Capítulo 1
Maya Mackenzie
Caminaba por las ajetreadas calles, atravesando el parque central con un par de cafés en un portavasos de cartón en una mano, y una bolsa que contenía bocadillos en la otra. El lugar se encontraba relativamente lleno para ser un lunes en la mañana, debía ir maniobrando para no chocar con nadie y dejar caer mi carga, lo cual era un tanto difícil llevando tacones de aguja y una falda tan ajustada que apenas podía moverme libremente.
Suspiré aliviada, una vez que divisé del otro lado de la calle el edificio en cuyas llamativas letras doradas cursivas se leía "Firma Legal Maxwell y asociados", ya casi llegaba a mi destino. Me detuve en el paso de cebra y observé mi reloj de mano; llevaba el tiempo en contra y todo lo que podía hacer era golpear consistentemente el suelo con mi pie, esperando a que alguna caritativa alma se apiadara de mí, y se me cedieran el paso, mientras me abofeteaba mentalmente por haberme retrasado en salir del apartamento aquella mañana.
«Tonta alarma... ¡tonta alarma que no sonó!»
Resoplé, frustrada, viendo como los autos se negaban a detenerse por un segundo, y para la peor de mis suertes, tampoco había un oficial de tránsito que se encargara de regular el tráfico. Todos llevaban prisa, ¿sería quizás que las alarma en todo el mundo se estropearon? ¡Rayos!
Entre tanta frustración que recorría mi torrente sanguíneo, decidí voltear hacia el edificio que se encontraba del otro lado de la calle, tan cerca y tan lejos a la vez, y pánico me invadió al divisar la camioneta negra de vidrios polarizados que ingresaba por el túnel del estacionamiento subterráneo.
Mi corazón se detuvo por momentos.
"Mackenzie, no te olvides de dejar la copia del expediente en mi escritorio. Tengo que revisarlos a primera mañana, antes de reunirme con el cliente".
¡Dios mío! Lo había olvidado, y el expediente se encontraba en una de las gavetas de mi escritorio.
Ni siquiera me di cuenta en qué momento comencé a andar por el paso de cebra, obligando a los autos a detenerse para evitar atropellarme; los zapatos altos me dificultaban el avanzar deprisa, pero no me detuve, manteniendo la mirada en la entrada del edificio mientras luchaba por no dejar caer nada. Por suerte, no fui embestida por ningún auto, pero sí recibí varias bocinas e insultos de personas molestas.
—¡Lo siento! —chillé, una vez que llegué a la acera.
Ingresé al edificio y crucé el umbral que me dirigía hacia la recepción; aún sentía el corazón bombeando fuerte luego de tanta adrenalina, y cuando creí que finalmente podía detenerme unos segundos y respirar, divisé a mi jefe entre el grupo de personas que se encontraban en el elevador que justo en aquel momento cerraba sus puertas... mi presión bajó.
—¡Cielos, Cielos! —jadeé, desesperada, antes de dirigirme con prisa hacia las gradas.
Subí corriendo, prácticamente saltando cada dos escalones, intentando llegar al mismo tiempo, o mínimo unos segundos después de mi jefe, esperanzada en que el elevador se retrasara un poco cuando dejara al resto de los empleados. Para cuando atravesaba el segundo piso, hacia las gradas que me llevarían al tercero, ya llevaba la lengua de fuera.
A cada escalón que subía, podía sentir cómo las piernas me temblaban, el corazón parecía querer salirse de mi pecho y mi garganta quemaba. Quise gritar de alegría cuando llegué a la cima, pero, para aquel punto ya daba profundas bocanadas de aire en un intento por lograr que el oxígeno llegase a mis pulmones. Aparte de eso, aun no podía celebrar, el expediente seguía sin estar en el escritorio de mi jefe.
Sin darme mucha tregua para reponerme, decidí doblar el pasillo que daba hacia el enorme espacio que componía las oficinas de los jóvenes Maxwell, al igual que mi cubículo de asistente ubicado justo en frente de ambas puertas.
Doblé a la esquina si tomar en cuenta que del otro lado se encontraba el elevador, y el resultando de todo fue realmente catastrófico. En el momento exacto en que mi pie pisó aquel espacio, mi jefe salió del elevador, haciendo que se me fuese imposible frenar a tiempo; en un intento por reducir el daño, dejé caer el portavasos, mientras lo llevaba de encuentro, estrellándome contra su pecho.
Todo sucedió tan rápido, que para cuando me di cuenta me encontraba sentada en el suelo, luego de que caer hacia atrás lastimándome ligeramente el trasero. Mis pies estaban manchados de café luego de que los vasos estallaran contra el suelo, al igual que los de la persona que continuaba de pie frente a mí, viéndome desde arriba, pasmado.
«Dios mío»
—¡S-Señor Callum, de verdad lo lamento! —dije, exaltada, mientras me ponía de rodillas. —. Lo siento, esto es un desastre.
—Mackenzie... —él suspiró con un ligero tono de decepción, mientras se inclinaba para ayudarme a ponerme de pie. —. ¿Qué es todo esto?
—Q-Quería traerles café —le comenté, viendo con tristeza el desastre que había dejado a mi paso. —. Lo siento, señor Callum.
—No te disculpes, mejor asegúrate de estar bien luego de esa caída... ve a la enfermería. —ordenó, antes de pasarme de lado y dirigirse hacia su oficina.
Mordí mi labio inferior y alcé mi pie para sacudirle aquel líquido, quejándome para mis adentros del hecho de haber arruinado mis zapatos altos nuevos; ¡habían costado tres veces mi salario! Sabía que mi caída no había sido tan extrema como para ir a la enfermería, por lo que me apresuré a dirigirme hacia mi cubículo para buscar el expediente y entregárselo, antes de que llegase el cliente.
—Dime que esto no tu responsabilidad, o te daré con la escoba. —advirtió América, una de las mujeres encargadas de limpiar aquel piso.
Hice un puchero.
—¿Acaso hay alguien más que sea torpe por aquí? —me cubrí el rostro con las manos, sintiéndome avergonzada. —. Soy un desastre, no sé cómo aún no me despiden.
—El señor Callum es compresivo, y pacífico.
—¡Demasiado!
Llevaba un año en aquel lugar, siendo la asistente del señor Callum Maxwell; cualquiera pensaría que ya era una experta en mi área, pero la verdad, era que no dejaba de cometer errores tontos, como el de aquella mañana. Me sentía tan avergonzada, que pensaba en que lo mejor sería renunciar de una vez por todas, siendo consciente de que mi jefe era demasiado gentil como para despedirme.
Realmente me encontraba meditándolo. Y entonces, cuando finalmente quería darme por vencida en aquel trabajo y dedicarme enteramente a estudiar, las puertas del elevador se abrieron, y mi razón de estar ahí apareció como un apuesto y sensual ángel caído del mismísimo cielo.
—Joder, ¿qué rayos pasó aquí? —preguntó Damián, mientras saltaba el charco de café. —. América, ¿por qué esto no está limpio?
—Lo siento, señor Damián, también he subido directo a encontrarme con este desastre. —dijo la mujer, viéndome de reojo.
Mi rostro enrojeció de vergüenza.
—Límpialo pronto, estoy esperando a alguien —rodó los ojos, antes de fijar la mirada en mí. —. ¿Acaso ese era mi café, Mackenzie?
Amplié los ojos, aterrada al ver su expresión seria junto a una de sus pobladas cejas arqueada sobre su párpado. Entreabrí la boca, intentando responder, pero no pude hacer más que balbucear.
—Déjala, Damián, fue mi culpa —dijo el señor Callum, saliendo de su oficina mientras se alisaba la tela del saco con las manos. —. Yo la choqué.
Sí, él era tan gentil, que no iba a dudar echarse la culpa por mí. Bajé la cabeza, intentando ocultar mi rostro, que para aquel punto parecía un tomate.
—¿Fuiste a la enfermería, Maya?
—N-No lo necesité, señor Max...señor Callum.
Ambos se apellidaban de la misma manera, lo que me obligaba a referirme a ellos mediante sus nombres de pila.
—Bien, entonces búscame un café, por favor, Mackenzie... gracias.
Asentí con frenesí, poniéndome de pie.
—No, deja tranquila a mi asistente —el jefe interfirió. —. Puedes ir por tu propio café, Damián, en especial si seguirás prefiriendo el que está del otro lado del parque, al que se encuentra aquí al lado o el que hacen en este edificio —se cruzó de brazos. —. Maya, no tienes que ir.
—Yo quiero ir —respondí rápidamente, asintiendo con frenesí, y ambos fijaron sus miradas en mí. —. D-Digo... no me molestaría ir, también le traería uno a usted, señor Callum. —intenté maquillar el hecho de que todo lo que buscaba en aquel momento, era quedar bien con el hombre que tanto amaba.
Damián Maxwell se graduó con honores en su cuarto año de estudiar Derecho, es decir, al año siguiente de habernos conocido, debido a lo listo que era muchos de los abogados profesores aceptaron realizarle exámenes de conocimiento y cederle las clases, saltó varios bloques y terminó en menos tiempo que el resto. Estaba sumamente feliz por él, y a su vez, triste ante la idea de no volver a verlo.
Fue un verdadero milagro que Dante, el abogado de Sloan BC Company y mi mentor en cualquier pregunta o curiosidad que tuviese dentro del área de Derecho Laboral, resultara ser el tío de los jóvenes Maxwell ¡Qué pequeño podía ser el mundo! Y, aunque en un principio mi idea era realizar una pasantía en el área de Legal de la empresa de mi cuñado, antes de mi práctica profesional, cuando se presentó la oportunidad de volver a estar cerca del joven que se había robado mi corazón, no dudé en pedirle al agradable hombre su ayuda para conseguir un trabajo en la Firma Legal Maxwell y asociados, y no dudó en brindármela.
Terminé trabajando como la asistente del exitoso abogado Callum Maxwell, quien hacía honor a su apellido con cada caso que presentaba o defendía ante los juzgados y tribunales; era una fiera en los litigios. Aunque su personalidad, fuera de lo profesional, era la de un agradable y pacifico hombre; diría que se debía a su edad, pero apenas tenía treinta y dos años, además de ser innegablemente apuesto.
«Benditos genes Maxwell»
Mi empleo me daba la facilidad de convivir con Damián de vez en cuando; él no contaba con asistente, la firma solo le daba casos leves por tener solamente un año de haberse graduado y colegiado, por lo que siempre que necesitaba algo recurría a mí, y yo, de muy buena gana, hacía todo lo que me pidiera, incluso ir a mitad de la mañana al otro lado del parque, a buscar su café y postre favorito.
Lo hacía de muy buena gana, aunque mis pies me matasen por los tacones.
—Señor Damián —toqué a la puerta de su oficina, luego de pasar primero por la del señor Maxwell entregándole su café y postres. —. ¡Ya tengo su café!
No hubo respuesta pronta. Me pregunté si quizás se encontraba en alguna llamada, por lo que acerqué mi oreja a la puerta intentando escuchar su voz y saber si se encontraba ahí...
"¡Sí, sí, más fuerte!"
...Definitivamente estaba, y no se encontraba solo.
«Y ahí va de nuevo» pensé con decepción.
Sí, no todo era color de rosas en aquel trabajo, porque si bien podía estar en el mismo lugar que el amor de mi vida, también tenía que soportar el verlo, no con una, sino muchas mujeres que desfilaban por su oficina; Damián resultó ser un... ¿cómo decirlo? Quizás: ¡¡Casanova en potencia!! Después de graduarse terminó con Keila Marshall, lo cual me incentivó aún más a querer trabajar en la firma Legal de su familia, esperanzada en que quizás llegaría a tener una oportunidad, pero no resultó cómo esperaba. Él se arrojó de lleno a la vida de soltero promiscuo y parecía encantado con ella, mientras yo seguía ahí, esperando una mínima oportunidad.
—¡Eres un idiota! —se escuchó exclamar desde adentro junto a un sonido seco, antes de que la puerta se abriera y una chica alta, esbelta y de cuerpo escultural saliera del interior echando rayos por las orejas.
Alguien acababa de darse cuenta de que solo fue un simple acostón para él.
Suponía que debía resultarme un consuelo el hecho de que ninguna de las mujeres que habían pasado por esa oficina, su apartamento o el auto había logrado algo más que solo ser una distracción para él; suponía entonces que no era la única que fracasaba en el intento de llegar a algo más con el rebelde chico.
—Mackenzie... ¿trajiste mi café?
Él salió de la oficina acariciando la mejilla que seguramente recibió una muy merecida bofetada, pero con una sonrisa burlona en sus labios, reflejando lo poco que le importaba haber roto la ilusión de aquella mujer. Estaba hecho un descarado desastre; no llevaba el cinturón, tenía los botones de su camisa arrancados y su hermoso, brillante y sedoso cabello castaño estaba desordenado, cayendo por su frente.
—S-Sí, señor Damián —dije, poniéndome de pie y extendiéndole el café junto a una bolsa de cartón que contenía postres. —. También le traje bocadillos.
—Nada como comer, después de coger... ¿no lo crees? —bromeó, y tragué saliva sintiéndome un tanto nerviosa cuando sus ojos se conectaron con los míos.
¿Qué se suponía que debía responder a eso?
No tenía idea, me puse nerviosa y lo único que pude hacer al final fue soltar una risita boba que tornó aquel momento realmente incómodo.
—Damián... ¿qué rayos te pasó?
Mi sangre se heló, en el instante en que la voz del mismísimo señor Martin Maxwell resonó en aquel espacio. Cielos, no esperaba que se hiciera presente en la firma aquel día.
—¡Papá! ¿Qué onda?
—Nada de qué onda, muchacho... ¿qué haces en ese estado? —le preguntó el hombre, viéndolo con desdén. —. Ya te lo he dicho, para un abogado, la presentación lo es todo.
—No estamos en el juzgado, papá —respondió, bebiendo de su café. —. ¿Qué haces aquí?
—Vine a ver a tu hermano —respondió, rodando los ojos y resignándose a que su hijo menor, era un verdadero desastre. —. No por nada Callum es la imagen de esta firma, de tu parte habría mujeres desnudas y bebidas alcohólicas en el letrero de la entrada.
—¿Te imaginas qué grandioso sería? Atraeríamos mucha más clientela. —contestó con sarcasmo, y tuve que agachar la cabeza para no reírme de sus ocurrencias.
Debía guardar la compostura frente al padre de mi jefe, quien se veía realmente molesto por la falta de seriedad de su hijo.
—Señorita...
Me sobresalté, y alcé el rostro, reprimiendo la sonrisa.
—Mi hijo... ¿está disponible?
Asentí con la cabeza.
—Ahora le anuncio que usted está aquí. —dije, tomando el intercomunicador.
El señor Maxwell le dedicó una mirada carente de humor a Damián, antes de alejarse de nosotros.
—Adiós, papi —Damián agitó los dedos de manera juguetona, y un tanto femenina a manera de juego.
Él rodó los ojos, frunciendo el labio con desdén, antes de adentrarse en la oficina del señor Callum.
—Padres, ¿no? —río, negando con la cabeza, antes de tomar la bolsa de bocadillos. —. Gracias, Mackenzie.
Se marchó.
—Un verdadero placer, Damián... te amo.
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