalmente, su voz baja pero firme—, ¿estás seguro de que no estás permitiendo que... lo que pasó influya en lo que piensas de Yugi?
Él alzó la mirada hacia ella, sorprendido por la pregunta directa, pero no respondió. Su silencio fue suficiente para que Mana continuara.
—Sé que tú crees en él, lo has dicho una y otra vez. Pero... —vaciló, buscando las palabras adecuadas—. No puedo ignorar que, en tu vida, dos tragedias importantes están ligadas al linaje gitano.
Atem frunció el ceño, pero no la interrumpió.
—Primero, tu madre —continuó Mana, con un susurro casi reverencial al mencionar a la difunta reina—. La perdiste a manos de un ladrón gitano. Ni siquiera pudiste conocerla. Y ahora... tu padre.
Atem apretó los labios, su mandíbula tensa mientras las palabras de Mana golpeaban las paredes de su mente como olas contra una roca.
—El hombre que lo atacó —siguió Mana, ahora con una mezcla de preocupación y determinación—, ese soldado... también tiene sangre gitana.
—Eso no significa nada —replicó Atem de inmediato, con una dureza que parecía destinada más a él mismo que a Mana.
Ella negó con la cabeza suavemente, sin ceder.
—Tal vez no debería significar nada, pero lo hace. Y lo sabes, Atem. Aunque no quieras admitirlo, esos hechos están ahí, como heridas abiertas que no terminan de sanar.
Atem desvió la mirada, sus manos apretándose en puños nuevamente.
—Esto no es sobre Yugi —dijo finalmente, su voz contenida, como si cada palabra fuera un esfuerzo por mantener el control—. Él no tiene nada que ver con esto.
—¿No? —preguntó Mana, dando un paso más cerca de él—. Porque, si me permites decirlo, parece que estás tratando de distanciarte de él, de apartarlo de tu vida. Como si temieras que, de alguna forma, él también pudiera convertirse en...
—¡Basta, Mana! —interrumpió Atem, su voz resonando en la sala.
Mana dio un pequeño respingo, pero no se echó atrás. En cambio, lo miró con una mezcla de tristeza y desafío.
—Lo siento si mis palabras te molestan, primo —dijo con sinceridad—. Pero alguien tiene que decírtelo. Alguien tiene que recordarte que no todos los gitanos son iguales. Yugi es diferente. Yugi fué diferente. Y lo sabes.
El silencio volvió a caer entre ellos, tenso y lleno de emociones no dichas. Mana esperaba que sus palabras calaran en su primo, aunque fuera un poco. Porque, más que nadie, sabía que Atem necesitaba aferrarse a algo que le recordara que aún quedaba luz en medio de la tormenta.
Las puertas de la sala del trono se abrieron con brusquedad, golpeando las paredes con un eco que resonó por toda la estancia. Atem, molesto por la interrupción, giró hacia la entrada, listo para reprender al intruso.
—¡Dije que no quería-!
Pero las palabras murieron en su garganta al ver a Mahad en el umbral. Su consejero, siempre tan reservado, tenía una expresión que Atem rara vez veía en él: una mezcla de asombro y emoción desbordante.
—¡Volvieron! —gritó Mahad, su voz cargada de entusiasmo.
Atem sintió que su corazón se detuvo por un instante, para luego comenzar a latir con fuerza. Esas palabras eran todo lo que había esperado escuchar durante meses. Sin perder un segundo más, corrió hacia la entrada, con Mahad siguiéndolo de cerca.
—¿Dónde están? —preguntó Atem mientras atravesaba los pasillos del palacio con pasos apresurados, su tono cargado de ansiedad.
—Están entrando por la gran avenida —respondió Mahad, casi sin aliento mientras intentaba seguir el ritmo del joven faraón.
En la sala del trono, Mana se quedó inmóvil por un momento, asimilando lo que acababa de suceder. Luego, con el corazón acelerado, se dirigió hacia el balcón detrás del trono. Desde allí, tenía una vista perfecta de la avenida principal.
Se aferró al barandal con fuerza mientras su mirada se dirigía hacia el horizonte. Y entonces los vio.
Una columna de soldados avanzaba hacia el palacio, escoltando estandartes que ondeaban al viento. La armadura de los hombres reflejaba la luz del sol, y aunque algunos de ellos lucían heridas y caminaban con esfuerzo, avanzaban con la cabeza en alto.
El pueblo ya había notado su llegada. Una multitud se congregaba a los lados de la avenida, vitoreando con entusiasmo y arrojando pétalos al paso de los soldados. El sonido de los aplausos y los gritos de alegría se extendía como un rugido por toda la ciudad.
Mana no pudo evitar sonreír al ver la reacción del pueblo, pero pronto su mirada buscó algo más entre los soldados. Su corazón se aceleró al preguntarse si el faraón estaría entre ellos, si finalmente había regresado después de tanto tiempo.
En ese momento, vio a Atem y Mahad emerger del palacio y apresurarse hacia la avenida, ambos ansiosos por confirmar con sus propios ojos lo que hasta ahora solo habían oído.
Atem no esperó a que sus guardias personales lo alcanzaran. Apenas cruzó los portones del palacio, salió corriendo hacia el pueblo, sus pasos firmes resonando contra los adoquines del camino. Los gritos y vítores de la multitud se volvían más fuertes a medida que se acercaba al ejército, pero Atem apenas los notaba.
Por un instante, olvidó su edad, su título, y el peso del protocolo que normalmente dictaba cada uno de sus movimientos. En ese momento, no era el faraón interino de Egipto, sino un hijo que buscaba desesperadamente a su padre.
—¡Padre! —gritó, su voz clara y fuerte entre el bullicio del pueblo.
Intentó buscarlo con la mirada, su corazón latiendo con fuerza. Pasó junto a soldados que lo miraban con respeto y sorpresa, algunos inclinando ligeramente la cabeza a su paso, pero Atem apenas los registraba.
—¡¿Dónde está mi padre?! —preguntó a uno de los oficiales, casi sin detenerse.
El oficial levantó un brazo y señaló hacia el centro de la columna. Atem siguió la dirección que le indicaban y finalmente lo vio. Un palanquín improvisado, cubierto con telas que apenas protegían del sol, avanzaba con lentitud entre las filas de soldados. Cuatro hombres cargaban el palanquín, sus pasos cuidadosos para evitar cualquier sacudida.
El corazón de Atem se apretó al verlo. Sin lugar a dudas, su padre estaba dentro.
—¡Padre! —gritó de nuevo, su voz quebrándose ligeramente mientras se apresuraba hacia el palanquín.
Los soldados que lo rodeaban abrieron paso de inmediato, algunos apartándose con gestos solemnes. Atem llegó al lado del palanquín, sus manos temblorosas mientras se acercaba. Apenas se detuvo, inclinándose para mirar dentro.
El faraón estaba allí, recostado sobre cojines, su rostro pálido y cubierto de sudor, pero vivo. Sus ojos, aunque cansados, se abrieron lentamente al escuchar la voz de su hijo.
—Atem... —susurró con esfuerzo, apenas audible entre el ruido a su alrededor.
El joven príncipe sintió que una ola de alivio lo recorría al escuchar su voz. Había esperado este momento durante meses, temiendo lo peor, y ahora, frente a él, estaba la prueba de que su padre aún luchaba por permanecer en este mundo.
Atem caminaba de un lado al otro frente a las puertas cerradas de los aposentos del faraón, sus pasos resonando con un ritmo constante que denotaba su ansiedad. Su postura tensa, con las manos cruzadas detrás de la espalda, contrastaba con la calma que Mana intentaba proyectar mientras permanecía junto a él, en silencio, como siempre lo hacía.
—Atem —dijo Mana suavemente después de un rato, buscando calmarlo, pero él no respondió.
Cada vez que pasaba frente a las puertas, lanzaba miradas cargadas de incertidumbre, como si con solo su voluntad pudiera atravesar las paredes y descubrir lo que ocurría dentro.
Finalmente, las puertas se abrieron. Atem se detuvo en seco, su mirada fija en el hombre que emergió del interior. El doctor, con el rostro marcado por el cansancio y la seriedad, cerró la puerta detrás de él con cuidado antes de levantar los ojos hacia el joven faraón.
—¿Cómo está? —preguntó Atem con rapidez, su tono urgente.
El doctor hizo una breve reverencia antes de responder.
—El faraón ha pasado por momentos críticos, pero... su vida ya no corre peligro inmediato, mi señor.
Atem dejó escapar un suspiro que llevaba meses contenido, sus hombros relajándose un poco.
—¿Entonces se recuperará? —insistió, su voz todavía cargada de preocupación.
El doctor asintió lentamente.
—Con el tiempo y los cuidados adecuados, es posible que recupere la fuerza suficiente para retomar sus funciones, pero su cuerpo está muy debilitado. Será un proceso lento, y necesitará descansar sin interrupciones.
Atem asintió, procesando las palabras del doctor. Había una mezcla de alivio y frustración en su expresión; su padre estaba vivo, pero no era el regreso triunfal que había esperado.
—Gracias por tus cuidados —dijo finalmente, aunque su voz sonaba distante.
El doctor inclinó la cabeza nuevamente antes de retirarse por el pasillo.
Mana, que había permanecido en silencio hasta entonces, se acercó un paso, colocando una mano en el brazo de Atem.
—Eso es una buena noticia, Atem. Al menos ahora sabes que estará bien.
Él asintió sin mirarla, sus ojos todavía fijos en las puertas cerradas.
—Lo sé... pero no puedo evitar sentir que algo sigue fuera de lugar. —Su voz era baja, casi un susurro.
Atem levantó la mirada de golpe al escuchar la voz de Mahad. Giró rápidamente hacia su consejero, quien emergió de la habitación con una expresión serena, pero cargada de significado.
—Está despierto —anunció Mahad con calma, sus ojos clavados en los de Atem—. Y quiere verte.
Por un momento, Atem no supo cómo reaccionar. La mezcla de alivio, incertidumbre y una pizca de temor lo paralizó brevemente.
Mana, que seguía a su lado, le sonrió ligeramente, apretando su brazo una última vez como si le diera el empujón que necesitaba.
—Ve, Atem. Él te está esperando.
El joven faraón asintió casi imperceptiblemente, dirigiendo una última mirada a Mahad antes de cruzar la puerta. Mahad, con la tranquilidad que lo caracterizaba, cerró la puerta tras él, dejando a Mana y a él en la penumbra del pasillo.
Mana suspiró suavemente, entrelazando las manos frente a ella mientras observaba la puerta cerrada. Había algo en el aire, una sensación de que ese momento cambiaría algo importante. Sin embargo, sabía que ahora no era su lugar interferir. Solo podía esperar y confiar en que Atem encontraría las respuestas que buscaba.
El aire dentro de la habitación era pesado, cargado de aromas a incienso y hierbas medicinales que intentaban disipar el dolor y la enfermedad. El faraón yacía en un lecho adornado con suntuosos tejidos, pero su rostro mostraba las marcas de la batalla y del tiempo. Sus ojos, aunque cansados, brillaban con una intensidad que Atem siempre había admirado y temido a partes iguales.
Atem se detuvo a unos pasos del lecho, sin atreverse a acercarse del todo. Había imaginado este momento tantas veces en los últimos meses, pero ahora que estaba aquí, las palabras parecían escapársele.
—Padre... —fue todo lo que pudo decir, su voz quebrándose ligeramente.
El faraón levantó una mano débilmente, un gesto que lo instó a acercarse. Atem obedeció, sentándose al borde de la cama con cuidado, como si cualquier movimiento brusco pudiera romper la frágil escena.
El faraón dejó escapar una débil sonrisa, su mano aún extendida hacia Atem mientras lo observaba con una mezcla de orgullo y ternura.
—La corona... —murmuró con un deje de humor en su tono, aunque su voz seguía siendo suave y rasposa—. Te queda bien, hijo. Quizás demasiado bien.
Atem soltó una risa breve y ligera, un sonido que parecía extraño en medio de tanta tensión acumulada. Sacudió la cabeza, intentando contener la emoción que amenazaba con desbordarse.
—No bromees con eso, padre. No puedo esperar a devolvértela por completo.
El faraón esbozó una sonrisa más amplia, aunque el gesto parecía requerirle más esfuerzo del que debería.
—¿Devolverla? —replicó con un brillo juguetón en los ojos—. ¿Y arruinar la oportunidad de descansar un poco más? Quizás debería aprovechar tu excelente desempeño y prolongar mi convalecencia.
Atem negó con la cabeza, pero su expresión se suavizó.
—Estoy agradecido con los dioses... —dijo, su voz volviéndose más seria mientras miraba a su padre con intensidad—. Porque finalmente regresaste. No sabes cuántas veces he pedido, rezado, que te trajeran de vuelta.
El faraón lo observó en silencio durante un momento, el orgullo en su mirada intensificándose. Con esfuerzo, apretó la mano de Atem, transmitiendo un calor que no podía expresarse con palabras.
—Yo también le agradezco a los dioses, hijo —respondió al fin, su tono impregnado de sinceridad—. No solo por permitirme regresar, sino por darte la fortaleza para proteger lo que hemos construido.
Atem bajó la mirada, sintiendo el peso de esas palabras. Las responsabilidades, las decisiones difíciles, todo había recaído sobre él en la ausencia de su padre. Pero ahora, aunque su padre estaba débil y vulnerable, su sola presencia le devolvía una sensación de equilibrio que había creído perdida.
El faraón lo miró con ternura, leyendo más en el silencio de Atem de lo que su hijo habría podido expresar.
—Has hecho bien, Atem —susurró—. Mejor de lo que crees. Y no lo digo solo como tu padre, sino como tu predecesor.
Atem apretó ligeramente los labios, tratando de mantener la compostura. Pero en ese momento, sintió que, al menos por un instante, el peso que había cargado en soledad era compartido.
—Deberías descansar, padre —dijo, su voz menos firme de lo habitual, aún cargada de un cansancio que no podía ocultar—. Te recuperarás pronto y... me ocuparé de todo.
El faraón asintió lentamente, pero sus ojos seguían brillando con ese fulgor de autoridad que nunca lo abandonaba, incluso en su estado debilitado.
—Espero hacerlo —respondió, su voz suave, pero con un toque de firmeza—. Mi deber no ha terminado. Y cuando me recupere... el juicio será necesario.
Atem se tensó al escuchar esas palabras. El juicio. El juicio del soldado que lo había herido. De repente, ese tema volvió a su mente con la misma pesadez que lo había atormentado durante los últimos meses. La imagen del gitano que había traicionado la confianza de su ejército, el mismo que había dejado a su padre al borde de la muerte, regresó con fuerza.
El faraón notó el cambio en la postura de su hijo, y sin poder evitarlo, dejó escapar una ligera sonrisa, una sonrisa que ocultaba mucho más de lo que quería expresar.
—¿El juicio? —repetía suavemente, casi como si estuviera probando una palabra que había quedado en la sombra durante mucho tiempo. Atem asintió, pero las palabras no llegaron de inmediato.— Sí —dijo finalmente, con una determinación que no estaba del todo convencida—. El juicio será necesario. Pero, padre...
El faraón se incorporó un poco, su mirada fija en su hijo, observando cómo esas palabras parecían estancarse en su garganta.
—¿Qué pasa, Atem? —preguntó, con una suavidad que no correspondía a su habitual tono severo, pero que estaba impregnada con una curiosidad implacable—. ¿Por qué vacilas?
Atem miró al suelo, y por un momento, pareció perderse en sus propios pensamientos. Cuando levantó la mirada, la determinación de su rostro se desvaneció, dando paso a un malestar que nunca antes había mostrado ante su padre.
—El soldado... era gitano —dijo, al fin, como si esas palabras pesaran más de lo que había anticipado.
El faraón frunció ligeramente el ceño, pero no fue sorpresa lo que brilló en sus ojos, sino algo más profundo.
—¿Y eso qué tiene que ver, hijo? —preguntó, casi en un susurro, como si ya supiera la respuesta—. ¿No es eso la verdad?
Atem no respondió inmediatamente. Su mirada se perdió en el aire, como si luchara contra las palabras que el faraón estaba por sembrar en su mente.
El faraón sonrió suavemente, pero con una malicia apenas oculta.
—Recuerdo que hace unos meses... defendías a los gitanos, hijo —dijo con una calma que desbordaba tensión—. Me sorprendió mucho, debo admitirlo. Esa defensa por algo que realmente no comprendes.
Atem se tensó aún más al escuchar esas palabras. Sabía a lo que se refería, pero las palabras parecían pesar más que nunca.
El faraón, sin dejar de mirarlo, continuó.
—Tienes que entender que los gitanos no son como los demás. Su naturaleza... su raza... son asesinos, traidores por nacimiento. No se puede confiar en ellos. No son como nosotros, no tienen honor.
Atem tragó con dificultad, pero sus labios permanecieron cerrados. Sentía el impulso de defender a Yugi, de protestar, de gritar que esas palabras no eran justas. Pero algo dentro de él lo frenaba. ¿Sería correcto defenderlo ahora? ¿Después de todo lo que había pasado?
El faraón, al notar la tensión en su hijo, aprovechó el momento, plantando la semilla que, finalmente, esperaba que germinara.
—No te engañes, Atem. Los gitanos son todos iguales. Y no podemos permitir que alguien como ese hombre vuelva a amenazar a nuestra gente. No lo olvides. No dejes que la compasión nublada por tu juventud te haga perder lo que realmente es importante.
Atem, aunque mantuvo su rostro estoico, sintió el ardor de esas palabras calar profundamente en su pecho. El juicio era inevitable, pero algo dentro de él comenzó a cuestionar todo lo que pensaba sobre la situación. ¿Qué sería de él, de su propio corazón, si seguía adelante con esas ideas que su padre acababa de reafirmar?
Atem caminaba lentamente por el pasillo, el eco de sus pasos resonando en las paredes vacías. Su mente seguía atrapada en las palabras de su padre, las semillas que había plantado sobre los gitanos, sobre Yugi. No podía sacarse de la cabeza las dudas que comenzaban a brotar en su interior. La sensación de pérdida era más profunda que cualquier herida física que hubiera sufrido.
Al girar una esquina, se encontró con Mana, quien caminaba hacia él. Sus ojos se encontraron al instante, y, como siempre, ella fue el ancla que lo mantenía en el presente. Sin embargo, al observarlo detenidamente, no pudo evitar sonreír ligeramente.
—¿Qué pasa, Atem? —dijo con un tono juguetón—. Te ves raro sin la corona de faraón.
Atem se detuvo por un momento, mirando hacia el vacío de sus manos. Por primera vez, no sentía el peso familiar de la corona sobre su cabeza, algo que había sido tan parte de él durante los últimos siete meses. Soltó un suspiro, y, aunque sus palabras eran ligeras, había un peso detrás de ellas que no podía disimular.
—Pesaba mucho —admitió, su voz suave, casi pensativa—. A veces creo que más de lo que estaba dispuesto a cargar.
Mana levantó una ceja, sin dejar de caminar hacia él. Sabía que había algo más detrás de esas palabras, pero no lo presionó. En lugar de eso, se limitó a mirarlo con una comprensión silenciosa.
—Afortunadamente, como mi padre ha regresado, me devolvieron mi corona de príncipe —continuó Atem, esta vez con una ligera sonrisa en sus labios—. Pero aún sigo al mando, junto con la corte. Hasta que él se recupere completamente, sigo encargado del reino.
Mana asintió, su rostro serio, pero con una ligera sonrisa que acompañaba la calidez de sus palabras.
—Lo sé, y lo haces bien. Siempre lo haces, Atem.
Atem dejó escapar un suspiro, sus ojos fijos en el suelo mientras continuaba caminando junto a ella.
—Espero que así sea. Aunque... hay algo que me sigue rondando la cabeza. Algo que no puedo... dejar de pensar.
Mana lo miró con curiosidad, pero no dijo nada. Sabía que, eventualmente, él hablaría. Y mientras caminaban juntos por los pasillos del palacio, se dio cuenta de que, aunque el reino parecía estar en paz por fuera, ya que la guerra había sido ganada, algo dentro de él se estaba rompiendo, y eso no podía ser ignorado por mucho más tiempo.
Mana lo observó detenidamente mientras caminaban. Las palabras que había querido decir flotaban en su mente, pero se mantenía en silencio, viendo cómo su primo se perdía en sus propios pensamientos, como si estuviera atrapado en un laberinto del que no podía salir.
Finalmente, la ansiedad que había estado acumulando durante todo el camino hizo que hablara.
—Atem... —dijo, suavemente, casi como si fuera un susurro—. Quiero preguntarte algo... ¿Estás emocionado? La espera está por terminar, ¿no?
Atem la miró, confundido por la pregunta, como si algo no encajara en lo que acababa de escuchar. Mana, al ver su reacción, no pudo evitar sentirse un poco frustrada. Era como si hubiera hablado un idioma que él no entendía, como si todo lo que había anticipado no tuviera sentido para él. Ella intentó ser más directa, pero también cuidando que su pregunta no lo agobiara.
—En tres meses... —insistió—. La caravana, Atem... Yugi, ¿no lo recuerdas? Están por volver.
Las palabras de Mana llegaron con claridad, pero la reacción de Atem fue un golpe en el pecho. Él, a pesar de que había oído el nombre de Yugi y la mención de la caravana, no pareció captar la emoción en su propia voz. Desvió la mirada rápidamente, como si una parte de él no quisiera enfrentar lo que había comenzado a dar por hecho.
Mana observó cómo su primo apartaba los ojos, como si algo en él se hubiera cerrado de golpe. La falta de entusiasmo que comensaba a ver en su rostro la desconcertó aún más. ¿Por qué no estaba emocionado? ¿Por qué no había respuesta en su mirada?
Atem, al notar el silencio entre ellos, susurró casi en voz baja, como si las palabras le costaran más de lo que pensaba:
—No es que no... no lo espere, Mana. Solo que... —se detuvo, buscando sus palabras—. No sé si estoy listo para lo que eso significa.
Atem se quedó paralizado por un momento, sintiendo el impacto del golpe en su nuca. Miró a Mana, confundido y con una mezcla de sorpresa y molestia, pero lo que más le sorprendió fue la intensidad en la mirada de su prima. Su rostro reflejaba una frustración que él no había anticipado.
—¿Qué... qué pasa contigo? —musitó, alzando una ceja, dispuesto a protestar.
Pero Mana no le dio oportunidad de hablar. Con una expresión decidida y llena de reproche, la joven lo interrumpió antes de que pudiera defenderse.
—No puedo creer que estés comenzando a dudar, Atem —su voz resonó en el pasillo como un reproche, y él se quedó en silencio, sintiendo el peso de sus palabras—. No de Yugi. No de él.
Atem intentó hablar, pero Mana levantó la mano, cortando cualquier intento de réplica. Ella no se detendría.
—No me hagas callar —le ordenó con firmeza—. No soy tu consejera ni tu súbdita. Y este no es el momento de jugar a las palabras. Estás empezando a cuestionar algo que no deberías. Y lo peor es que, por un momento, pensé que lo sabías.
Atem la observó sin saber qué responder. Mana continuó con una mirada cargada de indignación:
—Yugi te demostró, durante los 28 días exactos que pasaron juntos, que es una buena persona. ¡Una buena persona, Atem! Y tú no lo sabes, pero el amor que te dio, su corazón, no es algo que todos puedan ofrecer. Hay tantos malvados allá afuera, de todas las razas y orígenes, pero eso no quiere decir que todos sean iguales. No todos los gitanos son lo que tú comienzas a pensar.
Atem guardó silencio, sus pensamientos revoloteando caóticamente en su mente, pero Mana no se detuvo. Su voz se hizo aún más fuerte, cargada de reproche y dolor.
—Deberías estar avergonzado de dudar de él, Atem. ¡Avergonzado! Y, lo que es peor, le diste tu primer beso, ¿lo recuerdas? Te entregó su corazón. ¿Y ahora, qué? ¿Vas a quitarle la confianza por miedo, solo porque no encaja en tus expectativas? ¿Y lo más cruel de todo? ¡Él no está aquí para defenderse!
Las palabras de Mana golpearon a Atem como una tormenta de reproches. No sabía qué hacer con todo lo que le decía. La verdad le dolió profundamente, más de lo que hubiera esperado.
Y aunque no lo admitiera, en lo más profundo de su ser, sabía que tenía razón.
Mana dio un paso atrás, su respiración calmándose mientras el reproche en sus palabras comenzaba a suavizarse. Ahora, su voz tenía un tono más tranquilo, pero no menos firme.
—Hace unos meses, tú defendías a los gitanos ante tu padre —dijo, su mirada fija en él, con una serenidad que contrastaba con la tensión del momento—. Los defendías, incluso cuando él no estaba dispuesto a escucharte. Ahora, parece que ya no merecen el beneficio de la duda, ¿no es así?
Atem intentó hablar, pero las palabras se atoraron en su garganta. Mana continuó sin darle espacio para interrumpir.
—Sé que tu padre puede ser muy convincente, que su palabra pesa, que su influencia es poderosa... —su voz se volvió más suave, casi un susurro—. Pero yo pensaba que tu determinación era mayor que eso. Que tú, como futuro faraón, serías más fuerte que las sombras del pasado, que no permitirías que nada ni nadie te hiciera dudar de lo que tú mismo creías.
El silencio que siguió fue abrumador. Mana, con una mirada más triste que enojada, dio media vuelta, dejándole solo en el pasillo. El sonido de sus pasos se alejó mientras la distancia entre ellos se ampliaba, dejándolo a él atrapado en sus propios pensamientos.
Atem se quedó allí, parado en medio del corredor, las palabras de Mana retumbando en su cabeza. Por un instante, todo lo demás desapareció: el palacio, su título, la corte. Solo quedaba la verdad cruda que Mana le había lanzado, y que él aún no sabía cómo digerir.
Finalmente, respiró hondo, como si intentara calmarse, pero algo dentro de él seguía retumbando.
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[GENTE estuve probando algunas paginas (por curiosidad) que generan canciones con IA y cree una para este momento jaja
https://easymusic.ai/es/music/137549-654e57fb-49ad-f7e5-2a2a-2924312c7f09
Está escrita desde la perspectiva de Atem. La letra es original. Esto es experimental. Si les gusta la dinamica la implementaré en mas capítulos y otras historias. Disfruten.
Por cierto, tambien les dejaré el link en los comentarios, ahí sí se puede copiar]
Mahad se concentró en los pequeños utensilios de cristal que usaba para sus hechizos, los manipulaba con destreza, asegurándose de que todo estuviera en su lugar. Cada pieza era frágil, no podía permitirse cometer un error. El brillo de los frascos reflejaba la luz tenue que entraba por las ventanas del taller, creando un ambiente tranquilo, casi meditativo. Sin embargo, la serenidad se rompió en un instante.
La puerta se abrió de golpe, haciendo que Mahad apenas pudiera reaccionar. El príncipe, con voz urgente, entró en el taller gritando por su consejo. Los cristales se tambalearon, chocando unos contra otros, creando un sonido metálico y desagradable. Mahad contuvo la respiración por un momento, esperando el impacto del desastre, pero por suerte, los frascos se quedaron en su lugar, sin romperse.
Un suspiro de alivio escapó de sus labios mientras observaba los utensilios intactos. Sin embargo, no pudo evitar lanzar una mirada molesta hacia el intruso, que no era otro que Atem. El príncipe, aparentemente ajeno a la tensión que había causado, lo miraba con una indiferencia que aumentó la frustración de Mahad.
—¿Un consejo? —preguntó Mahad, girándose hacia él con el ceño fruncido. —¿Es esto lo que interrumpe mi trabajo?
El joven cerró la puerta detrás de él con calma, sin decir nada, pero Mahad pudo ver en sus ojos que algo urgente lo impulsaba a entrar. El príncipe se quedó en el umbral, mirando alrededor del taller antes de finalmente caminar hacia donde Mahad estaba.
Atem se quedó en silencio por un momento, mirando a Mahad con una expresión distante, como si estuviera evaluando qué decir. A pesar de la urgencia que lo había impulsado a interrumpir el trabajo de su tutor, algo dentro de él parecía ceder. Mahad era el único miembro de la corte con quien podía permitirse bajar la guardia, aunque no lo hiciera con frecuencia.
Desde que era pequeño, Mahad había sido más que un consejero. Había sido su tutor, su guía, y en muchos aspectos, el único que lo había entendido sin necesidad de palabras. Atem siempre había tenido la sensación de que Mahad estaba allí no solo para enseñarle sobre política y hechicería, sino también para darle espacio cuando las responsabilidades del reino lo abrumaban.
Con un suspiro, Atem apartó la mirada, como si la duda en su mente fuera demasiado pesada para compartirla, pero Mahad no le dio tiempo para esconderla.
—No estoy seguro de lo que siento... —dijo finalmente, con una vulnerabilidad que rara vez mostraba ante otros. La mirada fija en el suelo y la tensión en su rostro mostraban una falta de control que no era común en él. —He estado pensando en tomar decisiones que afectan a todos, pero ¿y si estoy equivocado?
Mahad observó a Atem con más intensidad, reconociendo esa pequeña grieta en su fachada. No era frecuente que el príncipe admitiera que algo lo perturbaba tan profundamente. Atem levantó la vista, buscando la mirada de Mahad, y por un instante, el príncipe dejó de ser el futuro faraón, convirtiéndose en el joven que había crecido bajo su tutela, buscando respuestas en alguien en quien confiaba completamente.
—¿Se trata de ese muchacho? ¿El gitano? —preguntó Mahad, dejando que el silencio que siguió a sus palabras fuera suficiente para confirmar lo que ya sabía. Observó en silencio mientras el joven se acercaba a la ventana, sus palabras suspendidas en el aire. Atem asintió, sin volverse hacia él. Suspiró profundamente antes de hablar, su voz baja y cargada de una tristeza que lo sorprendió incluso a él mismo.
—No sé qué pensar... Los gitanos se han vuelto una constante en mi mente. Hace meses defendí su origen, los defendí contra mi padre. Pero ahora... uno de ellos casi mata a mi padre, al igual que lo hicieron con... con mi madre. No quiero juzgar a todos por lo que ha hecho uno o... dos, pero ¿cómo se supone que piense ahora? —El príncipe bajó la mirada, la expresión de angustia pintada en su rostro—. ¿Que todos son iguales? ¿Todos son traicioneros, mentirosos, crueles y asesinos?
Hizo una pausa, y sus palabras siguientes salieron con el peso de un conflicto interno profundo.
—¿Y si... si él también es así? ¿Si ese muchacho que me hace sentir algo... es igual? ¿Es él, también, un traidor?
Mahad se acercó lentamente, observando la tormenta de dudas que nublaba la mirada de Atem. Era un dilema complicado, uno que ni siquiera él mismo podía resolver por completo. Pero lo que era más evidente era la batalla interna que estaba librando el príncipe, la lucha por mantener su humanidad intacta frente a lo que el destino y sus propios temores le estaban arrojando.
El joven príncipe temía lo que no podía controlar, lo que no entendía. Y en ese momento, lo que más temía era la idea de que, tal vez, ese mismo muchacho que había comenzado a ocupar un lugar en su corazón pudiera ser parte de lo que tanto había intentado evitar: la traición que ya había marcado su vida.
—Atem, la vida no es como una copa de cristal, que puede romperse con el menor contacto. Es más parecida a una corriente de agua, que se adapta, cambia de forma y se desliza entre los obstáculos que encuentra. Es difícil ver el camino de la corriente, porque no siempre fluye en línea recta, y algunas veces puede parecer que se desvía hacia lugares oscuros, pero eso no la hace menos valiosa, solo más compleja.
Atem frunció el ceño, no comprendiendo del todo a qué se refería Mahad con esas palabras.
—No entiendo lo que quieres decir —dijo, mirando a su tutor con una mezcla de confusión y frustración—. ¿Qué tiene que ver el agua con todo esto? ¿Con los gitanos, con mi madre, con... con todo?
Mahad sonrió levemente, sabiendo que las palabras que había elegido no serían fáciles de comprender, especialmente para alguien que llevaba tanto tiempo luchando contra el caos en su propio corazón. Decidió seguir con su explicación.
—La corriente del agua, como la vida, no puede ser medida en su totalidad a simple vista. Si solo observas el final de su trayecto, te perderías el proceso por el cual llegó hasta allí. Y lo que te parece turbulento o sucio en la superficie, puede ser algo completamente diferente bajo ella. —Hizo una pausa, asegurándose de que Atem estaba prestando atención. El príncipe parecía más perdido que nunca, pero Mahad no se detuvo—. Los gitanos, como la corriente, son muchos y diversos. No se puede juzgar su totalidad por las acciones de uno solo. Y no todo lo que parece oscuro en la superficie es necesariamente maligno. A veces, la oscuridad es solo la sombra de algo mucho más complejo.
Atem miró por la ventana nuevamente, su mente aún atrapada en sus pensamientos. No estaba seguro de cómo encajar esas palabras. Todo parecía tan abstracto, tan etéreo. ¿Cómo podía comparar la vida con una corriente de agua? Todo lo que había aprendido hasta ahora le decía que las cosas eran más simples de lo que Mahad quería hacerle creer.
—¿Entonces crees que todo está justificado por... por las circunstancias? —preguntó Atem, su tono algo desafiante, tratando de encontrar alguna lógica en las palabras de su tutor.
Mahad lo miró fijamente, como si estuviera evaluando sus pensamientos antes de responder.
—No. No todo está justificado. No me malinterpretes —dijo con suavidad, sin perder su serenidad—. Pero debes entender que, a veces, el acto de juzgar algo o alguien requiere más que solo mirar los hechos evidentes. Es como una flor que crece en la sombra de un árbol viejo. A simple vista, podría parecer que nunca alcanzará la luz del sol, pero está tomando de lo que el árbol le ofrece sin dejar de ser su propia flor. El árbol no es culpable de lo que la flor es, ni la flor del árbol que le da su sombra.
Atem estaba desconcertado. Su mente se llenaba de imágenes, de metáforas, pero no lograba encontrar una conexión con lo que realmente le preocupaba. Un suspiro escapó de sus labios.
—Mahad, no entiendo. Esto... esto no me ayuda a resolver lo que siento. No me ayuda a decidir qué hacer con él... con el gitano.
Mahad caminó lentamente hacia Atem y, con un leve gesto, lo hizo mirar hacia él.
—Lo que quiero decir es que, a veces, no necesitas resolverlo todo con lógica ni con juicio inmediato. Tienes que aprender a escuchar más allá de lo que te grita el miedo o la rabia. El miedo es una niebla densa que te impide ver la verdad clara, y la rabia solo te lleva a un fuego que consume todo, incluso lo que podría haberte servido. Pero si dejas que el viento se lleve la niebla y dejas que el fuego se apague por sí solo, lo que queda es la verdad pura, sin la distorsión de tus propios sentimientos.
Atem se quedó en silencio por unos momentos, procesando las palabras de Mahad. La imagen de la niebla y el fuego, tan vívida en su mente, parecía empezar a disipar la tormenta interna que lo había estado atormentando. Lentamente, la rabia y el miedo comenzaron a desvanecerse, y algo más claro y más profundo comenzó a surgir. Algo que lo llevaba a una calma extraña, pero reconfortante.
Finalmente, miró al interior del taller de Mahad, observando con atención los objetos y utensilios que había allí. Había una extraña sensación de paz en ese lugar, en medio del caos organizado de los materiales. La quietud de los cristales, la suavidad de los movimientos de Mahad mientras trabajaba, le daban un respiro a su mente.
—¿Puedo... tomar algunas cosas? —preguntó Atem, su voz aún grave, pero con un toque de vulnerabilidad que no había mostrado en mucho tiempo. Mahad, intrigado por el cambio en su tono, levantó una ceja y lo miró con curiosidad.
—¿Para qué las necesitas? —respondió Mahad, consciente de que Atem rara vez pedía algo sin una razón profunda detrás. Atem lo miró directamente a los ojos, como si estuviera tomando una decisión importante en ese preciso momento. Entonces, por fin, una ligera sonrisa, casi imperceptible, apareció en su rostro.
—Quiero fabricar un ib. —dijo Atem, su tono más suave ahora, como si las palabras mismas le trajeran una especie de alivio. Mahad lo observó en silencio durante unos segundos, procesando lo que acababa de decir.
El "ib". Mahad lo había escuchado mencionar antes, pero nunca había imaginado que Atem desearía crear uno. En el antiguo Egipto, el "ib" significaba "corazón", el centro de las emociones, el reflejo de lo más profundo del ser humano.
Mahad entendió de inmediato lo que esto significaba. Atem no solo pedía los materiales para crear un amuleto o un objeto ceremonial. Quería hacer algo que fuera más allá de la simple forma; quería ofrecerle a Yugi un símbolo tangible de sus sentimientos más profundos. Un "ib", un regalo del corazón.
Mahad lo miró con una mezcla de respeto y comprensión, su tutoría había sido muchas cosas, pero nunca pensó que sería testigo de este tipo de momento en el príncipe. La vulnerabilidad en la voz de Atem, la decisión de fabricar algo tan personal, tan cargado de emoción... era un paso significativo. Era más que un simple obsequio; era un puente hacia lo que no se había dicho, un testimonio de lo que se sentía, algo que los propios labios de Atem aún no se atrevían a pronunciar.
—¿Un "ib"? —preguntó Mahad, casi como si se asegurara de comprender lo que Atem estaba pidiendo. Atem asintió, una ligera sonrisa comenzando a formarse en su rostro, una sonrisa que Mahad apenas había visto, tan rara en su príncipe.
—Sí... un "ib". —dijo Atem, con una mezcla de serenidad y timidez. —Es... para él. Algo que le demuestre lo que no he sabido decirle. Algo que venga de mi corazón.
Mahad entendió. Sabía que este no era un pedido común ni algo que pudiera tomarse a la ligera. Este regalo era una extensión del alma de Atem, algo que reflejaba su afecto, su confusión, y su deseo de comunicar lo que sus palabras no lograban. El "ib" no era solo un obsequio material, sino un símbolo de conexión, un pedazo de su corazón entregado a otro. Era una declaración de sentimientos que trascendían cualquier otra cosa.
Mahad observó al príncipe en silencio, sus ojos reflejando una sabiduría que solo se obtiene con el tiempo y la experiencia. Después de un momento, asintió lentamente, comprendiendo la importancia de lo que Atem estaba por hacer.
—Lo que deseas hacer no es sencillo, pero... —dijo Mahad, su tono suavizándose, mientras se acercaba a una mesa donde tenía algunos materiales—. Si de verdad lo deseas, será algo digno de ser ofrecido. Porque el "ib" no solo simboliza el afecto; también es la pureza del corazón que lo crea. Si tu corazón está en ello, el obsequio tendrá el valor que buscas.
Atem asintió, sintiendo un leve alivio en su pecho. El proceso de fabricar el "ib" no solo era una forma de mostrar lo que sentía, sino también de entenderlo mejor a él mismo. Mientras Mahad reunía los materiales, Atem se preparaba para lo que era, tal vez, el gesto más honesto que había hecho en mucho tiempo.
Brinna estaba en cuclillas, frotando con rabia el suelo del pasillo, las manos le ardían por el esfuerzo, pero no podía dejar de trabajar. La oscuridad ya se había apoderado del palacio, pero a ella no le importaba. Estaba acostumbrada a que el tiempo se deslizara sin compasión, entre castigos y tareas interminables. Esta vez había sido por no seguir las órdenes de uno de los guardias, quien se había entretenido en dejarla trabajando hasta tarde, no por nada en particular, solo porque podía.
El sonido de unos pasos se acercó lentamente, y Brinna no necesitaba mirar para saber que era Dina. La joven esclava, siempre con esa expresión tranquila, serena, como si no tuviera el peso de un mundo entero sobre sus hombros. Dina se mantenía a su lado sin preguntar, simplemente aparecía, como si su presencia fuera una necesidad para Brinna, aunque ella misma no lo entendiera. Dina, con su simpatía y esa forma extraña de ver el mundo, parecía el sol en un día de tormenta, inquebrantable, brillante y ajena a la ira que Brinna solía cargar en su pecho.
—¿No estás cansada? —preguntó Dina, sentándose en el suelo al lado de Brinna, su voz suave y calmada como siempre.
Brinna no levantó la vista. Frotaba el suelo con más fuerza de lo necesario, como si pudiese limpiar toda la frustración que sentía con cada movimiento.
—¿Por qué no te vas a descansar? —respondió Brinna, su tono seco y áspero, casi como si el simple hecho de que Dina estuviera cerca le molestara.
Dina sonrió con la misma dulzura de siempre, como si Brinna no hubiera dicho nada fuera de lo común. Se quedó allí, observando el trabajo de Brinna, sin decir una palabra. Su presencia, inexplicablemente, siempre lograba calmar a Brinna, aunque ella nunca lo reconociera.
—No tengo sueño. —Brinna pausó, mirando a Dina mientras sus dedos jugueteaban con un pedazo de tela rota—. Además, si estás cansada, al menos puedo ayudarte a terminar más rápido. No te va a hacer mal un poco de compañía.
Brinna suspiró pesadamente, dejándose caer un poco sobre sus talones mientras dejaba el trapo de lado. Miró a Dina con una mezcla de confusión y una chispa de algo más, algo que no podía o no quería reconocer.
—¿Por qué no te apartas de mí? ¿Por qué sigues pegada a mí todo el tiempo? No te he dado ninguna razón para que lo hagas. Ambas somos esclavas, pero tú... no tienes que cargar con mis problemas.
Dina no se inmutó ante la dureza en las palabras de Brinna. Su mirada no era de compasión ni de lástima, sino de comprensión. Quizás sabía algo que Brinna aún no había entendido.
—Porque creo que todos necesitamos a alguien, incluso si no lo sabemos. —respondió Dina con suavidad—. Y aunque tú no lo admitas, yo sé que tú también lo sientes. No importa lo que digas o cómo te comportes, yo estoy aquí. No es por obligación ni por lástima. Es porque quiero estar.
Brinna dejó escapar una risa seca, cargada de sarcasmo.
—Qué conmovedor, Dina. Casi me haces llorar. —Su tono era ácido, pero Dina no reaccionó como otras personas lo habrían hecho.
Estaba acostumbrada a la dureza de Brinna, a su escudo hecho de palabras cortantes y actitudes ásperas. Lo entendía mejor de lo que Brinna pensaba, aunque nunca lo decía en voz alta.
Con calma, Dina le quitó el trapo de las manos, sus movimientos firmes pero cuidadosos, y Brinna no hizo nada por detenerla. La observó mientras Dina se agachaba para continuar fregando el suelo. Fue entonces cuando algo brilló tenuemente bajo la luz de las antorchas: un colgante que había caído de su cuello, deslizándose fuera de la ropa que lo ocultaba durante el día.
Brinna, intrigada a pesar de sí misma, no pudo evitar mirar el pequeño objeto con curiosidad. Era sencillo pero claramente importante para Dina. Sin levantar la mirada, sin que Brinna tuviera que preguntar, Dina habló:
—Era de mi madre.
Su voz era tranquila, pero en esas palabras había un peso que Brinna reconoció al instante, aunque jamás lo admitiría. Una conexión, un lazo perdido que Dina aún se esforzaba por mantener vivo a través de ese pequeño colgante.
Brinna se recostó contra la pared, cruzando los brazos.
—¿Tu madre? —preguntó, tratando de sonar desinteresada, pero no lo logró del todo.
Dina siguió fregando el suelo con movimientos rítmicos, pero su tono, aunque todavía suave, adquirió un matiz más melancólico.
—Es una herencia familiar, ¿sabes? Todas las mujeres de mi familia, ya sea de sangre o adoptadas en la caravana, han sido parteras. Es nuestro legado. —Tocó el colgante con cuidado, como si el simple acto la conectara con todas esas generaciones que habían venido antes—. Mi madre me lo entregó el día que nací. Dijo que sería la siguiente en llevarlo, como símbolo de lo que estaba destinada a ser. Más de treinta generaciones lo han usado antes que yo.
Brinna, aunque no quería mostrarse interesada, no apartó la mirada del colgante. Había algo profundamente significativo en esa pequeña pieza, un peso que parecía mucho mayor que su tamaño.
Dina dejó de fregar por un momento, con las manos descansando sobre el trapo empapado. Sus ojos, aunque no miraban directamente a Brinna, reflejaban algo más profundo que la simple nostalgia.
—Pero parece que seré la última. —Lo dijo sin dramatismo, sin lágrimas, pero el aire a su alrededor se sintió más pesado al pronunciar esas palabras.
Brinna apretó los labios, porque sabía exactamente a qué se refería Dina. Ambas lo sabían. Compartían ese dolor en silencio, una herida que nunca terminaba de cerrarse.
Ambas sabían lo que les esperaba a las gitanas en el palacio. A los recién nacidos se los llevaban para ofrecerlos como sacrificio a los dioses egipcios, una práctica que justificaban como un pago por los pecados de su linaje.
Era un ritual cruel disfrazado de devoción, donde las vidas puras, que apenas habían llegado al mundo, cargaban con culpas que no les pertenecían. Una carga que ninguna madre debería soportar, pero que tanto Dina como Brinna habían tenido que enfrentar en silencio.
Brinna, manteniendo su fría indiferencia, preguntó con voz seca:
—¿Qué fue?
Dina levantó la mirada, sorprendida por la pregunta, aunque entendía que esa era la forma de Brinna de mostrar interés. Guardó silencio por un momento, recordando que Brinna no había estado presente el día del nacimiento. Una tenue sonrisa melancólica se dibujó en su rostro antes de responder:
—Era una niña.
El tono de Dina era suave, casi un susurro, como si la palabra "niña" trajera consigo un peso enorme de amor y pérdida. Se detuvo un momento, recogiendo fuerzas para continuar.
—Tenía las manos más pequeñas que había visto. Apenas y podía envolver mi dedo con sus deditos. Era tan frágil, tan perfecta... —Su voz tembló levemente, pero Dina se obligó a mantener la calma, no queriendo que la tristeza la venciera.
Brinna levantó la mirada lentamente, su rostro aún duro, pero sus palabras cargadas de una pizca de sorpresa que no pudo disimular:
—¿Te dejaron sostenerla?
Dina detuvo sus movimientos y permaneció en silencio unos segundos, como si estuviera reuniendo valor para revivir ese momento. Luego, con un suspiro profundo, respondió:
—Tuve que suplicarle a Juliana... —Su voz se quebró un instante, pero Dina continuó, mirando el trapo que sostenía entre sus manos como si fuera un reflejo de lo que había perdido—. Le rogué que me dejara cargarla, solo un momento, antes de que se la llevaran. Pero ni siquiera me miró.
Dina cerró los ojos brevemente, recordando el día con doloroso detalle.
Brinna observó cómo Dina apretaba el trapo en sus manos, sus dedos temblando ligeramente.
—¿Y qué hiciste? —preguntó Brinna, su tono seco, pero con una leve curiosidad que no podía ocultar.
Dina dejó escapar una risa amarga, sin alegría alguna.
—Con las pocas fuerzas que me quedaban, me levanté de la cama. Me tambaleé hasta ella, aunque sentía que las piernas no me iban a sostener. La agarré de la ropa, como una loca, y le supliqué otra vez.
Dina se giró hacia Brinna, su mirada cargada de emociones.
—La agarré por los pies, Brinna. Le dije que haría lo que quisiera, que le daría lo que fuera, pero que me dejara sostener a mi bebé, aunque fuera solo un momento.
Su voz bajó, apenas un susurro:
—Y al final... lo hizo.
Brinna parpadeó, su expresión dura se mantuvo, pero algo en su mirada pareció suavizarse.
—¿Y? —insistió, su tono menos frío de lo habitual, casi temiendo la respuesta.
Dina cerró los ojos, como si la pregunta la golpeara de nuevo.
—Fue el momento más breve... pero también el más importante. —Una lágrima silenciosa rodó por su mejilla, aunque su voz seguía firme—. Sentí su calor, cómo respiraba contra mi pecho. Era tan pequeña, Brinna... tan pequeña que apenas podía creer que había salido de mí.
Dina se limpió rápidamente la lágrima, obligándose a recuperar la compostura.
Fue entonces cuando Brinna, después de un largo silencio, murmuró:
—Debió de ser hermosa.
Dina, sorprendida por la respuesta, asintió.
—Lo era... —murmuró, con una sonrisa triste. Luego regresó a su tarea, pero con movimientos más lentos, como si cada palabra hubiera drenado algo de su energía.
El silencio entre ambas se prolongó, cargado de significados no dichos, hasta que Brinna finalmente rompió el momento.
—Deberías guardar ese collar mejor. Si te lo ven, podrían quitártelo.
—Lo sé —respondió Dina con calma—. Pero me gusta tenerlo conmigo. Me hace sentir que ella aún está aquí, de alguna forma.
Brinna no respondió. Simplemente volvió a sumergirse en sus pensamientos, pero algo en su mirada parecía menos distante. Aunque nunca lo admitiría, las palabras de Dina habían tocado una parte oculta en ella, esa que aún dolía, aunque se esforzara tanto en ocultarlo.
—Algún día, el faraón pagará por todo este sufrimiento.
Dina, sorprendida por las palabras, levantó la mirada y la observó por un instante antes de soltar una risa suave, casi incrédula. No era una risa de burla, sino de asombro ante la convicción con la que Brinna había hablado.
—¿De verdad crees eso? —preguntó Dina, todavía sonriendo, aunque con una sombra de tristeza en sus ojos—. ¿Crees que un hombre como él, con todo el poder que tiene, alguna vez pagará por lo que ha hecho?
Brinna no vaciló. Su postura permaneció rígida, su mirada estaba fija en el suelo, pero había una intensidad nueva en ella.
—Lo hará —respondió con determinación, su voz baja pero firme, como si estuviera haciendo una promesa más que una declaración—. No importa cuánto tiempo pase o cómo ocurra. Él pagará por todo.
Dina la miró con atención, buscando algo más en sus palabras, pero Brinna mantuvo la vista baja. Lo que Dina no alcanzó a ver fue el fuego en los ojos de Brinna, un fuego que no se apagaba, alimentado por años de dolor y rabia contenida.
Después de unos segundos, Dina suspiró y volvió a tomar el trapo que había dejado a un lado.
—Eres una mujer muy valiente, Brinna. Pero a veces la valentía no basta contra el poder.
Brinna no respondió. Sabía que Dina no lo entendía, no completamente. Porque lo que ella sentía no era solo valentía; era una furia silenciosa que algún día, estaba segura, encontraría la manera de cobrarse su venganza.
Continuará...
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