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4.- Verdad en la inocencia

El campamento gitano estaba en su máximo ajetreo mientras el sol comenzaba a descender, pintando el horizonte con tonos cálidos de naranja y dorado. Las carpas, hechas de tela vibrante, se sacudían suavemente con la brisa, mientras los gitanos iban y venían cargando objetos, ajustando decoraciones y preparando los instrumentos musicales que resonarían esa noche.

En el centro del campamento, un espacio amplio había sido despejado y adornado con antorchas y guirnaldas de flores. Una gran mesa cubierta con un mantel bordado en tonos carmesí y oro sostenía varios objetos simbólicos: un cuenco de madera lleno de arena del desierto, una rama de olivo, y pequeñas figurillas de animales talladas en madera. Cada uno representaba algo: el viaje, la paz y la protección.

La matriarca de la caravana, una mujer llamada Zahira, caminaba entre la multitud con un aire de calidez natural, ofreciendo una sonrisa amable a quien cruzara su mirada. Su cabello oscuro, peinado en una trenza adornada con pequeños colgantes dorados, reflejaba la luz de las antorchas, y llevaba un vestido largo de tonos oscuros con bordados carmesí y dorados que hablaban de su posición como guía. Zahira imponía respeto no por la severidad, sino por la amabilidad y confianza que transmitía en cada gesto.

—Asegúrate de que las guirnaldas estén bien sujetas, Aamil. No queremos que el viento arruine nuestro esfuerzo —dijo con voz suave pero firme, inclinándose para revisar una de las decoraciones. Su tono no dejaba espacio para la duda, pero tampoco intimidaba, y el joven al que se dirigía asintió rápidamente, agradeciendo sus indicaciones.

Cerca de Zahira, Mai y Tea ayudaban con los preparativos. Mai, con su cabello rubio peinado en suaves ondas, revisaba que las antorchas estuvieran bien colocadas y seguras. Su expresión serena se iluminaba con una sonrisa para cada persona que cruzaba su camino.

—Revisa que la base esté estable antes de encenderlas —dijo Mai a un muchacho que ajustaba una de las antorchas. Su tono era calmado, pero había un aire de confianza en sus palabras que hacía que cualquiera siguiera sus indicaciones sin titubear.

Por otro lado, Tea supervisaba a los instrumentos, asegurándose de que estuvieran afinados y en su lugar. Su postura era más rígida, y su expresión reflejaba la concentración con la que solía trabajar. Mientras ajustaba un laúd que estaba ligeramente desafinado, Zahira se le acercó con la misma calidez con la que trataba a todos.

—¿Cómo van los instrumentos, Tea? —preguntó Zahira con una sonrisa amable mientras se acercaba, notando cómo la castaña ajustaba con demasiada precisión las cuerdas de un laúd.

—Todo está bajo control, Matriarca Zahira —respondió Tea rápidamente, sin apartar la vista del instrumento que tenía en las manos.

Zahira observó en silencio por un momento, sus ojos perspicaces captando el ligero fruncir de ceño y el movimiento más rígido de lo habitual en la joven. Se inclinó un poco hacia ella, con una calidez que no necesitaba palabras.

—Tea, sé que cuando estás pensativa, tus manos trabajan el doble —comentó Zahira con una suave risa, logrando que la castaña se detuviera por un instante y la mirara.

—No es nada, de verdad —respondió Tea, intentando suavizar su tono mientras volvía a ajustar las cuerdas del laúd—. Solo quería asegurarme de que todo estuviera perfecto.

Zahira ladeó la cabeza ligeramente, como si sopesara las palabras de Tea.

—Hacer las cosas perfectas es admirable, pero a veces, la perfección puede ser una forma de distraernos de lo que realmente nos inquieta —dijo Zahira con calma, su voz como un río que fluía entre las tensiones de Tea.

La castaña se tensó un poco, pero mantuvo su compostura.

—Estoy bien, de verdad —insistió con una sonrisa que no alcanzaba sus ojos.

Zahira no presionó más. En lugar de ello, le dio una suave palmadita en el hombro.

—A veces, los problemas más complicados no necesitan resolverse de inmediato —comentó Zahira, su tono sereno pero cargado de intención—. Como cuando dos músicos tocan juntos pero no se entienden del todo; no siempre es cuestión de perfección, sino de aprender a escuchar el ritmo del otro.

Tea dejó de ajustar el laúd por un instante y apretó ligeramente los labios, sorprendida por las palabras.

—¿Qué quieres decir? —preguntó, esforzándose por mantener un tono neutral.

Zahira esbozó una sonrisa ligera, esa que la hacía parecer más sabia de lo que cualquiera esperaría de su juventud.

—Quiero decir que a veces, incluso cuando alguien toca una nota distinta a la nuestra, no significa que no puedan encontrar armonía con el tiempo. Forzar el ritmo solo desgasta las cuerdas, Tea. A veces, hay que dejarlas respirar para que encuentren su propio tono.

Tea apartó la mirada, tensando un poco los hombros, pero Zahira no presionó más.

—Eres increíblemente perspicaz, Matriarca Zahira —respondió finalmente con una mezcla de respeto y resignación.

Zahira rió suavemente y colocó una mano en su hombro.

—No soy más perspicaz que tú, Tea. Solo sé que, como el laúd que ajustas con tanto cuidado, a veces las relaciones también necesitan afinarse con paciencia.

Tea suspiró, sintiendo que, aunque la matriarca no sabía exactamente lo que pasaba, sus palabras habían tocado una fibra sensible. La matriarca siguió su camino, y Mai, que observaba la escena desde un lado, dejó escapar una pequeña risa mientras seguía ajustando otra antorcha.

—La matriarca siempre sabe cómo encontrar las palabras correctas, ¿verdad? —comentó Mai con un guiño hacia Tea, mientras ajustaba otra antorcha.

Tea, con los brazos cruzados y su postura rígida, soltó un leve suspiro antes de hablar.

—A veces me cuesta creer que alguien que solo es unos años mayor que yo pueda tener tanta sabiduría —admitió, aunque su tono no tenía rastro de envidia, solo un genuino asombro. Luego, con una media sonrisa apenas perceptible, agregó—: Pero tengo que admitir que el título de matriarca lo lleva con total merecimiento.

Mai rió suavemente, deteniéndose un momento para mirarla.

—Bueno, eso es lo que pasa cuando alguien lleva el corazón de la caravana consigo —dijo, ajustando una de las guirnaldas de flores—. Zahira no solo se preocupa por todos; de alguna forma, siempre sabe lo que cada uno necesita escuchar.

Tea rodó los ojos con un leve gesto, pero su expresión se suavizó mientras observaba a Zahira hablando con otro grupo de personas, irradiando calma y confianza.

—Supongo que no hay forma de discutir con eso —murmuró, aunque el leve tono de respeto en sus palabras fue suficiente para que Mai sonriera con satisfacción.

—Ves, Tea, si alguna vez decides admitir abiertamente que alguien más puede ser impresionante, quizás también podamos sorprendernos contigo —bromeó Mai, dándole un ligero codazo antes de volver a su tarea.

Tea negó con la cabeza, pero un pequeño brillo en sus ojos delataba que, en el fondo, estaba de acuerdo.

En un rincón del campamento, no lejos del bullicio de los preparativos, Yugi estaba rodeado por un grupo de niños, todos sentados en círculo alrededor de un pequeño montón de barro húmedo. Las risas y comentarios infantiles llenaban el aire mientras las pequeñas manos moldeaban figuras rudimentarias: camellos, palmeras, soles, y hasta algo que parecía ser una serpiente. Yugi, con las mangas de su blusa transparente cuidadosamente arremangadas y las manos manchadas de barro, trabajaba junto a ellos, formando un pequeño cuenco con delicado cuidado.

—¿Por qué estamos haciendo esto, Yugi? —preguntó una niña de ojos curiosos mientras intentaba moldear un camello que parecía más un gato.

Yugi sonrió, con esa calidez característica que siempre lograba captar la atención de los pequeños.

—Esto es parte de la celebración que llamamos Al-Jurf al-Mubarak. ¿Saben lo que significa? —preguntó, alzando la ceja mientras los niños se miraban entre sí, confundidos.

Un niño levantó la mano entusiasmado.

—¿Algo con arena? Porque hay mucha arena aquí.

Yugi soltó una risa ligera y asintió.

—Es una buena suposición. Al-Jurf al-Mubarak significa 'La Bendición del Terruño'. Es una forma de despedirnos de la tierra que nos ha dado refugio, alimentos y buenos momentos, y de pedirle que nos envíe con fortuna a nuestro próximo destino.

—¿Por eso hacemos las figuras? —preguntó otra niña mientras intentaba hacer una pequeña casa de barro.

—Exactamente. Cada figura representa algo especial para ustedes, algo que quieran agradecer o llevar con ustedes como recuerdo de este lugar —explicó Yugi, mostrando su cuenco—. Por ejemplo, este cuenco representa los alimentos que compartimos aquí, la abundancia que Egipto nos ha dado.

—¡Yo estoy haciendo un camello porque nos ayudaron a viajar por el desierto! —exclamó uno de los niños, mostrando su figura.

—¿Y yo puedo hacer una flor? —preguntó la niña que antes había hecho una casa—. Porque las flores son bonitas, pero también porque mamá dijo que una vez encontramos agua gracias a un árbol.

Yugi asintió con entusiasmo.

—Eso es perfecto. Cada figura tiene su propio significado, y al final las dejaremos en la tierra como un regalo de agradecimiento.

La tarde avanzaba lentamente, y la luz dorada del sol se filtraba a través de las ramas de los árboles cercanos, bañando el campamento en tonos cálidos. Los niños continuaban con sus figuras, mientras Yugi los observaba con una mezcla de orgullo y serenidad. Sus palabras seguían fluyendo con naturalidad, como si su conexión con la tierra y las tradiciones que compartía con ellos fuera algo innato, algo que había llevado consigo desde siempre.

—Cuando dejamos algo en un lugar, no es solo para agradecer, también es una forma de pedir que ese lugar nos acompañe en nuestro viaje. Los espíritus de la tierra siempre escuchan nuestros gestos, y eso nos protege donde quiera que vayamos —les explicó, mientras ayudaba a un niño a alisar la base de un sol de barro.

Uno de los niños, con los ojos brillantes, levantó la cabeza y preguntó con curiosidad:

—¿Y los espíritus siempre nos cuidan?

Yugi sonrió, inclinándose un poco hacia adelante como si compartiera un secreto.

—Nos cuidan, pero también nos enseñan. Cada viaje es una lección, y cada lección es un regalo. Así como la tierra nos da lo que necesitamos, nosotros debemos ser agradecidos y devolver lo que podemos. Las figuras que hacen, y la forma en que las dejamos aquí, son un recordatorio de que todo lo que damos regresa a nosotros de alguna manera.

Los niños asintieron, asimilando lentamente las palabras de Yugi mientras sus manos seguían creando. Un silencio pasajero se instaló, solo interrumpido por el sonido de las manos de los pequeños trabajando la arcilla, cuando uno de los niños levantó la vista hacia Yugi.

—¿Vamos a hacer algo más para el viaje? —preguntó, con una mezcla de entusiasmo y esperanza.

Yugi pensó por un momento antes de responder, mirando las figuras que ya estaban tomando forma sobre la tierra.

—Sí, al final de la celebración, vamos a quemar un pequeño montón de las figuras. El fuego llevará nuestros deseos y agradecimientos al cielo, y nos dará la fuerza que necesitamos para seguir adelante. El viento llevará nuestras oraciones, y el desierto nos abrirá el camino.

Una niña frunció el ceño con una ligera preocupación.

—¿Y si el viento no lleva nuestros deseos?

Yugi acarició su cabello suavemente, asegurándole que todo iba a estar bien.

—El viento lleva todo lo que es sincero. Mientras lo hagamos con el corazón abierto, no hay forma de que nuestros deseos no lleguen a donde tienen que ir. Y recuerden, lo que dejamos atrás también es parte de nosotros. Nunca olviden lo que hemos compartido aquí.

Con un asentimiento colectivo, los niños volvieron a sus tareas, más enfocados que nunca, mientras Yugi observaba el cielo que comenzaba a oscurecerse, con la sensación de que el ciclo de despedida y renovación estaba por cumplirse una vez más.

Mientras el sol descendía lentamente, tiñendo las nubes con tonos anaranjados y dorados, una sensación extraña y cálida lo invadió. Era como si todo a su alrededor se hubiera detenido por un momento, dejándolo solo con sus pensamientos. Había estado ocupado todo el día, guiando a los niños y participando en los preparativos de la celebración, pero ahora, cuando el día comenzaba a desvanecerse y la calma se extendía por el campamento, esa sensación no pudo ser ignorada. Se había estado negando a sí mismo el reconocimiento de lo que sentía, pero en ese preciso instante, la verdad lo golpeó con fuerza.

Esa noche significaba algo más. Algo que no podía ni quería entender por completo, pero que sin duda ya estaba marcando un antes y un después. Era como si una parte de su corazón hubiera estado guardando un espacio para alguien que, lentamente, había ido llenándolo sin que él pudiera darse cuenta del todo. No era un sentimiento que pudiera etiquetar fácilmente, ni mucho menos comprender en su totalidad, pero al mirar el cielo, Yugi sabía que estaba a punto de despedirse de algo más que un lugar. Estaba a punto de decir adiós a una presencia que lo había tocado profundamente, de una forma que ni él mismo había logrado entender hasta ahora.

El sol seguía bajando, el cielo tornándose más oscuro, y con cada minuto que pasaba, el nudo en su pecho se iba haciendo más palpable. ¿Qué significaba ese vacío que comenzaba a formarse dentro de él? ¿Por qué parecía que el futuro ya se sentía tan incierto, tan lejano, cuando hasta hacía poco todo había sido tan claro? Yugi cerró los ojos un instante, respirando profundamente, buscando alguna respuesta dentro de sí, pero lo único que encontraba era esa sensación de algo que estaba a punto de terminar, de un lazo que se iba a romper, y de un sentimiento que aún no estaba listo para afrontar.

La imagen de Atem, la forma en que su presencia iluminaba su mundo, invadió su mente. ¿Cómo podría dejar ir algo tan hermoso, tan lleno de promesas, cuando su corazón no sabía cómo soltarlo? Aunque la razón le decía que este adiós no era definitivo, que volvería a Egipto en un año, algo en su interior le susurraba que ese reencuentro no estaba garantizado. ¿Y si, al regresar, las cosas ya no fueran las mismas? ¿Y si él mismo ya no significara lo mismo para Atem? La incertidumbre se cernía sobre él, más pesada que cualquier despedida.

Yugi sabía que en algún rincón de su corazón había una pequeña esperanza, un tenue hilo que lo mantenía aferrado a la idea de que, al final, todo volvería a la normalidad. Pero otra parte de él temía lo que el futuro pudiera traer. Nadie le aseguraba que, al regresar, Atem lo recordaría de la misma forma. Nadie le prometía que su lugar en su vida seguiría intacto. Y mientras el sol se apagaba lentamente, Yugi comprendió, con una claridad dolorosa, que algunas despedidas no solo marcaban un adiós, sino también el temor a lo que podría ser un olvido.

—¿En qué piensas, Yugi? —la voz de una niña lo sacó de sus pensamientos.

Yugi parpadeó, un poco sorprendido de haberse perdido tanto en su propio mundo. Miró alrededor y vio que varios de los niños lo observaban, sus pequeños ojos brillando de curiosidad.

—Oh, no es nada. Estaba pensando en... en cómo vamos a terminar las figuras —respondió rápidamente, sonriendo con una mezcla de distracción y nerviosismo.

Pero uno de los niños, con su expresión seria, no se dejó engañar.

—Parece que estás pensando en algo más —dijo el niño, inclinando la cabeza mientras lo miraba con atención.

Yugi se rió un poco nervioso, sintiendo que el calor le subía a las mejillas.

—¿Por qué dices eso? —preguntó, forzando una sonrisa.

El niño lo miró fijamente, sin inmutarse, y respondió con la inocencia que solo los niños pueden tener.

—Lo escuché de un adulto. Decía que cuando alguien está con la mirada perdida, es porque está enamorado. Así que tú... ¿estás enamorado?

El aire pareció detenerse por un momento. Yugi se quedó en silencio, los ojos muy abiertos, intentando procesar lo que acababa de escuchar. No sabía si reírse o sentirse completamente avergonzado. ¿Cómo podían ver eso? ¿Era tan obvio?

—¡No! —respondió rápidamente, algo más agitado de lo que hubiera querido. —No, no estoy enamorado. ¡Solo estaba... distraído!

Los niños lo miraron fijamente, sin parecer convencidos. Pero fue otro de los niños, más pequeño, quien alzó la voz.

—¿Entonces por qué te sonrojas? —preguntó, con una sonrisa traviesa.

Yugi miró a su alrededor, sintiendo el calor de sus mejillas aumentando. Los niños comenzaron a reírse suavemente, sin malicia, pero con una claridad tan pura que hizo que Yugi se sintiera aún más nervioso.

—Es que... bueno, ¿cómo puedo explicarlo? —murmuró, sin saber muy bien cómo salir de esta conversación que parecía tener una vida propia.

Un niño, que había estado en silencio haciendo un sol de barro, levantó la vista y dijo con toda la seriedad de un pequeño que acaba de llegar a una gran conclusión:

—Yo creo que, si alguien está enamorado, es porque siempre piensa en esa persona, ¿no? Y si piensas mucho en alguien, es porque es importante. Mi mamá siempre dice que cuando alguien está enamorado, te pone como feliz. Como cuando me siento contento cuando mamá me abraza.

Yugi no pudo evitar sonreír, aunque no pudo evitar sentirse un poco nervioso ante la simpleza de lo que acababa de decir el niño. Parecía tan cierto, tan directo.

—Supongo que tienes razón... —dijo, mirando a los niños, quienes lo observaban con una mezcla de curiosidad y confianza.

Una niña levantó la mano, como si hubiera pensado en algo muy importante y quisiera compartirlo:

—Y yo creo que, cuando alguien te hace pensar mucho, no es que estés enamorado, es que esa persona debe ser súper especial. Como cuando yo no paro de pensar en el pastel que mi mamá va a hacer para mi cumpleaños. Yo sé que es delicioso, por eso no paro de pensar en él.

Yugi rió suavemente, más relajado por la ligereza de la conversación.

—Sí, sí, creo que... eso también cuenta. —dijo, pero sus pensamientos seguían ocupados en lo que había dicho el niño antes. ¿Estaba él pensando en alguien de esa manera?

Otro niño, que había estado en silencio hasta ese momento, se levantó de su lugar y, con la mirada fija en Yugi, soltó:

—Mi papá dice que cuando te pones todo raro, como con la mirada perdida, es porque estás pensando en alguien mucho. Dice que eso pasa cuando te enamoras. Yo creo que eso es lo que te pasa, Yugi, porque te ves como si estuvieras perdido.

Yugi se quedó quieto un momento, sorprendiendo un poco. No esperaba que los niños lo vieran de esa forma.

—¿Yo? ¿Perdido? —preguntó, un poco nervioso. —¿Por qué dices eso?

—Porque siempre estás mirando al cielo, como si estuvieras esperando algo o buscando algo. Yo creo que es porque te gusta alguien mucho —dijo el niño, mientras volvía a modelar su figura de barro.

Yugi se sonrojó ligeramente, sin saber qué responder. Los niños lo miraban con una curiosidad inocente, sin comprender completamente lo que significaba, pero con una claridad única en su forma de ver las cosas.

—Tal vez... tal vez tienes razón —dijo finalmente, con una pequeña sonrisa. —A veces, el corazón piensa cosas que la cabeza no entiende.

Y fue en ese momento cuando una de las niñas, mirando su figura de flor, dijo sin pensarlo:

—Si amas algo mucho, no lo dejas ir. Si te importa, aunque sea un poquito, siempre lo vas a llevar contigo, como cuando tienes un juguete favorito y no lo dejas ni cuando vas a dormir.

Yugi la miró, sorprendido por lo sencillo, pero profundo de sus palabras. Los niños no tenían miedo de decir lo que sentían, no se preocupaban por cómo sonarían. Simplemente lo decían.

Y, de repente, Yugi sintió que algo dentro de él se aligeraba. Tal vez no se trataba de soltar lo que sentía, sino de aceptarlo, de dejar que ese sentimiento, aunque incierto y temeroso, formara parte de él. No necesitaba saber todo de inmediato, no necesitaba tener todas las respuestas.

—¿Sabes qué? Creo que tienes razón —dijo Yugi, sintiendo una ligera paz en su corazón. —Tal vez no se trata de dejarlo ir. Tal vez se trata de... llevarlo con nosotros, de alguna manera.

Los niños, ajenos a la profundidad que sus palabras pudieran tener, siguieron trabajando en sus figuras con una sonrisa. Yugi los miró, sintiéndose agradecido por esa conversación tan simple pero tan clara. Ellos le enseñaron, con su inocencia, que no todo tiene que ser perfecto para ser valioso. A veces, solo hace falta dejarse llevar, confiar en lo que se siente y dejar que el amor florezca, incluso cuando no se entiende por completo.

Yugi había aprovechado un momento para escabullirse discretamente hacia la carpa que compartía con su hermana. Quería estar listo para la ceremonia, pero también había algo más que necesitaba hacer antes de unirse al resto del campamento. Mientras caminaba, su mente seguía enredada en las palabras no dichas y los pensamientos que siempre rondaban en su cabeza cuando se trataba de Atem.

Al llegar a su pequeña zona dentro de la carpa, se acercó a una mesa improvisada donde había dejado unos pequeños obsequios que había preparado para su amigo egipcio. Cada uno de los objetos tenía un significado especial, una forma de agradecer todo lo que había compartido con él durante estos días, todo lo que había aprendido sobre sí mismo y sobre el mundo de Atem.

Primero, Yugi recogió una pequeña figurilla de arcilla, pintada a mano con colores vibrantes, que representaba una rueda de la fortuna, símbolo que los gitanos consideraban un amuleto de suerte y cambio. La rueda era sencilla, pero cada trazo era un recordatorio del destino que se tejía día a día. A continuación, sacó un pañuelo bordado, que había hecho él mismo, con hilos rojos y dorados formando un patrón que representaba un viaje por caminos desconocidos, siempre en busca de algo nuevo, algo mejor. Era un símbolo de su vida errante, de las travesías que había recorrido junto a su gente, y ahora, lo ofrecía como un deseo de protección para Atem en su propio camino. Finalmente, tomó una pequeña piedra que había recogido cerca del río, pulida por el agua y el tiempo, con un agujero natural en su centro. Era una piedra de la suerte que los gitanos solían portar para protegerse de las malas energías, y Yugi sentía que era el regalo perfecto para alguien que había compartido tan intensos momentos con él.

Con estos tres objetos en las manos, Yugi sintió que estaba dejando algo más que simples recuerdos, algo de su esencia, su cultura y su corazón. Guardó cuidadosamente los regalos en un bolso con la esperanza de que, a través de ellos, Atem pudiera llevar consigo un pedazo de su mundo, de su vida, incluso cuando sus caminos se separaran.

Al escuchar el bullicio de las voces acercándose, Yugi reaccionó rápidamente, ocultando la bolsa con los obsequios entre las sábanas de su cama. Sus dedos se movieron rápidamente, asegurándose de que los regalos estuvieran fuera de la vista antes de salir de la carpa con cuidado. El sonido de los tambores y el canto a lo lejos le recordaba que el momento estaba cerca, y con él, la despedida que tanto temía.

La noche finalmente había caído sobre el campamento, envolviendo todo en una quietud profunda y misteriosa. Las luces de las antorchas titilaban, lanzando sombras danzantes sobre las tiendas y el suelo de tierra, mientras los miembros de la caravana se reunían alrededor del espacio preparado para la ceremonia. El aire estaba fresco, impregnado con la fragancia de la tierra húmeda y las hierbas que se usaban para los rituales.

Yugi, con el corazón en un nudo, dio un paso fuera de la carpa. El campamento parecía brillar con una luz propia, la cual contrastaba con el creciente sentimiento de melancolía que se apoderaba de él. Sabía que esta ceremonia, como tantas otras, no solo era una despedida de los lugares, sino también de las personas que marcaron su vida. Y, aunque parte de él aún no quería creer que esa despedida significaba el final, algo dentro de él le decía que, de alguna forma, no lo sería.

Todos se sentaron sobre cojines, formando un círculo amplio bajo el cielo estrellado. La atmósfera estaba impregnada de solemnidad, y el campamento se encontraba en un silencio respetuoso, apenas interrumpido por el suave crujir de las llamas en las antorchas que iluminaban la escena.
Yugi y Tea se acomodaron juntos sobre los cojines, cerca de Mai y Joey. El aire fresco de la noche les rodeaba, pero un peso inusual colgaba entre ellos. Yugi intentó ignorarlo, pero era difícil cuando sentía la mirada de Tea sobre él, de una manera que no lograba entender del todo.

Tea, con una ligera fruncida de ceño, rompió el silencio mientras se acomodaba a su lado.

—Entonces... ¿cómo te fue con los niños? —preguntó, manteniendo la voz neutral, pero sus ojos delataban una curiosidad disfrazada de indiferencia.

Yugi, mirando al frente, se encogió un poco de hombros, sin saber cómo lidiar con esa sensación incómoda entre ambos.

—Fue interesante —respondió con calma, recordando los momentos de esa tarde—. Creo que, sin quererlo, me enseñaron algunas cosas.

Tea, a pesar de su actitud distante, se mostró ligeramente interesada.

—¿Ah sí? ¿Qué te enseñaron? —preguntó, aunque no podía evitar que una sombra de tensión atravesara su expresión.

Yugi la miró brevemente, buscando las palabras adecuadas.

—Bueno... no sé cómo explicarlo. Ellos... ven las cosas de una forma tan sencilla, pero también profunda. Como si no tuvieran miedo de decir lo que sienten, y eso me hizo pensar un poco. Tal vez no se trata solo de entender todo, sino de permitirte sentir las cosas tal cual son, sin complicarlas demasiado. —suspiró, como si él mismo estuviera buscando respuestas, aunque no estuviera seguro de haberlas encontrado.

Tea asintió, sin emitir una palabra durante un breve momento. Su mirada se suavizó al recordar lo que ella misma había vivido. Luego, respondió con un tono más suave.

—A mí me pasó algo parecido... pero con los instrumentos —dijo Tea, tocando ligeramente el laúd que descansaba a su lado—. Zahira me habló sobre cómo a veces las cosas no tienen que sonar perfectas para ser hermosas. Me dijo que cada melodía tiene su propia historia, y que no todas deben ser iguales. Creo que... creo que eso también me hizo pensar en cómo a veces intento forzar las cosas para que salgan bien, cuando solo deberían fluir por sí solas.

Yugi la miró, viendo cómo sus palabras, tan simples pero cargadas de reflexión, le daban otra perspectiva.

—Creo que... todos tenemos algo que aprender de las pequeñas cosas, ¿no? —dijo con una ligera sonrisa.

Tea asintió, aunque sin decir nada más. Un silencio cómodo pero lleno de algo más permaneció entre ellos, como si la tensión se hubiera desvanecido un poco, pero los pensamientos siguieran vivos en sus mentes.

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La ceremonia estaba por iniciar. Zahira, con su presencia serena pero imponente, permaneció en el centro del círculo, mirando a su alrededor a los miembros de la caravana con una expresión que reflejaba tanto gratitud como esperanza.

Con voz firme pero cálida, comenzó a hablar, agradeciendo las bendiciones recibidas por esas tierras, y pidiendo fortuna para los viajes venideros. La ceremonia gitana era un ritual de agradecimiento, pero también un deseo de protección para aquellos que seguirían caminos inciertos.

Al final, Zahira cedió la palabra con una leve sonrisa, moviéndose hacia un lado y permitiendo que otro tomara el centro del círculo. Con un gesto ceremonial, ella presentó a una mujer de porte distinguido que avanzaba hacia el centro, una mujer cuya presencia parecía irradiar una calma ancestral.

—Este año, como siempre, tenemos una invitada especial —dijo Zahira, su tono amable pero cargado de respeto—. La señora Kamil, quien ha sido un pilar para nosotros, especialmente en Egipto, y es quien nos guía en las ceremonias más antiguas.

La señora Kamil, una mujer de rostro sereno y ojos profundos, se adelantó, su paso tan ligero que parecía desdibujar las fronteras entre el mundo físico y el espiritual. Su vestido, de telas finas y bordados intrincados, brillaba débilmente a la luz de las antorchas, y su presencia inspiraba respeto inmediato. Avanzó al centro del círculo, su figura envuelta en la suave luz de las antorchas, creando una atmósfera casi etérea. Su presencia era magnética, como si el tiempo mismo se detuviera a su alrededor, y sus ojos profundos observaban a cada miembro de la caravana con una calma que parecía calar en lo más profundo de los corazones. Todos sabían que sus palabras no eran solo un discurso, sino un eco de sabiduría que había sido transmitido por generaciones.

Con una voz suave, pero firme, comenzó a hablar, dejando que sus palabras fluyeran con la misma elegancia que sus movimientos:

—Como cada año, me complace dar la bienvenida a los nuevos rostros que se han unido a nuestra familia. A los que ya han caminado a nuestro lado, a los que nos han enseñado con su presencia y, por supuesto, a los que se van. Cada uno de ustedes es una chispa que ilumina nuestro camino, y me honra que el destino nos haya reunido una vez más en este rincón del mundo.

La señora Kamil hizo una pausa, como si las palabras de su madre aún resonaran en su mente, como si la escuchara claramente en ese mismo instante. Sus ojos miraron hacia el horizonte, donde las sombras de la noche comenzaban a cobrar fuerza, pero en su mirada había un reflejo de algo más antiguo, más profundo.

—Nunca formé parte de esta caravana, pues nací cuando mi madre ya se había asentado en Egipto, con el hombre que eligió como compañero para toda su vida. Mi madre, la gitana que llevó en su corazón el amor de un egipcio, se quedó allí, dejando atrás las tierras errantes que le vieron nacer. A mí me tocó conocer su historia a través de las palabras que me contaba, las historias de sus viajes, de las tradiciones y los rituales que marcaban su vida en esta misma caravana.

La señora Kamil sonrió levemente, como si pudiera ver a su madre frente a ella, y su voz, aunque suave, se impregnó de una melancolía dulce, cargada de los recuerdos de tiempos pasados.

—Mi madre me hablaba de las rutas que recorría, de los rostros que encontraba a su paso, de los encuentros y despedidas que formaban el latido de esta caravana. Me hablaba de los ritos, de los cantos, de los rituales de despedida y bienvenida que marcan el ciclo de nuestra existencia. Esas historias fueron las que formaron mis sueños, los que me hicieron entender que no importa dónde estés, siempre hay algo más allá del horizonte. Y cuando tuve edad suficiente, decidí seguir esos pasos, viajar a otras tierras en busca de objetos y aventuras, tal como ella lo hizo, aunque de una forma distinta.

La señora Kamil se dejó llevar por los recuerdos de sus propios viajes, y su rostro se iluminó con una energía nueva, una energía que solo los años de errancia pueden otorgar. Su voz se volvió más firme, pero igualmente cargada de sabiduría.

—Esos viajes me han enseñado que la vida es como una colección de tesoros, no siempre visibles, pero que se encuentran en cada rincón del mundo: una sonrisa, un gesto, una amistad que surge en el momento más inesperado. Como mi madre, yo también he viajado, siempre buscando, siempre aprendiendo. Y aunque mi corazón está lleno de la calidez de Egipto, siempre he llevado conmigo la esencia gitana, la libertad de caminar por el mundo sin ataduras, sin fronteras.

La caravana escuchaba con atención, sintiendo que las palabras de la señora Kamil iban más allá de una simple despedida, que había en ellas una enseñanza, un legado que se pasaba de generación en generación. Ella continuó, mirando con cariño a aquellos que la rodeaban:

—Y aunque nunca formé parte formalmente de esta caravana, siempre he llevado en mi alma sus enseñanzas. Mis caminos han sido distintos, pero siempre han estado guiados por esa misma luz que ustedes portan, esa luz que solo aquellos que han vivido como viajeros pueden entender.

La señora Kamil levantó ligeramente la cabeza, mirando a las estrellas que comenzaban a brillar con fuerza en el cielo despejado. Su voz se suavizó aún más, pero cada palabra llevaba consigo la profundidad de su experiencia.

—Y aunque mi corazón lleva con orgullo ambos mundos, siempre ha sido el espíritu gitano el que ha dado forma a mi ser. Es en esta cultura en la que encuentro mi libertad, mi pasión por los caminos interminables, mi amor por la vida errante. El amor por lo incierto, por lo inalcanzable. Cada pueblo, cada rincón que cruzamos, deja una huella, una enseñanza, una historia. Y es por ello que cada año, cuando parten de este lugar, siento que una parte de mí también se va con ustedes, con las huellas de este viaje compartido.

La señora Kamil levantó las manos hacia el cielo estrellado, como si invocara las bendiciones de los ancestros, y todos los presentes la miraron con reverencia.

—Pero no hay viaje sin final, y no hay despedida sin esperanza. Les deseo un buen viaje, a todos los que parten. Que los vientos los lleven hacia nuevas ciudades, nuevas tierras, nuevas historias. Que el sol ilumine sus caminos y que la fortuna les sonría en cada paso que den. La vida es un viaje, y como todo viaje, está lleno de sorpresas, de desafíos, y de momentos que jamás se olvidan.

La señora Kamil sonrió ligeramente, y sus ojos brillaron con un destello de cariño mientras sus palabras se volvían más cercanas, más personales.

—Como siempre, los esperaré en Egipto. Mi casa será su refugio, su descanso. Mis puertas estarán abiertas para todos aquellos que necesiten un lugar donde respirar, donde encontrar un poco de paz después de tantas jornadas de andar. Pero al igual que ustedes, yo también seguiré mi camino, recolectando mis propios tesoros, esos que no se ven, pero que son los que realmente importan. Los tesoros del alma, los recuerdos, las lecciones, las amistades que se hacen en el camino.

La señora Kamil miró a cada miembro de la caravana, sus ojos cálidos y sabios. Todos, sin excepción, sabían que su presencia era más que la de una simple mujer; era la esencia misma de la caravana, el alma de todos aquellos que formaban parte de ella. Su voz, cargada de cariño y sabiduría, continuó:

—Recuerden siempre, mis queridos amigos, que las tierras no pertenecen a nadie. Somos solo viajeros. Todos somos viajeros, buscando lo que nos completa, lo que nos da vida. Así que sigan su camino, con valentía, con honor, con amor. Y cuando el viento los lleve a Egipto, allí me encontrarán, esperando con los brazos abiertos, como siempre.

Al finalizar, la señora Kamil hizo una leve reverencia, una señal de respeto hacia la caravana y hacia todos los que la habían acompañado a lo largo de los años. Su voz se apagó, pero las palabras que había pronunciado quedaron flotando en el aire, impregnadas en el alma de todos los presentes. La ceremonia continuó, pero ahora, cada uno llevaba consigo un pedazo de la sabiduría de la señora Kamil, un pedazo de la sabiduría que solo el tiempo y la experiencia pueden otorgar.

Zahira, con una mirada serena pero cargada de una silenciosa gratitud, se acercó a la señora Kamil, inclinándose levemente en señal de respeto. En sus manos llevaba un cuenco tallado en madera, cuidadosamente decorado con símbolos que representaban los elementos que regían su mundo. La ceremonia estaba a punto de comenzar, y Zahira sabía que este momento requería la guía de la señora Kamil, considerada como la seegunda matriarca de la caravana durante su estancia en Egipto.

—Señora Kamil, como cada año, le pedimos que guíe la celebración, que nos conecte con los espíritus de la tierra, nuestros ancestros y las estrellas —dijo Zahira, su voz suave pero firme, mientras la caravana esperaba en silencio.

La señora Kamil la miró con suavidad, como si evaluara las palabras de Zahira. Con un leve suspiro, aceptó su petición, pero antes de responder, sus ojos brillaron con una calidez que solo los que la conocían bien podían reconocer.

—Tu madre estaría muy orgullosa de ti, hija mía —susurró la señora Kamil, su voz llena de una ternura que solo podía expresar una figura materna. Luego, miró a Zahira con una sonrisa sutil, llena de orgullo y emoción contenida—. Los guiaré, como cada año lo he hecho.

Zahira, aunque fuerte, no pudo evitar que sus ojos se humedecieran ante esas palabras. Asintió lentamente, agradecida por el apoyo que siempre había recibido de la señora Kamil, quien no solo era una guía espiritual, sino también una presencia que había estado a su lado en cada paso del camino.

La señora Kamil asintió a Zahira, quien le entregó aquel cuenco de madera tallada, decorado con intrincados símbolos que representaban los elementos de la tierra y el cielo. La madera, pulida por el paso del tiempo, parecía vibrar suavemente con una energía ancestral. Con una reverencia hacia la señora Kamil, Zahira colocó el cuenco sobre una pequeña mesa de piedra, rodeada de velas encendidas que titilaban como estrellas en la oscuridad.

Zahira se retiró, y la señora Kamill, con una mirada hacia el cielo estrellado levantó las manos, invocando la fuerza de los espíritus de la tierra, de los ancestros que habían caminado por estos caminos antes que ellos. La caravana guardó un profundo silencio, como si el aire mismo escuchara las palabras que Kamill iba a pronunciar.

—Oh, espíritus de la tierra, que nos abrazan con su quietud y nos guían en cada paso —comenzó la mujer, su voz serena y llena de respeto—. Te agradecemos por la protección que nos brindas, por la vida que nutres bajo nuestros pies, por la sabiduría que llevamos con nosotros. Que tu fuerza sea siempre nuestra, y tu paciencia nos guíe en cada sendero que tomemos.

Los ojos de los presentes se alzaron hacia el cielo, como si esperaran una señal de los astros.

—A los ancestros que nos precedieron, que nos enseñaron el arte de la vida y la danza, pedimos tu guía. Que protejas nuestros sueños, que mantengas vivas nuestras historias, y que tu espíritu nos acompañe en cada paso. Cuando viajemos por tierras lejanas, bajo el calor de tu sol, que nuestras manos sigan tejidas con la memoria de quienes somos.

Kamil hizo una breve pausa y luego, con voz más suave pero cargada de emoción, añadió:

—Y a las estrellas, las que nos iluminan desde la vastedad de este cielo, pedimos que nos sigan. Que nunca se apague la luz que nos guía, que nunca se pierda nuestro camino en la oscuridad. Que el viento nos lleve, pero que siempre podamos ver el brillo de las estrellas en cada cruce de caminos.

Con un gesto final, dejó caer unos pocos pétalos de flores sobre el cuenco, simbolizando la ofrenda a los espíritus y a los ancestros, mientras una brisa ligera comenzó a soplar, como si la misma naturaleza hubiera respondido a su invocación.

La atmósfera se llenó de una energía palpable, de una conexión profunda entre todos los presentes, y entonces, la música comenzó a llenar el aire. El sonido de los tambores, las flautas y los laúdes se alzó, resonando en la noche. La gente empezó a levantarse, algunos tocando instrumentos con fervor, otros con los ojos cerrados, dejándose llevar por el ritmo de la danza.

Yugi, Tea, Joey, Mai, y los demás miembros de la caravana se unieron al círculo, no como espectadores, sino como parte de la misma celebración. Las mujeres giraban y daban saltos al ritmo de los tambores, sus ropas de colores vibrantes ondeando en el aire, mientras los hombres tocaban con pasión, sus dedos bailando sobre las cuerdas de los instrumentos y los parches de los tambores. Los pasos de baile no tenían forma, eran espontáneos, nacidos de la energía del momento y de la conexión entre todos los presentes.

Yugi, sin poder evitarlo, se dejó llevar por el ritmo, sus pies moviéndose casi por sí solos mientras observaba la alegría de los niños que se unían a la danza, saltando y riendo con la misma inocencia que los pájaros al amanecer. En ese instante, Yugi sintió la pureza de ese momento: el vínculo que existía entre todos los que compartían ese espacio, sin necesidad de palabras, solo a través de la música, el movimiento y la presencia.

En el centro de todo, Zahira danzaba con una gracia que parecía provenir de un lugar ancestral, como si el suelo mismo se moviera con ella. Sus movimientos eran lentos y ceremoniosos, pero también llenos de poder, como si estuviera invocando la fuerza de los elementos a través de su danza. La señora Kamil la observaba desde un costado, una leve sonrisa en su rostro, como si entendiera el mensaje que se transmitía sin necesidad de palabras.

La ceremonia, la danza, la música... todo se fundió en una armonía perfecta. Las risas y los pasos de baile eran como un eco lejano para Yugi, que observaba en silencio. A pesar de la atmósfera llena de vida y luz, algo en su interior no podía dejar de sentirse pesado. Aunque la noche seguía avanzando, Yugi no pudo evitar pensar que, en ese momento, el futuro no importaba tanto como el presente.

En medio de todo el bullicio, la necesidad de estar solo lo llamó. Aprovechó un instante de distracción y, sin que nadie lo notara, se escabulló hacia la oscuridad. Se desvió con paso apresurado hacia su tienda, el sonido de los tambores y las voces quedando atrás como un murmullo distante.

Dentro de su pequeña tienda, se detuvo frente a la bolsa que había preparado antes. Con manos que aún temblaban ligeramente, la tomó entre sus dedos, como si fuera un objeto frágil, casi sagrado. Era el único paquete que había llevado consigo, el que había preparado con esmero durante días, en silencio, sin dejar que nadie supiera de su contenido. Lo que había dentro, sin embargo, ya no importaba tanto como lo que representaba: la despedida.

Tomó la capa para el frío y la lanzó sobre sus hombros, ajustándola con cuidado. El viento fresco del desierto soplaba fuera, pero Yugi apenas lo notó. No sentía frío. Solo sentía un nudo constante en su pecho. Había llegado el momento.

Corrió sin mirar atrás, el sonido de sus pasos resonando en la quietud de la noche. El Nilo lo esperaba, el lugar acordado, el sitio donde se encontraría con él. No sabía si esa despedida sería la última, o si el futuro, con toda su incertidumbre, podría torcer el curso de sus vidas. Ya no tenía miedo, aunque el dolor seguía presente. Había llegado a un punto donde las palabras no podían describir lo que sentía, porque incluso en la certeza de la despedida, algo en su interior se negaba a dejar ir.

A cada paso, se acercaba más al río, al encuentro que definirá todo lo que había sido, y lo que quedaría atrás. Pero esa noche, en ese instante, lo único que importaba era el presente, y lo que este momento representaba: un último adiós, sin promesas, solo la verdad de lo que había sido.

Y cuando llegó, se detuvo un instante junto a las aguas, respirando profundamente, dejando que todo el bullicio de la ceremonia se desvaneciera. Ahora solo quedaba él, el Nilo, y aquel que había sido su todo durante tanto tiempo.

Ya no había miedo, pero el dolor persistía, un dolor que no sabía cómo llevar, pero que estaba dispuesto a enfrentar, por una última vez.

Continuará...

Personitas bellas, una aclaración breve:

Por temas de ajustes de tiempo en la historia y para que los sucesos tengan sentido cronologico, cambié las edades de algunos personajes:

Yugi: 15 años
Atem: 16 años
Mana: 15 años
Tea: 19 años
Joey: 20 años
Mai: 22 años

Algunos no se habia mencionado edad aún pero les dejo el dato jeje :3

Y también, modifiqué el tiempo que la caravana viajera se queda en egipto: ya no se quedan una semana, se quedan 28 días.

Con esto aclarado me despido, espero el capítulo les haya agradado ^^

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