La chica del adiós
Savannah, Georgia
—Cuando llega el mes de octubre, voy al huerto de mi casa... —La chica tarareaba una rima de Noche de Brujas mientras caminaba al pendiente del ir y venir de los turistas en River Street. En noches como esa, los intereses corrían hacia el alcohol, y la oportunidad de enganchar con alguien. Ya los niños y sus coloridos disfraces se habían hecho escasos en las calles. Solo quedaban los que no debían nada al sano juicio, y uno que otro nativo de la ciudad vagando en las inmediaciones—. Las preparo, las arreglo, saco todas las semillas... — Se detuvo a pensar que tan trabajoso era todo el asunto. Pero al final, es divertido destajar una calabaza.
Su atención se volcó sobre un fulano que, al igual que ella, parecía no pertenecer a la Noche de Brujas en Savannah. ¿La diferencia? El joven estaba buscado inmerecido protagonismo. Se paseaba a grandes zancadas de un extremo a otro de la acera, siendo grosero con todas las criaturas de Dios. El hecho de que estuviese borracho no era para nada excusa.
Penosamente predecible, estaba vestido en un aburrido monocromático oscuro de pies a cabeza, interrumpido por letras rojas de fuentes sangrantes en su playera, que leían Asistente del Diablo. El texto en la camisa hizo que la joven sonriera. Los asistentes del diablo no llaman atención sobre sí. Se disfrazan de gente sobria y cabal. Después de todo Savannah, Georgia, tiene una reputación que guardar.
La joven aceleró el paso, cruzando la calle de adoquines grises. Sabía exactamente a donde se dirigía el gótico de centro comercial. Eventualmente, todos llegan, con sus cámaras y sus celulares, a husmear en las inmediaciones del antiguo edificio de la Logia Masónica. El ladrillo rojo de sus paredes parece atraerles como curiosas pulgas al pelaje de un perro bermejo.
Mientras se acercaba a su objetivo, no pudo evitar cerrar los labios y achicar los ojos en una obvia mueca de desaprobación . Como si el andar intoxicado en la vía pública no fuese suficiente, ahora el fulano de la camisa negra hacía gestos groseros al chofer del trolebús. Nadie, ¡nadie!, tiene derecho a ofrecer el dedo de manera tan descarada a tan amables servidores públicos. Es suficiente tortura acarrear cientos de personas al día sobre calles de adoquín. Doce horas, y no hay sueldo que redima un par de riñones hechos puré.
Había que detener este circo grotesco de alguna manera. La joven optó por estrellarse contra él. El repentino impacto la dejó pretendiendo ser un manojo de nervios. Sus ojos color miel no parecían encontrar dónde descansar mientras sus mejillas se tornaban calientes con el rubor. Sus finos dedos, terminando en uñas de perfecta manicura francesa, tamborilearon nerviosos sobre la cruz de oro que pendía de su cuello.
—¡Oh, Dios! Soy tan estúpida. Disculpa.
—Vaya, vaya... ¿Con qué he venido a toparme? —El hombre se tomó lo que pareció ser todo el tiempo del mundo para separarse de la forma ajustada de su busto bajo un fino suéter rosado, siguiendo con interés lascivo todo lo que era en ella curvas hasta llegar a mirarle a la cara—. Me acabo de dar con una mujercita amante de las sandalias, bebedora de té dulce y algo devota, como me la recetó el doctor.
Asistente del Diablo le regaló una sonrisa picarona. La cercanía hizo que la chica notara el olor dulce a licor y especias que disfrazaba el aroma natural de su piel. Era algo con rastros de canela y tarta de manzana que hizo que la joven se preguntara cómo alguien tan directo podía mostrar predilección por bebidas tan inocentes.
—¡Ah! Me atraen los hombres que no temen en hacer saber lo que desean.
Mintió, disfrazando perfectamente su perfidia entre el arrojo y la completa inocencia. De hecho, la desfachatez le estaba ruda, pesada en extremo. Se encontró deseando un caballero, aun sabiendo que, a esas horas, las probabilidades de encontrar algo mejor de lo que tenía enfrente eran nulas.
—Me llamo Maggie. Bueno, en realidad, mi nombre es Magnolia, pero eso es un honor que les dejo a las flores.
El desconocido soltó una risotada que no era proporcional al chiste y ella contestó con una recatada sonrisa, la cual resaltaba el incitante arco de cupido de sus labios.
—Maggie, entonces. Mi nombre es...
—¡No, por favor! ¡No lo arruines! Ya sé tu nombre. —Sus dedos trazaron las letras de la camisa mientras ella silabeaba A-sis-ten-te.
La cara del individuo se iluminó con la alegría de saber que a Maggie poco le importaba conocerle mejor. Su mente corrió hacia todas las posibilidades que guardaba la noche. ¿En qué otros aspectos la belleza de cabello oscuro podía hacerle fácil la vida?
—Bueno, Maggie, ¿qué haces por aquí solita? Con tanta gente en la calle y festejo a nuestro alrededor, seguro tuviste la oportunidad de empatarte con alguien.
De seguro, su próxima línea sería ofrecerse.
—La Noche de Brujas no me llama la atención. Puro comercio. Para bruja, yo. Sin filtro y sin disfraz. Además —sus hombros se contrajeron en una señal de fastidio—, ando renunciando a todo y todos. Hace un tiempo atrás me di con un perfecto patán y juré no volver a envolverme. Aunque para ser sincera, es algo difícil. El tipo me dejó aquí plantada sin nada a mi nombre en un estado de vacación permanente.
—Así que no eres de aquí. —Asistente asomó la lengua entre sus labios. Sola, despechada, desposeída y de pasada. Jodidamente perfecta—. Es sorprendente, suenas igual que todo el mundo.
Magnolia tuvo que morderse el interior de la mejilla para no arruinar el momento. Tras una leve pausa contestó:
—Maggie Devereaux, nativa de Nueva Orleans, llegada a Georgia a través de Florida. No nos eches a todos en una misma canasta. Hay cantidad de hoyos en la llamada Correa de la Biblia. Hablando de mi ciudad natal, habrás notado que Savannah es mucho más tranquila. Aquí estamos tú y yo, pasada la media noche, parados frente a la Logia y ya no queda nadie a nuestro alrededor. Ese trolebús que viste pasar cerca de las doce, les avisa a todos que es tiempo de recogerse a casa.
Maggie hablaba con razón, la Calle River y el centro turístico estaban virtualmente vacíos. La luz de luna casi imperceptible se mezclaba con el suave dorado de la luz artificial del canal, animando las aguas con una ilusión de vida.
—Eso indica que tú tienes otros intereses. —Asistente estaba empezando a motivarse en el giro que tomaba la conversación.
—Por fortuna —Maggie le hizo saber—, esta es la tierra de las oportunidades y entre una cosa y otra me he dedicado a dar Giras de Fantasmas. Las excursiones de corte macabro tienden a generar buenos ingresos. Pero hoy, contrario a lo que se pueda esperar, no se produce mucho. Así que, una chica tiene que estar dispuesta a buscar clientes donde aparezcan.
Magnolia ofreció su brazo a Asistente, el cual todavía estaba tratando de registrar si había indicaciones de doble sentido en las palabras de la mujer.
—¿Ya visitaste la Calle Jones? Gente viene de todas partes a ver sus extravagancias navideñas, pero aun en este tiempo es tal vez el vecindario más hermoso en los Estados Unidos. Las estructuras de hierro forjado le hacen competencia a las de Nueva Orleans. ¡Lo juro!
—¡Al carajo las Navidades en octubre! —Asistente caminaba con un paso errático. Obviamente, el haberse detenido a prestarle atención a Maggie hizo que el alcohol se le fuera más a la cabeza. Eso, sumado a lo que él estaba planeando para la noche, que bien podía contar o no con el consentimiento de su anfitriona. —Me prometiste un tour de fantasmas.
—Más que eso, mi cielo. Te prometo un final interesante. —Asistente no podía creer su buena suerte—. Pero debes prometer ser un buen chico y escuchar lo que tengo que decir. ¿Vale? ¡Larguémonos de aquí!
Medio empujándolo para hacerle correr, se adelantaba lo justo como para indicarle por donde meterse.
Bajaron de nuevo a la Calle River, moviéndose al este, en dirección a la desembocadura del río Savannah. El paseo del río estaba desolado y el espacio entre los postes de alumbrado era un mar de oscuridad.
Asistente se acercó a Maggie algo posesivo, escurriendo su brazo alrededor de la cintura de la mujer. Esto la hizo pausar, no porque estuviese aturdida, si no para obligarse a repasar las pequeñas mentiras que había estado dejando escapar toda la noche. Estaba segura de no haber prometido un final feliz, por el simple hecho de que para Maggie, tales eran inexistentes. Sin duda estaba dispuesta a proveer un susto necesario. Eso sí. Para eso era muy buena. Se zafó de los brazos de Asistente, y parándose frente a él, dio una vuelta, permitiendo que la tela de su falda se subiera hasta casi hasta la mitad de sus muslos. Le dedicó una sonrisa cautivadora que culminó en un beso, para luego continuar su historia.
—El paseo por el tablado del río no fue solo una vuelta romántica. Hemos llegado. Aquí está. Un lugar que guarda más secretos que la logia de ladrillo rojo. No está protegido por un león alado, pero si me preguntan, ese collie engaña. ¡Es un perrito fiel y feroz!
Asistente miró la estatua de La Chica del Adiós, preguntándose cuál era la intención de Maggie. Habían cruzado la calle hasta el fondo, y ahora se encontraban frente a la estatua de bronce más conocida de la ciudad. Representaba a una adolescente, ondeando una toalla, acompañada de un perro. Entre promesas, furtivas miradas y caricias, prometía cumplir lo que, sin muchas palabras, había dado a entender, pero la loquita parecía insistir en darle alguna lección de turismo local. Le seguiría la corriente y luego pasarían a saber si esa boquita estaba hecha solo para el cuento.
—Eh... creo que escuché algo sobre esto. Se trata de una chica, no sé si estaba desquiciada o no, que saludaba a los barcos que entraban y salían del puerto o algo así.
—No se trataba solamente de verlos ir y venir. —La voz de Maggie denotaba un cariño particular, como quien bien conoce una historia—. La chica los encomendaba al mar y los marinos agradecían su benevolencia. Después de todo, hay cada cosa allá afuera que puede matarte y pocas personas se mueven a rogar por la suerte de las almas. Cuando el tiempo se la llevó a donde a la larga se lleva a todos, la ciudad que tanto la amaba no soportó su ausencia y la replicó en bronce, para que por siempre bendiga a los marinos. A veces me siento como ella, atada a este lugar. Sin descanso, ni en vida, ni en muerte, cumpliendo con mi comisión hasta que él vuelva.
—¿Quién? — Puede que Asistente estuviese honestamente preocupado por ella, pero ya era muy tarde.
—Jax. El desgraciado de Jackson Pelman. ¿Alguna vez te han roto el corazón, Asistente?
El rostro de la joven se tornó apesadumbrado, y Asistente, a pesar de estar algo subido de copas, entendió que si no actuaba pronto, iba a perder la mínima oportunidad alcanzada. Esas dos neuronas impacientes que siempre están en expectativa de sexo se pusieron en marcha y decidió acercarse y abrazarla antes de que se comenzara a correr el rímel. Y fue así, como al tocarla, descubrió algo que cambio el curso de la velada.
Magnolia le había dado la espalda para ocultar sus lágrimas. Al voltearla, Asistente descubrió que sus ojos estaban teñidos por una lámina de rojo intenso que bajaba por sus mejillas con cada parpadear. El delicado subir y bajar de su pecho no denotaba agitación alguna, más bien parecía marcar el ritmo de un ritual ineludible, la canción silente de un depredador que obliga a su presa a detener la marcha.
Un líquido oscuro se asomó a la tela de su suéter ajustado, en pinceladas de pútrido carmín sobre un inocente rosado. Las curvas de los senos que se asomaban por su escote en un principio parecían haberse tornado estriadas, pero las heridas eran demasiado grandes y profundas. Cicatrices imposibles de sobrevivir, arropando a un pecho helado.
—Jackson Pelman —repitió con insistencia, mientras aprisionaba a Asistente entre brazos férreos—. A dondequiera que vayas, recuerda ese nombre, porque te juro que es el verdugo de cada una de mis víctimas. Yo soy su creación, el monstruo que abandonó a su suerte, la mujer que juró amar hasta que la muerte nos dividiera y la muerte nunca llega; al menos no para nosotros. Han pasado más de ciento cincuenta años. Mientras decide volver, a mí no me queda más remedio que esperarlo, con los pies bien plantados en este maldito suelo. Y matarlo, una y otra vez, mientras veo su rostro encada cuerpo asido a un alma que se cruza en mi camino.
No hubo escapatoria, el momento en que un revenant se descubre a sí mismo como tal, el intento es sin duda homicida. Quien se cruza en su camino no es más que un ciervo paralizado frente a las luces de un coche.
Magnolia solía cultivar con sumo cuidado su lado vampírico. Tenía la habilidad innata de hacer caer a sus víctimas en el más dulce trance. De haberse portado mejor, tal vez Asistente hubiese muerto en un batir de pestaña, pensando que el toque de los labios de Magnolia contra su piel no era más que un beso cargado de lujuria.
Pero los malos recuerdos hicieron su parte. Se desquitó con él, arrancándole de la piel cada hora de cada noche de su estadía forzada en Savannah. La última memoria de su víctima fue el latir desesperado de una arteria que hacía eco al corazón, desbordándose ante la urgencia de un monstruo que no se conmovió a la hora de quitarle la vida.
Magnolia bebió y consumió sin medirse, hasta que tomó más que la sangre de su víctima. En sus labios tuvo el gusto de la sorpresa y el dolor. No se detuvo mientras su boca se llenaba de la creciente agonía del hombre y siguió bebiendo y arrancando pedazos hasta que la sangre le supo amarga. Sangre muerta y carne fría.
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