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Cadáver

Cadáver

Los cigarrillos eran sólo el comienzo de una ardua exploración en el mundo de los muertos. Al estar ella cerca, era obvio suponer que habría muchas más señales de su presencia en alguna parte y, por lo tanto, todavía era posible acertar un encuentro entre nosotros. Pero, ¿cómo? ¿Por qué parecía huir de mí?

Estaría extraviada, vagando de un lugar a otro sin reconocer la muerte, con sus niveles de terquedad por los cielos, en un intento desesperado de regresar a mis brazos y a la vida. Quizá escribiendo arcaicas historias desmanteladas en su mente, quizá leyendo en las polvorosas bibliotecas que ya nadie solía visitar, quizá yendo al teatro para pasar el aburrido tiempo sin trabajo, quizá bebiendo y fumando a mis espaldas, quizá discutiendo con sus grotescos amigos de la floristería acerca de los problemas del socialismo actual, quizá dando vueltas por el parque con Trufas, su perro, quien solía volcarle la pierna paralizada para perseguir a las ardillas, o, quizá en la iglesia, rezando por su propia salvación, con lágrimas en los ojos y sollozos atrapados en los labios, enumerándole al padre todas las cosas que alguna vez había hecho y que nunca me contaría. Tantas cosas que se forjan en la vida, tantas cosas que se forjan en la muerte. La energía restante de Olivia podría alojarse en cualquier parte, no estando a la corriente de su estado fantasmal, entre alucinaciones y recuerdos, perdida en algún rincón de lo que alguna vez fue o hizo.

Aunque de tal manera acabaríamos todos, ¿Olivia? Ella debía estar desesperada por acabar con el suplicio, a sabiendas que le esperaba un sinfín de atrocidades en poco tiempo; vida sin vida, aburrimiento, alma en pena, muerte solitaria, triste, inmerecida.

Incluso sentía su llanto contra mis oídos.

Decidí salir cuanto antes. Tomé su chaqueta de cuero y aferré el olor a mi nariz una vez más; todavía tenía rastros del fastidioso conservante de la floristería, por lo que decidí que tal lugar de tertulia sería mi primer objetivo a investigar.

Siempre me había parecido un pasatiempo estúpido de su parte; pretender discutir con sus compañeros acerca de cualquier tema aleatorio, cuando en realidad sólo le divertía verlos enrojecerse de furia entre ellos, patéticos en su industria, queriendo decir mucho aunque fundamentando poco, con sus pinturas mediocres, fotografías del cielo común, poemas sin métrica, abstractos, volados, renegados por la sociedad, pero felices, sonrientes y vivos en su piel, porque ¿para qué más sirve el arte que para la propia satisfacción? Olivia era uno de ellos, uno de esos seres volubles de mágica expansión milenaria, una artista en toda su expresión; loca, desquiciada, de labios severos y firmes, pequeña en cuerpo pero enorme en alma, escritora por necesidad, poeta por instinto; tenía esos ojos brillosos que no se encuentran en cualquiera, ojos que no sólo veían sino que observaban las cosas, el mundo, la realidad en sí.

Salí de la residencia en mudez. La floristería quedaba en la parte inferior del edificio, un local que mareaba con el fuerte olor a polen y a conservante químico, tan pequeño que apenas se podía caminar entre los ramos y decoraciones florales que sobresalían de las estanterías. Bajé las escaleras, solitario por primera vez en mucho tiempo, con las manos metidas en los bolsillos y la cabeza gacha, hasta llegar a la planta baja del lugar; el portero, quien me conocía desde hacía muchos años atrás y me llamaba «jefe», ni siquiera se fijó en mi presencia. Extrañado, lo saludé:

─Buenas tardes, jefe, ¿cómo está?

El señor de edad avanzada, bigotudo y encorvado, levantó la vista hacia mí un segundo. Entonces, pálido, se apartó de la entrada y me dejó pasar.

Fruncí el ceño, no entendiendo su repentino cambio de actitud. El hombre no hizo contacto visual conmigo en ningún momento y, dada su ignorancia, me escabullí abriendo la puerta yo mismo. Sintiéndome cohibido, no agregué nada más.

El suceso con el portero me dejó incómodo en cuerpo y pensamiento. Desde lo sucedido a Olivia, las personas del complejo no miraban mi figura de la misma forma; me trataban de manera distante, lejana, como si de cierta manera yo hubiera dejado de ser un humano al ella morir y me hubiera convertido en un pobre moco merecedor de lástima.

Suspiré. Cuando me hallé frente a la floristería, me quedé paralizado unos instantes en la vidriera. Aunque Olivia amaba una gran variedad de flores, nunca le gustó recibirlas de mí; al agarrarnos familiaridad me reprendió diciéndome que lo menos que yo podía hacerle era entregarle un ente moribundo arrancado de la naturaleza contra sí mismo, que lo consideraba una ofensa enorme a su integridad.

«Esto es un cadáver, Poe, ¿no te das cuenta?» me reprochaba, seca e impoluta en su expresión rígida. «Qué feo regalo, ¿me quieres muerta, acaso?».

Ese día ella me regresó las flores en las manos sin ningún remordimiento y, por alguna razón que nunca llegué a comprender, el gesto me habría cautivado de una manera tan profunda que en tal instante nos besamos por primera vez como babosas hambrientas.

Olivia y yo nunca seríamos libres del otro, aunque ella se empeñara en decir que lo nuestro era una cosa más con la que se había atravesado.

Entré al comercio con el tintineo de unas campanillas detrás. El aroma del floreado antinatural picaba en la nariz y aturdía la visión. Confuso por momentos, me quedé suspendido al encontrarme con un cuadro desalentador y horrorífico.

Trufas.

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