Magia, ajedrez y licor
Para quien ve las cosas desde afuera y sin abanderamientos, es imposible conciliar la idea de los Estados Unidos de América como el crisol de cultura y costumbre que venden al mundo. Es y siempre ha sido, una tabla de embutidos de elementos irreconciliables, los cuales, de alguna forma u otra, se las arreglan para imponerse en el paladar.
Y en un país en donde la sal, y hasta la pimienta se miran con sospecha si exceden media cucharadita, el sur es ese espacio en el fondo de la despensa donde se guardan las especias que se ven hermosas, pero jamás verán la luz.
En otras palabras, es un lugar perfecto para que todos aquellos que gustan de vivir en el anonimato, vengan a perderse. No estamos hablando del ya mencionado nido de retirados buscando revivir sus grandes éxitos, que ha convertido a Florida en el estado más excéntrico de la nación. Ese es tema parte. Hablamos de ese delicado balance que existe en sitios claves en el globo, donde el bien y el mal viven en relativa armonía, antes de partir a alterar el destino de todos.
En el sur existen no uno, sino dos enclaves en donde esta precaria armonía se sostiene por apenas un par de hilos: Nueva Orleans y Savannah.
Sabiendo esto, entonces no es de extrañarse que el cielo y el infierno tengan intereses disfrazados de simples negocios en esas calles.
Considerada un bastión de la fe y la buena costumbre, Savannah es la chiquilla bien portada, cuyo rostro aparece mes tras mes en el cuadro de honor. Sin embargo, bajo su falda se oculta una colección de heridas autoinfligidas los cuales mamá jamás verá...
Nueva Orleans tiene sus oráculos, presentes en todo lugar y representados en Brigitte del Cementerio, morenaza que a nadie se debe y quien ha impuesto un ritmo alocado a la ciudad, basado en el mover de sus caderas. Divorciada del cielo y el infierno, y fiel solo a su hermano Wedo, el oráculo de la vida, aguarda el momento en que el bien y el mal lleguen a su puerta a pedir favores.
Savannah, por su parte, es lo que se considera una administración descentralizada. Todo lo concerniente al mundo espiritual se maneja tras las discretas puertas del bar La Escalera en donde, desde hace más de un siglo y medio, un ángel llamado Sage y un demonio de nombre Gerard hacen todo lo posible por mantener llevar la fiesta en paz.
De un lado a otro, en el sur, la corte de luz y sombras mueven sus piezas, tratando de bloquear el avance de alguien cuyos intereses van en contra del statu quo, el hombre de negro, quien espera, paciente, la llegada de una bruja...
El ángel estaba cansado. Nunca se le había ordenado quedarse en un sitio por tanto tiempo. Ciento cincuenta y cuatro años en la calle Harris le ganaron ver la caída del sur tras la Guerra Civil y la eventual reestructuración del país. Mientras lavaba los vasos, Sage musitaba lo que ganó con quedarse en Savannah. Por casi un siglo el resentimiento se aguantó como agua hirviendo en un frágil caldero hasta que se desbordó en el movimiento de derechos civiles en los años 60. ¡Ah, los Estados Unidos de América, donde la libertad es tan importante que a veces se da a cuenta gotas!
—Depende —interrumpió Gerard—. A veces la libertad baja en forma de Napalm y últimamente en ataques de drones perfectamente coordinados.
El demonio seguía tan imprudente como siempre.
—Lo que más me asusta de un siglo y medio juntos, Gerard, es que me encuentro coincidiendo contigo más a menudo. —Sage observó que su cliente acomodaba un tablero de ajedrez, lo que indicaba que esperaban visitas—. Veo que el reverendo no ha cruzado todavía. ¿Cuándo va a cansarse de vagabundear en este plano? ¿No tiene un cielo a dónde ir?
—¡Psst! ¡Vaya humorcito el de esta tarde! —Gerard no sabía cuándo quedarse callado—. La Biblia dice que debemos portarnos bien con los extraños, por eso de desconocer si hay ángeles entre nosotros. Esa fue una regla de etiqueta escrita para beneficiar a pocos. Si los humanos supieran lo mal anfitriones que resultan ser los ángeles, cuando el caso es contrario, no se esmerarían tanto. Los demonios, por nuestra parte, siempre... Tenemos. Las puertas. Abiertas.
Enfatizó cada palabra mientras acomodaba las piezas finales. El reverendo llegaría en cualquier momento. No era que Sage aborreciera a Grady; solo que la presencia fantasmal le causaba angustia. Sentía que estaba faltando a su deber si no le encaminaba a cruzar al otro lado. Pero los espíritus, libres tras una vida entera atados a la carne, eran sumamente difíciles de convencer de hacer algo que no quisieran, aun cuando se tratase de entrar a la gloria.
Gerard, por su parte, encontraba en Grady la oportunidad de plantearle al ángel una nueva apuesta. Se propuso ganar al reverendo para el infierno después de la muerte. Si lo lograba, cambiaría las reglas del juego de forma definitiva. Pero el reverendo seguía apegado a lo que había sido su vida anterior y lo único que había conseguido era un compañero de ajedrez.
—¡Hola! —Como conjurado, Robert Grady apareció frente a la barra. Siempre a un metro de distancia del licor. Aún no podía concebir la idea de un ángel trabajando en un establecimiento que en su vida juzgó de mala reputación. A veces Sage pensaba que parte de la negativa del hombre a cruzar era la posibilidad de encontrar un cielo que no se ajustara a sus expectativas.
—Hola, Rev. —El ángel se deshizo de su delantal, mientras miraba la hora. Casi era tiempo para las fidelidades—. Creí que habías cruzado en septiembre. Pero parece que te entretiene quedarte para ver cómo termina el chiste.
—¿Qué chiste? — preguntó el hombre con total inocencia.
—Ya sabes —intervino Gerard—. Un ángel, un demonio y un reverendo entran a una barra...
El fantasma no entendió.
—Las Fidelidades al caer la noche abren una pequeña puerta. Lo suficiente como para que pase un alma. Siempre tengo que hacer la invitación. —Sage fue cordial, aun sabiendo cuál sería la respuesta.
—Ermm... pero, quedamos en un dos de tres.
—Dos de tres, tres de cinco. Haga el favor de no mentir en mi presencia, Rev. Gerard lo encuentra muy gracioso, yo no tanto. Y si puede, deshágase de la magia vestigial que trae consigo. Cada vez que deja que Magnolia Devereaux le haga un favor, le concede entrada a este lugar y Maggie Devereaux es uno de esos detalles en los que el cielo y el infierno coinciden. No es muy querida en este recinto. Por el último siglo y tanto no ha hecho más que entretener a Nick Rashard. De no ser por ella, ese demonio nunca hubiese puesto un pie en Savannah.
—No entiendo tu molestia —anotó Gerard—. Ese relajito es lo que no permite que el infierno avance.
El ángel desapareció tras la puerta que quedaría cerrada en ese pequeño interludio de conferencia con el cielo. El reverendo se sentó a jugar una partida con el demonio.
—¿Cómo es que él desaparece en las mañanas y en las noches y tú nunca pareces ir a ningún lado?
Gerard sonrió mientras tomaba un par de peones, para determinar por causa del azar, quien comenzaría la partida.
—Porque los demonios somos prácticos, Grady. Llevamos el infierno con nosotros.
Al extender su mano para poner la pieza blanca en la palma de Grady, también cambió la apariencia del reverendo. El pantalón de suave gris con perfecto filo y la sencilla camisa de casa con la que abrió las puertas de su hogar a Magnolia Devereaux, ignorante de una cita con la muerte, cambiaron hasta verse como propiamente quedaron al momento de su violento deceso. Cada vez que el reverendo se encontraba con Maggie, ella cambiaba la apariencia de sus ropas. La presencia de su magia creaba un ambiente pesado que Gerard odiaba confesar, incluso él encontraba perturbador.
—Es graciosa la brujita —comentó Gerard—. Le sigo llamando bruja, porque es injusto que se le hubiese privado de ser tal. La chica tiene estilo y ha hecho lo que ha podido con lo que le ha tocado. Ella no acepta haberte matado como tú no aceptas tu muerte. Pero este restaurar a medias solo les hace daño a ambos. A veces pienso si repara tu imagen para alivianarse la consciencia, o como dice Sage, para echarnos un ojo, a sabiendas de que vendrás a visitarnos. Puedo sentir su alcance mezclado con tu aura.
—Dejémoslo en veremos y me toca abrir el partido.
El fantasma, ayudado por un artilugio generado por el demonio, adquirió una apariencia semisólida. En ese recinto, provisto por el bar, podía mover objetos, incluso hacerse sentir con suaves toques.
El precio a pagar era revisitar su muerte de la forma más cruenta. No experimentaba dolor, pero podía ver claramente su pecho colapsado, dando paso a un agujero expuesto y supurante, justo donde Magnolia, desesperada por el llamado avasallador del hambre al salir de la tumba, rompió su caja torácica. Sus manos, para siempre cubiertas por una capa espesa de sangre fresca, le recordaban que los últimos instantes de su vida se le fueron en tratar de cubrir el espacio de su corazón ausente.
—Es obvio que estuviste andando con ella —comentó Gerard mientras movía su caballo—. ¿Qué trae entre manos?
—Ni idea. Traté de convencerla de que entrara al bar, y se niega. Está buscando a alguien.
—¿A Nick Rashard? Nunca terminaré de entender ese A menos que tenga intenciones de convertirse en la reina de Cassadaga. ¿Alguna vez visitaste ese pueblecito? Es nada en medio de la nada.
Mentía, era todo, al menos para Gerard. Si el hombre de Cassadaga lograba abrir un portal al infierno en ese hoyo de pueblo, la poca monta con la que contaba Gerard desaparecería. Después de todo, solo puede haber un jefe.
—No —informó el reverendo—. Anda con la mente ocupada en un tal Jackson. Viene dándole vueltas a ese tema desde comienzos de octubre.
En esos momentos Gerard supo que la partida sería forzosamente breve. Retiró la jugada para errar adrede. Consideró si debía decirle a Sage. Decidió no hacerlo. Después de todo, había una razón por la cual el ángel no necesitaba contactos en la calle. Solo le bastaba con mirar las botellas del estante superior de la barra en donde se encontraban todos los secretos del universo, transmutados en fragante licor. Pudo comprobarlo, cuando Sage volvió. No tuvo que abrir la boca. Para cuando el ángel se presentó de vuelta, ya el reverendo había desaparecido. Sage se acercó a Gerard con una botella de whisky del estante de lujo, a la cual le faltaba si acaso un octavo de contenido.
—Dime qué pasó con el reverendo, Gerard. Acabo de notar que la botella del tributo a los ángeles se está vaciando.
La respuesta fue rápida y sincera, lo que asustó al ángel.
—Tic, toc, Sage. Las manecillas del reloj han comenzado a moverse de nuevo. Nueva Orleans, Cassadaga y Savannah están a punto de cruzar sus caminos. A Magnolia Devereaux se le ocurrió conjurar a Jackson Pelman.
La botella cayó de las manos del barman, haciéndose añicos en el suelo.
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