19. El hada de la alegría - parte I
—Hola po', T-Tenanye —Jerónimo la saludó aún sedado y con mera torpeza al hablar. Sonaba igual a un ebrio con dos horas de sueño.
La bruja lo miraba con una sonrisa mordaz, esperando a que recobrase el sentido por completo y de ese modo burlarse a carcajadas. «Te ves muy bien», le dijo con la dentadura al descubierto, y de inmediato se llevó la mano a la boca para sujetarse las comisuras que estaban ávidas por ensancharse el doble.
—Oye, T-T-T-Tenaaaaaaanye —continuó el fantasma—. ¿Y dónde es la fiesta de disfraces que ni me enteré? Te quedaron re buenas las cejas. Y el peeeeeeelo too des...peinao'. Como si te hubieses agarrado con la almohada —y se echó una risita cansina, con un ojo cerrado y el otro apenas abierto—. Y esos dientes... y esa ñata... ta' bueno el Soft Putty. Súper realista. Ni mi mamá cuando se enoja se ve así. Ya, po', ¿dónde es la fiesta? ¿Sabí qué más?, mejor sácate el maquillaje de la cara: me gustas como eres. Lo que es yo... duermo otro poquito, ¿sí?
Cerró el ojo, sin percatarse que el rostro de la bruja se había desencajado de la confusión. Al entreabrirlos nuevamente, se encontró con Cristóbal que lo miraba con lastima y, al mismo tiempo, preocupación.
—¿Y tú quién eres? —le preguntó.
—Soy Cristóbal. Nos conocimos en el bosque, ¿te acuerdas?
—Pero si del bosque yo... conozco a la Tenanye no más, po'. Amigo, ¿la ha visto por ahí?
—Fue a buscar al Doctor Cupido.
—¿Cupido? Shuuuu... el nombrecito. No lo cacho ni en pelea de perros. Oiga, amigo, ¿le podría decir a la Tenanye que la quiero y que se saque el maquillaje? Dígale que ella pa' mi es más linda que la... ah, estoy con un niño, entonces no digo palabras feas. Dígale que es linda, linda... linda. Guapaaaaaa —lo último lo susurró y al segundo se fue a negro.
En aquel estado, en el que aún no recobras la consciencia, y no puedes formar recuerdos ya que el soñar se hace imposible con una anestesia general, Jerónimo pudo escuchar voces con efecto de cañería que parecían ir y venir. Pasos a los lejos. Entreabrió los ojos y nada alrededor. Luego volvió a cerrarlos. «¿Amnesia? Pero no hay motivo para que suceda. Le di el golpecito necesario», logró escuchar la voz desconcertada de un anciano. De pronto, un dedo levantó con suavidad su párpado izquierdo. La luz de una linterna de diagnóstico le impidió ver quién le hacía compañía. Después le llegó el turno al párpado derecho. «Pero si me lavo los dientes a diario», reclamó. «¿Quiere que diga A? De acuerdo: Aaaaaa». Le dejaron en paz los ojos y por fin los abrió más despiertos. A su frente se encontraba la bruja, Cristóbal, las cuatro hadas liliputienses y el Doctor Cupido al centro. Estaban encima de él, intimidándolo sin querer. Lentamente fueron retrocediendo a medida que el fantasma comenzaba a echar vistazos hacia las paredes de tonos beige. Pasó la vista por las cortinas y también por los enormes ventanales que permitían una mejor entrada del sol. La temperatura del escueto salón, de elevado techo, era templada. Y Jerónimo siguió observando hasta que, en una esquina, con un ápice de timidez, un chimpancé le sonreía, mostrándole solo los dientes de la mandíbula inferior.
—Qué lindo monito —comentó con la voz más despejada.
—Sí, y te está sonriendo —dijo Cupido— ¿Lo ves? Te muestra los dientes inferiores y agita su mano. El chimpancé quiere jugar contigo.
Jerónimo lo contempló otro poco antes de lanzar el segundo comentario:
—Oiga, esto sí que es raro. Primera vez que veo uno que sea tan largo. Me imaginó que erguido debe medir un poquito menos del metro noventa, como yo.
Algo andaba mal en aquella postrera observación. Jerónimo lo pensó un poco mejor. Arqueó la ceja derecha y buscó de reojo su hombro. No lo encontró. En su lugar notó que estaba posado al medio de un colchón negro de base rígida. Una camilla de exploración, de esas con tubo metálico hueco, con ruedas y que se utilizan para transportar a los pacientes en hospitales. «¿Y Mi cuerpo?», se preguntó en voz alta. Bastó eso y en un destello, en un chispazo, sus recuerdos comenzaron a agolparse como imágenes que se precipitaban contra él a rauda velocidad: bosque, discusión, muerte; ira, pena, soledad, existencia eremita. Cristóbal, valentía, esperanza. Fogata, risas y más risas; la bruja Tenanye, casona, Doctor Cupido, operación... «¡¡¡¡NOOOOOO!!!!» El gritó atiplado que lanzó remeció el salón y los pasillos del segundo piso en el que se encontraban. Los vidrios de los ventanales se trizaron, y todos se cubrieron la cabeza al imaginar que el techo se les vendría encima. Mientras que el chimpancé, asustado, mostró su dentadura completa y apretada.
—¡Usted me engañó, Doctor Cupido! —exclamó hecho una furia.
—¡Qué alivio! ¡Recuperó la memoria! —el Doctor alzó los brazos al cielo.
—¡¿Qué le hizo a mi cuerpecito?! ¡Le ha puesto la horrible cabeza de un simio! —al chimpancé no le gustó en absoluto lo de «horrible», y dolido se retiró del salón— ¡Pero mire! ¡Yo no camino de esa forma, no giro así la pelvis!
—Tranquilo, Jerónimo —el anciano intentó calmarlo—. No es lo que piensas.
—¿No es lo que pienso? ¿Se está burlando de mí? ¿Acaso no ve? ¡Mi cuerpo es un chimpancé! ¡No era lo que acordamos! ¡Tiene que llevarme otra vez al laboratorio!
—No podrás verlo si no te calmas.
—Y para colmo me pide que... me calme. ¡Lo voy a denunciar a la protectora de animales! ¡Usted los utiliza como conejillos de india y hace atrocidades con ellos! Esto está mal. Por último devuélvame el cuerpo intacto, mire que ahora sí que me voy a quedar solito y sin nadie que me cargue. En todo este tiempo ya me había acostumbrado a estar con él, pese a que en un principio nos costó entendernos —la barbilla le tiritaba—. Yo le quería. Sí, le quería.
—Uy, qué delicado —dijo la bruja Tenanye con maliciosa fruición—. Después de superar muchos complejos pudo finalmente reconciliarse con su cuerpo.
—¿Y tú qué te metes? ¡Vamos, búrlate! ¡Ya ganaste! Ahora eres feliz, ¿no?
—Deliciosamente feliz.
—Mejor lárgate.
—¿Qué? ¿Me vas a dar una orden desde una camilla?
—Tranquilos, chicos —intervino el Doctor—. Mi reina, Jerónimo aún está en shock. No es bueno que se altere, menos ahora que viene saliendo de una operación. Por favor.
—¡He dicho que te largues!— el fantasma volvió a echarla.
La bruja aceptó el pedido del anciano y se dispuso a hacer abandono del lugar, no sin antes aproximarse a Jerónimo, inclinarse y musitarle al oído: «Te ves como lo que siempre has sido. Un primate. Ya eres poca cosa para mí». En seguida tomó distancia y se dirigió a la salida.
—Ahora lo soy porque en realidad para ti nunca he sido poca cosa, ¿eh? ¿Me equivoco, hada Tenanye? —la frenó. Ella intentó mantenerse firme y no volteó—. Tiempo que no te llamaba así. Dejé de hacerlo cuando me di cuenta que de alegre no tenías nada. ¿Alegría? ¿Qué es eso en ti?, ¿qué es eso para ti? Amargada... eres horrible por dentro, Tenanye. ¡Bruja Tenanye, como debiste llamarte desde un principio! Fea, horripilante. Nefasta, vomitiva... malcarada, asquerosa y repugnante. Tu interior está podrido. Puedo hasta oler tu hedor. ¡El hada más fea de todos los seres elementales de la naturaleza! Ahora dime y muéstrame si acaso he sido poca cosa para ti.
La bruja giró despacio en medio de un silencio sepulcral. Tenía los ojos cerrados para frenar el flujo de las lágrimas. Volvió a abrirlos enrojecidos y húmedos. Un temblor en su mentón y un suspiro ahogado antes de lograr articular la primera palabra:
—Pienso... pienso que... no era necesario que me enrostraras mi pasado. Yo siempre te amé como el mono idiota que eres. Me gustaba mucho ese monito y estaba dispuesta a dejar que se fuera porque de cualquier modo lo iba a seguir queriendo. Me enamoré de ti desde el primer día. Te amé demasiado, pero ya no sé —luego se dirigió a Cupido que, al igual que el resto de los testigos, deseaba no haber estado allí jamás—: Le pido disculpas, Doctor. Usted no tendría que estar viendo estos desagradables numeritos. Alguien como usted no lo merece —después miró a las cuatro hadas, les enseñó una grácil reverencia, que significa un cordial saludo entre hermanas, y esta vez no se guardó sentimientos hacia Cristóbal. Lo besó en la mejilla, le acarició el cabello y le regaló una dulce sonrisa. No esperó más por retirarse.
—Te excediste, Jerónimo —le dijo el Doctor Cupido.
—Lo lamento. Yo...—mientras le brotaba la primera lágrima— no sabía que ella... Le habría dicho que...
—Lo que nunca pudiste decirle, ahora lo descubres cuando ya lo arruinaste.
—¿Qué fue lo que hiciste? —Cristóbal le pidió una explicación.
—Tú no, por favor. Amigo, tú no. No me mires así, como si quisieras matarme.
—Tenanye te amaba, idiota. Lo siento, pero tengo que hablar con ella —y sin pensarlo dos veces fue tras la bruja.
—¡No lo hagas, Cristóbal! —exclamó Jerónimo— ¡Eso es traición! ¡Vuelve! ¡Te dije que vuelvas!
—Deja que el niño salga y converse con ella —por fin el Doctor le habló con autoridad.
—¿Y usted me va a seguir torturando por lo que hice, por lo que le dije? Claro, ahora soy yo el malo en esta historia. Sí, para usted me excedí, no tengo perdón —sollozó—. ¡Ella me cortó la cabeza! ¡Al menos intente ponerse un poco en mi lugar y vea la rabia que me da, po'! Y aun así, después de descargarme, me siento peor porque no me gusta tratar mal a los demás; y menos a ella.
Corto silencio.
—Llora cuánto quieras, Jerónimo. Te hace bien —optó por no decirle más. A fin de cuentas le encontró un buen grado de razón.
Inesperadamente, por el umbral de la puerta, volvió a asomarse el chimpancé. Le sonrió al fantasma y comenzó a bailar al son de un calipso, por si lograba arrancarle una sonrisa.
—Doctor, usted se ha burlado de mi —dijo inmutable, aun con las monadas del primate frente a sus ojos.
—En algún momento entenderás lo que he hecho en ti.
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DICCIONARIO CHILENO
- Ñata: nariz.
- Ni en pelea de perros: desconocido, ausente. "No lo he visto/no lo conozco ni en pelea de perros."
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