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16. Doctor Cupido - parte II

El Doctor Cupido es un octogenario que aún irradia juventud y vitalidad. Mide un metro setenta y cinco, y goza de un perfecto estado físico gracias a una dieta balanceada y matinales sesiones de pilates que lo mantienen con la mente clara para continuar con sus proyectos científicos durante el resto del día. De tez clara. Posee una amable mirada azul profundo que acompaña con una barba cerrada tan canosa como su ralo cabello. Si tuviéramos que definirlo, sería algo tan simple como decir «alma libre»; y paradójicamente lo que él más anhelaba era su libertad.

Llegó al bosque de San Romeo después de pasar cual fugitivo por variados universos paralelos, escapando del formidable Músculos de Acero, paladín de la justicia en Ciudad Nervuda. No porque fuera un villano, de esos que logran que el mundo de los comics sea un escaparte tan apasionante, sino por una desafortunada broma de la que no tuvo tiempo de excusarse ni de aclarar que era de efecto transitorio. Músculos de Acero le pidió, como un secreto bajo siete llaves, que lanzara una flecha encantada sobre Chica Fitness, mujer difícil que se debatía entre luchar por el bien o por el mal. Y era, justamente, esa nebulosa personalidad lo que tenía a Musculitos enamorado desde la coronilla hasta la uña del pie. La enviaba flores, intentaba conquistarla y se proyectaba con ella, aun no siendo correspondido. Tan despechado llegó a sentirse, que decidió recurrir a los servicios del doc. Pero lo que nunca imaginó que acontecería, era que Cupido hiciera caer la flecha sobre su inseparable compañero de aventuras, el atrevido y erótico Calugas de Hierro. «¡Te buscaré por cada universo! ¡Te encontraré y te destruiré, Cupido!», vociferaba Músculos de Acero con el puño alzado, cuando el Doctor ya tenía veinte universos tras su espalda de lo rápido que se esfumó.

Alcanzó a esconderse en una treintena de realidades paralelas, algunas demasiado peligrosas y en donde intuía que podía ser descubierto con facilidad. Y de haber sabido que el bosque sería su último paradero, que acabó transformándose en la peor de las cárceles, jamás le habría pedido refugio a Tenanye.

—¡Por mis pelos que ya no me quedan! ¡¿Qué es ese ruido?! —exclamó el Doctor Cupido en uno de los cuartos subterráneos de la casona que utilizaba a modo de laboratorio. Apenas sintió el estrépito corrió a asegurarse que el interruptor del imán de poliuretano, oculto en uno de los tubos exteriores de las chimeneas, estuviese apagado, tal como lo había dejado el día anterior. Al segundo recogió tres planos sobre el mesón y los enrolló. Luego los escondió tras los vasos de precipitados que colmaban las estanterías, y con diligencia llamó a Abonda, una de las cuatro hadas liliputienses que trabajaban para él—: ¡Abonda, dile a Ambriane y a Besola que no salgan como locas a ver qué ocurrió! De seguro es uno de los secuaces de aquel farsante de Turion. Mejor iré yo. Ustedes encárguense de quitar las esponjas que pudieron haber quedado en el jardín, las pequeñas que se enredan en las plantas. Ayer les pedí que fueran minuciosas; no se debe dejar el más mínimo rastro.

Se sacó la blanca cotona y subió las escaleras.

Antes de abrir la puerta de entrada, se devolvió a esparcir unas pocas migajas de pan en los sillones y en la mesa de centro. Mientras que de la librería situada en un pasillo aledaño tomó la novela «El amor de pareja es para idiotas», escrita por uno de los faunos intelectuales de Tenanye. Una vez listo giró la manilla de la puerta y se dispuso a salir como alguien fastidiado después de haber sido interrumpido en una sugestiva lectura. Pero, inesperadamente, se encontró frente a frente con un niño y con un largo cuerpo que llevaba la cabeza en la mano izquierda. Contuvo la alegría de verlos a salvo.

Jerónimo lo miró con detenimiento: el atuendo del anciano había captado su atención, con esos zapatos de charol, el corbatín humita y el traje cerrado de la época victoriana. Esperaba encontrarse con un científico loco de cabellera alborotada y gafas steampunk. Incluso se imaginó a un querubín con ricitos de oro y pañales con olor a talco para bebés. Mas, en su lugar, había dado por fin con el vestuario que nunca pudo conseguirse para el último examen del ramo de Actuación.

Dando por hecho que el Doctor era un señor de modales burgueses, se presentó:

—Buenas tardes. Mi nombre es Jacinto de Ercilla Rivera Osorio...

—¡Jerónimo! —Cristóbal lo cortó en seco.

—¡También! Supongo que usted es el Doctor Cupido. Es un gusto —el cuerpo le estiró la mano.

—¡Sí, claro que lo soy! —respondió, ignorando el saludo y fingiendo estar enojado— ¡Por favor, jovencitos, interrumpen mi... mi provechosa lectura titulada «El amor de pareja es para idiotas»! ¡No tienen que hacer semejante bullicio si lo que desean es pedirme uno de estos libros que son tan entretenidos e instructivos: para eso está el timbre! ¡Pasen a la casona, elijan uno y se largan de una vez por todas! —introdujo el libro en el bolsillo, agarró al cuerpo y a Cristóbal por la solapa y los metió adentro.

—Pero, Doctor, espere que no... —Jerónimo intentó explicarle que alguien más les hacía compañía, siendo ignorado por segunda vez.

El Doctor cerró la puerta como si intentara echar la casona abajo. Una vez adentro, su molestia se convirtió en satisfacción:

—Sabía que daría resultado. El imán resultó. Sí, el objetivo se logró. Nadie los vio, ¿cierto? ¿No conversaron con alguien más antes de llegar a este lugar?

—Eso quería explicarle, Doctor —habló Jerónimo—. Mi cuerpecito lindo alcanzó a arrancarme de las manos de Tenanye y saltamos los tres antes que ella aterrizara con la escoba... —Cristóbal y el fantasma no aguantaron la risa, en tanto que el cuerpo se apretó la guata para unírseles— ¡La bruja se sacó la cresta y quedó tirada en unas macetas del jardín!

Sin pensarlo el Doctor se echó hacia las afueras de la casona, directo al jardín y en busca de Tenanye. No se percató que al abrir la puerta dejaba escapar las risotadas que podían ser escuchadas a varios metros de distancia. Después sintió una pizca de goce cuando la encontró allí, toda destartalada sobre unas margaritas en macetas de greda, acariciándose la nalga derecha producto de una descomunal caída. No obstante, como buen súbdito, tuvo que ayudarla a incorporarse.

—¡Ya no hay caballeros, Doctor Cupido! ¡Usted es uno de los pocos que van quedando! ¡Lamentable que se encuentren en extinción! ¡Ay!, ¿por qué no estás cuando más te necesito, Sadronniel? —dijo Tenanye con el mentón tembloroso y a punto de romper en llanto mientras que ingresaba cojeando a la casona. El Doctor la escoltaba y le sostenía la escoba. La rabia de la bruja se encendió aún más cuando que vio que Jerónimo, el cuerpo y Cristóbal, se revolcaban en el suelo de la risa—: ¡Sí, búrlense! ¡Continúen el chacoteo! Un mínimo de decencia no les haría nada de mal, simios. Eso es lo que son: unos simios que no saben lo que es tratar bien a una mujer. ¡Esto es inadmisible! —al segundo sacó la varita— ¡Los convertiré en unos titís, a ver si el trío de genios va a querer volver a reír!

—¡No lo haga, mi reina! —el Doctor Cupido le tomó el brazo y lo bajó con suavidad—. No desperdicie la magia en estos chicos que no saben lo que hacen ni aprecian lo mucho que vale su persona. Haga el favor de pasar y sentarse. Póngase cómoda. Nada más le pido disculpas por el desorden: estaba leyendo un libro y, de haber sabido que aquel estrépito era usted, habría salido mucho más rápido a ayudarla. Vamos, adelante. Conversemos todos como las personas grandes que somos. Es un honor tenerla en mi hogar.

Tenanye cambió de parecer. Por respeto al Doctor escondió la varita bajo su manga y accedió a tomar asiento en la sala principal. Cupido, apenas se encontró con la ocasión, propinó una sutil bofetada en la mejilla de Jerónimo. Después aplicó una patadita con el borde interno sobre el trasero del cuerpo, y terminó con un chasquido de los dedos encima del rostro de Cristóbal. Lo necesario para frenarles el jolgorio de un santiamén.

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