10.- El peso de la corona (Final de T1)
5 días después...
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El humo del incienso flotaba suavemente en el aire, impregnando el ambiente con un aroma denso y terroso. Las llamas de las antorchas titilaban en la penumbra del templo, proyectando sombras danzantes sobre las paredes adornadas con inscripciones sagradas. Mana estaba arrodillada frente al altar, con las manos juntas y los ojos cerrados, murmurando una plegaria silenciosa a los dioses. Su rostro, iluminado apenas por el resplandor de las velas, reflejaba una mezcla de preocupación y esperanza.
La súbita entrada de una figura apresurada rompió la tranquilidad del lugar. Una joven dama de compañía, casi recién asignada por órdenes del faraón, irrumpió en el templo con pasos vacilantes, inclinándose profundamente al darse cuenta de que había interrumpido un momento sagrado.
—Mil disculpas por mi intromisión, princesa —dijo con la voz entrecortada—, pero el príncipe... él... ¡está llegando!
Mana abrió los ojos de golpe. No hubo necesidad de más palabras. Se puso de pie con una rapidez que deshizo la serena compostura que había mantenido hasta ese momento. Sin prestar atención a la joven que aún se inclinaba, salió corriendo del templo, dejando atrás el eco de sus pasos apresurados.
El aire nocturno, fresco y seco, golpeaba su rostro con fuerza, como si intentara detenerla, pero Mana no se detuvo. Cada paso que daba retumbaba en su pecho, su respiración se volvía más errática, su mente solo podía concentrarse en una cosa: llegar a él, a Atem.
El sonido de sus sandalias golpeando el mármol del palacio resonaba en su oído, mezclado con el latido acelerado de su corazón, que parecía estar a punto de salirse de su pecho. Sentía el ardor en sus piernas, el peso del cansancio, pero no se permitió reducir la velocidad. El peso de lo que había ocurrido, de las decisiones que se tomaron sin su consentimiento, de las vidas que estaban por cambiar, la empujaba hacia adelante.
Las enormes puertas del palacio ya estaban entreabiertas. A lo lejos, las sombras de los jinetes se acercaban, las antorchas iluminando tenuemente la figura que esperaba en el umbral. Mana no pudo evitar que sus ojos se humedecieran al reconocer la silueta de Atem montando a su caballo. Un nudo en la garganta la detuvo por un instante, pero no, no podía detenerse ahora.
El viento, que antes la acariciaba suavemente, ahora parecía burlarse de ella, llevando consigo el eco de sus propios pasos, como si cada uno de ellos fuera una pesada carga. En su mente solo había una imagen: Atem, ahí, justo frente a ella.
—¡Atem! —gritó con la voz quebrada, sin importarle los guardias que intentaban frenarla. La desesperación en su grito era palpable, un grito que parecía arrancarle el aliento. No necesitaba más palabras, no necesitaba nada más. Solo quería estar cerca de él, saber que, al menos por un momento, todo lo que sentía no era en vano.
Atem la vio. No hubo necesidad de mirar a su alrededor para saber lo que sucedía. Tiró de las riendas, haciendo que su caballo acelerara, y en un abrir y cerrar de ojos, estaba frente a ella, descendiendo con la agilidad de siempre.
Mana no pensó. No hubo espacio para pensarlo. Se lanzó a sus brazos con una urgencia desbordante, sintiendo el calor de su cuerpo, el latido constante de su pecho. Fue un abrazo impulsado por una mezcla de miedo y alivio, como si el mundo se estuviera desmoronando a su alrededor y él fuera el único refugio que le quedaba.
El aire se llenó de la fragancia de su perfume, de la tensión que ambos compartían. Mana se aferró a él con la fuerza de alguien que no sabe si volverá a tener una oportunidad de estar así, cerca de él. Las lágrimas comenzaron a caer sin control, sus hombros temblaban con cada sollozo ahogado.
Atem, al principio desconcertado, rodeó su cuerpo con sus brazos, un gesto automático, pero en cuanto sintió la fragilidad de su prima, la angustia evidente en su cuerpo, entendió. No preguntó, no hizo más que contenerla.
—Lo siento... lo siento tanto... —susurró Mana entre sollozos, las palabras se enredaban en su garganta.— Quise avisarte antes, pero no me dejaron... no me permitieron hacerlo...
Atem la separó suavemente, sin querer soltarla, pero también consciente de lo que eso significaba. La miró a los ojos, y aunque la rabia y la confusión lo invadían, no podía dejar de ver la desesperación en los de ella.
—¿Quién está con él? —preguntó, su voz grave, cargada de la urgencia de la situación.
Mana apretó con fuerza las manos de Atem, buscando que a través del contacto él pudiera comprender la intensidad de su angustia.
—El consejo... solo ellos. Nadie más puede entrar a su dormitorio —murmuró, temblando, mientras sus ojos brillaban con la evidencia de su miedo.
Atem se quedó en silencio un momento, procesando las palabras, pero cuando las entendió por completo, el peso de la realidad cayó sobre él. No había tiempo para más palabras.
—Corre —dijo ella, con firmeza, como si en sus palabras se depositara la última esperanza.
Sin responder, Atem se soltó de sus manos y comenzó a correr hacia el interior del palacio, sus sandalias resonando en el mármol. La desesperación lo impulsaba, guiado por un solo objetivo: llegar a los aposentos de su padre.
Atem corría sin detenerse, sus pies apenas tocando el suelo, su mente nublada por una furia creciente. Los pasillos del palacio parecían alargarse más de lo normal, cada rincón lleno de sombras que no alcanzaban a disiparse con las antorchas. El aire se volvía denso a medida que avanzaba, como si el peso de la situación lo estuviera tragando. A su alrededor, los murmullos de los sirvientes y las sombras de los guardias desaparecían a medida que él se internaba en la parte más profunda del palacio.
Subió las escaleras en tres zancadas largas, sin detenerse ni a respirar. La visión de su padre, el hombre que había guiado a Egipto con puño firme y que ahora yacía en peligro, era lo único que tenía en mente. No importaba nada más. Solo él. Solo ese cuarto.
Cuando llegó a la puerta de los aposentos, se detuvo por un momento, sus dedos temblando de ansiedad, pero ni siquiera pudo acercarse a tocar el pomo. Los guardias lo interceptaron de inmediato, bloqueando su camino con firmeza, como una pared impenetrable.
—¡¿Qué hacen?! —gritó Atem, el tono de su voz cargado de ira y desesperación.
—Lo siento, príncipe, pero... no podemos permitirle la entrada. El maestro Mahad ha ordenado que antes de que entre, debemos informarle a él —respondió uno de los guardias, sin atreverse a mirarlo directamente a los ojos.
Atem apretó los dientes con fuerza, sintiendo cómo su control comenzaba a desmoronarse. La rabia lo invadía de nuevo, más fuerte que antes, y esa sensación de impotencia lo hacía perder el control por completo.
—¡¿Acaso olvidaron quién soy?! ¡Retírense de inmediato! —ordenó, sus ojos brillando con furia.
Pero los guardias permanecieron firmes, sin mover un músculo. El único que había hablado se atrevió a replicar:
—Lo lamentamos, príncipe. El maestro Mahad dijo que antes de su entrada, nadie debe ingresar sin su permiso. Nos dijo que debemos informarle a él primero.
El tiempo parecía estancarse. Atem sentía cómo su paciencia se agotaba a medida que la tensión en el aire se volvía insoportable. Pero antes de que pudiera insistir, la puerta se abrió suavemente, y Mahad apareció en el umbral, cerrándola con cuidado detrás de él.
Atem lo observó fijamente, la furia todavía ardiendo en su pecho, pero algo en la calma de Mahad lo detuvo. Mahad, en su infinita serenidad, no mostraba signos de miedo ni de duda. Sin embargo, había algo en su mirada, un leve destello de preocupación que, aunque tenue, hizo que Atem se preguntara qué estaba pasando realmente dentro de esas paredes.
—¿Qué te pasa, Mahad? —preguntó, su voz temblando por la mezcla de impotencia y enojo—. ¿Por qué la prohibición de que yo entre? ¡Es mi padre!
Mahad no respondió de inmediato. En lugar de eso, dio un paso hacia él y, con un gesto lento pero firme, colocó ambas manos en los hombros de Atem. El contacto fue suave, pero cargado de una urgencia silenciosa.
—Baja la voz, príncipe —dijo Mahad, su tono tranquilo pero serio—. No es por desobedecerte, ni por impedirte ver a tu padre. Es solo que... la situación es mucho más grave de lo que imaginas.
Atem, aún impulsado por la furia y el deseo de ingresar a la habitación sin importar los obstáculos, se tensó bajo el contacto de Mahad, pero su voz se calmó un poco, aunque la incomodidad en su pecho aumentaba con cada palabra que el maestro pronunciaba.
Mahad continuó, sin dejar de mirarlo directamente a los ojos, su expresión seria, casi dolorosa.
—Pedí que esperaras porque quiero prepararte para lo que vas a ver —dijo Mahad, su tono más bajo ahora, como si tratara de suavizar la crudeza de la verdad que estaba a punto de revelarse.
Atem no entendió de inmediato, pero antes de que pudiera protestar, Mahad continuó.
—El faraón no es el hombre que recuerdas, Atem —dijo con suavidad, casi como si cada palabra le pesara—. No es el hombre que viste hace apenas tres meses, ni el hombre que dejaste atrás en recuperación. Su condición... su estado es mucho peor de lo que imaginamos.
El impacto de las palabras de Mahad dejó a Atem sin aliento. Un escalofrío recorrió su columna vertebral, y la furia comenzó a desvanecerse, reemplazada por una confusión y un miedo que nunca había experimentado antes. Aquello no era lo que había esperado escuchar. ¿Cómo podía su padre estar tan mal si apenas hace unas semanas todo parecía en orden?
Atem tragó con dificultad, sin poder hacer que las palabras salieran de su boca de inmediato. Su corazón latía rápido, golpeando contra su pecho con fuerza, como si quisiera escapar de él.
—¿Qué... qué le ha sucedido? —logró decir finalmente, su voz ronca, quebrada por el temor que ahora lo invadía.
Mahad miró hacia la puerta de los aposentos del faraón, como si la respuesta estuviera justo al otro lado, esperando. Cuando volvió a encontrar la mirada de Atem, vio la vulnerabilidad que nunca antes había sido tan evidente en él. Un príncipe, un líder, tan fuerte y decidido en su vida, pero ahora, de alguna manera, reducido a un hijo preocupado por el destino de su padre.
—Su salud ha empeorado rápidamente. No es solo el cuerpo lo que lo consume, sino su espíritu. El faraón ya no es el hombre que tú conocías —respondió Mahad, con un dolor palpable en su voz.
El silencio se hizo pesado entre ellos. Atem no sabía qué hacer con esa información. ¿Qué significaba todo esto? ¿Por qué su padre había cambiado tan drásticamente en tan poco tiempo? ¿Qué había sucedido en ese tiempo en el que él estuvo lejos?
Atem, herido por la revelación, respiraba con dificultad, su mente aturdiéndose con la avalancha de emociones. El dolor de la preocupación por su padre, la rabia por no haber sido informado, todo se acumulaba en su pecho y lo hacía sentir como si la presión fuera a estallar en cualquier momento.
—¿Por qué no me dijeron nada antes? —preguntó, su voz cargada de furia, pero también de angustia. Miró a Mahad, esperando alguna justificación. Sus puños se cerraron, con los dedos apretando los bordes de su túnica—. Las cartas que recibía de mi padre... ¡Parecían estar bien! ¿Por qué demonios nadie me dijo nada?
Mahad permaneció en silencio por un instante, su rostro serio, sin mostrar signos de incomodidad ante la furia de Atem. Sabía que lo que estaba diciendo el príncipe tenía razón, pero su deber, al igual que el de los demás miembros del consejo, era proteger al faraón y mantener todo lo relacionado con su salud en secreto.
—El faraón y el consejo decidieron así —dijo Mahad, su tono grave, como si las palabras le costaran—. No era algo que nosotros pudiéramos cambiar. Se mantuvo en secreto para protegerte, para proteger al reino.
Atem apretó los dientes, su ira solo crecía al escuchar las palabras de Mahad. La idea de que su propio padre, el hombre que había sido su modelo y su pilar, le negara esta información, le pesaba como una losa. Pero lo que más lo lastimaba era el hecho de que el consejo había tomado esa decisión por él, sin siquiera consultarlo.
—Lo entiendo de mi padre —dijo Atem, su voz quebrándose por la frustración. Levantó la mano con furia contenida—. ¡Pero qué maldito derecho tiene el consejo para negarme esta información! ¡Más que el faraón, él es mi padre! ¡Y yo, como príncipe, debí haber sido el primero en saber todo esto! ¡Yo, no ustedes!
Mahad no movió un músculo, pero sus ojos mostraban una compasión silenciosa, como si entendiera completamente el dolor de Atem, pero no pudiera hacer nada para aliviarlo.
—Nadie lo sabía —respondió Mahad con pesar—. Ni el palacio ni el reino. Solo nosotros, los miembros del consejo... y el doctor. La noticia de que el faraón estaba realmente grave solo se hizo pública hace unos pocos días. Ni siquiera Mana sabía. Para todos, el faraón seguía recuperándose en su cama.
Atem frunció el ceño, un nudo en el estómago que lo debilitaba. ¿Qué había sucedido en esos días de ausencia, cuando él estaba fuera del palacio? Había hablado con su padre en las cartas, había estado convencido de que todo estaba bien, pero... ahora entendía que lo que había leído no era más que una fachada.
—Primero fue la puñalada, luego dijeron que era solo una gripe... —continuó Mahad, su voz ahora casi susurrante, como si cada palabra le doliera—. No queríamos causar temor ni pánico sobre la salud del faraón, pero la realidad es otra. La puñalada nunca pareció mejorar, y fue esa infección la que, poco a poco, lo está consumiendo.
Atem sintió un escalofrío recorrer su cuerpo. ¿La puñalada? Se suponía que desde antes de irse, el faraón estaba mejorando de esa herida. El hecho de que la salud de su padre estuviera empeorando tan rápidamente, sin que él lo supiera, le provocaba una sensación de impotencia. ¿Cómo había sido posible que nadie le advirtiera de lo que realmente estaba pasando?
—Déjame pasar —pidió Atem, su tono ahora suave, pero lleno de una urgencia contenida. Mahad abrió la boca para decir algo más, pero Atem no le dio tiempo— ¡Quítate! —ordenó, su voz más firme y cortante que antes.
Mahad, ante la determinación de Atem, se hizo a un lado, sin decir una palabra más. Miró a los guardias que se mantenían a la entrada, y con una mirada, les indicó que no interfirieran. Atem no los miró; su enfoque estaba completamente en la puerta.
Con un rápido movimiento, empujó la puerta, sin esperar más. Esta se abrió lentamente, revelando la habitación sombría en la que su padre descansaba. Atem cruzó el umbral con paso firme, dejando atrás la mirada de Mahad y los guardias, que sabían que no podían detenerlo.
Al entrar, el aire en la habitación le golpeó como una ola de frialdad. La luz filtrada por las cortinas sumía todo en una oscuridad que acentuaba la tensión. En el centro, recostado en la cama, estaba su padre, pero lo que vio no fue la figura imponente que recordaba.
Atem sintió cómo el peso de la escena le oprimía el pecho. La boca se le secó, las palabras le faltaron. Dio un paso más, acercándose a la cama, y miró a su padre con la garganta cerrada, incapaz de comprender cómo aquello había sucedido en tan poco tiempo.
La figura de un médico, de pie junto a la cama, miraba al príncipe con una mezcla de respeto y tristeza. Mahad había hablado con él previamente, pero no había necesidad de palabras en ese momento. Atem solo necesitaba ver con sus propios ojos lo que estaba ocurriendo. Su padre, el faraón, quien siempre había sido un pilar inquebrantable, estaba ahora al borde de la muerte.
A su alrededor, los otros miembros del consejo se encontraban en silencio, observando con la misma expresión de pesar y gravedad. Ishizu, Marik, Shimon y Aknadin estaban allí, todos con los ojos fijos en el lecho del faraón, pero ninguno de ellos se atrevió a mirar a Atem directamente. La habitación estaba sumida en un silencio pesado, y aunque había un aire de respeto, también pesaba una sensación de culpa colectiva que ninguno de ellos podía negar.
El faraón, su figura imponente, ahora yacía en una cama adornada con telas preciosas, pero su aspecto estaba lejos de ser el de un líder que inspiraba fuerza y liderazgo. Su rostro estaba pálido, casi gris, y su respiración era débil y entrecortada. A su alrededor, las fragancias de los inciensos no lograban ocultar el fuerte olor a enfermedad que impregnaba el aire.Atem, al ver la figura de su padre en ese estado, sintió una punzada de desesperación y furia contenida. Nadie le había dicho la verdad. Nadie le había contado lo que realmente estaba sucediendo. Sus pasos hacia la cama fueron rápidos, casi descontrolados, pero al llegar junto a él, se detuvo.
—Padre... —susurró Atem, casi con temor, como si al hablar pudiera romper algo irremediable.
El silencio que llenaba la habitación era ensordecedor. El único sonido era el débil aliento de su padre, entrecortado y rasposo. La tristeza lo invadió, pesada y oscura, como una nube que no dejaba espacio para la esperanza. No podía creer lo que veía. No podía aceptar que su padre, el faraón, estuviera tan débil, tan frágil. No después de todo lo que había hecho, de todo lo que había enfrentado. El hombre que había sido su héroe ahora parecía tan distante, tan quebrado, que le resultaba casi imposible respirar.
Atem pasó una mano temblorosa por su frente, sintiendo que el calor y la desesperación lo envolvían. La furia contenida lo consumía, mezclada con la impotencia de no haber estado allí cuando más lo necesitaba, de no haber sido capaz de protegerlo.
Se inclinó sobre la cama, sus dedos temblando al alcanzar la mano de su padre. El contacto fue frío, helado. Atem apretó los dientes, luchando por contener las lágrimas que amenazaban con escapar. No podía llorar ahora, no frente a él. No cuando su padre, el faraón, seguía luchando, aferrándose a la vida con la misma fuerza con la que había gobernado su imperio.
—¿Por qué no me lo dijeron? —murmuró entre dientes, la ira ahora tomando fuerza dentro de él, pero manteniendo la voz baja, como si de alguna manera, hablar en voz alta pudiera despertar algo que no estaba listo para enfrentar—. ¿Por qué me ocultaron esto?
El médico que estaba en la habitación, de pie junto a la cama, se movió ligeramente, consciente de la tensión que llenaba el aire. Ninguno de los miembros del consejo había pronunciado una palabra. La situación estaba más allá de las palabras.
Atem no se separó de su padre durante los siguientes tres días, permaneciendo a su lado, sumido en el dolor, la frustración y la impotencia. El silencio entre ellos se hacía cada vez más pesado. Durante ese tiempo, los miembros del consejo y el médico solo observaban desde la distancia, sabiendo que nada podía cambiar lo inevitable. Atem estaba allí, arrodillado junto a la cama, no solo como hijo, sino como futuro faraón, enfrentando la tragedia que se cernía sobre él.
A lo largo de esos tres días, Atem se sumió completamente en el dolor y la confusión. Cuando nadie más estaba cerca, cuando los miembros del consejo y el médico se retiraban, él aprovechaba esos momentos de soledad para acercarse más a su padre, tomándole la mano con una suavidad que jamás había mostrado antes. Sabía que su padre no podía responder, pero aún así no dejaba de hablarle, como si las palabras pudieran alcanzar a través del abismo de la muerte.
—Padre... ¿por qué me dejaste aquí solo? —murmuraba una y otra vez, sus palabras entrecortadas por el dolor y la incredulidad—. Siempre me enseñaste a ser fuerte... pero ¿cómo voy a serlo ahora sin ti?
A veces se detuvo a mirar su rostro, esperando ver algún signo, aunque fuera el más pequeño, de que su padre escuchaba, que su alma aún estaba presente en ese cuerpo que lentamente se despojaba de su vida. Sin embargo, el silencio seguía siendo su única respuesta, un silencio que le taladraba el corazón.
Aunque la habitación estaba en penumbra y el aire era denso, Atem encontraba en ese espacio la única forma de conexión que podía mantener con su padre. Hablaba de todo, de lo que había sido su vida juntos, de los momentos que aún no habían compartido, de los sueños y promesas rotas. Las palabras parecían perderse en el aire, pero le proporcionaban algún tipo de consuelo efímero.
En ocasiones, Mana se acercaba a la habitación, sabiendo lo que sucedía, pero respetando el espacio de Atem. No se quedaba mucho tiempo, ya que entendía que ese último espacio privado que él tenía con su padre era algo que no podía interrumpir. Sin embargo, su presencia era un pequeño alivio en medio de la agonía. A veces, Mana le llevaba algo de comer, pero Atem apenas podía tragar. El dolor era tal que el hambre se había desvanecido, y no encontraba fuerzas ni deseos para nutrir su cuerpo.
El consejo, aunque preocupado, no se atrevió a insistir. Todos entendían que, en ese momento, Atem necesitaba estar solo con su dolor. Los días pasaban lentamente, y él no salía de la habitación. No importaba que le ofrecieran refugio o consuelo, él solo quería estar allí, junto a su padre, esperando un milagro que nunca llegaría. La luz del sol apenas tocaba el cuarto, que parecía sumido en un atardecer perpetuo, como si el tiempo hubiera quedado suspendido en esa estancia, en esa despedida.
Atem no se separaba de la cama ni por un segundo. Se sentaba junto a su padre, o se arrodillaba frente a él, buscando consuelo en ese frío cuerpo, como si en algún rincón aún pudiera encontrar al hombre que había sido su pilar. La respiración de su padre, cada vez más débil, era la única señal de que aún existía algo de vida. Pero esa vida, cada vez más débil, estaba apagándose lentamente, y Atem lo sabía.
Finalmente, después de tres días interminables, el faraón exhaló su último aliento. Atem, con la mirada fija en su padre, no pudo evitar que una corriente helada recorriese su cuerpo. El dolor, la pérdida, la soledad, todo lo que había temido se materializó en un solo instante. Su padre ya no estaba. Había partido. Y el vacío que dejó en Atem fue tan profundo que, por un momento, no supo cómo seguir adelante.
La habitación, que había estado en un absoluto silencio, parecía quedar aún más callada. Los miembros del consejo se acercaron, con rostros sombrios y sin atreverse a decir palabra alguna. Mana, quien había estado al margen, se acercó a Atem y, en un gesto delicado, colocó su mano sobre su hombro, reconociendo en ese pequeño gesto la magnitud del dolor que él experimentaba. Pero, al igual que los demás, entendió que ahora, más que nunca, Atem necesitaba ser quien tomara las riendas de lo que venía.
El faraón se había ido, y Atem, por fin, se encontraba solo en su dolor, con el peso de un reino y un legado en sus hombros.
Mana caminaba por los jardines del palacio, sus pasos ligeros pero cargados de una tristeza silenciosa. El aire de la mañana era fresco, pero la opresión en su pecho le impedía disfrutar de la paz del lugar. Sabía lo que estaba buscando, aunque su corazón temía lo que podría encontrar. El día anterior, Atem había rechazado todo intento de compañía. No quería ver a nadie, ni siquiera a ella. Había permanecido encerrado en la habitación junto a su padre, quien ya había partido, sin mostrar ningún signo de querer interactuar con el mundo exterior.
Esa mañana, al ir a buscarlo, Mana había descubierto que Atem no estaba allí. Los preparativos para el ritual ya estaban en marcha. Los sirvientes, con paso apresurado, se encargaban de preparar el antiguo faraón según las costumbres del reino. Las telas, los inciensos y los sacerdotes que murmuraban oraciones creaban una atmósfera solemne y cargada de un dolor que parecía irreal. Pero aún en medio de todo ese ajetreo, Mana solo tenía una cosa en mente: encontrarlo.
Vestida con la túnica de luto, una prenda que mostraba su pesar y respeto como princesa, prima y amiga, caminaba con paso decidido pero callado. Su rostro, aunque sereno, llevaba las huellas de la tristeza profunda que la atenazaba. No era solo el dolor por la pérdida de su tío, sino también la impotencia al ver a Atem sumido en su propia oscuridad. No podía dejarlo solo, no importaba lo que él pensara en ese momento.
Recordó entonces la casa de Khepri, el caballo de Atem. Era el refugio al que él siempre acudía cuando era niño, el lugar donde se refugiaba en sus momentos de soledad y angustia. Desde pequeños, siempre había sido el rincón donde Atem se retiraba a despejar su mente, lejos de las expectativas de los demás, y solo rodeado de su querido caballo que en ese entonces, era un potrillo. El establo, con su olor a heno fresco y la tranquilidad del lugar, era su refugio personal, su pequeño mundo alejado de todo. Mana sabía que, aunque las circunstancias eran distintas ahora, ese sería el único sitio donde Atem podría haber ido a esconderse de la realidad. No se atrevió a llamarlo, porque sabía que no respondería. Atem se había distanciado de todos, y no haría una excepción con ella. Pero, aunque lo sabía, no podía dejar de intentarlo.
La casa de Khepri estaba al final de los establos, en una zona algo apartada del palacio, donde el aire se sentía más fresco y tranquilo. El suave crujir de la hierba seca bajo sus pies la acompañó mientras se acercaba lentamente. La imagen de su primo, encorvado por el dolor, era algo que nunca había esperado ver. Él, que siempre había sido su apoyo, su fortaleza, ahora estaba quebrado, aislado en su propio sufrimiento.
Cuando llegó a los establos, no necesitó buscar mucho. A través de la abertura en la madera, vio a Atem. Estaba allí, sentado en el suelo, detrás del caballo, encogido y con su rostro escondido entre sus rodillas. La imagen era tan desgarradora que a Mana le costó respirar. Su príncipe, su amigo, no era más que una figura vulnerable, perdida en un dolor profundo y silencioso.
—Atem... —dijo Mana con suavidad, su voz cargada de compasión. Intentó llegar hasta él, pero su tono no era de reproche, ni de exigencia. Solo una súplica muda para que él la escuchara, para que se dejara acompañar.
Atem no levantó la cabeza, no se movió. Solo escuchó el murmullo de su nombre, y, tras un largo silencio, respondió con una voz que era un reflejo del quebranto en su interior.
—Déjame solo... —su voz estaba quebrada, como si cada palabra fuera una lucha interna. El dolor y la ira no podían ser contenidas más.
Mana permaneció en el umbral del establo, sin dar un paso más. Sabía que no debía insistir, pero algo en su interior no podía dejarlo ir, no podía abandonarlo en su soledad. Se quedó allí, sin hablar, sin interrumpir el silencio que los rodeaba. Su presencia era su forma de decirle que no estaba solo, que aunque él lo rechazara, ella estaría allí, esperando pacientemente hasta que pudiera aceptar su compañía.
Aunque su rostro estaba oculto entre sus rodillas, Atem sabía que ella estaba allí. Sabía que Mana nunca lo dejaría, aunque él intentara alejarla.
En un susurro casi inaudible, Atem la llamó.
—Mana...
Su voz sonó quebrada, como si le costara pronunciar cada palabra, pero aún así, él la había llamado. Mana, con el corazón apesadumbrado, dio un paso al frente, acercándose un poco más.
—¿Sí? —respondió ella con suavidad, como si al hablar pudiera darle algo de consuelo.
—Él... se fue... —dijo Atem, su voz temblorosa, apenas un susurro que se perdió en el aire.
Fue entonces cuando el silencio se rompió. Un llanto silencioso comenzó a brotar de él, un llanto que empezó tímido, casi como si no quisiera ser escuchado, pero que luego fluía con una fuerza imparable. Atem, con su rostro aún oculto entre sus rodillas, lloró en silencio. No hubo gritos, ni sollozos estridentes, solo el dolor que se acumulaba en su pecho y que encontraba una salida en lágrimas que ya no podían ser contenidas.
Mana se acercó lentamente, sin decir una palabra más, sintiendo cómo su propio corazón se quebraba al ver a Atem tan vulnerable, tan deshecho por el dolor. Era una ironía amarga, una que le pesaba profundamente. En su vida, siempre había sido él quien la consolaba, quien con su fortaleza y determinación la levantaba cuando ella caía. Siempre había sido su roca. Y ahora, ver cómo se desmoronaba bajo el peso de la pérdida la llenaba de una tristeza tan profunda que apenas podía respirar.
Se agachó junto a él, con cuidado, sin querer presionarlo más de lo que él ya estaba. Extendió su mano hacia su hombro, tocándolo con suavidad, como si fuera a romperse bajo el contacto. Atem no se apartó, no rechazó su presencia, y eso fue suficiente para que Mana se sentara junto a él.
—Lo sé... —dijo Mana en voz baja, casi en un susurro, mientras lo miraba con los ojos llenos de comprensión y dolor—. Lo sé, Atem... Yo también lo siento.
Atem, sin levantar la cabeza, se permitió un momento de debilidad, un instante en que no necesitaba ocultar su sufrimiento. Las lágrimas seguían cayendo en silencio, pero ahora había algo más en ellas. No solo el dolor por la pérdida de su padre, sino la carga de la responsabilidad que ahora recaía sobre sus hombros, la duda de si estaba listo para cargar con ese peso.
Era una vulnerabilidad que Mana jamás había visto en él. La fortaleza que siempre lo había definido se desvanecía frente a ella, y la impotencia de no poder hacer nada para aliviar su sufrimiento la ahogaba. Pero no dijo nada más. No necesitaba hacerlo. Estaba allí, con él, en ese momento. Y eso era todo lo que podía ofrecerle.
La imagen de Atem, tan quebrado, tan humano en su dolor, la marcó de una forma que nunca podría olvidar. Ahora era ella quien debía ser fuerte para los dos.
Los días siguientes transcurrieron entre el solemne ritual del faraón y la profunda tristeza que envolvía a la corte. El cuerpo del faraón fue preparado según las antiguas tradiciones, envuelto en lino y aceites aromáticos, listo para el paso final hacia el más allá. La ceremonia funeraria, un rito largo y sagrado, fue realizada con todo el respeto y solemnidad que el reino demandaba. Los sacerdotes recitaron los himnos, se realizaron ofrendas y sacrificios, y el cuerpo fue transportado hacia la tumba real, en el Valle de los Reyes. La multitud que se había reunido a lo largo de las murallas del palacio observó en silencio el cortejo fúnebre, mientras el faraón, símbolo del poder y la autoridad, se despedía para siempre de la tierra de los vivos.
Durante esos días, Atem permaneció sumido en su dolor. El luto había caído sobre el palacio, y las paredes del gran edificio reflejaban la pena de una nación entera. La gente vestía de negro, y las banderas de Egipto ondeaban a media asta, un símbolo visible de la pérdida que había afectado no solo a la familia real, sino a todo el imperio.
Mana, a pesar de su propio sufrimiento, se mantenía al lado de Atem, aunque él apenas la miraba. El luto pesaba sobre todos, y la presencia de la corte parecía una sombra que se alargaba mientras se preparaban para lo que seguía: la coronación del nuevo faraón. Atem, el único heredero del trono, debía asumir el liderazgo del imperio. La ceremonia de su coronación estaba prevista para el final de la semana, y con ello comenzaba una nueva era.
Atem, que había estado sumido en el dolor y la impotencia durante los días de luto, se veía ahora frente a un desafío aún mayor. La responsabilidad de un imperio entero descansaba sobre sus hombros, y el peso de ser el nuevo faraón se hacía cada vez más insoportable. A pesar de su luto, el reino no podía esperar. El tiempo para el duelo había terminado, y el pueblo requería un líder. Sin embargo, dentro de él, las dudas se acumulaban: ¿Estaba listo para esto? ¿Podría alguna vez llenar los zapatos de su padre? ¿Sería capaz de gobernar con la misma sabiduría y poder?
El día de la coronación se acercaba rápidamente, y aunque todos esperaban la proclamación de su ascensión, Atem no podía evitar sentirse como un niño despojado de su protector, frente a un futuro que no sabía cómo afrontar.
El salón del trono, mientras tanto, comenzaba a transformarse. Sirvientes iban y venían, colgando telas finas de vivos colores que caían desde los arcos hasta casi tocar el suelo. Flores exóticas, cuidadosamente seleccionadas, eran dispuestas en jarrones ornamentales alrededor de la sala, llenando el aire con un aroma dulce y embriagador. Los rayos del sol atravesaban las vidrieras, pintando el suelo de tonalidades cálidas que se mezclaban con los destellos de oro y marfil de las decoraciones.
Sin embargo, para Atem, aquella explosión de vida y color solo acentuaba la grieta dentro de él. Cada flor, cada cortina, cada detalle cuidadosamente preparado parecía contrastar con el vacío que sentía en su pecho. Aquella sala, que se llenaba de símbolos de celebración, se le antojaba ajena, como si fuera un escenario que no podía reclamar como suyo.
Finalmente, llegó el día de la coronación.
Cuando la corona volvió a ser colocada sobre la cabeza de Atem, la sala del trono estaba igualmente silenciosa que aquella vez en que fue designado como guardián temporal. Sin embargo, la diferencia ahora era devastadora, palpable para cualquiera que estuviera presente.
En lugar de la vibrante expectativa de ser un príncipe entrenado para el futuro, ahora había un aire pesado de pérdida y responsabilidad absoluta. Cada movimiento, cada mirada intercambiada en el salón, estaba impregnada de una gravedad que iba más allá del ceremonial.
El salón, espléndidamente adornado, parecía brillar con un esplendor casi insultante. Las telas de colores vivos caían como cascadas desde los techos abovedados, y las flores exóticas llenaban el aire con un perfume que se sentía demasiado dulce para un momento tan amargo. Incluso los rayos del sol que atravesaban los vitrales parecían celebrar algo que Atem no podía compartir.
Mientras se arrodillaba ante los consejeros para recibir las bendiciones formales, la corona, una vez símbolo de aprendizaje, ahora pesaba como un recordatorio de lo que había perdido: un padre, una guía, un protector.
"No estoy listo," pensó Atem, aunque sus labios permanecieron sellados. Pero aunque su corazón se debatía entre la negación y el deber, no dejó que sus emociones se reflejaran en su rostro. Ahora, más que nunca, sabía que cada mirada estaba sobre él. Y, aun así, el peso de la soledad era el único acompañante real en aquel instante que debería haber sido de gloria.
La sala entera se llenó con un único aplauso solemne. Un gesto simbólico, un acto de lealtad hacia su nuevo faraón. Pero para Atem, aquel sonido, en lugar de consolarlo, le recordaba que este no era solo un papel que debía asumir. Era su destino.
La sala del trono, a pesar del solemne inicio de la ceremonia, pronto se transformó en un escenario festivo según dictaba la tradición. Los ecos de la música resonaban entre las altas columnas, llenando el espacio con ritmos alegres y melodías que parecían querer infundir vida al aire pesado de responsabilidades.
Bailarines adornados con trajes brillantes, bordados con oro y piedras preciosas, ejecutaban movimientos sincronizados que parecían narrar historias ancestrales de gloria y poder faraónico. Los músicos, situados en un rincón del salón, tocaban liras, flautas y tamboriles, creando una sinfonía vibrante que marcaba el pulso de la celebración.
Mesas repletas de comida abundante flanqueaban el salón. Los mejores cocineros del reino habían preparado manjares: frutas frescas dispuestas en bandejas de plata, carnes condimentadas con especias raras, pan recién horneado y jarras de vino dulce. La corte y el consejo disfrutaban sin restricciones, junto a algunos guardias de alto rango y los invitados especiales, quienes, con respeto, brindaban y ofrecían palabras de lealtad hacia el nuevo faraón.
Sin embargo, mientras el bullicio y la festividad alcanzaban su punto más alto, Atem permanecía en su trono, distante. Observaba desde su asiento elevado, como si fuera un espectador ajeno al espectáculo que, en teoría, era en su honor.
Su postura era impecable, la mirada firme y la expresión serena, pero sus ojos revelaban una desconexión con todo lo que ocurría a su alrededor. A su lado, Shimon intentaba parecer relajado, aunque de vez en cuando lanzaba miradas preocupadas al joven faraón. Ishizu y Marik, por su parte, hacían lo posible por distraerse con los bailarines, pero su atención regresaba continuamente a Atem, como si temieran por el peso que cargaba en silencio.
Mahad, desde un extremo del salón, observaba con discreción, comprendiendo que, aunque todos los presentes lo celebraban como un símbolo de continuidad, Atem estaba sumido en un conflicto interno que ningún banquete ni baile podía aliviar.
Al llegar la noche, el bullicio que había llenado el salón del trono se desvaneció por completo. Los invitados se habían retirado uno a uno, dejando tras de sí mesas vacías, copas olvidadas y el eco de risas y música que ahora parecían un recuerdo distante.
El aire estaba impregnado de un extraño silencio, roto únicamente por el crujido ocasional de las antorchas que iluminaban la estancia y el susurro del viento nocturno que se filtraba por las ventanas. La luz de la luna, pálida y etérea, se deslizaba por los amplios ventanales, bañando la sala con un resplandor plateado que hacía resaltar las sombras de las columnas y los adornos de la ceremonia.
Atem seguía en el trono, inmóvil como una estatua. Su postura era rígida, sus manos descansaban sobre los brazos tallados del asiento, y su mirada estaba perdida en algún punto distante del salón vacío. Parecía parte del mobiliario, tan inmerso en el peso de sus pensamientos que apenas se daba cuenta del paso del tiempo.
Fue entonces cuando los consejeros, que habían esperado prudentemente a que los últimos invitados abandonaran el lugar, se acercaron desde las sombras. Sus pasos resonaban con suavidad sobre el suelo de piedra, casi como si temieran perturbar la atmósfera cargada.
Shimon, a la cabeza del pequeño grupo, caminaba con cautela, su expresión grave. Mahad lo seguía, sus ojos atentos a cualquier cambio en el semblante de Atem. Ishizu avanzaba con un aire solemne, su figura envuelta en un halo de inquietud bajo la luz de las antorchas. Marik, normalmente más impulsivo, mantenía un silencio respetuoso, sus pasos medidos como si temiera romper la calma inquietante de la sala. Aknadin cerraba la marcha, su andar firme y su postura recta, destacando entre los demás por su semblante frío e inescrutable. A diferencia de los otros consejeros, parecía menos afectado por el ambiente opresivo que envolvía el lugar. Sus ojos observaban a Atem con una mezcla de análisis y desapego, como si ya supiera lo que estaba pensando el joven faraón, pero no tuviera intención de mencionarlo a menos que fuera estrictamente necesario.
La penumbra que los envolvía los hacía parecer espectros, sombras moviéndose con intención pero sin prisa, apenas iluminados por la tenue luz del fuego y la luna. Cuando estuvieron lo suficientemente cerca, se detuvieron, formando un semicírculo frente al trono. Nadie dijo nada al principio, como si esperaran que el propio Atem rompiera el silencio, pero él no movió ni un músculo.
Finalmente, Shimon se atrevió a hablar, su voz grave y baja, impregnada de preocupación.
—Mi faraón... el día ha llegado a su fin, pero no el camino que se abre ante ti. ¿Es prudente que sigas aquí, solo?
Las palabras parecían flotar en el aire, esperando una respuesta que tardó en llegar. Atem apenas parpadeó, y cuando alzó la vista para mirar a los consejeros, su expresión era una mezcla de agotamiento y determinación, como si una batalla interna se estuviera librando tras esos ojos carmesí.
—Aknadin, prepara todo para el amanecer —ordenó Atem, su tono cortante, dejando claro que no esperaba discusión. Pero aún así, Aknadin levantó una ceja, como si no estuviera seguro de lo que acababa de escuchar.
—¿Prepara todo para qué, faraón? —preguntó Aknadin, su voz fría y casi indiferente, como si no le importara demasiado el peso de lo que acababa de ser pronunciado. Siempre había sido ese tipo de persona, difícil de leer y aún más difícil de impresionar.
Atem lo miró de nuevo, esta vez con una frialdad aún más profunda en sus ojos. Los otros consejeros aguardaban, la tensión crecía, pero Atem no cedió.
—La ejecución —respondió, sin titubeos, con una calma que solo un hombre que ha perdido mucho podría poseer—. La ejecución del hombre que prácticamente mató a mi padre. El soldado gitano que apuñaló al antiguo faraón. Prepáralo.
El silencio que siguió a las palabras de Atem fue tan pesado que parecía absorber la luz misma de las antorchas. Aknadin, con su expresión imperturbable, no mostró emoción alguna, pero el brillo calculador en sus ojos dejó claro que entendía perfectamente la naturaleza de la orden.
—Como desees, faraón —respondió, inclinando apenas la cabeza con una frialdad que casi rozaba la insolencia.
Los demás consejeros intercambiaron miradas cargadas de preocupación. Shimon, siempre cauteloso, dio un paso adelante, con la esperanza de disuadir al joven faraón de una decisión que sabía era irreversible.
—Faraón, entiendo tu dolor y tu necesidad de justicia —comenzó, con un tono suave y respetuoso—, pero tal vez sería prudente reconsiderar. Este hombre... su destino ya está marcado por la ley. Ejecutarlo ahora, tan pronto después de tu ascensión, podría...
Atem alzó una mano, deteniendo las palabras de Shimon con un gesto firme.
—Mi decisión está tomada, Shimon —interrumpió, su tono cortante y lleno de una determinación que no admitía réplica—. Ese hombre no solo asesinó al faraón; me arrebató a mi padre y desestabilizó al reino. Su vida termina al amanecer.
Mahad, desde su lugar en la penumbra, observaba en silencio, pero su preocupación era evidente. Finalmente, dio un paso adelante, inclinando la cabeza con respeto antes de hablar.
—Faraón, sabemos que esta decisión es tu derecho y tu deber, pero la carga que representa no es menor. Nadie cuestiona tu fortaleza, pero este acto no será fácil de sobrellevar.
Atem giró su mirada hacia Mahad, agradeciendo en silencio su honestidad.
—No hay nada fácil en ser faraón, Mahad —respondió con un dejo de amargura en su voz—. Pero no puedo permitirme vacilar. No mientras el reino espera justicia.
Ishizu, siempre intuitiva, habló con un tono suave pero firme.
—Estamos contigo, faraón. Sabemos que este acto no es por venganza, sino por el equilibrio del reino. Si este hombre vive, su mera existencia será una sombra para tu reinado. Pero recuerda, aunque estamos contigo, solo tú cargarás con el peso de esta decisión.
Atem asintió lentamente, aceptando sus palabras.
—Lo sé, Ishizu. Y estoy preparado para cargar con ese peso.
Junto a su hermana, Marik permanecía inmóvil, su postura recta y tensa. Era conocido por no temer decir lo que pensaba, incluso en las circunstancias más delicadas, pero ahora, su silencio no era cobardía, sino una elección cargada de respeto. Aunque su mirada parecía desafiante por costumbre, cualquiera que lo conociera bien podría ver la prudencia en sus ojos.
Marik entendía que el dolor que Atem cargaba tras esa decisión no era algo que debiera ser cuestionado en ese momento. No porque no tuviera opiniones al respecto, sino porque incluso él sabía que había silencios más valiosos que cualquier palabra. A pesar de su aparente calma, sus puños se cerraban ligeramente, un gesto que apenas revelaba la incomodidad interna que lo atravesaba.
Con esas palabras dichas, Atem se levantó del trono, su figura recortada contra la luz de la luna que entraba por las ventanas. Era el retrato de un hombre joven que se enfrentaba a la inmensidad de su destino, con todo el peso de la corona sobre sus hombros.
—Aknadin, cumple mi orden. Al amanecer, ese hombre será ejecutado.
Aknadin inclinó la cabeza una vez más y salió de la sala con pasos seguros, listo para llevar a cabo la sentencia.
Los consejeros permanecieron un momento más, sus miradas cargadas de inquietud mientras observaban al joven faraón. Finalmente, uno a uno, abandonaron el salón del trono, dejando a Atem solo, envuelto en la penumbra y en la fría determinación de su decisión.
En el calabozo, la humedad impregnaba cada rincón, y las paredes de piedra, ennegrecidas por el tiempo, parecían susurrar secretos olvidados. Aquel hombre gitano, que alguna vez lució la armadura de un soldado egipcio, ahora se asemejaba a un vagabundo, con el cabello desaliñado cayendo en mechones sobre su rostro y ropas hechas jirones que apenas conservaban vestigios de su pasado.
Pero su apariencia no era algo que le preocupara, ni tampoco su destino. Sentado en el suelo, con la espalda apoyada contra la pared fría, esperaba con una tranquilidad casi antinatural. Su semblante no mostraba miedo, y sus ojos, oscuros y profundos, se llenaban ocasionalmente de un brillo juguetón, como si encontrara entretenimiento en el silencio que lo rodeaba.
Mientras la antorcha más cercana parpadeaba, proyectando sombras danzantes en las paredes, recordó las palabras de aquella sierva que alguna vez lo visitó en la penumbra. Su voz resonó en su memoria, clara y firme:
"Quería que me vieras a mí. Para que supieras que será mi mano la que termine lo que tú no pudiste."
Un destello de diversión cruzó su rostro al recordar su tono desafiante. Ladeó la cabeza, pensando en lo absurdo de su situación. "Esa niña... tan llena de fuego", murmuró para sí mismo, con una sonrisa torcida que revelaba tanto burla como admiración. No podía decir si realmente ella sería capaz de cumplir su amenaza, pero la idea era un respiro en medio de su encierro.
La última luz del día que pronto vería no lo inquietaba. Al contrario, lo esperaba como un viejo amigo, sabiendo que, aunque la oscuridad lo envolvería poco después, sería con la certeza de que había dejado una herida abierta en el corazón del imperio que lo había aprisionado.
El sonido de pasos resonó en el corredor del calabozo, rompiendo el pesado silencio que había dominado hasta entonces. Dos guardias, con armaduras relucientes y semblantes serios, se detuvieron frente a la celda. Uno de ellos sacó una llave de su cinturón y la introdujo en la cerradura, el chirrido metálico del candado anunciando que el momento que el prisionero había esperado finalmente había llegado.
El hombre se incorporó con lentitud, sacudiéndose el polvo de las ropas como si tuviera todo el tiempo del mundo. No había miedo en sus movimientos, solo resignación, mezclada con esa chispa irreverente que parecía ser su sello.
—Vaya, han llegado mis escoltas —dijo con una sonrisa ladeada, mientras los guardias lo miraban impasibles—. ¿Es mi imaginación o ustedes dos parecen menos entusiasmados que yo?
Uno de los guardias, ignorando sus palabras, le hizo un gesto brusco para que se moviera. El hombre levantó las manos en un gesto teatral de rendición, pero no perdió la oportunidad de seguir hablando.
—Antes de que nos vayamos... ¿no me van a dar algo de comer para el viaje? —preguntó con fingida seriedad—. No quiero llegar con el estómago vacío. No sería digno de un condenado.
El otro guardia frunció el ceño, visiblemente molesto, pero no respondió. En cambio, le colocaron las manillas de hierro con fuerza, como si esperaran que eso lo hiciera callar. Sin embargo, el prisionero se limitó a soltar una carcajada suave.
—Está bien, está bien, entiendo. Austeridad, ¿no? —comentó, mientras lo escoltaban fuera de la celda. Sus pasos resonaron en el pasillo, marcando el inicio del trayecto hacia lo que sería su última jornada bajo la luz del sol.
Aunque sabía que el final estaba cerca, caminaba con una calma que desconcertaba a sus captores, como si hubiera aceptado su destino hace mucho tiempo. Y, en cierto modo, lo había hecho.
Mientras el hombre caminaba, con la luz del sol comenzando a filtrarse por las rendijas del pasillo, sus ojos se entrecerraron al reconocer las figuras que se alineaban con bandejas de comida en las manos. Las siervas estaban quietas, preparadas para cumplir con su tarea, pero él quería reconocer solo a una. La mujer pelirroja, con la piel salpicada de pecas y el cabello enmarañado, estaba parada entre las otras siervas, cargando una bandeja de comida. Sus ojos se encontraron por un breve instante.
Le dedicó una sonrisa torcida, una mezcla de reconocimiento y despedida. Su rostro, a pesar de las cadenas y la condena, reflejaba una satisfacción amarga, como si finalmente hubiera conseguido reconocer lo que ella quería. Ella, sin dudarlo, respondió con una mirada cargada de orgullo, un brillo en sus ojos que hablaba más que mil palabras. No necesitaban decir nada, solo esa breve conexión era suficiente para decirle que, al final lo había conseguido.
Era un saludo tácito, un último vínculo entre ellos, antes de que la oscuridad de la ejecución lo separara de todo lo que había conocido. Sin más, él volvió la vista al frente, preparado para enfrentar su final, sabiendo que, en algún rincón de su vida, ella había sido la última que se habia atrevido a mirarlo con ese desdén que no le molestaba, sino que le daba gracia.
—Kalath saima, rana mira* —gritó, su voz resonando con una mezcla de desafío y algo de diversión, como si estuviera disfrutando de la ironía de la situación. Aquel grito no era solo para molestar, sino una señal en su lengua, que solo aquellos con sangre gitana entenderían. Era una referencia directa, un juego de palabras críptico que evocaba el pasado, algo que solo algunos sabían leer.
Nadie respondió de inmediato. Los guardias seguían su marcha, impasibles, como si las palabras del prisionero no fueran más que el último suspiro de un hombre condenado. Sin embargo, desde las sombras, una voz suave y cautelosa rompió el silencio.
—Kimra valar, saima ratvo* —susurró Brinna, apenas audible.
El hombre continuó siendo escoltado, sus pasos resonando en el suelo de piedra mientras avanzaba hacia el patio principal, donde ya se había dispuesto todo para su ejecución. El aire de la mañana aún era fresco, pero la tensión era palpable. En el centro del patio, frente a una gran estructura de madera, lo obligaron a arrodillarse.
El bloque de madera, un trozo de tronco grueso y desgastado por el uso, estaba destinado a ser el último lugar en el que el prisionero se postrara antes de que la hoja de un hacha, afilada y brillante bajo el sol, pusiera fin a su vida. La hacha, su destino final, descansaba en el suelo junto a él, preparada para ejecutar la sentencia dictada.
El hombre miró al frente, sus ojos entrecerrados como si no estuviera observando la madera o el hacha, sino la vida que ya se le escapaba entre los dedos. Aun con la muerte a la vista, su semblante era sereno, casi como si hubiera aceptado que este era su único destino posible desde hacía mucho tiempo.
El verdugo se posicionó detrás del prisionero, su silueta severa e inmutable, con el hacha en alto, lista para cumplir con la sentencia. El aire estaba cargado de tensión. El prisionero, con el rostro impasible, levantó la mirada hacia el cielo, como dictaba su cultura, ofreciendo una última súplica en silencio, en agradecimiento por su vida y su alma, y pidiendo a la tierra que lo recibiera en paz. Sabía que este era el final de su viaje, que no habría otra oportunidad para regresar.
Sin embargo, en el momento en que su vista se desvió del horizonte hacia el cielo, algo lo hizo detenerse: en el balcón de la sala del trono, dos siluetas observaban desde lo alto. Una era inconfundible: el príncipe, o mejor dicho, el nuevo faraón. Su mirada era tan fría y distante como el propio sol en el cielo. Junto a él, una figura femenina que irradiaba una intensidad distinta: su prima, con ojos llenos de una furia apenas contenida.
Una sonrisa orgullosa y cargada de malicia se dibujó en el rostro del prisionero al verlos. Sin ninguna señal de arrepentimiento, ni miedo, dedicó su última expresión hacia ellos, reconociendo que había cumplido su papel en este juego de poder. Entonces, sin más palabras, acomodó su cuello en el tronco de madera, aceptando lo inevitable. Era el final, y de algún modo, había ganado.
Mana y Atem permanecían en el balcón, observando en silencio la ejecución que se desarrollaba ante ellos. El sol comenzaba a elevarse en el horizonte, bañando la escena con una luz dorada que contrastaba con la oscuridad del acto que se consumaba. Mana, al ver cómo el prisionero finalmente se colocaba en posición, sintió un nudo en el estómago. El hombre parecía haber aceptado su destino con una serenidad inquietante, pero para ella, la imagen de ese momento resultaba insoportable.
Con un gesto involuntario, desvió la mirada y se adentró en la sala, como si intentar alejarse de la escena fuera la única manera de manejar lo que sentía. El eco del golpe del hacha resonó en sus oídos, seguido por un silencio mortal. Aunque no podía verlo, su mente le daba vida a la imagen del cuerpo cayendo, y esa idea la hizo estremecerse aún más. Atem permaneció inmóvil en el balcón, su rostro impasible, pero ella no pudo evitar preguntarse si él sentía lo mismo, si alguna parte de él, quizás la más humana, también se estremecía ante el peso de lo que acababan de hacer. Sin embargo, en su mirada no había ni remordimiento ni emoción, solo la fría distancia de un líder que sabía que este acto había sido necesario.
—¿Faraón? —llamó Mana, su voz suave pero llena de una incertidumbre que le era difícil esconder. Sin embargo, la respuesta de Atem fue breve y fría, como si nada de lo que había ocurrido tuviera impacto en él.
—Está hecho.
Las palabras no requerían más. No había emoción, solo el cumplimiento de un deber. Y Mana, aunque lo entendía, no podía evitar sentir una presión creciente en su pecho. El acto ya estaba consumado, pero las consecuencias seguirían resonando en el aire por mucho más tiempo.
El silencio se extendió, marcado solo por el suave murmullo del viento que se colaba por las rendijas del balcón. Atem aún observaba, mientras Mana, sintiéndose algo incómoda, se recargó en el mural de la entrada de la sala. Era como si se distanciara de todo lo que acababa de suceder, como si buscara un refugio en su entorno. Pero no podía escapar del peso de la situación.
En ese momento, las puertas de la sala se abrieron lentamente, permitiendo que dos figuras ingresaran, interrumpiendo la quietud del espacio. Ishizu y Marik, los dos consejeros, avanzaron hacia el centro de la sala, con expresiones solemnes que denotaban la seriedad de la situación.
Mana, al verlos, se quedó en silencio un momento. Miró a Atem, como si quisiera asegurarse de que él estaba al tanto de lo que ocurriría a continuación. Sabía que la política y las decisiones ya no serían tan simples como antes. Era un punto de no retorno.
—Ate-... —empezó a decir, casi de manera automática, antes de detenerse al recordar el protocolo. Debía mantener la formalidad—. Faraón, sus consejeros lo buscan.
El tono de su voz había cambiado, de la preocupación a una de respeto distante. El peso del momento recaía ahora completamente sobre Atem.
Atem giró hacia ella sin una palabra, y ambos entraron en la sala del trono. La luz tenue que entraba por las altas ventanas iluminaba su camino mientras se dirigían hacia el centro de la sala. Atem se detuvo frente a su trono, y los consejeros, que ya se encontraban allí, hicieron una reverencia profunda, esperando instrucciones.
—¿Nos ha llamado, Faraón? —preguntó Ishizu, con una formalidad impecable, mientras Marik, con una mirada neutral, seguía la misma postura.
Atem asintió, su mirada fija en los consejeros, aunque aún no había hablado. Mana, al ver que no era necesario más, se dispuso a retirarse, inclinándose levemente ante su primo, pero antes de dar un paso atrás, Atem la detuvo con una sola palabra.
—Quédate.
Era una orden suave, pero firme. Mana dudó solo un instante, pero entonces permaneció en su lugar, quieta, sin añadir nada más. El ambiente en la sala parecía más denso, como si la presencia de ambos líderes estuviera aún más cargada después de lo que acababa de ocurrir.
Con un gesto que denotaba autoridad, Atem finalmente se dirigió a los consejeros.
—¿Fueron ustedes quienes, por orden del antiguo faraón, crearon el mandato que prohíbe a la sangre gitana cruzar las fronteras hacia el interior del reino? —preguntó con voz clara, su mirada fija en ellos.
La pregunta era directa y cortante, y los consejeros intercambiaron miradas rápidas, reconociendo el peso de la cuestión. Atem no esperaba respuestas evasivas, y su postura dejaba claro que no aceptaría excusas.
Marik fue el primero en hablar, rompiendo el silencio que se había establecido en la sala. Su voz era firme, sin titubeos, como si estuviera recitando algo que ya había dicho antes, como si la responsabilidad que asumía no le pesara en absoluto.
—Nosotros, Faraón, fuimos los responsables de ese mandato —admitió Marik, sin vacilar—. Por orden del antiguo faraón, creamos y ejecutamos esa medida. Nos aseguramos de que cada detalle estuviera cuidado, para que fuera limpio, justificable y efectivo, de acuerdo a los intereses de su padre.
Atem escuchó en silencio, observando a Marik sin desviar la mirada. No había duda en su expresión, pero algo en su postura era diferente. Asintió lentamente, como si todo tuviera sentido para él, aunque no expresó una opinión aún.
La tensión en el aire se espesó, y fue entonces cuando Atem, con un gesto casi imperceptible, repirió las palabras de Marik.
—Según los intereses de mi padre... —dijo con calma, pero con una firmeza que hizo que el ambiente se volviera aún más pesado—. Los intereses del antiguo faraón y los míos no son los mismos, por lo tanto, les ordeno que retiren ese mandato de las calles, inmediatamente.
La declaración dejó a todos en la sala en estado de sorpresa absoluta, incluso a Mana, que no había esperado una respuesta tan drástica. Sus ojos se abrieron ligeramente, sorprendida no solo por la magnitud de la orden, sino por la dirección que Atem tomaba ahora.
Marik e Ishizu se quedaron en silencio por unos instantes, procesando lo que acababa de decir el faraón. Era una decisión que no solo implicaba un cambio de política, sino un claro indicio de que Atem tenía una visión completamente diferente de la de su padre. El reinado del antiguo faraón parecía estar dejando paso a algo nuevo, algo distinto.
Atem observó a Marik e Ishizu en silencio, dejando que las palabras se asentaran en el aire. El peso de la decisión que había tomado se dejaba sentir en cada rincón de la sala del trono. El antiguo faraón ya no estaba allí para dictar las normas; ahora, era su reinado el que comenzaba a tomar forma, y esa forma era distinta a la de su padre.
—Ordeno que se vuelvan a abrir las fronteras a los gitanos —dijo Atem, su voz tranquila pero autoritaria—. Que se les permita comerciar con Egipto nuevamente. Que las caravanas retomen su ruta, como solían hacerlo antes de la prohibición.
La sala permaneció en silencio, los consejeros procesando esta nueva dirección con una mezcla de incredulidad y respeto. Mana, aunque sorprendida, comenzó a comprender mejor lo que Atem intentaba lograr. La decisión no solo era un acto de poder, sino una clara intención de reconciliar y dar espacio para que una parte de su pueblo, que había sido marginada, pudiera recuperar su lugar. Y además... poder finalmente volver a ver a Yugi.
Atem no desvió la mirada. Sus ojos se fijaron especialmente en Marik, quien ya había comprendido que el faraón no iba a ceder en sus decisiones.
—Marik —dijo Atem, su tono grave y decidido, lleno de la firmeza que solo un faraón podría transmitir—. Tengo una tarea importante para ti. Quiero que organices una búsqueda exhaustiva. Rastrea la ruta que tomó la caravana gitana durante el cierre de fronteras. Aquella que venia año con año. Descubre su paradero actual. Si es necesario, ofrece una recompensa por cualquier información relevante que te ayude a encontrarla.
Marik, atento, asintió sin dudar, reconociendo la magnitud de la tarea. Atem continuó, su mirada fija en el horizonte, como si ya pudiera visualizar lo que necesitaba.
—No te limites solo a los confines de Egipto —añadió Atem, mirando ahora a Marik con una intensidad que reflejaba sus intenciones claras—. Pide a nuestros aliados en otros reinos que hagan lo mismo. Esta búsqueda debe ser amplia, global si es necesario. Quiero que esa caravana sea encontrada, y especialmente... quiero que me traigan a un bailarín gitano. Uno que se da a conocer como... "Joya del desierto".
El aire se cargó de una tensión palpable mientras todos en la sala procesaban las palabras del faraón. La "Joya del desierto" no era un nombre conocido, pero sonaba a un título lleno de misterio y atracción. Nadie sabía con certeza quién era realmente, pero su habilidad para cautivar al público con su baile debía haberse ganado la fama en varios rincones del mundo conocido.
—Entendido, Faraón —respondió Marik, decidido a cumplir con la misión que le había sido encomendada.
—Quiero resultados, Marik —añadió Atem, su voz implacable—. No me defraudes.
El aire permaneció pesado en la sala, con todos procesando lo que acababa de suceder. Marik e Ishizu, con una inclinación respetuosa, se retiraron de la sala del trono para comenzar con las órdenes que les habían sido dadas. Una vez fuera de la vista de todos, Mana no pudo evitar soltar sus palabras, olvidando por completo el protocolo que se habia implementado entre su nuevo faraón y ella.
—¿Te has vuelto loco? —cuestionó a su primo, su voz llena de incredulidad y frustración—. Mandar a buscar a Yugi como si fuera un fugitivo... ¿Qué estás haciendo, Atem?
Atem, al escuchar su pregunta, no se inmutó. Sabía que la reacción de Mana era natural, pero sus decisiones ya estaban tomadas. La tensión en el aire se intensificó, mientras él la miraba con una mirada decidida.
—Ya ordené quitar el mandato de prohibición —respondió con calma, pero firme—. Pero no puedo esperar más tiempo. Necesito que lo encuentren ahora.
—¿Por qué? —inquirió Mana, sin poder evitarlo—. ¿Por qué no simplemente esperar a que la caravana regrese sola, como siempre lo hace? ¿Por qué hacer esto ahora?
Atem la observó en silencio por un momento, como si pesara sus palabras. El brillo en su mirada denotaba una determinación que solo él comprendía, algo más allá de lo que los demás podían ver.
—Porque si lo dejo a la suerte, entonces seguiré esperando algo que tal vez nunca llegue —dijo con voz baja, pero firme.
Quería ver a Yugi. Lo necesitaba. Su corazón ya no podía esperar más. Sin Yugi, sentía que pronto comenzaría a desmoronarse. El vacío que su padre le dejó no podía llenarse con nada, pero al menos podía intentar sanarlo, si Yugi estaba con él. Era una necesidad más profunda que cualquier orden, más urgente que cualquier otra cosa que pudiera acontecer en el reino. Yugi representaba algo más que una presencia en su vida, era la única posibilidad de restañar las grietas que habían quedado desde la muerte de su padre.
Mana, aunque comprendía parcialmente la desesperación que se escondía detrás de las decisiones de su primo, seguía desconcertada. Había una certeza en la mirada de Atem que no dejaba espacio para más dudas, pero su instinto la impulsaba a ser cautelosa.
Con una leve inclinación de cabeza, como si se recordara a sí misma que debía seguir el protocolo, finalmente habló.
—Espero que no te arrepientas, Faraón —dijo, su tono respetuoso, pero con una sombra de preocupación que no pudo ocultar del todo.
La expresión de Atem no cambió, pero su mirada, profunda y silenciosa, dejó claro que había tomado su decisión, y no había marcha atrás.
Continuara...
Glosario Ravalin:
Idioma gitano.
Ficticio.
"Kalath saima, rana mira."
Traducción: "El final llega, el hogar aguarda."
"Kimra valar, saima ratvo."
Traducción: "Hermandad en el amor, la libertad nos une."
Esta despedida expresa el reconocimiento del final inminente y la certeza de que el hogar, en algún lugar, aguarda al moribundo, mientras que el familiar responde con un mensaje de consuelo, destacando la hermandad y el amor que los une, sin importar la muerte. Es una despedida agridulce pero profunda, con una resonancia emocional poderosa.
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Oigan, este es un capitulo que ya me moría por escribir. Es el punto de inflexión en las vidas de Atem y Yugi.
Yulie63 a tí te dedico esto! Gracias por dejar tus comentarios que me provocan risa y reflexion a la vez. Gracias tambien a todos aquellos que aunque no comenta, están presentes en la lectura y votos ^^
Lo que viene me emociona escribirlo jajaja pero por ahora le daré un pequeño Hiatus de un par de semanas tal vez, porque tengo mucho tabajo acumulado y necesito plata para comer XD
Quizá escriba en mis momentos libres. Recen a los dioses porque pueda :v
Los amo y gracias por seguir leyendo la historia!! 🩷
Los leo pronto :3
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