6.- Duda
Pov Atem...
El aire en el palacio se había vuelto denso, cargado de tensiones que no se disipaban. La relación con mi padre había cambiado por completo después de aquella noche. No más reuniones cordiales, no más conversaciones sobre el reino. Las palabras que compartíamos eran meros protocolos, gestos vacíos, y apenas nos dirigíamos la palabra salvo por obligación. Un muro invisible se había levantado entre nosotros, y mi padre no lo disimulaba. Sus ojos, fríos como el mármol, ya no me buscaban en busca de consejo. Ahora solo existía el mandato, la autoridad inquebrantable del faraón.
Me costaba creer que alguien tan cercano a mí pudiera ser tan diferente. Sabía que mi padre nunca aceptaría lo que sentía. Nunca entendería lo que era amar a alguien como Yugi, alguien de su raza, de su gente. Su odio hacia los gitanos era profundo, arraigado en un pasado lleno de dolor, de la pérdida de mi madre, de la herida que nunca sanó. Pero, a pesar de todo, yo no podía dejar de amarlo. Yugi era un reflejo de todo lo que había aprendido a ocultar, de todos esos sentimientos que mi padre nunca podría comprender.
Los últimos meses me habían sumido en una constante batalla interna. Me cuestionaba si, al menos por un momento, podría intentar ver las cosas desde el punto de vista de mi padre. Me preguntaba si, en su lugar, yo también sentiría lo mismo. Después de todo, los gitanos le habían arrebatado a mi madre. Pero la respuesta siempre me era la misma. A pesar del dolor que mi padre había sufrido, no podía seguir odiando a una raza entera. No podía permitir que su sufrimiento me cegara a lo que mi corazón me decía.
Mi amor por Yugi no era un error. Ni era algo que mi padre pudiera destruir con su odio. Pasaran los meses, pasaran los años, nada lo cambiaría. Yo lo amaba, y nada, ni nadie, podría arrebatarme ese sentimiento.
El eco de mis pasos resonaba a lo largo de los pasillos vacíos del palacio, llenos de una quietud que contrastaba con el caos en mi mente. Cada paso que daba me acercaba a lo inevitable, al encuentro que sabía estaba por suceder. El peso del silencio entre mi padre y yo se hacía más opresivo con cada día que pasaba, como si nuestra relación estuviera a punto de romperse para siempre.
Al doblar una esquina, me encontré con Mahad, que se apoyaba contra una de las columnas, como si me estuviera esperando. Su mirada penetrante me hizo sentir, por un momento, que me leía por completo. No había necesidad de preguntar qué pensaba; su presencia ya lo decía todo.
—Príncipe Atem —dijo en voz baja, su tono firme pero lleno de una comprensión silenciosa—. El faraón ha mandado llamarte. Está esperando en la sala del consejo.
Sentí una mezcla de incertidumbre y resignación al escuchar esas palabras. El llamado de mi padre no solía ser algo que se ignorara, y aunque no sabía qué quería esta vez, estaba claro que lo que ocurriera hoy podría cambiar muchas cosas.
Mahad se adelantó ligeramente, poniéndose a mi lado mientras caminábamos en silencio. Podía sentir su mirada en mí, pero él no presionaba para que hablara. Simplemente caminaba a mi lado, su presencia una constante, como una ancla en medio de la tormenta que se agitaba en mi interior.
Cuando llegamos a la gran puerta que daba acceso a la sala del consejo, Mahad se detuvo y me dio un ligero empujón en el hombro, una forma silenciosa de recordarme que no estaba solo.
—Ve con calma —me dijo, casi como si tratara de aligerar la tensión que me consumía. Sus palabras, aunque breves, tenían el poder de calmar las aguas turbulentas dentro de mí.
Asentí sin decir nada más y, con un suspiro profundo, empujé las puertas de la sala, preparándome para lo que viniera.
Al entrar en la sala del consejo, el aire pesado de formalidad y autoridad me envolvió de inmediato. La sala era grande, con paredes adornadas con intrincados grabados que contaban historias de generaciones pasadas. Pero lo que realmente dominaba el espacio era el trono elevado de mi padre, al fondo de la sala, un asiento de poder que parecía mirar con desdén a todos los que se acercaban.
Allí estaba él, el faraón, sentado con una postura regia, observándome con sus ojos penetrantes. La luz de las antorchas que iluminaban la sala caía sobre su figura, proyectando sombras que hacían que su presencia se sintiera aún más imponente. La distancia entre nosotros se extendía más de lo que las escaleras físicas podían mostrar. Un paso hacia su trono, y una larga distancia entre sus expectativas y las mías.
A sus pies, al inicio de las escaleras, se encontraban los miembros del consejo, dispuestos con seriedad, esperando a que me acercara.
Ishizu, la mujer serena de rostro impasible y mirada calculadora, estaba en su puesto, tan firme y callada como siempre. A su lado, su hermano Marik, con una actitud algo más relajada, pero igualmente atento, se mantenía en una postura más accesible, como si esperara ver cómo me desenvolvía bajo la presión de la situación. Aknadin, el anciano cascarrabias, se encontraba a la derecha, su rostro arrugado y su mirada dura, como si cada palabra que pronunciara tuviera la autoridad de una sentencia. Por último, Shimon, el anciano de carácter más paciente, observaba en silencio desde el otro lado, con una presencia que calmaba un poco la tensión, aunque no de manera suficiente.
Y por supuesto, Mahad que estaba allí, de pie junto a mí, apoyado en su actitud silenciosa, pero también presente, como siempre. Los cinco miembros del consejo representaban un balance entre sabiduría, autoridad y lealtad, siempre fieles a mi padre, siempre dispuestos a actuar en su nombre.
Al acercarme al pie de las escaleras, mi padre me observó en silencio por un momento, sin decir palabra alguna. Solo me miraba, esperando, como si estuviera evaluando si merecía el derecho de hablar.
Finalmente, su voz resonó en la sala, profunda y autoritaria.
—Una ciudad vecina nos ha declarado guerra territorial. Esto no es algo que se deba ignorar, ni es un asunto que deba ser tratado con ligereza. Las fronteras de nuestro reino están bajo amenaza, y debemos actuar.
No era una sorpresa para mí. Había crecido con guerras, con rumores sobre batallas lejanas o inmediatas, con el sonido de los cascos de caballos en la puerta del palacio, con la constante mención de la estrategia y la defensa. Mi padre siempre había estado en la vanguardia de las victorias, y el pueblo lo reverenciaba por ello. No era la primera vez que escuchaba sobre un conflicto cercano ni la primera vez que sabía que mi padre tendría que dejar el palacio por un largo tiempo. Pero algo no encajaba. La tensión en el aire, esa sensación palpable de gravedad, me hacía cuestionar el verdadero motivo de esta reunión.
¿Por qué estaba aquí, entonces? ¿Por qué llamarme ahora?
Mientras mi mente recorría las opciones, mi padre continuó.
—Estás cerca de la edad para asumir la corona, Atem. Si algo llegara a sucederme en la batalla, ya casi será el momento de que tomes el trono.
Antes de que pudiera procesarlo, el consejo, que hasta ese momento había permanecido en un respetuoso silencio, reaccionó como un solo ente.
—¡Ra lo proteja! —dijeron todos al unísono, sus voces resonando en la sala con una fuerza inusitada. La devoción en sus palabras era tan clara como el miedo que se filtraba a través de sus gestos.
El faraón no les prestó atención. Su mirada permaneció fija en mí, como si las palabras del consejo no fueran más que una formalidad que él debía escuchar, pero que no necesitaba de sus ruegos.
Mis ojos se clavaron en él. ¿Qué quería decir con "si algo llegara a sucederme"? No había lugar para la duda, no había espacio para la incertidumbre. La amenaza era real.
—En mi ausencia, tú dirigirás el trono —continuó, su voz ahora más grave—. Aunque aún no lo creas, el futuro está ante ti. El consejo supervisará tu mandato, por supuesto, pero serás tú quien guíe al reino. Toma esto, como el siguiente nivel de tu entrenamiento para ser el futuro Faraón.
La sala se sumió en un silencio pesado. Podía sentir el peso de las expectativas sobre mis hombros, aplastándome. No era un simple deber; era una carga. Y, aunque había estado entrenando para este momento, nadie podría prepararme para lo que realmente significaba.
El faraón observó mi reacción con ojos calculadores, como si esperara que algo dentro de mí se quebrara.
—¿Lo entiendes, Atem? —preguntó, esta vez con un tono que no permitía dudas.
Mi mente estaba en un caos. Todo esto... esto no era solo por la guerra. Había algo más, algo en sus palabras, algo en su postura, que me decía que el verdadero conflicto estaba por llegar, y no solo en los campos de batalla.
El sonido de pasos ligeros y rápidos resonó en los pasillos del palacio, y me giré, encontrándome con la figura familiar de Mana. Sin embargo, esta vez no había esa chispa juguetona en su rostro, ni la sonrisa traviesa que acostumbraba a mostrar. En su lugar, su expresión era completamente seria y respetuosa, casi solemne, lo que me hizo dudar por un momento sobre si me encontraba ante la misma persona.
Cuando estuvo cerca, se detuvo a la distancia justa y, con una inclinación perfecta, se postró ante mí, como si realmente fuera parte del protocolo. Su mirada no se levantó de inmediato, y por un instante, el silencio se hizo más pesado entre nosotros.
—"Su Alteza, Faraón, he venido a rendir respeto a su nueva posición" —dijo en tono grave, su voz firme pero cargada de una serenidad inesperada. El protocolo estaba perfectamente ejecutado, y por un momento, me sentí como si fuera realmente el faraón. Sin embargo, algo en su comportamiento me desconcertó aún más. Mana nunca había sido de seguir reglas de esta manera.
La duda me envolvió brevemente, hasta que, finalmente, ella levantó la vista, y una leve sonrisa comenzó a asomar en sus labios. Su actuación había sido tan dramática que no pude evitar sonreír, aunque sabía que en el fondo, lo hacía para burlarse un poco de la nueva situación.
—No te hagas —le dije, con una ligera sonrisa, cruzando los brazos sobre el pecho—. Sabes que odias estos protocolos tanto como yo.
Mana levantó la cabeza y dejó escapar una risa ligera, su actitud cambió rápidamente de la comedia a una más relajada. Mientras se enderezaba, me miró con una expresión casi traviesa.
—Lo sé, lo sé —admitió con una sonrisa. —Pero solo estaba molestándote un poco. No me digas que no te sorprende todo esto. El Faraón temporal, ¿eh? Quería ver si por fin ibas a reconocer lo que te toca. — añadió, aún con una pequeña sonrisa, mientras me miraba a los ojos, como si no se atreviera a romper completamente con el aire de formalidad que había creado para molestarme.
Mana no podía evitar dejar escapar una risa más, casi maliciosa, mientras me observaba, como si hubiera disfrutado de mi reacción. La chispa de broma en sus ojos era inconfundible, y algo en ella me hizo olvidar por un momento la tensión que había estado acompañándome en los últimos días. Decidí seguirle el juego. Después de todo, no era la primera vez que jugábamos a esta fantasía.
Me acerqué a ella, imitando un tono solemne y exagerado, y asentí con la cabeza como si estuviera en medio de una gran corte real.
—Como nuevo faraón de Egipto —dije, tratando de sonar solemne mientras levantaba una mano al aire—, te ordeno que me traigas algo de comer a la cama. Y ya que estás, haz mi tarea. ¡Es una orden real!
Mana se detuvo en seco, parpadeando como si estuviera procesando mis palabras, antes de que una sonrisa burlona se dibujara en su rostro.
—¿Hacer tu tarea? —repitió, llevándose una mano al pecho, fingiendo escándalo—. Oh, gran faraón, ¿de verdad esperas que yo, una humilde servidora, resuelva tus jeroglíficos mal hechos? ¿Y también te lleve uvas a la cama?
—¡Exacto! —respondí con tono autoritario, cruzándome de brazos como si estuviera completamente serio—. ¿Acaso no ves que estoy muy ocupado gobernando Egipto? No puedo distraerme con esas nimiedades.
—¡Qué tragedia! —exclamó Mana, llevándose las manos a las mejillas en una actuación exagerada—. ¿Cómo no lo vi antes? ¡El faraón más trabajador de todos los tiempos necesita que alguien lo mime!
—Exactamente —respondí, levantando la barbilla con aire de superioridad—. Así que ve y empieza por pelarme unas frutas. Y asegúrate de que estén perfectamente cortadas en forma de pirámides.
La risa de Mana estalló de inmediato, llenando el pasillo con su contagiosa alegría.
—¡Pirámides! —dijo entre carcajadas, inclinándose hacia adelante para recuperar el aliento—. Debería darte frutas en forma de camellos, a ver si aprendes a no dar órdenes tan absurdas.
—Eso suena muy poco realista para un faraón de mi calibre —respondí, intentando mantener una expresión seria, pero una sonrisa inevitable se asomó en mis labios—. Además, los camellos son un símbolo demasiado mundano. Prefiero algo más... divino.
—Oh, disculpa, gran faraón —dijo Mana, secándose una lágrima de la risa mientras hacía una exagerada reverencia—. La próxima vez, tallaré estrellas en las frutas para honrar tu grandeza celestial.
Mana volvió a reír, esta vez sin ocultarlo, y por un segundo, todo lo que era serio, todo lo que pesaba sobre mis hombros, desapareció. Podía sentir la frescura de la juventud en sus palabras, en sus bromas, y por un momento, me sentí como ese niño de hace años, sin el peso del mundo sobre mis hombros.
La risa se desvaneció rápidamente, como si el aire del pasillo hubiera cambiado de repente. Mana, aún sonriendo, me hizo una señal sutil con la mano, indicándome que dejara de reír. Pero yo, perdido en el momento, no la capté a tiempo.
Fue entonces cuando escuchamos un carraspeo detrás de mi, seco y penetrante, como un trueno en medio de la calma. La sonrisa de Mana se desvaneció al instante, y su expresión se tornó más seria, casi incómoda. Yo, al darme cuenta de la situación, me giré lentamente, ya con el presentimiento de quién podía ser.
Aknadin estaba allí, de pie, su mirada fija en nosotros. No era una mirada de reproche como la de algunos otros miembros del consejo, sino una de desaprobación pura. Su rostro arrugado y su postura rígida daban cuenta de su edad, pero también de su poder y respeto dentro del consejo. Los años no le habían restado autoridad, y su presencia en los pasillos del palacio era tan imponente como cualquier murmullo de poder que se escuchara en el aire.
Sin perder tiempo, Aknadin dirigió sus palabras, y aunque su tono fue firme, no se notaba que quisiera ser cruel; más bien, había una frialdad respetuosa en su forma de hablar.
—El faraón temporal no debe olvidar la dignidad que le corresponde, y menos aún perder su tiempo en juegos infantiles —dijo, su voz resonando por el pasillo de manera autoritaria, pero sin alzarla.
Mana, al escuchar esto, se apartó de inmediato, y aunque parecía un tanto incómoda, su mirada evitó la de Aknadin. Yo, por mi parte, sentí la presión de sus palabras, como un recordatorio de lo que realmente debía hacer ahora.
Aknadin no me dio tiempo para responder, pues continuó con un suspiro, como si todo esto fuera solo una corrección a una falta de respeto invisible. La mirada que me dirigió era tanto de reproche como de advertencia.
—Los juegos son para los niños, príncipe Atem —añadió, en un tono más bajo pero igualmente firme—. La guerra y las responsabilidades que vienen con tu título no pueden esperar.
Sus palabras calaron en mí, y una sensación de incomodidad se apoderó de mi pecho. Como si el peso de mis responsabilidades, que antes había podido relegar al rincón de mi mente, ahora se desbordara frente a mí, sin espacio para la evasión.
Mana, que había estado observando todo en silencio, me lanzó una mirada rápida y casi cómplice, pero sabía que ahora no era el momento de continuar con nuestras bromas. La realidad, esa que había estado esquivando, había regresado con fuerza, y con ella, las expectativas que ya no podía ignorar.
La mirada de Aknadin se mantuvo fija en mí, y en sus ojos había algo más: una expectativa, no solo hacia mi posición, sino hacia lo que debía hacer a partir de ahora.
El alba comenzaba a iluminar el cielo, teñido de un suave tono naranja que parecía disolverse en las primeras luces del día. Desde el balcón de mi habitación, observaba cómo el ejército se alineaba con precisión, como una marea de hombres y caballos que se preparaban para marchar hacia la guerra. Los soldados, como sombras en movimiento, se dispersaban mientras las primeras notas del día llenaban el aire con su fresco despertar.
Mi mirada se centró en mi padre, quien encabezaba la marcha, su figura erguida y su capa ondeando al viento. A pesar de la distancia, su presencia era imponente, como siempre. Sin embargo, algo en mí no sentía la misma preocupación que habría experimentado en tiempos anteriores. Los últimos meses de distancia y silencio entre nosotros no podían ser ignorados. Pero aquí, al verlo partir, una sensación extraña se instaló en mi pecho: no era por el reino, ni por su rol como faraón. Era por él, el hombre que me había dado la vida y el poder, pero que había sido tan inaccesible durante tanto tiempo.
Mientras el ejército se alejaba, mi mente recordó aquellos días en que mi padre era todo lo que conocía. Su autoridad, su fortaleza, su figura inquebrantable. Pero ahora, con su partida, me di cuenta de que no estaba deseando que regresara como faraón, sino simplemente como mi padre. Y ese pensamiento, tan simple y doloroso, me hizo sentir algo que no podía definir completamente.
Me apoyé en el balcón, mis manos descansando sobre la fría piedra, y observé cómo su figura se hacía cada vez más pequeña en la distancia. Un suspiro involuntario escapó de mis labios. El viento acarició mi rostro, llevándose mis palabras al aire, como un deseo callado.
—Buena suerte, padre... —murmuré, sin ser consciente de la gravedad de esas palabras, pero con la sinceridad de un hijo que por fin se permitía desearle algo más que su trono.
No era un deseo de poder, ni una plegaria para que el reino prosperara. Solo deseaba que volviera, que la guerra no lo reclamara, que en algún momento todo eso pudiera ser diferente entre nosotros.
El silencio en mi habitación se rompió cuando la puerta se abrió con suavidad. Mahad apareció en el umbral, su rostro sereno pero cargado de una responsabilidad que nunca se desvanecía. Sus ojos se encontraron con los míos, y aunque no dijo palabra, su presencia y su mirada me lo dijeron todo.
—Es hora —murmuró, su voz baja, casi respetuosa, como si cada palabra estuviera impregnada de una solemnidad que solo él podía transmitir.
Asentí, sintiendo cómo mi corazón aceleraba, como si este momento tan simple, y a la vez tan monumental, finalmente me alcanzara. No era una coronación grandiosa, ni un evento lleno de pompa y ceremonias. Era algo diferente: algo más personal, casi íntimo, aunque no menos significativo.
Nos dirigimos por los pasillos del palacio, el sonido de nuestros pasos resonando en la quietud de la mañana. Cada uno de los sirvientes que encontrábamos a nuestro paso se inclinaba con respeto, aunque con una mirada fugaz que denotaba la curiosidad y la expectación de aquellos que sabían que la historia estaba por cambiar.
Al llegar a la sala del trono, la atmósfera ya estaba cargada de tensión. Los miembros del consejo, siempre tan imponentes, esperaban con sus miradas fijas y serias. Ishizu, Marik, Aknadin, Shimon y ahora Mahad estaban presentes, junto a algunos sirvientes que se encargaban de los pequeños detalles y formalidades del momento. Pero lo que realmente me llamó la atención fue la figura que se encontraba cerca de ellos. Mana, con su presencia siempre tan vibrante, me observaba, su rostro iluminado por una mezcla de admiración y... algo más, algo que solo ella podía entender.
El trono estaba allí, esperando. Una silla enorme, dorada, adornada con intrincados detalles que daban cuenta de su antigüedad y su significado. Me acerqué, y con una mirada que solo Mahad comprendió, tomé asiento. La sala se quedó en silencio, esperando, observando cada movimiento.
Mana se acercó con paso firme, sosteniendo un cojín delicado sobre el cual descansaba la corona de mi padre. Era una pieza imponente, hecha de oro macizo, con piedras preciosas que reflejaban la luz de las antorchas. Era la corona del faraón, un símbolo de poder, pero en este momento, se sentía mucho más que eso. Representaba un cambio, una transición. La corona de mi padre, que se había forjado durante su vida, ahora recaía sobre mis hombros, aunque solo fuera de manera temporal.
Mana se inclinó ligeramente mientras me entregaba el cojín. Sus ojos se cruzaron con los míos, y aunque no dijo palabra, su gesto era claro: un respeto tanto por lo que representaba ese momento como por lo que vendría después. Tomé la corona, sintiendo el peso de la responsabilidad al ponerla sobre mi cabeza. La sala parecía observarme como si esperara que todo cambiara en ese instante.
No era una coronación de grandeza, no como las que se celebraban con la llegada de un faraón legítimo. Era pequeña, casi íntima, pero aún así me sentí como si estuviera a punto de ser transformado de alguna manera. Aunque la situación parecía tranquila, sabía que este momento sería solo un preludio de lo que vendría después.
Este no era mi trono definitivo. Aún no. Pero en el futuro, cuando tomara el trono como faraón de Egipto, todo cambiaría. La grandeza de ese evento sería de una magnitud completamente diferente. Ahora solo quedaba esperar, porque sabía que el camino hacia ese futuro estaba lleno de incertidumbres, de decisiones que aún no había tomado, y de una batalla que solo comenzaba.
Sin embargo, en ese momento, mientras la corona descansaba sobre mi cabeza, me permitió respirar. Algo en mi interior se calmó, aunque sabía que pronto las tensiones volverían a resurgir.
El silencio que se había instalado en la sala era denso, casi pesado, como si todo el aire estuviera suspendido en espera de una señal. Fue Ishizu quien rompió la quietud, su voz suave pero firme llenó el espacio.
—El faraón, aún en su ausencia, sigue guiándonos —dijo con una seriedad palpable, mirando a cada miembro del consejo a su alrededor antes de continuar—. Hoy, tú, hijo del faraón, serás el guardián temporal de Egipto. Tu fuerza y sabiduría nos conducirán, hasta el regreso de nuestro soberano.
Su declaración fue seguida por un asentimiento de los demás miembros. No era un simple protocolo, sino un reconocimiento tácito de la responsabilidad que recaía sobre mí, aunque esta fuera solo temporal. Fue Marik quien, con una mirada decidida, añadió:
—Que tus decisiones, aunque pasajeras, sean sabias y tu liderazgo firme. Egipto necesita tu corazón valiente, incluso en estos momentos inciertos.
Aknadin, siempre el más anciano y, a veces, el más gruñón, pronunció sus palabras con un tono grave:
—Solo el peso de la corona define a un faraón, pero el peso de la responsabilidad define su reinado. Que Ra te dé fuerzas para soportarlo.
Shimon, quien siempre fue el más paciente y reflexivo de todos, habló con suavidad, pero su voz era clara:
—El pueblo te observa, joven faraón. Que tu luz ilumine el camino por el que caminan todos. No olvides que tus decisiones resuenan más allá de las paredes de este palacio.
Finalmente, Mahad, mi fiel consejero, fue el último en hablar. Con un gesto solemne, su voz reverberó con la misma seriedad que la de los otros:
—Este es solo el comienzo. Que tu sabiduría, tu honor y tu corazón guíen a Egipto hasta el retorno de tu padre, nuestro faraón.
Todos, al unísono, inclinaron ligeramente la cabeza, un gesto de respeto hacia el momento que marcaba un cambio en la historia de Egipto. Fue como si el aire hubiera pesado más, la gravedad del instante se hizo más densa, y por un breve instante, el palacio entero se detuvo.
Me tomé un momento para procesar lo que acababa de suceder. El peso de las palabras de los consejeros, aunque bien intencionadas, aún seguían resonando en mi mente. Sin embargo, sabía que debía seguir adelante. Debía ocuparme de lo que ahora era mi responsabilidad.
—Gracias —dije en voz baja, a los miembros del consejo y a los presentes. Mi tono era firme, pero sentí la presión de ser observado. Como si todos estuvieran esperando que mi primer paso fuera perfecto.
De inmediato, pedí que me trajeran el informe. Necesitaba saber lo que estaba pasando en el reino, las decisiones que debían tomarse, y lo que se esperaba de mí. Sentía el peso del reino, de su gente, y de cada una de las decisiones que debía tomar, aplastándome con más fuerza de lo que pensaba.
—Pueden retirarse —dije, mirando a los sirvientes, que se apresuraron a obedecer.
La sala se vació rápidamente, dejando solo a los miembros del consejo, y por supuesto, a Mana, que seguía allí, a mi lado. No podía evitarlo, aunque las palabras de Ishizu, Marik, Aknadin y los demás parecieran haberle dado un tono solemne a todo, una pequeña chispa de normalidad seguía viva entre Mana y yo. Ella siempre había sido mi apoyo, y no podía imaginar tomar decisiones sin su cercanía.
Pero entonces, la voz de Aknadin irrumpió en el silencio que se había instaurado entre nosotros.
—La princesa debe retirarse —dijo con su tono característico, como si fuera una regla no escrita, pero indiscutible—. Al iniciar la corte, solo los miembros de esta y el faraón pueden estar presentes.
El impacto de sus palabras me golpeó, aunque no sorprendió del todo. Sabía que las reglas del consejo eran estrictas, pero la idea de que Mana tuviera que irse de la sala me resultaba extraña. Ella no era solo una observadora; era alguien en quien confiaba profundamente, y aún más en este momento, cuando mi mundo parecía volverse más pesado con cada decisión que debía tomar.
Miré a Mana, y sus ojos reflejaron lo que sentía. Había una chispa juguetona en su mirada, como si estuviera a punto de hacer una broma o protestar, pero también había un entendimiento tácito de lo que implicaba esa decisión.
A pesar de mis deseos, las reglas eran claras, y el consejo no estaba dispuesto a ignorarlas.
—Mana... —empecé, pero no supe cómo continuar.
Ella sonrió, pero de una forma más suave que antes. Sin decir una palabra, se inclinó levemente, como una despedida respetuosa. Su expresión era una mezcla de tristeza y comprensión. A pesar de lo que pudiera decir, ella sabía que debía seguir las reglas, como todos los demás.
—Lo sé —dijo con una ligera sonrisa, y se dio la vuelta. Un último vistazo fue suficiente para que sus ojos hablaran más de lo que sus palabras nunca dirían. De alguna forma, siempre había sido mi ancla.
Con su salida, la sala se sintió aún más vacía. No solo porque ella no estuviera, sino porque su ausencia me recordaba cuánto necesitaba su apoyo en momentos como estos. Pero las reglas eran claras, y no podía hacer nada para cambiarlas en ese instante.
El ambiente en la sala cambió de inmediato, una quietud cargada de formalidad reemplazó la ligera tensión de antes. Los miembros del consejo se ubicaron en sus posiciones habituales, mientras Mahad, Aknadin, Shimon, Ishizu y Marik, me miraban expectantes, todos sabían que este era un momento crucial.
El primer informe llegó a mis manos, y aunque ya conocía parte de la situación, escuchar todo de nuevo, ahora con el peso de ser el faraón, fue diferente.
—Todo marcha relativamente bien —dijo Mahad, su voz calmada como siempre, pero con una gravedad que no pasaba desapercibida—. Las tierras están prosperando, los impuestos se recogen a tiempo y las rutas comerciales siguen abiertas. Sin embargo... —hizo una breve pausa—. Hay algunas dificultades menores con las tribus del desierto al este, están reclamando tierras cercanas a las fronteras. Y la situación en las aldeas del norte también es algo inestable. La falta de recursos está comenzando a crear pequeñas tensiones, pero nada que no pueda resolverse con tu dirección.
Me tomé un momento para asimilar lo que me decía. Aunque todo sonaba bastante manejable, esa misma sensación de responsabilidad me aplastaba más y más con cada palabra. El reino estaba en equilibrio, pero no sería suficiente para que todo siguiera bien sin tomar decisiones.
—¿Y qué me sugieres? —pregunté, mirando a los consejeros uno por uno. Aunque la pregunta era dirigida a Mahad, sabía que todos tendrían algo que decir.
Aknadin fue el primero en hablar, con su tono rudo pero directo.
—Debemos enviar una delegación a las tribus, no hay otra forma. Negociar con ellos es esencial. Y cuanto más rápido, mejor. Las tensiones no harán más que crecer si se les deja pasar desapercibidos. Además, la cuestión de las aldeas del norte no puede dejarse en manos de los comerciantes. Es un asunto de recursos, y necesitamos asegurarnos de que la distribución sea justa y equitativa.
Marik, quien hasta ese momento había permanecido en silencio, intervino con su tono más relajado, pero no menos firme.
—Estoy de acuerdo con Aknadin, pero creo que también debemos tener en cuenta el bienestar de los soldados. No solo enviar delegaciones o representantes, sino también asegurarnos de que nuestros recursos no estén siendo mal distribuidos por la burocracia. Si esto continúa, podríamos enfrentar problemas más serios.
Ishizu, quien normalmente era más prudente, asintió y luego habló con calma.
—Además, hay que tomar en cuenta la diplomacia. La paz con nuestros vecinos no está garantizada, y cada movimiento en el territorio debe ser calculado. Cada paso que demos puede influir en la percepción que tienen de nosotros los demás reinos.
Todo lo que decían tenía peso, pero la decisión recaía sobre mí, y era mi responsabilidad equilibrar todas estas consideraciones, y más aún, asegurarme de que mi juicio fuera el correcto.
Me giré hacia Shimon, quien siempre parecía tener un enfoque más tranquilo, como si todo tuviera una solución sencilla.
—Shimon, ¿qué opinas? —pregunté.
—Creo que debemos tener paciencia —respondió él, con su tono habitual y sabio—. Aunque la situación en las aldeas es preocupante, las tensiones no se resuelven solo con decisiones rápidas. Debemos ser cautelosos con los movimientos. Si los recursos escasean, es probable que el malestar crezca, pero también lo hará nuestra oportunidad de fortalecer la unidad entre las aldeas. Y en cuanto a las tribus, es vital que no se sientan invadidos. La diplomacia, como ha dicho Ishizu, es crucial aquí.
Me quedé en silencio un momento, absorbiendo las palabras de todos, sopesando los pros y los contras. Mi decisión debía ser firme, pero también sabia. Lo que decidiera ahora definiría mi capacidad para gobernar.
—Voy a enviar una delegación para las tribus del este —dije finalmente, tomando la decisión que sentí más sensata—. Ellos deben saber que estamos dispuestos a negociar, pero bajo nuestras condiciones. En cuanto a las aldeas del norte, creo que necesitaremos una revisión completa de los recursos, pero no se tomará a la ligera. Se hará de manera que todos puedan ver que el faraón escucha y actúa por el bien común.
Aknadin asintió, un brillo de aprobación en sus ojos, mientras Marik me lanzó una mirada significativa. Ishizu también se mostró satisfecha, y Mahad, siempre cauteloso, no parecía tener objeciones.
—Una buena decisión, faraón —dijo Mahad, y aunque sus palabras sonaron como un simple cumplido, yo sabía que su aprobación venía acompañada de un entendimiento profundo de lo que implicaba. Era más que solo agradar al consejo; era una validación de mi liderazgo.
Miré a cada uno de ellos, dándome cuenta de que, aunque yo tomaba las decisiones, sería imposible hacer frente a los desafíos del reino sin su apoyo y supervisión.
—Gracias a todos —dije, con voz más firme esta vez—. Pero no olvidemos que, aunque mis decisiones sean finales, lo que realmente mantendrá a este reino en pie es la unidad. No solo de nosotros, sino de todos los que lo componen. Por eso, seguiré confiando en cada uno de ustedes para asegurarnos de que las decisiones que tomamos sean las correctas.
Me levanté de mi asiento, el peso del momento nuevamente sobre mis hombros, pero también una renovada determinación. El consejo no era solo una formalidad, no era solo una burocracia. Ellos serían los ojos y oídos de mi gobierno, y juntos, guiaríamos al reino en tiempos de paz... y de guerra.
-------------- 3 meses después...
Pov Narradora--------------------
Atem permaneció inmóvil por un momento, la quietud de su habitación era la única compañía en ese instante. El peso del reino seguía pesando sobre sus hombros, pero, por primera vez en tres meses, se permitió tomar un respiro, aunque fuera corto. Con la fachada de seguridad que siempre presentaba ante los demás, había logrado encubrir el tumulto de dudas que lo asfixiaban desde dentro. El peso de la corona, aunque invisible, siempre estaba allí, recordándole que cada decisión que tomaba impactaba a un reino entero.
El brillo de la luz que entraba a través de las cortinas se reflejaba en las paredes de su habitación, una sala que, aunque de aspecto regia, había comenzado a sentirse más como un refugio en los últimos días. De alguna forma, estar allí le traía algo de consuelo, una sensación de aislamiento que, aunque irónica, le ofrecía una extraña calma.
No podía seguir dando vueltas, no podía seguir ignorando la creciente presión que sentía, así que se levantó de la cama. Caminó lentamente, con pasos casi automáticos, hasta un rincón de la habitación donde un pequeño cajón estaba guardado. Ese cajón que no había abierto en meses.
Su mano tembló levemente cuando lo abrió. No era una acción que realizara con frecuencia, pero hoy necesitaba algo. Necesitaba sentirse cerca de algo que le trajera calma, algo que lo conectara con el pasado, con los días más sencillos, aquellos en los que el futuro no se sentía tan aplastante.
Dentro del cajón, todo seguía allí, tal como lo había dejado. La rueda de la fortuna, que parecía un símbolo de la incertidumbre de la vida, pero también de la esperanza. El pañuelo bordado, tan sencillo y delicado, pero que siempre había representado un lazo intangible con alguien que le había mostrado que no todo estaba predestinado, que aún había espacio para la elección. Y finalmente, la piedra de la suerte, esa pequeña y pulida piedra del Nilo, que aunque parecía insignificante, era un recordatorio constante de que incluso en medio de la corriente más fuerte, algo tan pequeño podía persistir, seguir adelante.
Tocó la piedra, dejándola descansar en su palma, sintiendo su peso, su suavidad. No podía evitar pensar en él. El gitano que había cruzado su camino de una manera tan inesperada, tan distinta a cualquier otra persona que hubiera conocido. Aunque la vida los había separado, la presencia de ese ser, su calidez, la forma en que entendía el mundo con una claridad tan diferente, seguía siendo su ancla, su refugio.
Atem cerró los ojos por un momento, tomando una respiración profunda. La quietud que sentía al pensar en él era algo que rara vez encontraba en su día a día. No importaba que él estuviera lejos, ese ser especial, esa presencia que parecía comprenderlo sin decir una sola palabra. Simplemente el recuerdo le otorgaba la paz que necesitaba, por unos instantes.
Se permitió una sonrisa pequeña, triste, tal vez, pero genuina. Sabía que, aunque su rol como faraón era lo que el mundo necesitaba, y aunque se sentía agotado por el peso de esa responsabilidad, no todo en su vida debía girar solo en torno a ello.
La habitación se quedó en silencio un instante, hasta que una voz aguda y sorprendida rompió la calma.
—¡Perdón, perdón, señor! —dijo la sierva, alzando la voz con una mezcla de incomodidad y reprimenda—. No sabía que... que usted estaba aquí... Solo quería limpiar, ya sabe, como siempre.
Atem se giró rápidamente, sus ojos fijos en la figura de la joven sirvienta que, visiblemente nerviosa, se mantenía a la distancia más respetuosa posible. No la había oído entrar, pero su mirada fija en el cajón abierto y los objetos dentro de este lo hizo entender de inmediato que algo no estaba bien.
La sierva entró sin previo aviso, y cuando sus ojos se posaron en el cajón, su rostro pasó de la indiferencia a una leve sorpresa, seguida de incomodidad. Al principio, sus pasos fueron ligeros, pero al ver los objetos dentro del cajón, se detuvo en seco.
—Esos... esos objetos... —dijo la joven con voz temblorosa, pero no exenta de un tono de preocupación—. ¿Cómo es que... el faraón tiene algo tan... gitano? —su mirada se desvió hacia los objetos dentro del cajón, claramente perturbada. Era un reproche hacia Atem, una sensación de extrañeza, como si ver esos objetos significara algo más profundo que solo pertenencias.
Atem la observó, confundido por la reacción. La joven parecía inquieta, como si algo profundo la perturbara al ver las reliquias en su espacio. Fue entonces cuando la comprensión lo alcanzó: ella no estaba juzgando el valor de los objetos, sino que estaba malinterpretando su presencia allí. Era gitana, igual que aquel que había dado esos regalos, y su mente había saltado a la conclusión de que Atem, como faraón egipcio, estaba burlándose de su gente al guardar esos recuerdos en su habitación privada.
—No es lo que piensas —respondió Atem, su tono firme, pero intentando transmitir una calma que ya no sentía. Se acercó lentamente al cajón, con la intención de mostrarle los objetos, de que viera lo que significaban para él—. Estos objetos no son comunes para mí. Son recuerdos... son valiosos por lo que representan.
La mujer no movió un músculo, pero su mirada se endureció aún más.
—¿Recuerdos? —su voz tembló de rabia—. ¿Cómo puede llamarlos recuerdos si son cosas de los gitanos? La misma gente que mantiene bajo sus órdenes como esclavos en este palacio. ¿Cómo puedes tener la desfachatez de... —su voz se quebró por un momento, pero luego continuó con una ira contenida— ...tener en tus manos esas reliquias que no son más que un recordatorio de la opresión que les impones a los míos?
Atem sintió que la presión en su pecho aumentaba. Su paciencia, siempre una de sus mayores virtudes, comenzaba a desmoronarse ante la injusticia de las palabras de la sierva. Intentó mantenerse sereno, pero algo en su interior se quebró.
—No hables de ellos como si fueras la única que entiende su valor, sierva. Esos objetos no son símbolos de opresión. Son... son pruebas de algo más grande, algo que tú no entiendes —respondió con una frialdad que sorprendió incluso a él mismo. Su voz se alzó en la habitación, como un eco que reflejaba su furia contenida—. No me hagas creer que sabes algo sobre lo que representan para mi.
La mujer lo miró, pero sus ojos, llenos de rabia, no mostraron ni un atisbo de arrepentimiento. Sus labios se curvaron en una sonrisa amarga antes de que, en un susurro cortante, dijera las palabras que desataron la tormenta:
—¡Ah! Claro, ahora entiendo. Son un recordatorio de que un egipcio tan 'ilustre' como tú... ¡nos tienes a tu merced! —la voz de la sierva estaba cargada de veneno, y sus palabras eran como cuchillos lanzados con desprecio—. ¿De verdad te crees que esos objetos pueden representar buenos recuerdos, cuando a mi gente no se le permite tenerlos? ¡Son solo trastos sucios ante tus ojos!
Atem tragó con dificultad, su mano apretó los puños, pero las palabras de la mujer no se detenían, como un torrente de ira ciega.
—Su padre ni siquiera nos deja tener pertenencias gitanas con nocotros. Nos imponen sus creencias, haciendonos olvidar las nuestras —dijo, su tono ahora en un reproche muy profundo con la intención de atacar al hijo de quien le habia quitado su libertad—. Él nos arrebata hasta la vida de nuestros hijos, los trata como objetos de sacrificio. ¿Y tú... vienes a decirme que valoras nuestra cultura? ¿Te crees que con eso te respetaremos más que a tu padre?
Atem sintió que su corazón se aceleraba, y aunque trató de mantener la calma, la furia estaba creciendo como una tormenta imparable. Ya no podía retenerla, su cuerpo se tensó por completo, pero la sierva no parecía darse cuenta de la magnitud de lo que acababa de decir.
Lo que soltó a continuación, sin embargo, fue lo que finalmente quebró la paciencia de Atem, lo que lo hizo perder toda contención.
—Y lo peor de todo es que, aunque este palacio nos desprecie tanto, en realidad, todo lo que te rodea está manchado de nuestra esencia. La esposa del faraón... tu madre... murió a manos de un gitano hace 16 años —dejó escapar una risa amarga, una risa cruel—. La muerte de tu madre no fue más que lo que su pueblo merecía por todo lo que ha hecho Egipto, por el sufrimiento que le han causado a nuestro pueblo. Era inevitable... una muerte merecida.
La sangre de Atem se heló, su vista se nubló por un instante. Fue como si un rayo hubiera caído dentro de Atem. Su mano, sin pensarlo, se alzó con velocidad hacia aquella mujer. El golpe resonó en la habitación como una explosión de rabia contenida, una bofetada que atravesó el aire. La sierva cayó hacia un lado, con la mejilla enrojecida y la sorpresa plasmada en su rostro.
En ese momento, el caos en la habitación aumentó. El sonido de pasos apresurados se acercaba, y poco después, una voz familiar llamó desde el umbral:
—¡Brinna! —la otra sierva entró corriendo, con una cubeta de agua en las manos, probablemente para limpiar algo en la habitación, pero al ver la escena, se detuvo en seco.
El silencio en la habitación era casi insoportable, roto solo por la respiración agitada de Atem. Sus ojos seguían clavados en Brinna, cuya mejilla enrojecida parecía arder tanto como la ira que aún palpitaba en su interior. La otra sierva permanecía inmóvil cerca de la puerta, sosteniendo la cubeta como si fuera un escudo, sin atreverse a intervenir.
—Salgan ambas de aquí —ordenó Atem con voz baja pero firme, el filo en sus palabras no admitía réplica.
La sierva en la puerta dudó un instante, sus ojos alternando entre Atem y Brinna, antes de salir apresuradamente, dejando la cubeta en el suelo. Brinna, sin embargo, no se movió. Aún con la mano en su mejilla, levantó la cabeza y lo miró fijamente. Su mirada ya no contenía rabia, pero el anojo aún no desaparecía.
—Llegué a creer —dijo Brinna con voz baja, pero lo suficientemente clara para que sus palabras atravesaran la tensión en el aire—, que era diferente a su padre.
—Cállate —espetó, su voz cargada de un tono peligroso—. Si dices una palabra más, te juro que no solo serás castigada tú... —Su voz se cortó, y su garganta pareció cerrarse. Se detuvo, sus palabras colgando en el aire como una amenaza sin terminar.
Brinna entrecerró los ojos, inclinándose un poco hacia él, como si susurrar en su rostro pudiera sellar su condena.
—¿Qué pasa, príncipe? ¿Vas a castigar a todos los gitanos porque una te habló con franqueza? —Su sonrisa amarga regresó, aunque sus ojos estaban llenos de determinación—. Eres igual a tu padre.
Las palabras cayeron con un peso aplastante, llenando el espacio entre ellos como una verdad insoportable. Atem sintió que el aire en sus pulmones se volvía denso, opresivo. No pudo responder.
Brinna bajó la mirada, dio un paso atrás y salió de la habitación sin decir más. El eco de sus pasos en el corredor quedó grabado en la mente de Atem como el retumbar de un tambor de juicio.
Se quedó solo, inmóvil, mirando al suelo como si las palabras de Brinna estuvieran grabadas allí. Igual a tu padre. Las palabras resonaban una y otra vez, como un eco que no podía ignorar.
¿Era cierto? Atem se llevó una mano al cabello, respirando hondo mientras trataba de ordenar sus pensamientos. No podía ser como su padre. Él no odiaba a los gitanos.
De hecho, él...
Atem cerró los ojos con fuerza, el rostro de Yugi apareciendo con dolorosa claridad en su mente.
Amaba a uno.
Se dejó caer en una silla cercana, llevando ambas manos al rostro. Lo que acababa de hacer no era solo un arrebato de ira; era un reflejo de todo aquello contra lo que había jurado luchar. ¿Qué estaba haciendo?
Atem no levantó la cabeza al escuchar los pasos apresurados que se acercaban al umbral de la puerta. El guardia pasó de largo, pero al ver la figura del joven faraón sentado con los hombros caídos, su postura cargada de tensión, se detuvo de golpe y regresó sobre sus pasos.
—Mi señor —dijo con cautela, inclinando ligeramente la cabeza. Atem no respondió, su rostro aún cubierto por las manos, como si intentara encontrar una respuesta en la oscuridad que había creado para sí mismo.—Mi señor, lamento interrumpir, pero el consejo se ha reunido. Lo están buscando con urgencia —continuó el guardia, manteniendo un tono respetuoso pero firme.
Atem bajó lentamente las manos, su mirada perdida enfocándose en el suelo frente a él. La mención del consejo no despertó en él más que una ligera molestia, pero entonces el guardia agregó lo que lo hizo enderezarse.
—Ha llegado una carta de su padre, mi señor.
La sangre en sus venas pareció detenerse por un instante. Atem levantó la mirada hacia el guardia, su rostro volviéndose una máscara de neutralidad calculada.
—¿Qué dice esa carta? —preguntó, su voz firme, aunque con un matiz de inquietud que no pudo ocultar por completo.
Las puertas se abrieron con un estruendo que resonó en toda la sala del consejo, pero ninguno de los presentes se movió. Las figuras, envueltas en túnicas de lino impecables y adornos ceremoniales, mantuvieron sus posiciones rígidas, con rostros marcados por la gravedad de la situación. Sus miradas tensas y alarmadas se clavaron en Atem, quien había irrumpido con la respiración agitada y el corazón martillándole en el pecho.
—¿Es cierto? —exclamó Atem, sus ojos recorriendo a los presentes en busca de alguna señal que le ofreciera claridad—. El guardia que me encontró dijo que había una carta de mi padre diciendo que está herido.
Los cinco miembros del consejo no mostraron reacción directa ante la urgencia de Atem. Cada uno permanecía en su lugar, sus rostros imperturbables reflejando la tensión de la noticia. Ishizu, con su elegancia habitual, intercambió una breve mirada con su hermano Marik, quien mantuvo su postura rígida, cruzando los brazos como si esperara que alguien más hablara primero.
Aknadin, con su expresión fruncida y la mirada baja, no hizo ningún movimiento, mientras que Shimon, tamborileando los dedos sobre la mesa de piedra, soltó un resoplido apenas audible. Mahad, sin embargo, inclinó ligeramente la cabeza hacia Atem, buscando calmarlo.
—Mi señor —comenzó Mahad, su tono moderado pero firme—, la carta que recibimos de su majestad, el faraón, incluye instrucciones claras. Nos pide enviar más hombres y reforzar la frontera norte. La situación es crítica en esa región.
—¿Y qué hay de lo que me dijo el guardia? —interrumpió Atem, su voz cargada de frustración—. ¿Es cierto que mi padre está herido?
—Mi señor —intervino Ishizu, con la serenidad que siempre la caracterizaba—, la prioridad es cumplir con las órdenes de su majestad. Asegurar nuestras fronteras y proteger al pueblo es nuestro deber más inmediato.
—No están respondiendo a mi pregunta —insistió Atem, apretando los puños. Sus ojos se movieron entre los consejeros, buscando alguna grieta en su muro de formalidad. Finalmente, se detuvo en Aknadin, cuya expresión era de una aparente indiferencia.
—¿Qué tan grave es? —preguntó Atem, con una nota de desesperación que traicionó su intento de parecer calmado.
Aknadin levantó la mirada lentamente, como si las palabras fueran una carga innecesaria que preferiría no cargar.
—El faraón fue herido en combate —dijo con tono seco, sin siquiera intentar suavizar la noticia—. No tenemos detalles específicos de la gravedad, pero no sería prudente subestimar la situación.
El corazón de Atem se hundió al escuchar esas palabras. Durante un instante, el aire pareció volverse denso, como si todo en la sala se detuviera.
—¿Y me ocultan esto porque... qué? ¿Creen que no soy capaz de manejar la verdad? —espetó Atem, su voz alzándose mientras daba un paso hacia el centro de la sala.
—No se trata de ocultar nada, príncipe Atem —respondió Marik, con una nota de advertencia en su voz—. Intentamos evitar decisiones precipitadas. Su majestad dejó instrucciones claras, y es nuestra obligación seguirlas al pie de la letra.
—¡Mi obligación como hijo es saber la verdad! —replicó Atem, su ira contenida ahora rozando el límite—. No puedo actuar sin saber qué está pasando realmente.
Mahad dio un paso adelante, levantando una mano con intención de calmar a Atem.
—Mi prin-... Faraón. Entendemos su preocupación, pero debemos manejar esto con cuidado. Enviar refuerzos y asegurar la frontera es vital. Le rogamos que confíe en que su padre está recibiendo la mejor atención posible.
Atem respiró profundamente, luchando por controlar la marea de emociones que amenazaba con desbordarlo. Pero la imagen de su padre herido seguía proyectándose en su mente, llenándolo de una mezcla de rabia y desesperación.
—Ordenen que se preparen los refuerzos —dijo finalmente, su tono cortante—. Pero no piensen ni por un segundo que me quedaré aquí sin saber más. Quiero informes constantes, y enviaré un mensajero directamente a la frontera para que me traiga noticias de mi padre.
Los consejeros intercambiaron miradas rápidas, pero ninguno objetó. Atem se giró hacia la puerta, sin esperar respuesta, y salió de la sala con la determinación ardiendo en su pecho.
Atem permanecía inmóvil frente a las imponentes estatuas de los dioses, las sombras de las figuras divinas proyectándose en las paredes gracias a la luz de las antorchas. Su mirada se había perdido en los detalles tallados, como si esperara una respuesta del granito frío, alguna señal de que los dioses escuchaban su plegaria silenciosa.
Con las manos juntas y los labios apenas moviéndose, invocaba protección, fuerza y guía. La incertidumbre que lo consumía parecía más pesada entre las paredes del templo sagrado.
Entonces, un leve sonido interrumpió el silencio. Pasos, ligeros pero inconfundibles, se acercaban. Atem se giró con rapidez, alertado por el eco de aquellos movimientos. Su ceño fruncido se relajó al instante al ver quién era.
—Mana —dijo con un susurro, sorprendido al ver a su prima ahí.
Mana avanzó hacia él con paso decidido, pero con un atisbo de duda reflejado en su rostro. Su alborotado cabello castaño casi caía sobre sus hombros, y la ligera inclinación de su cabeza denotaba respeto hacia el lugar sagrado en el que se encontraban.
—Te estaba buscando —dijo, su voz suave pero cargada de algo que no podía identificar del todo: preocupación, quizás, o miedo.
Atem se relajó ligeramente, pero no desvió la mirada del rostro de Mana.
—¿Qué haces aquí? Este no es un lugar al que suelas venir —comentó, cruzando los brazos sobre su pecho en un intento por ocultar la vulnerabilidad que lo invadía.
Mana bajó la vista por un momento, como si tratara de encontrar las palabras adecuadas. Luego alzó la mirada, y en sus ojos había una mezcla de compasión y determinación.
—Me enteré de lo que sucedió en la sala del consejo —dijo con cautela, avanzando un par de pasos más hasta quedar frente a él—. Y también escuché sobre la carta de tu padre.
Atem apretó los labios, volviendo la vista hacia las estatuas.
—No es asunto tuyo, Mana —replicó, su tono más cortante de lo que pretendía.
Ella no retrocedió.
—¿No es asunto mío? —repitió con firmeza, cruzándose de brazos—. Atem, somos familia. Puede que no lleve la carga de un reino como tú, pero eso no significa que no me preocupe.
Atem dejó escapar un suspiro pesado, pasando una mano por su cabello oscuro.
—Lo último que necesito ahora es que tú también me recuerdes mis responsabilidades —dijo, su voz cargada de cansancio—. Ya tengo a cinco consejeros para eso.
Mana lo observó en silencio por un momento antes de dar un paso más hacia él, tan cerca que pudo ver el agotamiento detrás de su fachada.
—No vine a recordarte tus responsabilidades —dijo con suavidad—. Vine a recordarte que no estás solo.
Sus palabras lo tomaron por sorpresa. Atem levantó la vista para encontrarse con los ojos de Mana, y por un instante, la tensión en su pecho pareció aflojarse.
—Mana... —murmuró, pero no pudo continuar.
Ella colocó una mano sobre su brazo, un gesto pequeño pero lleno de significado.
—Sé que estás preocupado por tu padre —continuó—. Y sé que hay cosas que no puedes controlar, incluso siendo quien eres. Pero los dioses no te han abandonado, y tampoco lo haré yo.
Por primera vez en lo que parecían horas, Atem sintió un destello de alivio. Sus hombros se relajaron ligeramente, y aunque no lo dijo, estaba agradecido por la presencia de Mana.
—Gracias —dijo finalmente, su voz apenas un susurro.
Ella le sonrió, una sonrisa cálida que parecía iluminar incluso la penumbra del templo.
—Siempre —respondió.
Atem observó cómo Mana sacaba algo pequeño de uno de los bolsillos de su túnica. Antes de mostrarlo, desvió la mirada hacia las imponentes estatuas de los dioses, con un gesto casi reverencial, como si pidiera permiso o buscara evitar cualquier malentendido.
—Esto no es con intención de ofender, claro está —comentó, dirigiéndose más a las estatuas que a Atem, su tono cuidadoso pero despreocupado, como quien busca aplacar una posible furia divina.
Luego extendió su mano hacia Atem, dejando que el objeto descansara en su palma antes de revelarlo por completo.
En su mano descansaba un pequeño amuleto de aspecto sencillo pero peculiar. Atem lo reconoció al instante, no por su diseño, sino por el lugar de donde provenía.
—Un amuleto gitano —dijo, con una mezcla de curiosidad y sorpresa.
Mana asintió con una leve sonrisa, inclinando un poco la cabeza.
—Lo compré hace tiempo, en la plaza, cuando aún estaban ellos aqui —confesó—. Yugi me ayudó a elegirlo. Dijo que era un amuleto que, según sus creencias, absorbe las preocupaciones de quien lo lleva, aliviando su corazón.
Atem frunció el ceño ligeramente, tomando el objeto con cuidado entre sus dedos. Era pequeño, con un diseño intrincado que parecía casi hipnótico.
—Yugi, ¿eh? —murmuró, una leve sonrisa asomando en sus labios pese a la seriedad del momento.
Mana asintió, con una expresión que mezclaba la ligereza y la sinceridad.
—Sabes cómo era él —dijo—. Siempre buscando maneras de ayudar, aunque sean pequeñas.
Atem sostuvo el amuleto en su mano, examinándolo con detenimiento. Las creencias gitanas no formaban parte de su cultura, y mucho menos de sus costumbres. Pero el gesto de Mana y la conexión con Yugi lo hicieron dudar en descartarlo.
—Sé que no es algo propio de nuestra tradición —continuó Mana, mirando las estatuas una vez más, como si midiera sus palabras—. Pero al final, no importa lo que diga el amuleto. Lo que verdaderamente calma tu corazón no está en este objeto.
Atem levantó la mirada, encontrándose con los ojos de Mana, que parecían llenos de intención y una sabiduría poco habitual en ella.
—¿Y qué es lo que calma mi corazón, según tú? —preguntó, con un matiz de desafío en su tono.
Mana sonrió, con una calidez que hacía difícil no sentirse comprendido.
—Yugi —respondió sin vacilar—. Este amuleto viene de su cultura —explicó, con un tono lleno de suavidad y reverencia—. Su esencia está aquí, en cada detalle. Mirarlo es como mirarlo a él, como sentir su presencia incluso a la distancia.
Atem bajó la mirada al objeto, su corazón titubeando entre la curiosidad y una punzada de anhelo que no se atrevía a admitir.
—Sé que a veces el peso de todo esto es abrumador —continuó Mana, su voz impregnada de una ternura que solo ella sabía transmitir—. Pero también sé que su recuerdo... él... es lo único que puede calmar tu corazón, incluso cuando todo lo demás parece perdido.
-------------- 15 días después...
El salón del trono estaba en pleno bullicio, como era habitual durante las audiencias. Atem, sentado en el trono dorado que parecía más un símbolo de responsabilidad que de poder, escuchaba con atención las peticiones de los nobles y las disputas entre los cortesanos. Su postura era firme, pero sus ojos delataban la fatiga de semanas sin descanso.
De pronto, las puertas principales se abrieron de golpe, provocando un murmullo inquieto entre los presentes. Un mensajero cubierto de polvo y sudor irrumpió en el salón, con la respiración agitada y los ojos encendidos por la urgencia. Atem se tensó al instante, reconociendo al hombre. Era el mismo mensajero que había enviado días atrás hacia la frontera.
El salón quedó en completo silencio mientras el mensajero se acercaba a toda prisa, inclinándose profundamente ante el faraón antes de hablar.
—Mi señor... —dijo entre jadeos, su voz quebrada por el cansancio del largo viaje—. Traigo noticias de la frontera... y de su padre.
Atem se incorporó ligeramente en su asiento, su mirada fija en el mensajero. El peso de la expectación en el ambiente parecía hundir aún más las paredes del gran salón.
—Habla —ordenó Atem, su voz firme pero cargada de una tensión contenida.
El mensajero tragó saliva, titubeando un instante antes de continuar:
—Su Majestad, su padre está vivo, pero... ha sido gravemente herido en batalla. La situación en la frontera se ha complicado. Las fuerzas enemigas han avanzado más de lo esperado.
Un murmullo recorrió la sala, pero Atem levantó una mano, silenciando a todos al instante. Su rostro permaneció impasible, aunque sus puños, cerrados sobre los brazos del trono, traicionaban la tormenta que se libraba en su interior.
—¿Qué tan grave es su estado? —preguntó Atem, sus palabras cayendo como una sentencia.
El mensajero dudó un momento antes de responder:
—Está recibiendo cuidados, mi señor, pero... los sacerdotes creen que su recuperación será lenta, si es que logra sobrevivir.
El silencio que siguió fue sofocante. Atem inclinó la cabeza, cerrando los ojos por un instante, permitiéndose apenas un respiro antes de hablar de nuevo. Luego, con un aire contenido de autoridad, preguntó:
—¿Han atrapado al hombre que lo hirió?
El mensajero titubeó, su postura rígida traicionada por el nerviosismo que intentaba ocultar.
—Sí, mi señor... está bajo custodia, vigilado estrictamente.
Atem dejó escapar un suspiro controlado, pero su mirada no dejó de examinar al mensajero, buscando pistas que sus palabras pudieran no estar revelando.
—Entonces, lo capturaron antes de que pudiera huir —dedujo Atem, su voz firme, aunque su tono comenzaba a endurecerse.
El hombre tragó saliva, desviando la mirada por un instante antes de responder.
—Sí, mi señor. No opuso resistencia.
El ambiente se volvió más denso en la sala. Atem frunció ligeramente el ceño, sintiendo que algo no cuadraba.
—¿Quién es ese hombre? —preguntó, su tono ahora helado.
El mensajero vaciló, y su nerviosismo se hizo más evidente. Finalmente, tras un breve pero tenso silencio, respondió:
—Es... uno de los guardias de su padre, mi señor.
Atem sintió un golpe de incredulidad en su pecho. La idea de que uno de los hombres de su padre hubiera podido traicionarlo era difícil de aceptar.
—¿Un guardia? —repitió, casi como si buscara confirmar lo que acababa de oír—. ¿Uno de los hombres del ejército real?
El mensajero asintió, su expresión de incomodidad aumentando con cada segundo.
—Uno de los guardias de sangre gitana, mi señor —dijo finalmente, bajando la mirada.
El aire pareció desaparecer de la sala por un instante. Atem apretó los puños, sintiendo cómo una mezcla de emociones —ira, incredulidad y una punzada de algo más profundo— comenzaba a arremolinarse en su interior.
—¿Dónde está ahora? —preguntó Atem, su voz ahora baja, pero cargada de autoridad.
—Lo tienen bajo estricta vigilancia en la frontera, mi señor. Está siendo interrogado, pero aún no ha hablado.
Atem asintió lentamente, sin despegar su mirada del mensajero.
—Envía un mensaje —ordenó finalmente—. Quiero que ese hombre sea trasladado aquí bajo máxima seguridad.
El mensajero inclinó la cabeza, saliendo rápidamente de la sala. Atem mantuvo su postura erguida, su mirada intensa aún fija en el mensajero que acababa de salir de ahí. Sin embargo, el eco de pasos resonó desde el corredor antes de que la gran puerta del trono se abriera nuevamente, revelando a Ishizu.
—Eso no ocurrirá —declaró ella con firmeza, adentrándose en la sala con pasos seguros. Su tono, aunque respetuoso, llevaba consigo una autoridad que no admitía réplica inmediata.
—¿Qué significa eso, Ishizu? —demandó, su voz cargada de una mezcla de sorpresa e indignación—. Ese hombre es clave. Necesito respuestas, y las necesito ahora.
Ishizu inclinó ligeramente la cabeza, pero su expresión permaneció imperturbable.
—Estamos en tiempos de guerra, mi señor. No podemos darnos el lujo de gastar hombres en trasladar a un prisionero, por importante que sea.
—No es cualquier prisionero —interrumpió Atem—. Ese hombre traicionó a mi padre, el faraón. Esto no es un simple asunto militar; es alta traición.
Ishizu suspiró, manteniendo su tono firme, aunque sus ojos reflejaban cierta comprensión hacia la frustración de Atem.
—Lo sé, y no estoy subestimando la gravedad de lo que ocurrió. Pero nuestra prioridad no puede desviarse, Atem. El pueblo depende de ti, y la guerra aún no está ganada. Este no es el momento para buscar venganza personal.
Atem apretó los puños, sus ojos brillando con una mezcla de furia e incredulidad.
—¿Venganza personal? ¡Es mi deber como faraón proteger a mi pueblo y a mi familia! Ese hombre puso en peligro la estabilidad del reino y atentó contra la vida de mi padre.
Se puso de pie, su figura alta y majestuosa proyectando una sombra imponente sobre la sala.
—Soy el faraón —declaró, su voz resonando con fuerza—. Mi padre me otorgó este título, aunque sea de forma temporal, hasta su regreso.
Antes de que Ishizu pudiera responder, la puerta volvió a abrirse, y los demás miembros del consejo entraron en la sala, uno a uno. Mahad fue el primero, seguido de Shimon, Marik y finalmente Aknadin. Todos adoptaron posiciones solemnes, pero fue Aknadin quien rompió el silencio, con su habitual frialdad.
—Eres el faraón... temporalmente —corrigió Aknadin, sus palabras cargadas de un tono que no intentaba suavizar la situación—. Y tú mismo lo has dicho, Atem. Temporal. Tu título no es definitivo, y tus decisiones no son absolutas.
Atem giró hacia Aknadin, su rostro endureciéndose al escuchar esas palabras.
—¿Qué estás insinuando? —preguntó con un filo peligroso en su tono.
Aknadin dio un paso adelante, su mirada severa y calculadora.
—Estoy afirmando un hecho que tú bien conoces, mi señor. Tu padre, el faraón legítimo, nos encargó supervisar tus decisiones hasta su regreso. Él mismo dejó claro que, en caso de que te encuentres... indispuesto para actuar con objetividad, sería nuestra responsabilidad tomar las decisiones finales.
—Indispuesto —repitió Atem, con una mezcla de incredulidad y enfado—. ¿Eso es lo que piensan? ¿Que no soy capaz de gobernar?
Mahad, quien había permanecido en silencio hasta ahora, intervino con un tono conciliador.
—No se trata de tu capacidad, Atem. Sabemos que eres digno, pero también sabemos que en momentos de crisis, las emociones pueden nublar el juicio.
Shimon asintió, su rostro más blando que el de Aknadin, pero no menos firme.
—Tu padre conía en ti, príncipe, pero también confió en nosotros para guiarte. La situación requiere prudencia.
Atem apretó los dientes, mirando a cada uno de los presentes, pero fue Aknadin quien volvió a hablar, su tono definitivo.
—Por lo tanto, hasta que el faraón regrese o hasta que tu título sea definitivo, será este consejo quien determine las decisiones importantes. Y en este caso, nuestra decisión es que el prisionero permanezca donde está, bajo estricta vigilancia, hasta que el conflicto principal haya sido resuelto.
El aire en la sala era tenso, cargado de emociones contenidas y miradas cruzadas. Atem, aunque furioso, sabía que enfrentarse a todos en ese momento solo añadiría más tensión a una situación ya precaria. Sin embargo, la llama de la indignación brillaba en sus ojos.
—Muy bien —dijo finalmente, su voz baja pero afilada—. Que así sea... por ahora.
Continuará...
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