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Trufas

Trufas

El perro se estremeció de locura al verme, como si de cierta forma me reprochara el haber soltado la vida de Olivia sin darme cuenta, inconsciente de que cualquier momento podía ser el último y por lo tanto pasando los momentos a medias. Merecía la muerte, la desolación. No vivir la existencia, el pecado más grande del humano, idea que sólo un animal como Trufas sería capaz de señalar sin caer en hipocresía.

Se trataba de una fiera enorme, un can de colgante pelo negro de lampazo, gordo y mimado, como una incontrolable mole de grasa y pelusa azabache. Trufas se le había puesto en honor a los dulces de chocolate que Olivia solía amar.

Aunque uno de los presentes lo sostenía con fuerza por la correa, el animal empezó a ladrar tan estruendosamente que tuve que llevarme las manos a los oídos para acallarlo. Furioso y espiritado por la rabia, Trufas gruñía y se retorcía en su propia baba espumosa a la vez que tiraba batacazos con sus dientes en mi dirección. El hombre de la correa y su compañera hicieron un gesto de suma extrañeza, incluso de susto, al entender que la repentina furia de Trufas no tenía más fundamento que mi presencia.

─¿A qué le ladras, Trufas? ─preguntó el hombre, atónito─. ¿Eh, eh? ¿Qué ves?

El perro se retorcía en sí mismo, exorcizado de pánico y cólera. Entonces, intranquilo por las miradas que se habían posado más allá de mí, expliqué lo más apresurado y claro posible:

─Lo siento, soy yo. Soy el novio de Olivia.

Batí la chaqueta de Olivia en el aire, nervioso. No me sentía a gusto con esa clase de gente tan extraña con la que se juntaba Olivia.

A pesar de mis intentos por llamar su atención educadamente, me ignoraron aún más perspicaces que el portero del edificio, sin dirigirme un vistazo significativo si quiera, como si yo no valiera la pena ni de ser percibido.

Sólo se limitaban a intentar calmar a Trufas, que parecía no tener salvación de los ángeles en su arranque demoníaco, en su explosión de locura canina, y sólo empeoraba más y más.

─Amigo ─hablaba la chica a Trufas, conciliadora, mientras le pasaba las manos por la panza, escarbando en su pelo con cariño, aunque en el fondo la voz le temblaba inquieta─. Amigo, cálmate. No hay nada ahí.

Sentí una enorme indignación en todo el cuerpo. Apreté la mandíbula, sin entender el por qué todo el mundo parecía no querer colaborar en la recuperación de mi amada, y siseé:

─No tienen por qué tratarme así, gente ─escupí, furibundo─. Sólo venía a hacer unas preguntas.

Abrí y cerré la puerta tan rápido como fue posible. El tintineo de las campanillas asaltó mis orejas, alterándome.

Me quedé suspendido en el exterior de la tienda, confundido y triste por igual, adherido al cristal que separaba la mercancía del exterior. Observaba los detalles, los regalos para San Valentín, las flores, las cartas; cosas que nunca me dejó darle por ser demasiado empalagosas para su gusto, demasiado bonitas y reales para ser aceptadas por ella y su orgullo de animal traumatizado.

Siempre quise llegar a Olivia, pero Olivia nunca dejaría que nadie, ni siquiera yo,  llegara a ella.

¿Cómo se suponía que debía lograrlo ahora?

La floristería quedaba descartada. Suspiré, tomándome los cabellos con exasperación; no había una cosa de Olivia que no conociera, pero al momento de irse muy poco habría quedado de la mujer que conocí y amé en el mundo terrenal y, lo más probable, doloroso, moriría convirtiéndose en un ente impredecible, errático.

No era mi Olivia.

¿De dónde sacaría fuerzas para terminar con su dolor? Lo había hecho tantas veces con extraños; me encomendaban una misión, recorría lugares y espacio hasta encontrar al fantasma, y lo expulsaba hacia la oscuridad con sólo un chasqueo de mis dedos malditos, sin pensar, sin sentir, sólo trabajo y dinero de por medio.

Pero, ¿cómo enviaría a Olivia a la oscuridad?

¿Cómo la vería a los ojos en ese momento?

¿Cómo le diría adiós por última vez?

Sollocé contra el vidrio del comercio. La agonía era tan grande que me sentía derrotado incluso antes de verla ir. Mi corazón latía una, dos, tres, cuatro veces, siempre extrañándola, añorándola en lo profundo, como disipado, muerto. No funcionaba sin ella. No aguantaría mucho más.

Para mi horror, la puerta de la floristería se abrió nuevamente. Del interior salió el hombre que minutos antes me había pasado por alto, sosteniendo a la mascota de Olivia con el mismo terror con el que manejaría a un tigre feraz; el hombre veía los costados de la calle repetidas veces, paranoico por razones desconocidas, y arrastraba a un desganado Trufas por la correa sin siquiera deparar en que el perro parecía más un difunto que un animal vivaz.

Trufas volteó su cabeza hacia mí con un movimiento deprimido. Tenía los ojos curvados y brillosos descubiertos entre su pelaje, inflamados de tristeza y dolor, mirándome en una súplica de rescate. Cruzamos una larga mirada en la que pretendía pedirme ayuda y, por maldad, le gruñí con los dientes endurecidos en una inmadura e inmerecida venganza.

El perro retrocedió gimiendo, como si hubiera pasado de intentar matarme a mordiscos a tenerme un profundo terror. Sonreí sin dientes, taciturno. Ya nada parecía llenarme de alegría.

─Amigo ─inquiría el hombre, preocupado por la demencia de Trufas─. ¿Ahora ves fantasmas o qué?

Solté una enorme cantidad de aire por la nariz, aferrándome por un hilo a la cordura, apenas con el aguante suficiente para no estrellar mi puño en la cara de ese hombre cínico y desagradable al que Olivia apreciaba tanto.

─Ay, Trufas ─murmuré─. Yo también extraño a Olivia, pero debemos aguantar.

El hombre de la correa lo jaloneó lejos de mí. Trufas, como una masa muerta, despersonalizado, melancólico, extrañándola, se dejaba llevar por el agarre de su collar sin forcejeo innecesario, resignado al deprimente futuro que se avecinaba, soldado caído y desarmado. 

Los dos estábamos muertos sin Olivia.

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