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El día de su partida llegó más pronto de lo esperado, pero Jeongin lo recibió sin un poco de desesperación o miedo. Las cosas habían vuelto a su lugar, y así era como le gustaba que fuera.

Al arreglarse con Chan, el Príncipe andaba mucho más feliz de lo normal. Extremadamente feliz. Desayunaban, almorzaban y cenaban juntos, a menos que tuvieran compromisos previos, como comer junto a las princesas (en el caso de Jeongin) o desayunar con su padre (Chan). Incluso, el Príncipe había invitado a Jeongin a acompañarlo a cazar, y el último día, antes de que el muchacho fuera con sus padres, incluso compartieron un momento íntimo entre los arbustos. Santos dioses, sólo de pensarlo, Jeongin podía ruborizarse como un quinceañero, pero es que Chan le agarró desprevenido y él no podía negarse demasiado.

—No quiero que te vayas —le dijo Chan esa mañana.

—¿No? —Jeongin sonrió, audaz—. Bueno, eso te pasa por obedecer a tu padre, Chan.

—Me parecía buena idea en su momento —se quejó el príncipe—, pero ya no. Es más, ¿sabes qué? Ya no debes viajar, no es necesario...

—Muy tarde, mi Príncipe —dijo Jeongin, acariciándole las mejillas—, ahora quiero ver a mis padres. Tendrás que aguantar estos días sin mí.

—Pero es mucho...

—Son sólo dos semanas.

—Es mucho.

Jeongin lo abrazó ahora y comenzó a mover sus caderas, sintiendo como su entrepierna se frotaba contra la de Chan. Era todavía temprano y estaban en pijama, por lo que podían tener una última ronda antes del momento de marcharse.

—Piensa en mí todas las noches —le susurró Jeongin, levantando el camisón antes de empezar a frotar la polla de Chan contra su agujero, todavía húmedo por el sexo de anoche—, piensa en lo que te estás perdiendo por haberme roto el corazón, Channie...

—Jeongin... —gruñó Chan, pero su voz se perdió en un gemido cuando Jeongin se dejó caer en su endurecido miembro.

A Jeongin le encantaba eso, montar a Chan y tenerlo bajo suyo, observando su rostro sudoroso y enrojecido por el placer. Adoraba moverse rápido y luego desacelerar, viendo como Chan se crispaba por el orgasmo denegado, y a los segundos su pareja se ponía también algo agresivo y dominante con él. Al final, el sexo se volvía desenfrenado y desordenado. Después de tantas veces haciéndolo, podía decir con claridad que le encantaba cuando Chan era así con él, llegando a ser déspota y sucio en la intimidad.

—Piensa en... en mí si Yuqi se te acerque —gimió Jeongin, sintiendo cómo el orgasmo empezaba a construirse a medida que Chan seguía empujando dentro de él—, pi-piensa en lo mucho que amas fo-follarme...

—Dioses, Innie...

Ambas voces se perdieron en sus respectivos gemidos, y sólo cuando se dejaron caer en la colcha, respirando aceleradamente, Chan lo besó en el cuello. O, más bien, besó, chupó e incluso mordió.

—¡No... no hagas eso! —se quejó Jeongin, gritando.

—Provocarme así —gruñó Chan, sin soltarlo—, eres un chico muy malo, Jeongin.

El aludido sólo resopló, rodando los ojos por la actitud de Chan, aunque sabía que la suya no era mucho mejor. Por lo mismo, cuando el príncipe lo soltó, ahora fue el menor quien lo abrazó y mordió en la zona del hombro.

—Me entero de que has tocado a otra concubina —le dijo, con Chan retorciéndose ante su acción—, y te morderé la polla, principito.

— ¡Te voy a castigar como no te imaginas, Jeongin! —farfulló Chan, pero Jeongin sólo bufó.

Al final, se quedaron otro rato en la cama hasta que ya era inevitable, y pronto entraron los sirvientes para prepararles el baño. No tardaron en limpiarse y quitarse la suciedad, para después envolverse en sus ropas. Jeongin escogió sus mejores ropas para esa visita a la casa de sus padres, además de llevarles regalos y presentes.

—Me quedaré hoy contigo —dijo Chan de pronto, mientras desayunaban.

—¿Ah? —Jeongin parpadeó—. ¿Cómo?

—Quiero conocer a tus padres —señaló el mayor—, considerando que nos vamos a casar, no me parece correcto que nos veamos sólo en nuestra boda.

Jeongin iba a replicar, hasta que lo pensó mejor y concluyó que era una buena idea. Sí, una excelente manera de seguir marcando terreno ante el resto de las concubinas y de Yuqi, que había estado mucho más callada desde que Sora fue expulsada del harem. Ese día, incluso Jeongin fue a regodearse de su triunfo mientras la chica retiraba sus cosas, escoltada por dos guardias. Que vieran lo que podía pasar si lo provocaban.

—Está bien —dijo Jeongin, pero le miró con advertencia—, aunque no esperes una gran pomposidad por parte de ellos, Chan. Tú sabes que mis padres no provienen de una familia importante y fueron campesinos casi toda su vida.

—No te preocupes —Chan le agarró la mano—, jamás me burlaría de ellos o incluso de ti. Eres lo más importante que tengo. Es más, te tengo un regalo —se estiró hacia una de las mesitas que poseía y agarró una bonita caja de madera con hermosas decoraciones de oro a su alrededor, presentándosela a Jeongin—. Vamos, ábrela, mi Joya más preciosa.

El muchacho lamió sus labios y limpió sus dedos con un paño, antes de abrir la cajita con expectación. Sus ojos admiraron, emocionados, el hermoso anillo que estaba acomodado cuidadosamente en un cojín rojo.

Era de oro, se notaba enseguida por el color y el brillo que poseía. Sostenía, en el centro, dos piedras de color verde que también brillaban y se encontraban diligentemente pulidas. El tallado de oro, encima y por debajo de las piedras, era de mariposas, y la decoración a lo largo era de flores.

—Es precioso... —murmuró Jeongin, con el corazón apretado.

—Es tu anillo de compromiso y matrimonio —Jeongin le entrego la joya y Chan la agarró, pero sólo para sostener también la mano del chico y encajarla en su dedo anular—. Es jade imperial, Jeongin. Dicen que, quienes lo portan, gozarán de inteligencia, sabiduría y honor para gobernar —Chan se inclinó y le besó el anillo—. Y tú serás mi Emperatriz.

—Mi Emperador... —barboteó Jeongin, conmovido.

—Además —añadió Chan—, el jade se relaciona con nuestro cuarto chakra, ¿sabías eso?

—El del corazón —susurró Jeongin. Chan, ahora, llevó su otra mano hacia el pecho del menor.

—Te ayuda con tu estado emocional —el príncipe se inclinó y lo besó en la boca—, quiero verte siempre feliz, amor mío. Cuando me necesites, sólo debes besar este anillo y sabrás que siempre te llevo en mi corazón, Jeongin.

—Te amo —juró Jeongin, devolviéndole el beso—, te amo, mi Señor, mi Príncipe, mi Emperador.

—También te amo, mi Joya más hermosa.

Tardaron otro buen rato en separarse, y cuando salieron de la habitación, Jeongin iba con una enorme sonrisa que nadie se la iba a eliminar. Ni siquiera titubeó cuando, al dirigirse a las afueras del pabellón principal, ya le esperaba el Emperador junto a las princesas y el príncipe.

—¡Qué hermosa joya, Jeongin! —dijo Yeji cuando vio el jade brillar a la luz del sol.

—Me la acaba de regalar el Príncipe —dijo con orgullo, pasando por alta la mirada penetrante del Emperador—, como señal de nuestro compromiso y matrimonio.

—Qué romántico, hyung —se burló el príncipe Eujin.

—El amor te hace actuar así, Príncipe —dijo Jeongin, sin borrar su sonrisa mientras Chan sólo bufaba.

—Es una joya preciosa —dijo el Emperador, y el muchacho no se amedrentó ante él—, todas las Emperatrices han recibido un obsequio con el jade imperial. El jade ayuda a limpiar la mente y nos enseña a ser justos, Jeongin.

La pulla fue evidente para él. Quizás no para las muchachas y Eujin, que siguieron halagando el anillo, pero Jeongin no era idiota y recordaba muy bien las palabras del Emperador.

Has sido injusto con él, cuando debieras apoyarlo y consolarlo. Mi hijo tiene una gran carga, y su Emperatriz debe estar a su altura.

Un claro recordatorio de la conversación que ellos tuvieron días atrás y todo lo que le había dicho Jongshin. Que él no tenía que tomarse atribuciones que no correspondían y debía conocer cuál era su lugar en el palacio.

Sin embargo, pudo sentir a Chan tensarse también a su lado, con su rostro poniéndose rígido y la mandíbula apretándose en un gesto que no reconoció enseguida. Se preguntó, en ese momento, si acaso ellos no tuvieron alguna conversación también sobre él. Era muy probable que sí.

—Lo cuidaré con mi vida —aseguró Jeongin, tranquilo—, después de todo, es símbolo del amor que tiene Chan por mí y que sólo me pertenece —tomó el brazo del príncipe—. ¿Vamos, amor mío?

Chan todavía se veía muy molesto, sin embargo, sólo inclinó su cabeza.

—Volveré más tarde —dijo—, para la cena.

—Ve a cenar conmigo —le ordenó el Emperador—, hay mucho que conversar, hijo mío.

Jeongin esperaba que Jongshin no se atreviera a volver a presionar a Chan con sus deberes. Ya podía imaginarse lo que le iba a decir: "consientes demasiado a Jeongin, tienes que ser más claro con él y explicarle sus obligaciones". Si lo presionaba de manera correcta, muy probablemente terminaría haciendo que volviera a acercarse a Yuqi para mantenerla a ella feliz.

Chan sólo volvió a inclinar la cabeza, llevando a Jeongin al carruaje y ayudándolo a subir. No tardó en seguirlo, y se asomó una última vez para despedirse de la familia imperial antes de partir donde sus padres.

—¿Mi padre ha hablado contigo? —fue lo primero que preguntó el príncipe una vez se alejaron.

Jeongin no le había contado de la reunión que tuvo con el Emperador ni lo que le había dicho. Por mucho enfado que sintiera, pensaba que no era correcto ir donde Chan para hablarle de todo eso, como si fuera un niño malcriado que acusaba a alguien que no le agradaba. Además, también creía que era interferir en la relación que mantenía su prometido con su padre, y no quería generar tensiones allí. Por último... Tal vez eso esperaba el Emperador de él: que lo acusara, para así tener un motivo y demostrar lo poco preparado que estaba Jeongin para formar parte de la familia imperial.

—Sí —admitió, con cuidado—, hace varios días. Se mostró un poco... decepcionado por mi comportamiento.

—¿Decepcionado? —la voz de Chan se tornó sombría—. ¿Qué fue lo que te dijo exactamente?

Titubeó un momento. Nunca fue buen mentiroso.

—Que yo debería conocer mi lugar —admitió—, que tú eres el Emperador y puedes tener a las concubinas que desees, Chan, y yo no tengo por qué meterme en eso.

—Dioses —masculló el mayor—. ¿Y tú qué le has dicho? Parecía muy molesto contigo.

Volvió a titubear, sintiendo las mejillas levemente sonrojadas.

—Chan —trató de razonar—, tu padre sólo estaba preocupado y ya. Yo ya olvidé lo que me dijo, tú también deberías hacerlo.

—No quiero que se meta en nuestra relación —replicó Chan, sacudiendo su cabeza.

En el carruaje iba sentado frente a él, así que se movió para acomodarse a su lado a pesar de que pudiera resultar un poco incómodo por el espacio apretado. Sin embargo, Chan no se veía molesto por su gesto, sólo le agarró la mano y le dio un apretón.

—No importa lo que me diga —dijo Jeongin—, mientras tú me ames, no me importa nada más, ¿bueno?

—Nunca dudes de eso —respondió Chan, acercándose para darle un beso profundo, y con eso, al menos, lo ocurrido fue olvidado por el momento.

El resto del viaje fue hecho con tranquilidad, conversando superficialmente de algunas cosas y compartiendo sus momentos de intimidad. Era agradable ir con Chan allí, como si dejaran de lado sus responsabilidades en el palacio y fingieran ser dos personas normales.

Poco más de media hora después, el carruaje se detuvo y Sehun le abrió la puerta, ayudándolo a bajar. Sus padres ya le esperaban con expresiones radiantes.

—¡Jeongin! —dijo su madre, una mujer bajita y delgada, de cabello castaño y ojos amorosos—. Qué bueno es tenerte por aquí, mi niño hermoso.

—Mamá —Jeongin le devolvió el abrazo—, espera, mira también quien vino.

Y sus padres contemplaron, boquiabiertos, a Chan bajar del carruaje también. Se quedaron congelados unos largos segundos, hasta que parecieron reaccionar e inclinarse en señal de respeto.

—Príncipe Heredero —balbuceó su padre, que era alto y de cabello negro—, es un ho-honor que esté aquí, Señor.

Chan observó a sus padres, tranquilo y sin hacer alguna expresión de desagrado. Jeongin temía que se viera asqueado o incómodo al ver que a su padre le faltaba una mano. Para él no era ninguna vergüenza que su padre fuera así, entendía muy bien que la perdió en un accidente de trabajo y en busca de mejorar la calidad de vida que ellos tuvieron. Sin embargo, también sabía que a muchos aristócratas le desagradaba la gente del bajo pueblo, y más si eran inválidos.

Pero para su fortuna, Chan sólo sonrió con relajo.

—Quería visitar a los padres de mi prometido —dijo el mayor, haciendo un gesto para que se pusieran de pie—. Espero no incomodar o causar problemas con mi visita.

—¡Claro que no! —dijo la mujer—. Usted siempre será bienvenido en nuestra casa, Príncipe Heredero, y más ahora que ha decidido casarse con nuestro hijo —ella rebosaba alegría y felicidad—. No sabe cuán feliz nos ha hecho la noticia, mi Señor, nos sentimos honrados y llenos de gratitud.

—Yo debería agradecerles —dijo Chan—, por tener a tan encantador y molestoso hijo.

Jeongin no pudo evitarlo y le dio un golpe en el hombro, fastidiado. Chan sólo se rió, y su padre no tardó en hacerlos pasar al interior de la casa, mientras sus guardias y doncellas le ayudaban a bajar todas las cosas que trajo. Wheein y Hyerin iban a desempacar las ropas y accesorios que llevó para su estadía, junto con los regalos que compró para su familia.

Sus padres no tardaron en invitar a Chan al interior de su hogar, y Jeongin le hizo una breve excursión por su hogar. Antes, ellos vivían en una vieja y casi demolida casa en un pueblo poco transitado y concurrido, que casi siempre estaba a oscuras y con el frío calando profundo en sus huesos. A veces, todavía le costaba pensar bien en la suerte que había tenido, la bendición que le dieron los dioses para haber nacido como un doncel, y no sólo eso, sino por darle la oportunidad de ser parte del concubinato del Príncipe Heredero. La condición económica de su familia ahora era incomparable, y Jeongin se aseguraría de que jamás volvieran a pasar hambre o necesidad.

—Este es mi cuarto —dijo Jeongin al final, corriendo la puerta para mostrarle su habitación, que a esas alturas, poco había usado—, aquí me quedaré estos días.

—¿Y me la muestras para que así pueda asaltarte por las noches? —consultó Chan.

—¡Qué descarado eres, Príncipe! —le dijo Jeongin, negando con la cabeza—. Mis guardias vigilarán mi habitación día y noche.

—Como debe ser —afirmó el Príncipe—. Aunque si doy una orden, muy bien van a dejarnos a solas si lo requiero.

—¿Es qué sólo piensas en eso? —exclamó Jeongin.

Chan puso una expresión que no supo identificar enseguida y fue hacia él, agarrándolo de la cintura con fuerza. Jeongin se sobresaltó ante el gesto, pero mantuvo la calma al sentir los dedos del mayor sosteniéndole de la barbilla.

—No hay presiones, Jeongin—dijo Chan, suave—, pero mi padre me ha preguntado sobre un embarazo.

Jeongin mordió su labio inferior, sabiendo que no había una mala intención en la pregunta de su prometido, porque al fin y al cabo... Era necesario. Si bien ellos seguían siendo jóvenes, era importante asegurar la dinastía lo antes posible por cualquier emergencia. Tener niños era algo fundamental para cualquier Imperio, y no sólo eso, sino también afianzaría su posición como Emperatriz. Darle un hijo a Chan era esencial.

—Pronto —prometió Jeongin—, quizás ya lo esté, y todavía no lo sabemos, Channie —bajó su voz un poco—. Tú y yo lo hacemos mucho, pero sabes que lleva un par de semanas antes de confirmarlo. Tu padre también lo sabe. Quizás, cuando sea nuestra boda, ya esté esperando nuestro primer hijo.

La expresión preocupada de Chan pareció relajarse un poco, asintiendo con la cabeza, y Jeongin sólo le dio un abrazo, tratando de transmitirle toda la calma posible. A pesar de que él también sintiera los nervios atenazando su vientre por lo que podía ocurrir de aquí a unos meses más.

(...)

Chan se marchó tarde por la noche, de mala gana y con una cara de desánimo que casi conmovió el corazón de Jeongin.

El día había transcurrido con calma a pesar de la presencia de Chan en su hogar, con sus padres siendo atentos, aunque no demasiado metiches en su relación. Además, Chan igual no actuó de manera tan pomposa o distinguida, sino que por el contrario, fue capaz de bromear con su padre, halagar a su madre y ser preocupado por Dawon, que llegó poco después del mercado. Todos quedaron encantados con el Príncipe, y Jeongin sabía que Chan también se llevó una impresión agradable de su familia.

—Es realmente guapo —le dijo su hermana mayor un par de horas después, a la luz de las velas—, y también muy atento contigo.

—Me ama —aseguró Jeongin, con Wheein cepillando su cabello. Esas últimas semanas se lo había estado dejando crecer y se le enredaba con facilidad—, ¿no es así, Hyerin?

—Claro que sí —afirmó su doncella, que terminaba de ordenar sus ropas—, en el palacio, todos sabemos que el Consorte es intocable.

—Un Consorte poderoso —los ojos de su hermana brillaron por la emoción—. Que increíble, Innie. Cuando eras más niño, ni siquiera fantaseabas con algo como esto.

Jeongin sonrió, negando con la cabeza y pensando en ese niño que jugaba con palos y rocas, a pies descalzos y ropas raídas y sucias. En ese momento, el único pensamiento en su cabeza era sólo comer algo que le llenara y no fuera sólo sopa de cebolla. No le gustaba mucho esa comida, debido a que era lo que más solían comer por lo barato y sencillo que era. Ahora, por el contrario, en su mesa siempre estaban los platos más exquisitos y variados que podía pedir.

—Mira —el muchacho agarró su cajita en donde guardaba su regalo más reciente, y lo abrió, revelando el anillo de jade que Chan le había entregado. Dawon ahogó un grito de emoción e impresión—, me lo ha dado él, ¿no es hermoso?

—¡Es precioso! —confirmó Dawon—. ¿Puedo tocarlo?

Jeongin le dijo que sí, y su hermana lo agarró con extremo cuidado, apreciando cómo brillaba la joya ante la luz de las velas.

—Es absolutamente hermoso —reafirmó su hermana—, ¿cuánto le habrá costado? Es tan delicado y fino, Jeongin...

—Es mi anillo de compromiso —Jeongin se veía muy orgulloso—, sólo me lo quitaré cuando me bañe y duerma, por nada más. Ahora, esta joya es parte de mi corazón.

—Que envidia —Dawon volvió a guardar el anillo, entregándole la caja—, ¿por qué no me consigues también un novio, Innie? ¿Qué tal un hermano del Príncipe? Podría esperar unos años hasta que esté en edad de casarse...

Jeongin sólo se rió con escándalo ante la ocurrencia de su hermana mayor.

Los siguientes días fueron tranquilos y con poca actividad para el chico. Allí, Jeongin no tenía tareas que resolver ni asuntos que tratar, por lo mismo, podía dormir hasta más tarde e, incluso, salir de compras junto a su hermana y los guardias.

Además, no es como si no estuviera desconectado de Chan. El primer día en que despertó allí, cerca del mediodía, recibió una carta del palacio, enviada por el Príncipe Heredero y cerrada con su sello. Jeongin la abrió y su corazón se apretó al leer esas dulces palabras que Chan vertió en el papel, escribiéndole un pequeño poema para recordarle su amor.

Mi Joya más hermosa,

Sol de mi vida y luna de mis noches.

Te pienso en cada momento

y mi alma arde cuando no estás a mi lado.

Mi alma gemela,

Mi sonrisa más alegre,

Anhelo ver tus ojos traviesos

Y esos hoyuelos que son mi sueño.

Vuelve a mí

Por favor, vuelve pronto a mí.

Mi hermosa primavera,

Mi dulce girasol.

Jeongin se pasó una larga hora escribiéndole una carta de regreso, con su alma desbordante en sentimientos y sólo pensando en el error que todos cometían en ese palacio. Sí, Chan tenía un deber, pero el corazón del Príncipe Heredero le pertenecía a Jeongin, y Jeongin ni siquiera se atrevería a prestárselo a otra persona.

Mi amado Emperador.

Te extraño con el dolor de mi alma. Cuando pienso en ti, en tus hermosos ojos observándome como sólo tú sabes hacerlo, ese dolor parece aliviarse un poco, pero luego vuelve con más fuerza porque quiero estar contigo y abrazarte para nunca más soltarte.

Esta mañana mi cama estaba vacía y fría sin ti. Quiero que estos días pasen rápidos para verte pronto otra vez, mi Señor y único Emperador de mi vida.

Piensa en mí en cada momento, así como yo te llevo en mi corazón cada segundo de mi vida.

Tu Emperatriz.

Le sorprendió tener una respuesta al día siguiente, con otro poema que Jeongin leyó y abrazó contra su pecho, antes de doblarlo cuidadosamente y guardarlo en un pequeño baúl de joyas que poseía. Cada carta que le envió Chan, las leyó una y mil veces, guardando cada palabra en su mente y su corazón, como si fueran un bálsamo para su alma. Cada una de ellas fue respondida con sus deseos más profundos.

Además, con las cartas de Chan, llegaban también las breves cartas que Yoorim le enviaba desde el Palacio. Su guardia se quedó allí por orden suya con la simple misión de mantenerlo informado acerca de lo que ocurría en el concubinato. No le sorprendió cuando, tres días después, leyó el mensaje enviado.

Yuqi actúa como si fuera la prometida del Príncipe. Parece muy feliz con su partida.

Sin embargo, el Príncipe no la ha llamado ni ha ido a visitarla. El Príncipe no ha llamado a ninguna concubina en su ausencia, mi Señor.

Por supuesto, al acabar de leerlas, las quemaba hasta que no eran más que cenizas. Poco a poco, Jeongin iba a afianzar su lugar en ese palacio, y tener gente que le comunicaran lo que ocurría siempre era útil, aunque sabía que no sería bien visto en un inicio.

Así que, por lo mismo, esos días simplemente los disfrutó como si fueran unas vacaciones. Se dejó consentir por sus padres, que estaban muy contentos de tenerlo allí. Su madre, especialmente, era la que parecía más feliz gracias a su matrimonio.

—Podrás organizarlo —le dijo Jeongin—, te lo prometo. Cuando regrese al Palacio, empezaré a gestionar lo necesario para que ustedes se vayan a vivir allí, conmigo. Entonces podrás organizar la boda.

—¡Qué perfecto! —dijo ella, rebosante de alegría—. Eres nuestro orgullo, Jeongin, ¡nuestro máximo orgullo! El día en que te cases, voy a derramar mis lágrimas como una fuente.

—No exageres, mujer —regañó su padre, pero había una sonrisa en su cara.

Jeongin sólo no podía creer lo afortunado que era. Y esperaba que esa fortuna siguiera existiendo en el futuro.

Mi corona de oro,

Mi abrigo en los inviernos más duros,

Volver a verte se ha convertido en una necesidad,

Como si fueras el aire que respiro cada día.

Mi amor de ojos dulces,

Mi...

—Chan.

La interrupción tan sorpresiva provocó que terminara haciendo un rayón de tinta en el papel donde escribía su nuevo poema hacia Jeongin, e hizo un mohín antes de voltearse hacia el lugar de donde provenía su voz.

Su padre estaba en las puertas de su cuarto, con una expresión indescifrable pero tranquila. El muchacho se enderezó e hizo una reverencia leve, antes de dejar el papel a un lado. Iba a tener que terminar el poema más tarde, una vez su padre se marchara, ya no que no le gustaba escribir esas cosas con más gente presente. Esos poemas significaban volcar sus sentimientos personales, y esos sólo le pertenecían a Jeongin. A su Innie.

—¿Ocurre algo, padre? —preguntó Chan, calmado.

—Vine a cenar contigo —dijo el hombre, entrando al cuarto, y las puertas se cerraron tras él—, hace mucho no comemos juntos, hijo mío —Chan miró hacia el exterior, sorprendiéndose de que ya había anochecido—. Ya es tarde, pero me han dicho que ni siquiera has pedido tu cena. Será pronto medianoche.

Chan había estado muy ocupado con sus tareas esos días, además de que no sentía demasiadas ganas de compartir con tanta gente. Sin la presencia de Jeongin a su alrededor, sentía que estaba con menos energía, como si el muchacho fuera una especie de sol que orbitaba a su alrededor. Además... Todavía recordaba muy bien las palabras que le dirigió su padre hacia Jeongin el día en que partió, y la conversación que mantuvo su prometido con su progenitor. Si había algo que le molestaba en particular a Chan, era que se entrometieran en sus asuntos personales.

—Pediré que...

—No te preocupes, la cena ya viene en camino —le interrumpió el mayor—, me he tomado la molestia de pedirla por adelantado.

Chan sólo asintió con la cabeza, sin saber exactamente qué decir. Por algún extraño motivo, sentía que debía permanecer a la defensiva en ese momento, eligiendo sus palabras con cuidado.

—¿Cuándo regresará Jeongin? —preguntó su padre pasados unos segundos, sentándose en un sofá cercano.

—Dentro de tres días —contestó Chan, acercándose luego de dejar su escritorio arreglado—, lo iré a buscar después del almuerzo.

—No es necesario que vayas —habló Jongshin, calmo—. Es una tarea tan insignificante, Chan. No pierdas tu tiempo en algo como eso, considerando que irán los suficientes guardias para escoltarlo de vuelta.

Su padre ni siquiera se molestó en hacerlo parecer una sugerencia. Era, de llano, una orden.

—Jeongin es mi prometido —dijo Chan con suavidad—, es mi futura Emperatriz. Mi deber es cuidarlo y asegurarme de que siempre esté bien, incluso en una tarea tan insignificante como esa, padre.

Jongshin no respondió, pero porque en ese momento tocaron a la puerta y se anunció que traían la cena. Los sirvientes no tardaron en acomodar los platos en la mesa del centro, sin decir algo e ignorando el silencio entre ambos hombres.

Sólo diez minutos después volvieron a quedar a solas.

—Tal vez debieras dejarlo más tiempo con sus padres —dijo Jongshin.

—Recogí tus sugerencias dos veces —replicó Chan—, pero el lugar de Jeongin es a mi lado.

Pudo ver cómo estrechaba sus ojos. El Príncipe pensaba en lo que debía estar cruzando la cabeza de su padre y los motivos que poseía por tener, repentinamente, esa hostilidad contra su prometido. Le pillaba por sorpresa y le hizo creer que, quizás, la conversación que mantuvo Jeongin con Jongshin no fue del todo agradable.

—No has visitado ni llamado a la Concubina Imperial —habló su padre—, tienes un deber con ella.

—Mi primer deber es con Jeongin.

Más silencio tenso. Podía notar la expresión de Jongshin endurecerse, con la mandíbula apretada y esos ojos echando fuego. Se preguntó si él no estaría con la misma cara en ese instante.

—Príncipe Heredero —dijo Jongshin, con la voz baja en un gesto de ira—, ¿estás ignorando tus deberes con el Imperio?

—No —Chan, tranquilo, se sirvió en su plato una porción de kimchi y bulgogi—, jamás me atrevería, padre. He cumplido con exactitud cada una de tus peticiones —le apuntó con los palillos—. Hice a la princesa Concubina Imperial, me acosté con ella y calmé las ansias de una guerra. Para tratar de calmar las aguas en el palacio, también envié a Jeongin con su familia. Pero mis deberes no son desatender a mi futuro esposo, ni faltarle el respeto o pasar por alto sus sentimientos. Mi Emperatriz es la joya de nuestro Imperio, ¿no me lo has dicho cientos de veces?

Su padre también se sirvió comida y agarró su copa de vino, moviéndola con suavidad y observando el líquido en su interior.

—Jeongin es un chico espectacular —dijo Jongshin—, amable, valiente y de buen corazón. Entiendo que lo ames, y que él te ame también. Sin embargo, pienso que no está preparado para ser Emperatriz. Puede que nunca lo esté. Confunde sus deberes con sus pasiones, y eso, a la larga, sólo traerá problemas en tu Imperio, Chan —bebió de su copa—. Fue decisión de él que hayas expulsado a la concubina Lee del harem, no tuya. Convierte sus deseos en tuyos, ¿y quién no me asegura que quizás él termine gobernando en un futuro, y tú te conviertas en su títere?

Chan dejó caer su copa de vino con violencia en la mesa, haciendo un mohín de ira y observando a los ojos de su padre. Ya no había tranquilidad o calma en su comportamiento, porque cada movimiento denotaba rabia y cólera por lo que acababa de oír.

—¿Cómo te atreves a ofenderlo así y ofenderme a mí, de paso? —espetó Chan, enfurecido—. Eres mi padre, sí, y te debo respeto como mi Emperador. Pero lo que has dicho excede una línea que no tienes permitido cruzar.

—Príncipe Heredero —la voz de su padre era helada.

—Si expulsé a Lee, fue porque se dedicó a ofender a Jeongin y hablar pestes a sus espaldas —continuó Chan—, y también debería haber expulsado a Yuqi de paso. ¿O ignoras a propósito la mierda que habla ella de Jeongin? No sólo tú tienes oídos en el harem, padre —alzó su barbilla—. Permites eso de Yuqi porque es una princesa importante, pero no de Jeongin... ¿por qué nació como un pobre campesino? ¿O por qué lo amo más de lo que amo mi lugar como Príncipe?

—¡Chan! —gritó su padre, pero lo que fuera a decir quedó interrumpido cuando las puertas se abrieron bruscamente, y los dos se voltearon hacia allí, sorprendidos.

Minho estaba allí, con una clara expresión de espanto.

—Mi Emperador, Príncipe Heredero —se apresuró en decir—, disculpen la interrupción, pero hemos recibido noticias graves hace unos segundos.

—¿Cómo? —Chan habló, aturdido.

Hubo un breve momento de duda que se disipó con rapidez.

—Es la casa del Cortesano Yang —habló con rapidez—, se está incendiando, mis Señores.

La comida quedó olvidada. Chan ni siquiera se molestó en agarrar algo para abrigarse en la fría noche, porque simplemente salió corriendo de su cuarto, con el corazón desbocado.

(...)

Esa noche, sus padres se habían ido a acostar temprano debido a que estuvieron todo el día ocupados en la huerta.

A pesar de que tenían algunos sirvientes propios, su madre no perdía la vieja costumbre de trabajar la tierra. En su antiguo pueblo, la tierra era un poco mala y al final lo único que cultivaban en la pequeña huerta que poseían eran papas y rábanos. Sin embargo, en esa nueva casa, tenían una huerta que era al menos cinco veces más grande que la anterior, y su madre la amaba por completo. Allí cosechaba tomates, lechugas, zanahorias y pepinos, e incluso tenía dos naranjos y tres manzanos. Por lo mismo, ese día la familia completa se dedicó a cosechar las frutas y verduras, e incluso Wheein y Hyerin les ayudaron. Para cuando llegó el atardecer, todos estaban cansados y con las extremidades adoloridas, por lo que cenaron temprano y se fueron a dormir casi de inmediato.

Jeongin se había despertado poco después, un poco desorientado por la oscuridad reinante en la habitación. Se sentó en la cama, sintiendo su garganta seca y con la necesidad de tomar un poco de agua. Pensó en molestar a Hyerin, que era la que estaba esa noche a su cuidado, pero luego decidió que no la despertaría por una tontería como esa. Se calzó sus sandalias y arrastró los pies fuera de su habitación, bostezando y frotando sus ojos con cansancio.

En la cocina, observó el cubo con agua que rellenaron antes de irse a dormir, y buscó un vaso, agachándose para rellenarlo.

Fue, en ese momento, en el que escuchó un golpe fuerte viniendo del interior de su hogar.

Se quedó quieto unos segundos, sintiéndose cómo su corazón se aceleraba de manera repentina sin tener un motivo para hacerlo. Pudo haber sido que algo se cayó, ¿por qué reaccionaría así sin razón aparente?

Al girarse, fue que vio a un hombre de pie en las puertas de la cocina. Sostenía una espada en su mano izquierda.

Jeongin retrocedió unos pasos, con el miedo explotando en la boca de su estómago, y soltó el vaso, que se quebró en cientos de pedazos. Por la oscuridad no podía ver bien los ojos de aquel hombre, además de que iba vestido completamente de negro, con su rostro cubierto y sin mostrar alguna parte de su cara.

—No quiero herirlo —dijo el desconocido con suavidad—, así que venga aquí, sin gritar.

Los ojos de Jeongin se movieron por la habitación de manera enloquecida.

—¿Sa-sabes quién soy? —preguntó, y la voz le temblaba—. Soy...

—Claro que lo sé —el tipo parecía tener una sonrisa por su tono, pero no podía estar seguro ya que la boca también se encontraba cubierta—. Ahora, no me hagas repetirlo o te cortaré la garganta.

Jeongin se lanzó sobre la mesa, agarrando uno de los cuchillos que se encontraban encima, y su mano se cerró alrededor del mango, volteándose para tratar de defenderse. El asaltante no parecía tener intenciones de hacerle daño, se dio cuenta enseguida, porque no fue a atacarle con la espada. Por el contrario, se movió para propinarle un puñetazo en la mejilla, que le hizo tambalearse y caer al suelo. Casi de inmediato, saboreó la sangre.

—¡A-Ayuda! —gritó, casi sin quererlo, y vio al desconocido inclinarse para agarrarle del cabello. Sin embargo, Jeongin se movió con rapidez y le clavó el cuchillo en el brazo, escuchando su gemido de dolor—. ¡Ayuda!

—Perra insolente —oyó decir antes de recibir otro puñetazo.

Jeongin tosió por el dolor y pensó que ese era su fin, que iba a morir con una espada atravesándole el corazón, sin embargo, de manera repentina, el asaltante ya no estaba encima suyo. Una sombra veloz se lo quitó de encima.

—¡Señor, corra! —gritó Youngwoon, con la espada en mano—. ¡Salga de aquí, ahora!

Apenas logrando ponerse de pie, Jeongin salió a tropezones de allí, oyendo los sonidos de la pelea que su guardia tenía en la cocina. Se adentró en los pasillos y quiso ir en dirección hacia el cuarto de sus padres, pero se encontró con el fuego.

Vivo, rojo y voraz fuego consumiendo esa ala de su casa.

Retrocedió y, de pronto, Hyerin apareció y le agarró la mano.

—¡Señor, debemos irnos! —gritó ella, espantada. Tenía un corte en su brazo y la sangre se filtraba a través de la ropa.

—Pero... mis pa-padres...

—¡Nuestro deber es protegerlo, mi Señor!

Jeongin se dejó llevar por los pasillos, metiéndose de regreso en su cuarto, y Hyerin corrió la puerta, moviendo uno de los muebles para impedir el paso. A los pocos segundos, se escucharon manos golpeando la puerta, y recién fue consciente de todo el ruido a su alrededor. De todos los gritos.

Hyerin no parecía en shock o sorprendida. Por el contrario, se movió hacia la ventana y la corrió, dando paso hacia la huerta que sólo horas atrás habían estado trabajando.

—¡Rápido, mi Señor! —dijo ella, haciéndole un gesto para que saliera por allí.

La puerta rompiéndose fue lo que lo sacó de su trance. Jeongin miró hacia allí, viendo dos pares de brazos apareciendo y rompiendo más la madera y el washi para poder entrar. Se movió hacia la ventana, siendo ayudado por Hyerin para salir y cruzándola con dificultad.

—¡Corra! —gritó ella una vez cayó al otro lado.

—Hyerin, pero...

—¡Corra, ahora!

Jeongin se puso de pie en el momento en que vio desaparecer las manos de su compañera y escuchó su grito. En ese instante, se dio cuenta de que estaba llorando.

Se giró y comenzó a correr por la huerta, gritando por más ayuda y con la esperanza de que alguien apareciera. La mitad de la casa, a esas alturas, ya estaba en llamas y era lo único que iluminaba el camino, porque la luna pareció esconderse tras las nubes.

Sin embargo, no llegó lejos. De uno de los manzanos, repentinamente, alguien cayó y lo agarró del cuello, echándolo hacia atrás. Jeongin no alcanzó a decir algo cuando recibió un fuerte golpe en su cabeza y se derrumbó en el suelo, boca arriba, ya que la persona que le había agarrado lo soltó.

A través del dolor, gimoteando con los ojos cerrados y sintiendo su cabeza caliente (¿estaba sangrando?), escuchó voces masculinas.

—... llévalo al interior...

Entonces lo agarraron de los pies y fue arrastrado. Trató de parpadear y enfocar su vista, pero sólo veía el cielo oscurecido y el resplandor de las llamas, que parecían acercarse más a él con cada segundo.

—... el cuerpo... quemarse no... rastros...

No podía entender bien lo que hablaban y quiso luchar, pero sus piernas eran plomo en ese preciso instante. Su cuerpo se encontraba entumecido.

Alguien lo tomó en brazos y se dio cuenta de que estaba en el mismo lugar por el que escapó. La persona que lo sostenía ni siquiera se molestó en tratarlo con amabilidad cuando lo metió a través de la ventanilla y lo dejó caer de regreso en el cuarto, como si no fuera más que un saco de papas. El golpe de la caída le sacó el aire de los pulmones.

Trató de enfocar su vista otra vez y vio el cuerpo de Hyerin boca abajo, en una esquina. ¿Estaba respirando o no?

Ni siquiera pudo concretar ese pensamiento. El pasillo fue de pronto iluminado por el fuego, que devoraba cada centímetro de esa casa como un platillo de comida. El humo y el calor no tardaron en llegar a ese cuarto.

El último pensamiento que tuvo Jeongin, antes de perder el conocimiento, era que no llevaba su anillo de jade puesto. Él quería morir con ese anillo en su dedo, y ser enterrado con él también. 

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