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1.- Impedimentos

----------------------------------------Horas antes (previo al prólogo)...

—Padre, por favor, solo será un momento —rogó Atem, su voz cargada de una mezcla de respeto y frustración contenida.

—He dicho que no —respondió el faraón, sin siquiera mirarlo mientras revisaba unos pergaminos en su trono—. Tienes deberes aquí en el palacio; no puedes salir ahora. Además, esos viajeros han llegado a la ciudad hoy, como cada año, estafando a los ingenuos con sus absurdos espectáculos.

Atem apretó los puños a sus costados, luchando por mantener la calma.

—No son estafadores, padre. Sus danzas... tienen algo especial. No es solo entretenimiento, es una forma de vida, una tradición que...

—¡Tradición! —lo interrumpió el faraón con una risa seca y despectiva—. No son más que vagabundos, ladrones y mentirosos. Traen caos a cada ciudad por la que pasan. ¿Eso es lo que admiras, Atem? ¿Caos?

El joven bajó la mirada, aunque su mandíbula seguía tensa. Había aprendido que contradecir abiertamente al faraón solo avivaba su enojo.

—Padre... Por favor, no busco ofenderte. Solo quiero entenderlos mejor.

—No hay nada que entender. No olvides que eres el heredero del trono. Tu lugar está aquí, manteniendo el orden, no mezclándote con esa... escoria.

Atem dio un paso atrás. El tono implacable de su padre era como un muro, y empujarlo solo provocaría que se alzara más alto.

—Lo siento —murmuró, haciendo una reverencia antes de retirarse.

Con el peso de la conversación aplastando su ánimo, salió de la sala del trono y caminó hasta el gran jardín del palacio. El aroma de las flores no logró calmarlo. ¿Por qué su padre era incapaz de ver lo que él veía?

—¿Cómo te fue? —preguntó una voz juguetona detrás de él.

Mana, su prima, lo observaba con una ceja arqueada y una sonrisa maliciosa mientras jugaba con un pétalo entre sus dedos.

—Uy... Por tu cara veo que no muy bien.

Atem dejó escapar un suspiro.

—No me dejó salir del palacio, ni siquiera con una escolta.

—Qué cabeza dura tiene mi tío. Aunque, bueno, no esperaba otra cosa. Oye, ¿quieres ir a hacer travesuras a la biblioteca?

El joven negó con la cabeza, aunque no pudo evitar sonreír levemente ante la ocurrencia de Mana.

—No, Mana. Ya estamos grandes para seguir causándole problemas a Aknadin. Si desordenamos los pergaminos, será un drama, y esta vez yo acabaré en apuros.

—¿Desde cuándo te preocupan esas cosas? —preguntó ella, cruzando los brazos con incredulidad.

—Desde que entendí que ser el heredero no es un juego. Mi padre espera que sea sensato, que actúe con responsabilidad.

—¿Y ser aburrido también es parte de ser faraón?

Atem no pudo evitar reír entre dientes, aunque su expresión seguía seria.

—Qué graciosa. Como sea... Quiero pedirte un favor.

—¿Para qué soy buena? —respondió Mana, inclinando la cabeza, intrigada.

—Quiero que uses tu hechizo de duplicado en mí.

—¿Qué? ¡No! De ninguna manera.

—Por favor. Así mi padre no se dará cuenta de mi ausencia.

Mana lo miró con incredulidad, como si estuviera considerando si había escuchado bien.

—Espera... ¿No fuiste tú el que acababa de decir que debía ser sensato y responsable?

—Sí, bueno... Ya habrá tiempo para eso.

La castaña dejó escapar una carcajada sarcástica.

—¿Por qué tanta obsesión con ir a ver a los gitanos? Si quieres ver sus bailes, dile a tu padre que mande llamar a algunos al palacio.

Atem negó con vehemencia, su expresión tornándose seria.

—No es lo mismo, Mana. Cuando bailan aquí, lo hacen por mandato, no por voluntad. Sus movimientos son correctos, pero no tienen alma. En el pueblo es distinto... Allí sus bailes tienen vida.

Mana lo observó en silencio por un momento, leyendo la intensidad en sus ojos.

—Bueno, puedes intentarlo mañana. Sabes que los gitanos siempre se quedan por 28 días, aunque el faraón mande a arrestarlos cada día. Nunca he entendido por qué aún así se quedan.

—Es por una creencia suya —explicó Atem, su tono volviéndose más animado al recordar algo que había oído años atrás—. Una vez, escuché a una mujer gitana decir que si se van el primer día, tendrán mala suerte en su próxima parada. Por eso prefieren quedarse, aunque arresten a algunos.

—Eso suena... raro. ¿Y qué pasa con los que atrapan? ¿Los dejan atrás?

—Eso parece —respondió Atem, pensativo—. Es como un sacrificio por el grupo.

—Es... noble, supongo. O quizás solo terco.

—No necesitas entenderlo —dijo Atem, alzando las cejas con una sonrisa tenue—. Solo... Usa tu hechizo, por favor.

Mana lo miró con ojos entrecerrados, saboreando el poder que tenía en ese momento.

—Solo si me llevas contigo.

—No.

—Entonces no hay hechizo.

Atem suspiró profundamente, dándose por vencido.

—Está bien, pero date prisa.

Mana sonrió victoriosa y agitó su pequeño báculo de entrenamiento, mientras su magia comenzaba a envolver al joven heredero, y de paso, a ella también.

—Woooow, el pueblo está... tan lleno de alegría —exclamó Mana, deslizando sus ojos por las calles abarrotadas de gente, donde los colores brillaban en los trajes de los bailarines y los comerciantes hacían sus ventas con energía.

Atem asintió, aunque su mente no estaba completamente en la escena. Mientras ella se perdía en la animada atmósfera del pueblo, el príncipe mantenía los ojos alerta, sabiendo lo que estaba en juego.

—Mana, no te separes de mí. Y por ningún motivo te quites... —la voz de Atem, que al principio tenía un tono firme, se fue apagando poco a poco, como si la incomodidad lo estuviera ahogando. Su mirada recorrió la multitud rápidamente, pero no logró encontrarla. Un nudo en su estómago empezó a apretar—. ¿Mana? —su voz, ya sin la misma seguridad, tembló al no ver a su prima a su lado.

El príncipe observó a su alrededor, cada rostro parecía ser más ajeno que el anterior. La multitud lo envolvía, pero lo único que destacaba para él era la falta de Mana. La había dejado sola en este lugar, confiando en que se mantendría cerca, pero su actitud tan despreocupada lo había puesto en una situación aún más tensa. La frustración y la molestia crecían por dentro, reemplazando la inicial preocupación.

—Es por esto que no quería traerte... —musitó entre dientes, con un tono marcado por la irritación. ¿Cómo podía ser tan imprudente? Había advertido tantas veces a Mana sobre los peligros de moverse sin pensar. Ella lo ignoró, como siempre. Ahora, el riesgo no era que estuviera perdida, sino que si alguien los descubría, todo terminaría mal.

La responsabilidad que sentía sobre sus hombros lo hizo respirar profundamente, buscando calmarse. No podía perder el control. No podía dejar que su identidad quedara al descubierto. Si algo salía mal, sería el principio de un desastre. El padre de Atem, el faraón, no lo perdonaría.

—No puede ser... —se repitió, mientras avanzaba entre los cuerpos que se movían al ritmo de la música. Su capa cubría parcialmente su rostro, ayudando a ocultarlo, pero también dificultaba su visión. La confusión y el bullicio aumentaban la presión sobre él.

Atem apretó los dientes, la irritación invadiendo su mente mientras seguía buscando. El espectáculo de los gitanos, las risas, la música... Todo parecía una distracción que no podía permitirse. Su foco era encontrarla rápidamente, sin que nadie lo notara.

—Si alguien nos descubre... —pensó, apurando el paso. La incomodidad no solo provenía de no saber dónde estaba Mana, sino del hecho de que ella se había separado de él sin decir una palabra. No comprendía por qué no entendía la gravedad de la situación. Esto no era un paseo cualquiera. No podía permitirse un error tan grande.

Revisó más puestos, echó un vistazo a las familias que disfrutaban del día, pero no estaba allí. El ruido del pueblo, los murmullos de la gente, todo parecía aumentar la presión sobre él. Ahora, más que nunca, sentía el peso de la responsabilidad que tenía, y no solo por sí mismo, sino también por su prima. ¿Cómo podía ser tan irresponsable?

De pronto, unas voces lo hicieron detenerse.

—Oye, mira a ese chico. ¿Se parece al príncipe?

—Deja de decir idioteces, el príncipe nunca se mezclaría con esos sucios gitanos, sin escoltas y vestido de esa forma.

Atem ajustó la capucha que cubría su rostro, apretándola para disimular aún más su identidad. La gente a su alrededor no debía saber que él estaba allí. No debía ser visto. Si alguien lo reconocía, se convertiría en un caos, y en ese momento no había nada peor que la atención de su padre.

Se deslizó por la multitud con más rapidez, el sonido de la música atrapando su atención, pero sin perder de vista el objetivo principal: encontrar a Mana.

—Mana... ¿dónde carajos estás? —pensó, apretando los dientes. La angustia comenzaba a tornarse en frustración. El deseo de explorar ese lugar libre de las cadenas del palacio era fuerte, pero el hecho de que su prima estuviera perdida le hacía dudar de la idea.

Entonces, la música en la plaza cambió. El ritmo se tornó más cautivador, envolvente. Atem dejó que su atención fuera arrastrada por el sonido, casi hipnotizado. Los bailarines hicieron un paso a un lado, y lo que vio a continuación lo dejó sin aliento. Una figura emergió del grupo, su cuerpo ágil y delicado, moviéndose como si fuera parte del viento. Era una danza que fluía, ligera, en perfecta armonía con la música que los rodeaba.

Atem observó atentamente. La figura danzante, a pesar de estar cubierta por telas que no dejaban nada al descubierto, no mostraba señales evidentes de feminidad. Su pecho, plano y delicado, sus movimientos refinados, sugirieron dos cosas: o era una mujer joven, o... no era una mujer.

—¿Qué te parece? —preguntó una voz a su lado, rompiendo el silencio de su admiración.

Atem, aunque cautivado por la belleza de la danza, intentó apartar la vista de los otros espectadores.

—Es una criatura muy hermosa —comentó uno de los hombres que se encontraba cerca, su tono lujurioso. Atem frunció el ceño, sin querer involucrarse, pero algo en las palabras lo incomodó profundamente.

—Si pudiera, me la llevaría a mi burdel —agregó otro, con un tono más rudo, como si se tratara de una mercancía más.

Atem apretó los puños bajo su capa. Quería intervenir, reprenderlos por su falta de respeto, pero cualquier acción podría ponerlo en el centro de atención. Ya había demasiado riesgo en su simple presencia.

Cerró los ojos por un instante, respirando profundo. Sabía que debía actuar con cautela, aún si esa parte de él quería correr hacia la danza, hacia esa figura que lo había hipnotizado. Aquella persona —sin saber por qué— parecía ser la clave a algo más grande, algo que el príncipe aún no comprendía.

La danza de aquel joven comenzó como un susurro en el aire, moviéndose con una fluidez tan etérea que parecía desvanecerse entre las sombras de las luces titilantes. El suelo bajo sus pies parecía no existir, sus movimientos eran tan delicados que cada giro, cada paso, parecía desafiar la gravedad misma. El príncipe observaba, cautivado, como si el tiempo se hubiera detenido para él. Los otros espectadores a su alrededor no importaban, sus palabras se desvanecían como un eco lejano. El mundo, por un instante, había desaparecido, y solo quedaba el brillo en los ojos de ese extraño ser, tan fascinante y misterioso.

El joven danzaba con una gracia inhumana, un flujo interminable de energía y elegancia que parecía envolverlo en una especie de trance. Atem, incapaz de apartar la mirada, sintió cómo su corazón latía con una intensidad que jamás había experimentado. Cada movimiento, cada gesto, lo arrastraba más y más al borde de un abismo que no deseaba comprender.

-------------------------------------Actualidad (Después del prólogo)...

— ¡Yugi! ¿Dónde estabas? —exclamó Tea, su voz llena de preocupación mientras corría hacia él. Cuando lo vio, no pudo evitar lanzarse en un abrazo. Los ojos de la castaña brillaban con alivio, y su respiración aún entrecortada dejaba entrever el miedo que había sentido—. Creí que te había perdido... Llegué a pensar que los guardias te habían puesto una mano encima. Gracias al cielo, estás bien... —se secó rápidamente una lágrima de la mejilla, sin que Yugi pudiera evitar notar cuán tensa estaba.

— Estoy bien, hermana... —respondió, apretando a Tea un poco más en el abrazo, aliviado de ver que ella estaba a salvo también. Sin embargo, una pequeña culpa lo invadió al ver el susto que le había causado. — Lamento si te preocupé.

— ¿Cómo lograste escapar? —preguntó Joey, acercándose con una mirada inquisitiva y un tono que demostraba su preocupación, aunque intentaba disimularlo con una sonrisa—. ¿De verdad te escapaste de los guardias?

— Sí, ¿cómo lo hiciste? —agregó Mai, su expresión algo más seria, como si ya supiera que la respuesta no sería sencilla.

— Con la ayuda de un chico muy amable. —Yugi se encogió de hombros, su tono algo tímido pero lleno de gratitud al recordar al joven que le había tendido la mano en su momento de necesidad.

— ¿Un chico? ¿Qué chico? —interrumpió Tea, algo confundida, alzando una ceja mientras su mirada se volvía inquisitiva.

— ¿Cómo se llama? —preguntó Mai, con la curiosidad reflejada en sus ojos.

Yugi titubeó un momento, recordando cómo el extraño lo había cubierto con esa capa y lo había ayudado a escapar sin preguntar demasiado. Fue un gesto tan desinteresado, tan genuino, que sentía que no debía darle más importancia. Sin embargo, algo dentro de él no dejaba de pensar en ese joven con una gracia tan particular.

— No lo sé... —respondió finalmente, quitándose el atuendo improvisado que el príncipe le había dado para poder escapar sin ser reconocido. Al hacerlo, dejó entrever lo sencillo y discreto que era el disfraz—. Él me hizo este atuendo improvisado para poder escapar de la ciudad.

— ¿Y-y tus joyas? —Tea, observando atentamente, notó enseguida que Yugi no llevaba las preciadas joyas que siempre lucía con tanto orgullo. Su ceño se frunció, no por molestia, sino por la preocupación que lo acompañaba—. ¿Qué hiciste con ellas?

— Están aquí. —Yugi tocó la pequeña bolsa que colgaba de su cintura, la cual el chico desconocido le había dado para guardar las joyas con seguridad. — Él me dijo que las guardara aquí... y luego me la obsequió. Fue muy amable.

—Pues la amabilidad no te salvará la próxima vez. Si realmente quieres quedarte con nosotros en el espectáculo callejero, vas a tener que aprender a ser más astuto y escapar sin que nadie te vea. —dijo Tea con una preocupación cubierta finamente con severidad.

— Lo sé... —Yugi se quedó en silencio por un momento, procesando las palabras de su hermana. La advertencia era justa, y aunque comprendía lo que le decía, la última cosa que deseaba era que alguien más resultara lastimado por su torpeza. — Prometo que mañana no cometeré el mismo error.

— Eso espero, Yugi... —respondió Tea, su tono más suave pero con un dejo de seriedad, mientras la preocupación no desaparecía por completo de su rostro. — Ahora vayamos a ensayar... y a reconfortar a aquellos que han perdido a algún familiar hoy en la captura.

— Eso es lo peor de todo... —dijo Yugi con un suspiro, mirando al suelo. No importaba cuánto quisiera evitarlo, la tristeza siempre venía con el día. La sensación de no poder hacer más por aquellos que habían sido atrapados se le clavaba como una espina. Tea, Mai y Joey compartieron su silencio, sabiendo que también ellos cargaban con el mismo peso.

La escena parecía calmarse, aunque la tensión persistía, como una sombra que se cernía sobre el grupo. La ciudad seguía su curso a lo lejos, pero para Yugi, sus amigos, y el campamento, el día nunca sería el mismo.

— ¡Esta es la última, su majestad! —exclamó un guardia, con una mezcla de firmeza y agotamiento, mientras empujaba a una joven gitana hacia la sala del trono. La mujer, con los ojos bajos y el rostro cubierto por un velo, no decía palabra alguna, pero su postura tensa y su respiración agitada no pasaban desapercibidos.

El faraón, sentado en su alto trono, observó la escena con mirada indiferente. Su expresión de desdén pronto se transformó en curiosidad al notar algo extraño en el comportamiento de la prisionera.

— Una mujer... —murmuró, entrecerrando los ojos, como si pensara si valía la pena dedicarle atención—. ¿Qué sabes hacer? Quizás me apiade de ti y te libre de ir al calabozo... —Su mirada se fijó de repente en la figura de la gitana, al notar que intentaba ocultar un bulto bajo sus prendas, justo a la altura de su estómago—. ¿A caso robaste algo? ¡Maldita gitana! —El faraón no dudó en alzar la voz, haciendo que el guardia se acercara rápidamente. — ¡Guardia, revísala!

El guardia, con un gesto de incomodidad pero cumpliendo con su deber, comenzó a revisar a la mujer mientras ella intentaba resistirse, su cuerpo temblando ligeramente, pero sin emitir un sonido. Después de un breve pero tenso momento, el guardia apartó las manos, visiblemente desconcertado.

— Nada más que su estómago... —dijo con voz baja, casi sin creerse lo que había encontrado.

El faraón, con los ojos ahora fijos en ella, la observó en silencio antes de romper el silencio con una afirmación tajante:

— Embarazada... —La palabra flotó en el aire, pesada y llena de significado. El faraón se cruzó de brazos, su mirada ahora de una frialdad aún mayor—. Bien, ya saben a dónde mandarla.

— Sí, mi faraón —respondió el guardia, conduciendo a la mujer fuera de la sala del trono. La gitana parecía aún en shock, pero su mirada de desesperación no pasaba desapercibida.

La llevaron por los pasillos del palacio, hasta llegar a una habitación fría y austera, donde varias mujeres embarazadas y algunas ciervas que las atendían, se hallaban en diferentes estados de dolor y agotamiento.

— El faraón ordenó traerla. Es la nueva que se atrapó hoy. Juliana, ya sabes lo que hacer —dijo el guardia, su tono impersonal, ya acostumbrado a la rutina.

Juliana, una mujer de cabellos castaños salpicados de hilos plateados, con ojos de un zafiro profundo, levantó la vista de su trabajo sin mostrar demasiada emoción. La piel de la mujer era tan blanca como la nieve, y su tono de voz, aunque suave, destilaba una autoridad que ninguno de los presentes se atrevía a cuestionar.

— Sí, sí. Solo vete de aquí, mocoso malcriado —respondió con una sonrisa sarcástica al guardia, que no tardó en marcharse para evitar la furia de la mujer.

La joven gitana, temblando visiblemente, se acercó lentamente, observando la habitación a su alrededor, todavía confundida y asustada.

— ¿Dónde estoy? ¿Qué es esto? —preguntó con voz temblorosa, su mirada inquieta.

Juliana, sin voltear a mirarla, siguió mezclando polvos y líquidos en un pequeño frasco mientras respondía con indiferencia.

— Esto, mi niña, es el cuarto de partos para mujeres como nosotras —dijo, sin dejar de trabajar—. Gitanas.

La joven recién llegada no podía creer lo que escuchaba. La palabra "gitanas" caía como un peso sobre su pecho, una verdad que la inquietaba profundamente. Antes de que pudiera hacer otra pregunta, Juliana le entregó un pequeño recipiente con la mezcla que había preparado.

— Quiero tu edad, nombre y tiempo de embarazo. —Juliana no mostró signos de prisa ni de ansiedad. Para ella, este tipo de situación era cotidiana.

— ...Dina. Tengo diecinueve años y ocho meses con algunos días de embarazo. —Lo dijo rápidamente, todavía sorprendida por la calma con la que Juliana tomaba el control de la situación.

— Bien. En treinta días o menos, tendrás a tu bebé. Toma esto, y todo saldrá bien. —Juliana le entregó la mezcla con una expresión serena pero directa, sin que sus ojos la miraran.

Antes de que Dina pudiera hacer alguna otra pregunta, la puerta de la habitación se abrió de golpe, y una joven entró con un rostro que reflejaba preocupación total.

— ¡Lady Juliana! —gritó la chica, con los ojos desbordados por el miedo mientras dejaba paso a otras dos chicas que traian a una más que se apoyaba en ellas—. ¡Brinna está por dar a luz!

Juliana, sin inmutarse, se levantó con calma. Aunque su rostro mostraba una seriedad implacable, no parecía sorprendida por la situación.

— Bien, bien. Recuéstenla. —dijo con tranquilidad, señalando a las otras chicas para que se encargaran de preparar a la mujer para el parto. — Ya saben lo que necesito, así que dense prisa.

Dina, paralizada por la escena, se quedó observando mientras las otras mujeres se movían rápidamente, guiadas por la experiencia y el entrenamiento que les había dado Juliana. La joven gitana sentía una mezcla de miedo y fascinación, pues, aunque su sueño siempre había sido ayudar en los partos, como su madre y su abuela lo hacian en su hogar, aunque nunca imaginó que lo haría en un lugar tan oscuro y sombrío.

— Ey, tú. La nueva. Ven aquí y sosténle la mano a Brinna. —ordenó Juliana, su tono autoritario.

— ¡Ah! ¡Sí! —respondió Dina, casi sin pensar, corriendo hacia la cama donde Brinna, entre fuertes dolores, estaba luchando por mantenerse consciente.

— Todo saldrá bien, tranquila —le susurró Dina, apretando la mano de la joven en un intento por ofrecerle consuelo.

— Dina, deja de decirle mentiras y solo sostenle la mano. —Juliana la interrumpió, sin rodeos, mientras las mujeres a su alrededor seguían trabajando sin descanso.

Dina, confundida, obedeció, mientras las otras miraban en silencio, entendiendo que en ese lugar, las promesas y las palabras de consuelo no tenían cabida. El dolor era la única constante.

Tras largos momentos de angustia y esfuerzo, el bebé finalmente salió, y el llanto del recién nacido llenó la habitación, resonando en los corazones de todos los presentes.

— ¿Qué fue? —preguntó Dina, sin poder quitar la mirada del pequeño, aún incrédula por lo que acababa de presenciar.

— Un varón. —respondió Juliana, con una tranquilidad inquietante, mientras se ponía de pie, alzando al bebé en sus brazos con destreza y sin emoción alguna. — Esto es lo que hay.

La mujer se retiraba con el bebé envuelto en una manta. Dina, aún en shock por lo sucedido, la observó irse, esperando que se dirigiera hacia algún rincón del cuarto para limpiar al niño o prepararlo para que su madre pudiera sostenerlo. Sus pensamientos eran confusos, pero confiaba en que todo seguía el curso natural de un parto, como su madre y abuela le habían enseñado.
La puerta se cerró tras Juliana con un sonido sordo, y una extraña sensación de incomodidad invadió la habitación. Los murmullos de las otras mujeres a su alrededor se apagaron, como si todo hubiera quedado suspendido en el aire.

¿A dónde lo lleva? ¿Acaso no era el momento de dejar que la madre pudiera al menos verlo, aunque fuera por un instante?

La joven gitana observó el rostro de Brinna, quien, lejos de sonreír por el nacimiento de su hijo, rompió a llorar amargamente. Dina, confundida por la reacción de la madre, se acercó, tratando de consolarla.

— ¿Aún te duele? No te preocupes. Cuando sostengas a tu bebé, todo el dolor se irá... —intentó decir, buscando calmarla.

— ¿¡A caso te estás burlando de mí!? —La voz de Brinna, rasposa y llena de angustia, la sorprendió.

— ¿Qué? ¿Burlarme? —Dina, sorprendida, no comprendía la reacción.

— Tranquilízate, Brianna. Ella acaba de llegar hoy. —intervino otra de las mujeres, mientras Brinna seguía sollozando, incapaz de calmarse.

— ¡Pues que sepa lo que le espera! ¿¡Por qué nadie se lo ha contado!? ¡Así cerraría su maldita boca de una vez! —Brianna explotó en rabia contenida, su dolor convertido en furia. Dina, aterrada, no sabía cómo responder.

—¿De qué hablas? — cuestionó aún confundida. 

— ¿¡Aún no entiendes lo que pasa!? —Brianna la miró con ojos llenos de desesperación. — ¡No podré sostener nunca a mi bebé! ¡Ni yo, ni tú, ni nadie en este maldito palacio con sangre gitana!

Dina, con el corazón golpeando fuertemente en su pecho, intentó comprender lo que había sucedido, pero las palabras de Brianna seguían retumbando en su mente, como una pesadilla sin fin.

— Eso es mentira... ¿No? —murmuró, mirando a las demás mujeres en busca de una respuesta. Pero todas, con la cabeza baja, evitaban su mirada.

— No... No es verdad, no puede... —corrió hacia la puerta de la habitación, intentando abrirla desesperadamente, pero estaba bloqueada. Golpeó la puerta con las manos, desesperada, sintiendo cómo el miedo la envolvía con cada segundo que pasaba.

—¡Dejenme salir! ¡DEJENME SALIR! —Gritó con toda su fuerza, pero sus palabras parecían desvanecerse en el aire, sin llegar a nadie. Nadie la escuchaba. Nadie se movía.

Brinna, recostada en el suelo, no pareció inmutarse ante la angustia de Dina. Su expresión era vacía, como si las palabras de la joven no fueran más que un ruido molesto en su rutina diaria. Sin prisa, la mujer se acomodó más en su manta, como si nada de lo que ocurría a su alrededor fuera importante.

— Grita todo lo que quieras. No saldrás de esta habitación hasta que des a luz. —La voz de Brinna fue fría, monótona, como si ya no le quedara emoción alguna que ofrecer. — Y después de dos o tres días de descanso posparto, te sacan de aqui y te ponen a trabajar como esclava en este maldito lugar.

El sonido de su voz era un golpe seco, una sentencia definitiva que resonó en cada rincón de la habitación. Dina se quedó paralizada por un momento, sin poder procesar lo que acababa de escuchar. Trabajo como esclava... ¿Eso era lo que le esperaba? ¿Era esa la vida que le habían destinado?

El llanto comenzó a brotar, sus lágrimas caían sin control mientras se dejaba caer contra la fría pared, temblando de miedo y desesperación. Pero no había consuelo, no había respuesta. Solo el peso de su realidad apretándola.

Brinna, sin una pizca de compasión, volvió a sumirse en su silencio, como si Dina ya no fuera más que una molestia que pronto se olvidaría. Su respiración profunda indicaba que ya se había rendido a lo que le esperaba, que ya nada podría perturbar su amarga aceptación de la vida que le habían impuesto.

— Bienvenida a Palacio. — Las palabras de Brinna fueron como un susurro lejano, casi burlón, mientras la oscuridad de la habitación parecía tragarse los últimos vestigios de esperanza de Dina.
La puerta permaneció cerrada, y el sonido de los sollozos de Dina se fundió con el crujir de las viejas maderas. La escena terminó, y el destino de la joven quedó sellado entre esas paredes.

— ¿Crees que se dieron cuenta? —susurró Mana, escabulléndose junto a su primo entre los estantes llenos de polvo en la biblioteca, tratando de esconderse entre las sombras.

— Espero que no, o estaremos en problemas —respondió el príncipe, mirando con nerviosismo por encima del hombro.

La tensión creció en el aire, y en ese momento, una voz grave resonó detrás de ellos, cortando cualquier intento de evasión.

— Oh, definitivamente están en MUCHOS problemas.

Ambos se giraron rápidamente, y el pánico llenó sus ojos al ver al hombre que tanto temían.

— M-m-maestro... —dijo Mana, su voz temblando.

— H-Hola Mahad... —murmuró Atem, sin poder ocultar su incomodidad.

Mahad los observó con calma, pero sus ojos resplandecían con una mezcla de desaprobación y diversión.

— Mana... ¿Sabías que los clones se distorsionan si tu concentración se desvanece? —su voz fue casi un susurro, pero el reproche era claro.

— S-si, maestro... —respondió Mana, mirando al suelo, incapaz de sostener la mirada de Mahad.

— Bien... —Mahad levantó su báculo y señaló hacia unas extrañas formas sentadas frente a una mesa— Entonces, para la próxima, mantén tu concentración durante toda tu salida.

Mana y Atem miraron, sorprendidos, hacia las figuras deformadas, que eran versiones distorsionadas de ellos mismos.

— ¿¡Qué es eso!? —exclamó Mana, los ojos abiertos como platos al ver sus propias formas deformadas, como si su magia hubiera fallado.

— ¿Cómo que 'qué es eso'? —Mahad le dio un golpe en la cabeza con su báculo con una destreza que reflejaba su paciencia agotada.— Son tus clones. ¿Ves por qué insisto en que entrenes más?

Atem, algo confundido, observó los clones.

— Mana... ¿Así me ves? —su tono era suave, pero había una pizca de incomodidad en su voz.

Mana intentó disimular su incomodidad, pero no pudo evitar ruborizarse al ver cómo la distorsión en sus clones los había reflejado de manera tan imperfecta.

— ¿Dónde rayos se metieron toda la tarde? —interrumpió Mahad con un tono que no dejaba lugar a dudas sobre su molestia.— ¡El faraón casi me cuelga por su insensatez!

— Los sentimientos, Mahad... —respondieron ambos chicos al unísono, dándose cuenta de la ironía en su comportamiento.

Mahad los fulminó con la mirada.

— ¡Ambos merecen que los convierta en chinches para aplastarlos! —exclamó, el enojo evidente, pero solo por un momento.

— ¿Y lo harás? —preguntó Mana con una ligera sonrisa desafiante.

Mahad suspiró, incapaz de ocultar una pequeña sonrisa de diversión.

— Claro que no. Aunque no lo parezca, le tengo un gran respeto a mi futuro faraón. —miró a Atem, quien sonreía con aire de victoria, como si todo estuviera bajo control.— ¡Tú, por otro lado! —se volvió hacia Mana, con el tono regresando a su seriedad— te dedicarás a clasificar cada archivo de la sección 8 de la biblioteca. No me importa si te tardas 100 lunas, ¡quiero esa sección ordenada!

— ¡S-s-Sí, señor! —respondió Mana, la energía de antes desvanecida, y salió corriendo hacia la parte más remota de la biblioteca, donde las pilas de pergaminos y libros caían al suelo en un caos organizado.

Mahad observó su partida, sus ojos ahora más suaves al dirigirse hacia Atem, quien parecía querer cambiar el tema.

— Atem... —dijo Mahad con una calma que contrastaba con el tono anterior— Fueron al pueblo, ¿no es así?

Atem, visiblemente incómodo, bajó la mirada, como si estuviera tratando de evitar la conversación.

— ...Sí. —respondió, agachando la cabeza, sabiendo que Mahad lo había atrapado.

Mahad suspiró, cruzando los brazos con un gesto que mostraba tanto comprensión como desaprobación no expresada. Al final, solo suspiró.

— Sé que te llama la atención la cultura gitana, pero... —su voz se hizo más seria— También sabes que tu padre detesta a todo aquel que tenga sangre gitana.

— Lo sé, y si me lo preguntas, es un odio absurdo. —Atem levantó la cabeza, su mirada fija en Mahad, como si tratara de justificar lo que había hecho.— ¿Qué hicieron los gitanos para enojar tanto a mi padre?

Mahad no respondió de inmediato, pero sus ojos brillaron con una mezcla de respeto y sabiduría no expresada. Al final, solo suspiró.

— Me debes una por evitar que tu padre descubriera tu ausencia. Hasta donde él sabe, estabas en el río Nilo entrenando con tu prima. —dijo Mahad sin emoción, pero con una firmeza que dejaba claro que no había espacio para más preguntas.

Y sin más palabras, Mahad se dio la vuelta y salió de la biblioteca, dejando a Atem con su mente llena de dudas y preguntas sin resolver.

Junto al río, a la orilla de este, Yugi estaba sentado, sus ojos fijos en el cielo estrellado, como si cada una de las estrellas tuviera un secreto que solo él podía descifrar. El suave murmullo del agua chocando contra las piedras era la única compañía que tenía, hasta que una voz familiar lo sacó de su ensueño.

— ¿Qué haces aquí tan solo? —preguntó Tea, acercándose al pequeño tricolor, sentándose a su lado sin esperar respuesta, como si ya supiera lo que estaba pasando por la mente de su hermano.

Yugi, por un momento, se quedó en silencio, sin saber cómo responder. Era una mezcla extraña de sentimientos, uno que no terminaba de entender por completo.

— Estaba pensando en que mi actuación de mañana debe ser perfecta —respondió finalmente, intentando desviar la conversación.

— La de hoy fue perfecta. Mañana también lo será. — Tea le sonrió, pero había algo en sus ojos, una leve inquietud que no se podía disimular.

Yugi se sonrojó, sintiendo la calidez de sus palabras, pero algo lo estaba presionando por dentro. Algo que no podía dejar de pensar.

— Eso espero... Porque me prometió estar ahí —dijo en voz baja, casi como si fuera un susurro, pero en su tono había un brillo de esperanza.

Tea no pudo evitar burlarse.

— Uh~ ¿Te flecharon acaso? —bromeó, con una sonrisa traviesa en su rostro, pero Yugi, aunque se sonrojó aún más, se apresuró a negar.

— No digas tonterías —respondió con rapidez, pero su mirada seguía perdida, como si buscara algo más allá del río.

Tea, al ver su expresión, dejó de reír. Su sonrisa desapareció y su mirada se hizo más seria. La cercanía de la conversación ahora le daba un tono más tenso, y sus palabras vinieron cargadas de preocupación.

— Yugi, sabes que solo digo estas cosas de broma para molestarte —dijo con una calma forzada, mirando fijamente a su hermano. Yugi, al verla, hizo lo mismo, pero la atmósfera había cambiado—. Pero lo que ahora te voy a decir es en serio: Aléjate de ese chico. Por tu bien.

Yugi frunció el ceño, sin poder comprender del todo.

— ¿Qué? ¿Por qué? —preguntó, sorprendido, mientras un nudo comenzaba a formarse en su estómago.

— Porque es un egipcio. Quien sabe lo que podría estar tramando. —El tono de Tea se volvió más grave, como si las palabras que estaba diciendo no fueran sólo advertencias, sino una condena en sus propios pensamientos.

Yugi lo miró, desconcertado y algo molesto.

— Espera, ¿lo estás discriminando por ser egipcio? —dijo con firmeza, sintiendo cómo sus emociones comenzaban a elevarse. No quería creer que su hermana pensara así.

Tea se tensó, pero no apartó la mirada. Su voz, al principio dura, se suavizó mientras trataba de explicar.

— No lo estoy discriminando, solo te digo que tengas cuidado con él.

Yugi no se dejó convencer tan fácilmente.

— ¿Por qué? ¿Por ser de una cultura ajena a la nuestra? Eso es discriminación, Tea —su voz tembló por la indignación que sentía al ver que su hermana veía al chico de esa forma.

Tea suspiró, bajando la mirada por un momento antes de volver a hablar.

— Yugi, tú no sabes cómo es el mundo allá fuera. La gente no siempre es lo que aparenta. —Su tono cambió, revelando una verdad que había visto en sus propios ojos mucho tiempo atrás.

— Si no lo sé es porque tú no me has dejado verlo —replicó Yugi, apretando los dientes. Estaba cansado de la sobreprotección de su hermana, cansado de no poder vivir las experiencias que sentía que debía experimentar por sí mismo—. Si no fuera por mis constantes súplicas nunca me hubieras dejado ser parte del espectáculo y seguiría esperando en el campamento a tu regreso.

Tea lo miró, su expresión mezcla de amor y preocupación. Pero no podía evitar sentirse culpable por lo que había dicho. Las palabras salían sin pensar, pero las emociones que se ocultaban detrás de ellas eran profundas y dolorosas.

— Y después de lo sucedido hoy, me estoy arrepintiendo de mi decisión —confesó, bajando la cabeza. El arrepentimiento la atormentaba, pero las cicatrices de su propio pasado eran demasiado dolorosas para ignorarlas.

Yugi la miró con ojos llenos de tristeza, buscando comprender.

— ¿Por qué nunca me dejas ir más allá del campamento? Yo también quiero conocer las ciudades, conocer gente y hacer amigos ajenos a nuestro pueblo.

Tea, sin embargo, se inclinó hacia adelante y, sin pensarlo, levantó la camisa, mostrando una cicatriz en su costado. La piel de su hermana estaba marcada, y el dolor en sus ojos era imposible de ocultar.

— ¿Ves esto? —su voz era grave, casi rota—. Esto es lo que pasa cuando intentas hacerte amigo y confías demasiado en alguien que apenas conoces. No quiero que eso te pase a ti. Así que te pido que te alejes de ese chico. Si mañana lo ves, solo agradécele de nuevo y dile adiós.

Yugi tragó saliva, su corazón se apretó con fuerza ante la confesión de su hermana. No podía imaginar el sufrimiento que Tea había vivido, pero tampoco quería que su miedo lo controlara.

— ¿Y si te equivocas? ¿Y si es buena persona? Habré desperdiciado una oportunidad —dijo con un suspiro, sintiendo cómo las palabras se quedaban atoradas en su garganta.

Tea lo miró con tristeza, sabiendo que no podía garantizar lo que él quería oír.

— Prefiero eso a que termines capturado y vendido como esclavo... Y nunca más volverte a ver...

El aire se volvió pesado entre los dos, las palabras de Tea caían como piedras en el agua, perturbando la tranquilidad que siempre habían conocido. Yugi, sintiendo el peso de su preocupación, miró a su hermana, pero no dijo nada. El dolor no tenía palabras.

— ...¿Como a mamá? —susurró Yugi, su voz quebrada por el dolor no resuelto, por el vacío que había quedado en sus corazones.

Tea lo miró, sus ojos llenos de lágrimas contenidas, y solo asintió, sin poder decir más.

— ...Sí. Como a mamá... —respondió, su voz temblorosa y llena de pesar.

El silencio se apoderó de la orilla del río, un silencio pesado, cargado de palabras no dichas. Ambos hermanos, con sus corazones destrozados y la incomodidad de la conversación entre ellos, no pudieron hacer otra cosa que dejar que el dolor fluyera en forma de lágrimas.

El brillo de las estrellas arriba parecía ser la única luz que aún quedaba entre ellos, mientras las lágrimas de ambos caían suavemente sobre la arena, absorbidas por la tierra como si el mundo estuviera recogiendo su dolor.

La necesidad de consuelo estaba presente, pero el orgullo, ese orgullo que siempre los había caracterizado, los mantenía alejados. Así que, en lugar de acercarse el uno al otro en un abrazo, se abrazaron a sí mismos, enrollando sus brazos alrededor de sus rodillas, y dejando que sus cabezas descansaran sobre ellas, buscando la única forma de consuelo que les quedaba: el abrazo propio.

La escena quedó inmóvil, la conversación había quedado atrás, y la noche, con su silencio profundo, abrazó a los dos hermanos. En sus corazones, la pregunta seguía sin respuesta, pero por un momento, ambos encontraron algo parecido a la paz. Una paz rota solo por el murmullo del río y el reflejo de las estrellas.

Continuará...

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