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29. Los Jacinto de Ercilla - parte II

A la tercera semana después de lo ocurrido, cuando el tema iba en retirada de los medios de comunicación, Cristóbal volvió a ingresar por las puertas del Colegio San Romeo. Lo hizo con la compañía de Paulo. Mientras caminaba sentía las miradas posadas sobre él, tanto de los estudiantes como la de los padres. Miradas que parecían admirarlo. Otras pocas eran de sospecha. Al final, terminó instalándose al medio de la fila de su curso.

«Buenos días», habló la directora frente al colegio. Ahora vestía de un traje violeta y con un botón reforzado a la altura del escote.

Las palabras siguientes se alejaron de los oídos de Cris. Ni siquiera escuchó cuando le daban la bienvenida porque su mirada buscaba a Camila entre las filas de los cursos mayores. Pues no la encontró. Pero al cabo de unos minutos, cuando en la mitad de la clase pidió permiso para acudir al baño, la divisó desde uno de los pasillos adentro de la inspectoría, junto con los niños que ingresaron atrasados y sin justificativo. Entonces bajó corriendo hacia su «zona de confort», hizo lo que tenía que hacer, se lavó las manos y volvió con un trote más holgado por si lograba topársela en la salida de la inspectoría. Camila ya se había retirado a su sala de clases. Para él estaba bien. Perfecto. La había visto y con eso era suficiente para volver a intentarlo en el primer recreo.

Ni en el primero ni en el segundo. En ambos intentó cruzársela pero ella, al parecer, no había hecho abandono de la sala. De pronto se percató que la mayoría de los compañeros de Camila no estaban en el patio, así que, seguramente, a ella le había tocado de esos días atareados donde lo mejor es no salir a distraerse. Al final de la jornada la vio por fin saliendo con un rostro agotado y que evidenciaba frustración. Por un momento quiso acercarse, mas la expresión que Camila llevaba lo obligó a dar pie atrás.

Esa noche de lunes se imaginó mil maneras de cómo podía acercarse para impresionarla. Por su cabeza desfilaron los tan conocidos diálogos que de antemano se sabe que jamás se producirán, como esas discusiones en las que uno siempre gana después de haber quedado picado con el oponente. Luego de un rato, pensado en lo mejor para arrancarle una sonrisa y de ese modo animarla por lo del día anterior, aun desconociendo el motivo, llegó a la conclusión de que debía coger un lápiz y un papel para escribir su primera poesía de amor. No, jamás había escrito una. Ni siquiera para el Día de la Madre porque sus remates producían más carcajadas que asombro.

El papelero de su habitación rebasó de hojas arrugadas. No importaba lo mucho que se esforzara: las palabras sencillamente no fluían. Y cuando eso ocurre... hay que ser un tonto redomado y volver a intentarlo. Entonces Cristóbal escribió hasta las dos de la mañana, eligió las frases que más genuinas le parecieron y luego se fue a dormir.

A la mañana siguiente se levantó con la melodía de un zorzal que estaba posado justo en el exterior de su ventana. Sintió que hasta el pájaro cantor venía a arengarlo. El sol brillaba en aquel día otoñal de abril.

Después de una ducha rápida se vistió y bajó las escaleras, directo a la cocina. Allí lo esperaba doña María con el matutino vaso de leche y las tostadas que tan apetitosas le quedaban. En la radio sonaba «Marcha turca» de Mozart. Una vez disfrutando del desayuno, sacó la poesía que guardaba en el bolsillo derecho del vestón y la repasó. No sabía si era el optimismo que en ese minuto lo invadía, o la música de fondo que lo alteraba positivamente, pero de pronto se vio a sí mismo como la envidia de Cyrano de Bergerac.

Sonó el timbre, devolvió el poema al bolsillo, alcanzó a despedirse de doña María con un beso y se dispuso a subir al auto del papá de Paulito. Ambos lo saludaron con una amplia sonrisa. Un trayecto al colegio cargado de risas era lo mejor para comenzar la jornada.

Cinco minutos antes del primer recreo y el tiempo para Cristóbal comenzó a dilatarse. Miraba, sin digerir la información, cómo el profesor de matemáticas explicaba con limones los últimos problemas sobre medios, tercios y cuartos. «Voy a necesitar una buena limonada si es que algo sale mal», pensó. Apenas se escuchó la campana fue el primero en salir disparado de la sala. Una vez en el patio corrió donde la tía del kiosco y le compró un jugo de frutilla ya que nada debía tenerle seca la boca. Y a lo lejos, acercándose con su grupo de amigas, venía Camila.

Ella lo vio y mermó el paso. Finalmente se paró frente a él con una temerosa sonrisa.

—Qué bacán que volviste —le dijo—. Tus compañeros deben estar muy contentos.

—O sea, han sido súper buenos conmigo. ¿Estás bien?

—Sí, ¿por qué?

—Lo que pasa es que ayer te vi un poco triste al salir.

—Ah, sí. No me fue bien en la prueba. Creo que me voy a sacar un rojo y con eso mis papás se van a enojar.

—Junta ese rojo con los míos.

Camila mostró una risita, siguió con un suspiro y echó afuera el comentario que venía reservándose desde que llegó al colegio:

—Me cae pésimo la vieja pechugona de Biología.

—A mí también.

—Mentiroso —volvió a sonreír, más relajada—. Ni siquiera te ha hecho clases.

—Pero te va a poner un rojo, así que ya me cae mal la tetona esa. Espera no más a que yo sea su alumno.

—Eres loco —es su rostro había gratitud—. Oye, si a fin de cuentas fui yo la que no estudié. Ayer ni siquiera salí a recreo pa' poder alcanzar a pescar algo de la materia.

—Entonces con mayor razón: vieja y pechugona que no incentiva al estudio.

—Loco —con un grado de coquetería se puso el cabello detrás de la oreja. Inesperadamente, cortando el clima que comenzaba a generarse, una compañera la llamó—. Bueno... yo... qué bueno que no te pasó nada malo en el bosque.

Se apartó con delicadeza y fue directo a atender el llamado. Cristóbal no podía dejarlo ahí.

—¡Camila! —la frenó, y ella de inmediato se giró con esa sonrisa que la volvía cuatro veces más luminosa.

Camila siempre supo que en el video del pelotazo el blanco de observación era ella. No porque se creyera una especie de princesa que da por sentado que es el centro del universo, sino porque fue lo que más se le comunicó en los días en que Cris se había convertido en objeto de burlas. Y sí, el hecho de haber sido publicado en Internet le pareció una jugada ciento por ciento reprobable. Una acción cobarde que no estuvo dispuesta a celebrar. La verdad, la mejor de todas, es que ella era feliz sabiendo que le gustaba a Cristóbal. Le agotaba ser apuntada como «la niña linda inaccesible», la mayoría de las veces antipática; y también que los chicos más grandes y onderos se le acercaran con sonrisas encantadoras y exuberantes de seguridad, como si poco menos fueran estrellas de cine a los que por bajo ninguna circunstancia se les puede responder con negativas. Pero la mirada de Cristóbal le resultó distinta. Embobada, pero la más amable que nunca antes se había posado sobre ella.

Cristóbal sacó el papel del bolsillo. Lo estiró. Después tomó aliento y se dispuso a recitarle la poesía.

«¡Se va a declarar!, ¡se va a declarar!», gritó una compañera de Camila. Bastó eso y el colegio completo comenzó a rodearlos. Se agolparon como locos. Estudiantes grandes y chicos, de educación media y de básica, querían ser testigos en directo de la escena. «¡Atentos, cabros: el niño del pelotazo en el hocico le va a declarar su amor a la nueva!», se escuchó a metros de distancia. «¡Vengan a ver cómo ahora se come un rechazo!», aseguraron otros. «¡No lo hagas, Cri! ¡Te van a volver a funar!», le advertían algunos de sus compañeros. «Uy, qué lindo», otras niñas se enternecieron. «¡Dale, compadre!, ¡Dale, Cristóbal!», lo apoyaron las chicas y chicos de cuarto medio. «¡Mocha, mocha!», exclamó el eterno desenchufado.

Ya no importaba la presión, no importaba la nula privacidad. Allí estaba, asustado como nunca y frente a la niña que amaba y que también miraba para todos lados, sin saber cómo reaccionar. Cristóbal tragó saliva, mientras percibía que algunos niños activaban las cámaras de sus smartphones. Cerró los ojos y, de la nada, las voces se perdieron. Nadie murmuraba. Los abrió y comenzó con un mero tartamudeo:

—L-L-Las r-r-r... Las rosas son bellas, y... y... y tú le ganas a todas.

«Awww», se escuchó al unísono. Seguían activándose las cámaras. Cris miró a Camila y esta le sonrió con gran aceptación. Sintió que había comenzado bien, de modo que agarró mayor confianza y prosiguió:

—Si el fútbol es pasión... tú eres la mejor pelota.

El patio del colegio estalló en carcajadas. La mayoría de los estudiantes ahora lo apuntaban con los teléfonos móviles sin asco alguno. Cristóbal volvió a sentirlos encima, invadiéndolo, perturbándolo y, como si ya nada pudiera ser peor, sus piernas comenzaron a tiritar. Se percató que lo había arruinado. «Jerónimo, por favor... échame esa mano», susurró.

«A ver, niños, ¿qué está pasando aquí?», intervino el inspector, abriéndose paso entre los chicos. Pero justo cuando ya se disponía a disolver la aglomeración, los smartphones comenzaron a funcionar de manera extraña. En un principio la imagen de todas las pantallas se distorsionó. Luego se llenaron de «hormiguitas» y le siguió un ruido blanco sostenido. Los teléfonos no reaccionaban y rápidamente los fue hipnotizando. En menos de un minuto no quedó estudiante que no comenzara a mirar una pantalla como un zombie. Y los pequeños que no tenían un móvil buscaron presenciar el fenómeno en el smartphone más cercano. El sonido de estática no paraba y nadie podía quitar la mirada de la colonia de hormigas plomas.

Se encontraban absortos al límite, hasta que, pillándolos desprevenidos, un rostro apareció. La cara se veía pálida como la nieve, los ojos blancos. La lengua la llevaba afuera y los cabellos ensortijados lucían desquiciados. Era Jerónimo que con un grito desaforado se mostró de golpe en auxilio de Cristóbal. Los smartphones volaron por los aires. Los estudiantes corrieron despavoridos con dirección a las aulas y allí se quedaron por el resto del día (incluido el inspector que también se asustó con la estampida), y en el patio del colegio solo se escuchó un estruendo de móviles convertidos en chatarra. Una mina de oro a ojos de otros.

Quedaron solos. Las únicas dos personas que le «hacían compañía», a pocos metros de distancia, era la tía del kiosco y Paulo que se desentendieron de lo ocurrido y se enfocaron en ordenar los envases plásticos de ensaladas. Chocolito estaba tan seguro que las cosas resultarían de maravillas para su amigo, que los esperaba con galletas y bebidas una vez que finalizara la declaración de amor. Invitó él.

Cristóbal miró a Camila que se apretaba el estómago de la risa. Y es que la poesía le pareció la mejor que le habían dedicado en la vida. Por lejos.

—Cri, erís genial —le dijo una vez que logró contenerse.

—En realidad quería pedirte perdón por haberte dicho que eras fea.

Ella volvió a la seriedad. En ningún momento fue altiva o castigadora. No se victimizó ni lo atormentó. Su cara despedía un sentimiento de comprensión, de amor. Luego una brisa perfumada a flores silvestres comenzó a rodearlos. El cabello de Camilita flotaba y se dejaba acariciar por el suave juego del viento. Cada movimiento ondulante, cada fracción de segundo, los llenaba de encanto. Estaban en el centro de un tornado de alegría y romance.

—Creo que eres única —Cristóbal aprovechó el clima para continuar. Había captado la presencia de Tenanye—. Más única que la sopa que hace mi mamá, po'. Eres la niña más linda del mundo, tanto por fuera como por dentro y... me gustas mucho —echó un resoplido de alivio—. Ah, y claro que eres bienvenida en el canal de YouTube. Es... ya no sé qué decirte. Lo sé, la embarré. ¿Me perdonas?

Camila se acercó, cerró los ojos y lo besó tiernamente en la mejilla derecha. ¿En la mejilla y nada más? Pues él no se decepcionó: no existía motivo. Nada los apuraba y comprendió que todo tiene su tiempo.


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DICCIONARIO CHILENO

- Picado: enojado. Generalmente es para referirse a la persona que pierde el conflicto.

- Funar: echar a perder, no permitir que algo funcione. También es acusar o delatar a algún individuo que ha cometido una mala acción.

- Mocha: pelea.

- Desenchufado: despistado. No atento.

- Erís: eres. 

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