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Capítulo XXXVI

Y el día llegó. Me levanté al alba y dediqué un par de horas a ordenar mi habitación: arreglé los cajones y el armario. Quería dejar las cosas como es debido durante mi breve ausencia. Mientras lo hacía, oí que Saint John salía de sus aposentos y se detenía junto a mi puerta. Temí que llamara, pero no, se limitó a deslizar una nota de papel por debajo de la puerta. Lo cogí y lo leí:

Anoche tu partida fue demasiado precipitada. Si te hubieras quedado un poco más, habrías apoyado la mano en la cruz de Cristo y en la corona del ángel. Espero que a mi regreso, de hoy en dos semanas, hayas tomado una decisión. Mientras tanto, vigila y reza para evitar la tentación. Puedo ver que el espíritu está dispuesto al sacrificio, pero la carne es débil. Rezaré por ti a todas horas.

Siempre tuyo,

Saint John

«Mi espíritu —respondí mentalmente— está dispuesto a hacer lo correcto, y creo que la carne es lo bastante fuerte como para cumplir con los designios del cielo, una vez que dichas directrices estén fuera de toda duda. En cualquier caso, será lo bastante fuerte como para buscar, preguntar, despejar esa nube de interrogantes y abrirse a la luz de la certidumbre.»

Era uno de junio, pero la mañana amaneció fría y encapotada. La lluvia azotaba con fuerza los cristales. Oí cómo se abría la puerta principal para dar paso a Saint John. Por la ventana le vi cruzar el jardín y tomar el camino que surcaba los brumosos páramos en dirección a Whitcross, donde le esperaba la diligencia.

«En unas horas, seguiré tus pasos por ese mismo camino —pensé—. También yo debo subirme a un coche de postas. También yo tengo que ver a alguien, saber de él, antes de abandonar Inglaterra para siempre.»

Todavía me quedaban dos horas para desayunar. Llené el intervalo de tiempo sobrante en dar lentos paseos por mi habitación y repasar los detalles de la visión que tanto había influido a la hora de forjar estos planes. Reviví la sensación interior que había experimentado. El carácter extraño e inexplicable de esa vivencia no impedía el recuerdo de aquella voz, y de nuevo me pregunté de dónde procedería con la misma falta de resultados. No parecía provenir del mundo externo, sino de mi propio yo. Me pregunté si no habría sido un espejismo, una mera ilusión fruto de los nervios. Pero por más que le daba vueltas no podía reducirla a tal: había sido más bien como una inspiración. La impresión del impacto había tenido la misma fuerza que el terremoto que sacudió los cimientos de la cárcel de Pablo y Silas; había abierto la puerta de la celda del alma, la había librado de sus cadenas y la había despertado de un sueño, del que había emergido temblorosa, expectante y asustada. Fue entonces cuando por tres veces aquel grito vibró en mi oído, aterrándome, encogiéndome el corazón, invadiéndome después el alma que, en lugar de experimentar temor o sorpresa, saltó exultante de alegría por el triunfo de aquel esfuerzo que había tenido el privilegio de acometer, ignorando los obstáculos del cuerpo.

«En pocos días —murmuré como punto final a mis reflexiones— sabré algo del poseedor de esa voz que ayer parecía convocarme. Si las cartas no han servido de nada, tendré que ocuparme de la búsqueda en persona.»

Durante el desayuno, anuncié a Diana y Mary mi intención de partir en un viaje que duraría al menos cuatro días.

—¿Sola? —preguntaron.

—Sí. Debo ver, o cuanto menos conocer el paradero, de un amigo por el que llevo tiempo inquieta.

Podrían haber expresado en palabras la idea que sin duda rondaba por su mente, puesto que, tal y como yo había repetido a menudo, siempre habían creído que yo no tenía más amigos que ellos; pero con su habitual delicadeza se abstuvieron de todo comentario. Solo Diana me preguntó si estaba segura de encontrarme lo bastante bien como para viajar sola: se me veía pálida. Repliqué que mi aspecto se debía únicamente a la angustia que pronto esperaba aliviar.

No tardé mucho en hacer los preparativos necesarios. Nadie me molestó con preguntas ni suposiciones. Una vez hube dejado claro que no pensaba ser más explícita en lo que respectaba a mis planes, aceptaron con amabilidad e inteligencia el silencio en que los llevaba a cabo, concediéndome el mismo derecho a actuar libremente que yo les habría otorgado si ellas se hubieran hallado en mis circunstancias.

Salí de Moor House a las tres en punto y llegué al indicador de Whitcross poco antes de las cuatro. Allí esperé el coche que tenía que llevarme al lejano Thornfield. En el silencio de aquellas carreteras solitarias y aquellas colinas desiertas, le oí acercarse desde muy lejos. Era el mismo vehículo que un año antes me había abandonado en este ignoto lugar, triste, desesperada y perdida. Lo paré y subí en él. Esta vez ya no tenía que entregarle toda mi fortuna como pago del trayecto. Una vez en el camino que llevaba a Thornfield, me sentí como la paloma mensajera que regresa a casa.

Era un viaje de treinta y seis horas. Había salido de Whitcross un martes por la tarde; en la madrugada del jueves el coche se detuvo a abrevar a los caballos en una posada del camino, rodeada de vallas verdes y ubicada en medio de un paisaje bucólico de campos y colinas bajas (¡tan suave y verde si lo comparamos con los ariscos páramos de Morton!) que enseguida me resultaron familiares. Sí, conocía los trazos de ese entorno: estaba segura de que la meta no quedaba lejos.

—¿A qué distancia se encuentra Thornfield Hall? —pregunté al posadero.

—A no más de tres kilómetros, campo a través.

«El viaje ha terminado», me dije a mí misma. Salí del coche, dejé el baúl al cuidado del posadero hasta que mandara por ella; pagué el viaje, di una propina al cochero y partí. El sol centelleó sobre el cartel de la posada y en él leí en letras doradas «The Rochester Arms». El corazón me dio un vuelco: ¡estaba en las tierras de mi señor! Pero un pensamiento amargo lo sobresaltó de nuevo: «A juzgar por lo que sabes, tu señor bien podría estar al otro lado del canal. Y, en el caso de que siguiera residiendo en Thornfield Hall, el lugar hacia el que corres, ¿quién más está con él? ¿Te olvidas de su esposa loca? No tienes nada que hacer allí: ni siquiera te atreverás a hablarle ni a presentarte en su presencia. Has perdido el juicio. Sería mejor que volvieras atrás», exigía la prudencia. «Pide información a la gente de la posada: ellos podrán resolver todas tus dudas. Vuelve y pregúntale a ese hombre si el señor Rochester está en casa.»

La sugerencia era sensata, y sin embargo no podía obligarme a actuar en consonancia con ella. Temía tanto una respuesta que derribara mis anhelos que prolongar la duda era también prolongar la esperanza. Podría ver la casa bajo la luz del sol una vez más. Frente a mí estaba el escalón, los mismos campos que había recorrido la mañana que huí de Thornfield, ciega, sorda y trastornada, impulsada por una furia que me sacudía las entrañas. Antes de haber tomado una decisión, me hallé en medio de ese camino. ¡Qué rápido caminaba! ¡Llegué incluso a correr en algunos momentos! ¡Cómo deseaba avistar los primeros detalles de esos bosques que tan bien conocía! ¡Con qué alegría daba la bienvenida a todos y cada uno de los árboles que recordaba, y a los destellos de valles y montañas que surgían entre ellos!

Por fin aparecieron los bosques, anunciados por una oscura bandada de grajos cuyo estridente graznido quebraba la quietud de la mañana. El sonido me hizo apresurar el paso, dominada por una extraña sensación de nostalgia. Crucé otro campo, recorrí otro camino, y ahí estaban los muros del patio y la parte trasera de la casa, pero la mansión y los nidos de grajos permanecían aún ocultos.

«Lo primero que quiero ver es la fachada principal —decidí—, así mis ojos disfrutarán de la noble vista de sus altivas almenas y podrán distinguir la ventana que da a los aposentos de mi señor. Tal vez esté asomado a ella, tal vez esté dando un paseo por el huerto o por la avenida frontal. ¡Si solo pudiera verle! ¡Ni que fuera un instante! ¿Puedo asegurar que no correría hacia él en un arranque de locura? No, no puedo jurarlo, no estoy segura. ¿Y qué pasaría si lo hiciera? ¡Que Dios le bendiga! ¿Qué pasaría? ¿A quién haría daño por degustar de nuevo el sabor de la vida que me proporcionaba su mirada? Estoy desvariando: quizá en este momento se encuentre contemplando el amanecer desde los Pirineos o a bordo de un barco, por los mares del sur.»

Giré cuando llegué al final del muro bajo que cercaba el huerto. Ahí la verja se abría hacia el prado, entre dos columnas de piedra coronadas por bolas del mismo material. Desde detrás de uno de esos pilares, podría contemplar a placer esa fachada y pasar inadvertida. Saqué la cabeza con precaución, deseosa de comprobar si había alguna persiana levantada a esas horas: las almenas, las ventanas, la fachada... Todo estaba al alcance de mi vista desde aquel escondrijo.

Los cuervos que sobrevolaban los alrededores observaron mi labor de espía. Me pregunto qué debían pensar: al principio debieron de considerarla una mirada cauta y tímida, que poco a poco ganó en osadía y atrevimiento. Eché un vistazo rápido y luego contemplé lo que tenía delante durante largo rato; por fin salí de mi escondite, avancé por el prado y me detuve de repente frente a la gran mansión con los ojos fijos en ella. «¿A qué venía ese absurdo cuidado al principio? —debieron de pensar—. ¿Cuál es el sentido de esta estúpida temeridad posterior?»

Quiero que leas este ejemplo, lector.

Un enamorado encuentra a su amada dormida sobre un lecho de musgo, y desea observar su hermoso rostro sin despertarla. Por tanto, se desliza con suavidad sobre la hierba con el mayor cuidado. Se detiene al advertir en ella un leve movimiento, y retrocede, pues por nada del mundo querría ser visto. Todo se mantiene en silencio, así que avanza de nuevo. Se inclina sobre ella. Un delicado velo le cubre los rasgos. Él lo retira y se acerca aún más al rostro dormido, mientras sus ojos ya anticipan el gozo que les provocará la visión de esa belleza en reposo, cálida y hechicera. ¡Qué rápida fue la primera mirada! Pero ahora se fija mejor, la observa con atención y... ¡Horror! ¡Con qué vehemencia estrecha con ambos brazos aquel cuerpo que solo un minuto antes no se habría atrevido ni a rozar con un dedo! ¡Con qué furia clama su nombre, y sacude aquel cuerpo inerte, contemplándolo con la mirada enajenada! La abraza entre sollozos, y la mira sin temor a despertarla. Ella está más allá de la turbación... Pensó que su amor dormía plácidamente, pero ahora sabe que está muerta.

Yo miré hacia la imponente mansión con una mezcla de timidez y alegría. Lo que vi fue una negra ruina.

¡No había ninguna necesidad de ocultarse tras la columna! ¡Ni de atisbar el interior desde las ventanas, ansiosa por ver si quedaba en él un rastro de vida! ¡No hacía falta aguardar a que una puerta se abriera, a que unos pasos recorrieran la avenida de piedra que cruzaba el jardín! El césped y los campos estaban devastados; no había nada más allá del portal. La fachada me recordó a los sueños que tuve en el pasado: solo quedaba un muro frágil y elevado, como una cáscara, perforado por ventanas desnudas. Ni tejado, ni almenas, ni chimeneas. Todo había sido arrasado.

Un silencio mortal lo envolvía todo, la misma desolación que se respira en un páramo salvaje. No era de extrañar que mis cartas nunca hubieran recibido respuesta, había sido lo mismo que mandarlas a un cementerio. La piedra negra de Thornfield revelaba el destino que había sufrido la casa: las llamas la habían abrasado. Pero ¿cómo se inició el incendio? ¿Cuál era la historia que subyacía a este desastre? ¿Qué otras pérdidas habría, además de los objetos de mármol y de madera? ¿Habría provocado la muerte de alguno de sus habitantes? Y en ese caso, ¿de quién? Era una pregunta terrible, y no había nadie cerca que pudiera contestarla, ni siquiera una señal que indicara una respuesta.

Al deambular entre los muros caídos y cruzar hacia el devastado interior, me di cuenta de que la catástrofe no era reciente. Pensé que la nieve se había deslizado por aquel arco vacío y que las lluvias del invierno habían penetrado sin piedad por los huecos de las ventanas, ya que la primavera había traído consigo olas de vegetación que se advertían entre las ruinas: la hierba y los arbustos crecían por doquier, entre las piedras rotas y los fragmentos de vigas partidas. ¿Y dónde se encontraba el desgraciado propietario de este desastre? ¿En qué tierra? ¿Bajo qué auspicios? Mis ojos buscaron sin querer la torre de la iglesia que había junto a la verja y me pregunté si estaría en ese momento acompañando a Damer de Rochester, compartiendo con él el refugio de una estrecha casa de mármol.

Debía dar respuesta a estas preguntas, y el único lugar donde podía buscarla era en la posada. Por tanto, volví a su puerta. El propio posadero me sirvió el desayuno en el comedor. Le pedí que cerrara la puerta y que se sentara frente a mí porque tenía que formularle algunas preguntas. Pero, cuando me obedeció, apenas sabía cómo empezar, tal era el miedo que me provocaban las posibles respuestas. Y sin embargo, el desolado espectáculo que acababa de presenciar me había preparado en cierta medida para enfrentarme a un relato terrible. El posadero era un hombre de mediana edad y aspecto respetable.

—Supongo que usted debe conocer Thornfield Hall —logré articular al final.

—Claro, señora. Viví allí.

—¿Ah, sí?

—«No en mi época —pensé—. No te conozco.»

—Fui mayordomo del difunto señor Rochester —añadió.

¡El difunto! Acababa de recibir en pleno rostro el golpe que tanto había intentado esquivar.

—¡El difunto! —repetí sin aliento—. ¿Acaso ha muerto?

—Me refiero al padre del señor Edward, el propietario actual —explicó.

Volví a respirar, y mi sangre reanudó su flujo. De esas últimas palabras podía deducir que el señor Edward, mi señor Rochester, ¡que Dios le bendiga!, estaba vivo. Establecido este hecho, la vida del propietario actual (¡qué palabras tan hermosas!), podía afrontar el relato de todo lo que viniera con cierta tranquilidad. Ahora que sabía que no estaba en la tumba, podría resistir la noticia de que se había marchado a las Antípodas.

—¿Sigue residiendo el señor Rochester en Thornfield Hall? —pregunté.

Sabía la respuesta de antemano, pero aún no me sentía con fuerzas para preguntar dónde estaba.

—¡Oh, no! No, señora. Nadie vive ahí. Supongo que es usted una extraña por estos lares o ya sabría lo que sucedió el otoño pasado. Thornfield Hall no es más que una ruina: ardió en la época de la cosecha. ¡Un cruel incendio arrasó la mayor parte del terreno! Apenas lograron salvar de las llamas algunos muebles. El fuego empezó a media noche y antes de que llegaran las bombas de Millcote el edificio ya había sido pasto de las llamas. Yo presencié el espectáculo: fue algo terrible.

—¡A media noche! —murmuré—. Sí, esa siempre fue una hora fatal en Thornfield. ¿Se sabe cómo empezó?

—Se hicieron conjeturas, señora, y sin embargo yo diría que no hay duda de cómo sucedió. Tal vez usted no sepa —prosiguió, acercando la silla a la mesa y bajando el tono de voz— que había una dama, una..., una loca, encerrada en la casa.

—Algo había oído al respecto.

—Se la mantenía absolutamente oculta, señora. Mucha gente dudó de su existencia durante años: corría el rumor de que había algún habitante misterioso en la casa, pero nadie sabía con seguridad de quién se trataba o cuál era su verdadero estado. Se decía que el señor Rochester la había traído consigo del extranjero y algunos comentaban que había sido su amante. Pero hace un año sucedió algo raro, algo muy raro...

Me asaltó el temor de tener que escuchar el relato de mi propia historia, y me esforcé por volver al tema que me interesaba.

—¿Y fue la dama...?

—¡La dama, señora, resultó ser la esposa del señor Rochester! La verdad salió a la luz en las más extrañas circunstancias. Había en la casa una joven, una institutriz de la que el señor Rochester se...

—Pero, ¿y el fuego? —interrumpí.

—Ya llegaré a ese punto, señora. De la que el señor Rochester se enamoró, iba a decir. Los criados dicen que nunca habían visto a nadie tan prendado como él: nunca la perdía de vista. Solían observarle... Ya sabe cómo son los criados. El señor no tenía ojos para nadie más, y eso que al parecer él era el único que la encontraba guapa. Dicen que era una de esas chicas de complexión menuda, parecida a una niña. Lo cierto es que yo nunca la vi en persona, pero Leah, la doncella, me ha hablado de ella. A Leah le caía muy bien. El señor Rochester rondaba los cuarenta años y la chica aún no había cumplido los veinte. Y ya se sabe: cuando los caballeros de cierta edad se encaprichan de chicas tan jóvenes a menudo actúan como si les hubieran embrujado. Pues bien, él le propuso matrimonio.

—Ya me contará esta parte de la historia en otra ocasión —le dije—, pero ahora tengo un interés especial en oír todos los detalles acerca del incendio. ¿Fue esa loca, la señora Rochester, quién lo causó?

—¡Ha dado en la diana, señora! Yo diría que fue solo ella la que prendió el fuego. Había una mujer encargada de vigilarla, una tal señora Poole. Era una guardiana capaz y se podía confiar en ella, pero tenía un defecto que al parecer suele darse en las enfermeras y matronas: le gustaba darle a la bebida y guardaba una botella de ginebra en su habitación. Es algo que se puede perdonar, dada la clase de vida que llevaba, pero que se reveló un hábito muy peligroso. Cuando la señora Poole dormía bajo los efectos de la ginebra, la loca, que era astuta como una bruja, le cogía las llaves del bolsillo, salía de su cubil y se dedicaba a recorrer la casa y a cometer cualquier tipo de fechoría que se le ocurriera. Dicen que ya estuvo a punto de quemar a su marido en su propia cama en otra ocasión, pero yo no estoy seguro de ello. Aquella noche prendió fuego a las cortinas de la habitación contigua a la suya, y luego descendió al piso inferior hasta la estancia que había ocupado la institutriz (fue como si supiera de algún modo lo que había pasado y deseara vengarse), e incendió su cama. Afortunadamente, nadie dormía en ella. La institutriz había huido dos meses antes, y por mucho empeño que el señor Rochester puso en recuperar lo más precioso que tenía en el mundo, nada supo de ella. La tristeza le convirtió en un ser intratable: nunca fue un hombre amable, pero después de que ella se fuera se volvió peligroso. Deseaba estar solo. Mandó al ama de llaves, la señora Fairfax, a vivir con unos parientes, pero lo hizo con elegancia: estableció para ella una cantidad de dinero anual. La buena mujer lo merecía. La señorita Adèle, una niña que estaba a cargo del señor, fue enviada a la escuela. De modo que él rompió todo contacto con los suyos y se encerró en la casa como un ermitaño.

—¿Qué? ¿No se marchó de Inglaterra?

—¿Marcharse de Inglaterra? ¡No! No cruzaba el umbral de la casa durante todo el día, y por las noches vagaba por los campos como si fuera un fantasma, como si hubiera perdido el juicio. Si quiere mi opinión, creo que fue esa bruja de la institutriz quien le hechizó, señora: antes de su llegada era el hombre más enérgico y vigoroso que pueda imaginar. No era un individuo dado a vicios como el vino, las cartas o las apuestas, y es verdad que no era un hombre apuesto, pero tenía valor y voluntad propias. Yo le conocía desde que era un niño, ya ve. ¡Y más de una vez deseé que esa maldita señorita Eyre se hubiera ahogado en el mar antes de venir a Thornfield Hall!

—Entonces, ¿el señor Rochester estaba en casa cuando se inició el incendio?

—Claro que estaba. Y subió al piso superior a sacar a los criados de sus camas y ayudarlos a salir, mientras las paredes caían devoradas por las llamas; luego volvió a por su mujer. Pero los gritos de los criados le indicaron que esta se había subido al tejado: estaba de pie, agitando los brazos sobre las almenas y profiriendo unos alaridos que debieron de oírse a kilómetros de distancia. La vi con mis propios ojos. Era una mujer grande, y sus cabellos largos y negros ondeaban sobre la luz de las llamas. Fuimos testigos de cómo el señor Rochester ascendía por la claraboya hasta el tejado; le oímos gritar su nombre, «¡Bertha!», y vimos cómo se acercaba a ella. Y entonces, señora, la mujer gritó y saltó al vacío. Un minuto después su cuerpo se estrelló contra el suelo.

—¿Estaba muerta?

—Tan inmóvil como las piedras ensangrentadas sobre las que esparció sus sesos.

—¡Dios mío!

—Ya puede decirlo, señora, fue algo terrible —dijo, estremeciéndose al recordarlo.

—¿Y después? —insistí.

—Pues bien, señora, después la casa ardió hasta los cimientos. Quedan solo unos fragmentos de las paredes.

—¿Hubo alguna otra víctima?

—No, aunque quizá habría sido mejor.

—¿Qué quiere decir?

—El pobre señor Edward —farfulló—. ¡Quién lo iba a decir! Hay quien afirma que fue un justo castigo por haber mantenido su primer matrimonio en secreto e intentado tomar una nueva esposa mientras la primera aún vivía, pero a mí me da mucha pena.

—¿Está vivo? —pregunté.

—Sí, sí, vive. Pero muchos creen que habría sido mejor que hubiera muerto.

—¿Por qué? —Sentí que la sangre se me helaba en las venas—. ¿Dónde está? ¿Reside en Inglaterra?

—Sí, sí. Me temo que no puede salir del país. Ahora es un prisionero.

¿Qué clase de agonía era esta? ¡El hombre parecía resuelto a prolongarla!

—Es ciego —dijo por fin—. El señor Edward se quedó ciego.

Esperaba algo peor. Temí que hubiera perdido la razón, que estuviera loco. Hice acopio de fuerzas para preguntar por el origen de esa desgracia.

—Fue por culpa de su valor y, en cierta forma, de su generosidad, señora. No quiso abandonar la casa hasta que todos estuvieran a salvo. Finalmente, después de que la señora Rochester saltara desde el tejado, la casa se derrumbó encima del señor, que en ese momento bajaba por la escalera principal. Todo se hundió. Consiguieron rescatarle de entre los escombros, vivo aunque gravemente herido. Una viga le había protegido parcialmente de los impactos, pero había perdido un ojo y tenía una mano tan destrozada que el señor Carter, el médico, no tuvo más remedio que amputarla de inmediato. El otro ojo se infectó y también lo perdió. Lo cierto es que ahora es un inválido: ciego y manco.

—¿Dónde está? ¿Dónde vive ahora?

—En Ferndean, un caserío que la familia tiene en el campo, a unos cincuenta kilómetros. Un lugar bastante desolado.

—¿Quién está con él?

—El viejo John y su mujer. No quiso a nadie más. Dicen que está derrotado.

—¿Dispone usted de algún medio de transporte?

—Tenemos una silla de postas, señora, una hermosa silla.

—Prepárela enseguida, y si el cochero puede llevarme hoy mismo hasta Ferndean antes de que oscurezca, les pagaré a ambos el doble de la tarifa habitual.

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