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Capítulo XXXIII

Empezaba a nevar cuando se marchó el señor Saint John y la tormenta duró toda la noche. Al día siguiente, un viento huracanado trajo consigo un frío más intenso y unas nevadas más copiosas: al mediodía, el valle había quedado sepultado y prácticamente intransitable. Yo había cerrado la puerta y colocado una alfombra contra ella para evitar que la nieve se colara en el interior; avivé el fuego y después de pasar una hora sentada junto a la lumbre escuchando el furioso rumor de la tempestad, encendí una vela, cogí el libro de Marmion y comencé a leerlo:

Se puso el sol tras el inexpugnable castillo de Norham,

sobre el amplio y caudaloso río Tweed

y bajo las solitarias montañas de Cheviot;

las sólidas torres de la fortaleza, las mazmorras,

y los alargados muros que rodeaban la fortaleza,

reflejaron ese dorado fulgor.

La música implícita en el poema no tardó en sofocar el fragor de la tormenta.

De repente oí un ruido. El viento, pensé, que ha cerrado la puerta. Pues no: era Saint John Rivers, quien, tras correr el pestillo, emergió del helado huracán, de esa lóbrega oscuridad, y se plantó ante mí. Llevaba una capa blanca que cubría la totalidad de su figura, confiriéndole el aspecto de un glaciar. Me alarmé: no esperaba que nadie se atreviera a cruzar el valle en una noche como aquella.

—¿Sucede algo? —pregunté—. ¿Malas noticias?

—No. Veo que resulta fácil asustarla —contestó, quitándose la capa y colgándola detrás de la puerta, hacia la que empujó de nuevo la alfombra que había desplazado al entrar. Se sacudió la nieve de las botas.

—Me temo que voy a ensuciar este suelo tan limpio, pero por una vez espero que sabrá disculparme. —Y, acercándose al fuego y extendiendo las manos hacia sus llamas, prosiguió—: Le aseguro que me ha costado mucho llegar hasta aquí. En algunos tramos la nieve me llegaba a la cintura. Suerte que aún está bastante blanda.

—Pero ¿a qué ha venido? —no pude evitar exclamar.

—No es un recibimiento muy hospitalario para un visitante, pero, ya que lo pregunta, le responderé: lo único que quiero es mantener con usted una pequeña charla. Me he cansado de estar con libros mudos en cuartos vacíos. Además, desde ayer, he sentido la excitación que embarga a las personas que, habiendo oído la mitad de un relato, aguardan impacientes el final de la historia.

Se sentó. Recordé su extraña conducta del día anterior y empecé a temer que hubiera perdido el juicio. De todos modos, en caso de que estuviera loco, era una perturbación fría y compuesta: nunca había visto los cincelados rasgos de su rostro tan hermosos como en aquel momento, mientras se apartaba de la cara los cabellos húmedos de nieve dejando que el fuego iluminara a placer la pálida frente y las blancas mejillas, donde me dolió descubrir restos inequívocos de dolor o de tristeza. Esperé a que dijera algo que me aclarara las dudas, pero él apoyó la barbilla en la mano, colocando un dedo sobre los labios. Meditaba. Un súbito sentimiento de piedad me invadió el corazón y le dije:

—Ojalá Diana o Mary vinieran a vivir con usted: no es bueno que esté tan solo. Además, vela muy poco por su propia salud.

—No es cierto —dijo él—. Me cuido cuando es necesario: ahora estoy bien. ¿Qué ve de malo en mí?

Lo dijo con una indiferencia despreocupada y abstraída, como si quisiera demostrar que mi solicitud era, al menos en su opinión, absolutamente superflua. Me callé.

Él seguía resiguiendo con el dedo su labio superior, los ojos fijos en las hipnóticas llamas. Por decir algo, le pregunté si notaba frío procedente de la puerta, que tenía a su espalda.

—No, no —respondió en tono cortante y de mal humor.

«Muy bien —pensé—, si no quieres hablar, manténte callado: te dejaré en paz y volveré a concentrarme en el libro que estaba leyendo.»

Así que tomé la vela y retomé la lectura de Marmion. No tardó en reaccionar. Mis ojos no perdían de vista sus movimientos: sacó del bolsillo un billetero de piel del que extrajo una carta que leyó en silencio, para después doblarla y volver a sumirse en sus reflexiones. Era inútil intentar leer con esa inescrutable figura delante; ni tampoco, dada mi impaciencia, podía soportar más ese silencio. Estaba dispuesta a hablar aunque me contestara con toda la brusquedad del mundo.

—¿Ha recibido noticias de Diana y de Mary recientemente?

—No desde la carta que le mostré la semana pasada.

—¿Sabe algo más de sus proyectos? ¿Tal vez abandone Inglaterra antes de lo que esperaba?

—Me temo que no. Ojalá, pero no suelo tener tanta suerte.

Cada vez más asombrada, cambié de tema y me puse a hablar de la escuela y de las alumnas.

—La madre de Mary Garrett está mejor, y Mary volvió a clase esta mañana. Ah, y tendré cuatro alumnas nuevas la semana próxima. Vienen de la fundición. Habrían empezado hoy, pero la nieve se lo impidió.

—¿Ah, sí?

—El señor Oliver corre con los gastos de dos de ellas.

—¿De verdad?

—Tiene la intención de dar una fiesta para todo el colegio por Navidad.

—Lo sé.

—¿Fue idea suya?

—No.

—Entonces, ¿de quién?

—De su hija, creo.

—Es propio de ella. ¡Tiene tan buen corazón...!

—Sí.

De nuevo se produjo otra pausa. El reloj sonó, dio ocho campanadas. Esto le sacó de su ensimismamiento: descruzó las piernas, se irguió en la silla y se volvió hacia mí.

—Deje ese libro durante un rato y acérquese al fuego.

Mi perplejidad alcanzaba ya límites infinitos, pero le obedecí.

—Hace media hora —prosiguió—, me manifesté ansioso por escuchar el final de una historia; al reflexionar sobre ello, creo que será mejor que asuma el papel del narrador y que usted se limite a escuchar. Antes de empezar, opino que es justo advertirla de que el relato le sonará algo trillado, pero algunos detalles de sobra sabidos ganan frescura al ser expresados por unos labios nuevos. Además, ya sea o no un cuento original, le prometo que será breve.

»Hace veinte años, un sacerdote pobre (cuyo nombre no resulta relevante en este momento) se enamoró de la hija de un hombre rico. Ella también le amaba y se casó con él, en contra de los consejos de todos sus amigos, quienes, en consecuencia, la repudiaron inmediatamente después del enlace. En dos años, la mísera pareja había muerto y descansaban uno junto a otro bajo una misma lápida. (He visto su tumba: formaba parte de un enorme cementerio que rodea la vieja y ennegrecida catedral de una ciudad industrial del condado de ...shire.) Dejaron una hija, que, desde su nacimiento, no conoció otro regazo que el de la caridad, tan frío como el de este paisaje invernal que casi acaba conmigo esta noche. Fue esta misma caridad quien se encargó de conducir a la desgraciada criatura hasta la casa de sus adinerados familiares maternos. La crió una tía política, llamada (y ahora ya sí que resulta imprescindible dar nombres) señora Reed, de Gateshead. Se sobresalta: ¿ha oído algún ruido? Yo diría que no es más que una rata que corre por las vigas de la clase contigua: era un granero antes de que la acondicionara, y ya se sabe que estos sitios suelen estar infestados de roedores. Sigamos. La señora Reed mantuvo a la huérfana en su hogar durante diez años: si fue feliz o no en su compañía, no puedo decirlo porque lo ignoro. Sin embargo, sí sé que, transcurrido este tiempo, la envió a otro lugar que usted conoce. Sí, no es otro que el colegio Lowood, donde usted pasó tantos años. Al parecer, allí desarrolló una carrera muy honorable: de alumna se convirtió en profesora, exactamente igual que usted. Lo cierto es que me sorprende la cantidad de puntos en común que hay entre esa historia y la suya, pues esa joven también abandonó Lowood para emplearse como institutriz. ¿Lo ve? De nuevo parecen seguir caminos paralelos. Ella pasó a encargarse de la educación de la protegida de un tal señor Rochester.

—¡Señor Rivers! —le interrumpí.

—Adivino lo que siente, pero reprímase un poco más. Estoy a punto de terminar: escúcheme hasta el final. No sé nada del carácter del señor Rochester, pero el hecho que conozco es que pidió en sagrado matrimonio a esta joven, y que fue en el mismo altar donde se descubrió que él ya tenía otra esposa, viva aunque con las facultades mentales perturbadas. De lo que sucedió luego y de cuáles fueron las propuestas del caballero no puedo hacer más que meras conjeturas, pero cuando un determinado acontecimiento obligó a localizar a la institutriz, se supo que se había marchado. Nadie pudo decir dónde, ni cuándo, ni cómo. Había abandonado Thornfield Hall de noche y toda búsqueda de su rastro resultó infructuosa: se registraron todos y cada uno de los recodos del bosque sin lograr ni la más mínima información al respecto. Y, sin embargo, la urgencia de hallarla era tal que aparecieron anuncios en todos los periódicos, y yo mismo recibí una carta de un abogado, el señor Briggs, en la que se me comunicaban los detalles que acabo de explicarle. ¿No cree que es una vieja historia?

—Solo quiero hacerle una pregunta —dije yo—. Y ya que sabe tantas cosas, estoy segura de que sabrá contestarla. ¿Qué ha sido del señor Rochester? ¿Dónde está? ¿Cómo se encuentra? ¿Qué hace? ¿Está bien?

—Ignoro todo lo referente al señor Rochester: la carta solo le menciona para narrar ese intento fraudulento e inmoral del que le he hablado. Sería mejor que preguntara el nombre de la institutriz. La naturaleza del acontecimiento sucedido requiere su presencia.

—¿Nadie ha ido a Thornfield Hall? ¿Nadie ha visto al señor Rochester?

—Supongo que no.

—Pero ¿le escribieron?

—Por supuesto.

—¿Y qué dijo él? ¿Quién tiene sus cartas?

—El señor Briggs me comentó que la respuesta a su solicitud no estaba firmada por el señor Rochester, sino por una dama, Alice Fairfax.

Me quedé helada, invadida por el desaliento. Mis peores temores se hacían realidad: con toda probabilidad él había abandonado Inglaterra, preso de la desesperación, hacia algún antiguo refugio de su primera estancia en el continente. ¿Qué droga encontraría para paliar el sufrimiento? ¿En qué objeto precipitaría su pasión? No me atreví a contestar. ¡Oh, mi pobre señor —una vez casi mi esposo— a quien a menudo llamé «mi querido Edward»!

—Tiene que tratarse de un hombre malvado —señaló el señor Rivers.

—Usted no le conoce, así que absténgase de juzgarle —le dije acaloradamente.

—Muy bien —contestó con calma—. Además, otras preocupaciones me rondan por la cabeza. Aún debo acabar el relato. Puesto que no me ha preguntado el nombre de la institutriz, se lo diré yo. No se mueva, lo tengo aquí; siempre resulta más satisfactorio tener los datos importantes escritos, consignados en tinta y papel.

Y de nuevo extrajo del bolsillo el billetero de piel, lo abrió y buscó en su interior. De uno de sus compartimentos, sacó un pequeño pedazo de papel arrugado. Reconocí al instante en la textura y las manchas de azul y rojo el trozo del papel fino que arrancó de la página que cubría el retrato de la señorita Oliver. Me lo puso delante de los ojos y leí, escritas en tinta negra por mi puño y letra, las palabras «Jane Eyre» que sin duda yo había trazado sin darme cuenta.

—Briggs me escribió acerca de una tal Jane Eyre —prosiguió—; el anuncio también pedía por ese nombre. Yo, en cambio, conocía a una Jane Elliott. Confieso que albergaba sospechas, pero no fue hasta ayer por la tarde cuando se despejaron las dudas. ¿Reconoce usted el nombre y renuncia al alias?

—Sí, sí. Pero ¿dónde está el señor Briggs? Quizá tenga más noticias del señor Rochester...

—Briggs está en Londres. Aunque dudo que sepa nada del señor Rochester; no es en este caballero en quien está interesado. Además, olvida usted algunos puntos esenciales: aún no sabe a qué es debida la búsqueda del señor Briggs, qué es lo que quiere de usted.

—Y bien, ¿qué es lo que quiere?

—Simplemente, informarla de que su tío, el señor Eyre, residente en Madeira, ha muerto legándole toda su fortuna, y que por tanto es usted una mujer rica. Solo eso, nada más.

—¿Yo? ¿Rica?

—Sí, muy rica. Toda una heredera.

Se hizo el silencio.

—Debe probar su identidad, por supuesto —continuó Saint John tras unos minutos—, pero ese trámite no entraña ninguna dificultad para usted. Entonces entrará en posesión de la fortuna, que está invertida en fondos de deuda pública inglesa. Briggs tiene en sus manos el testamento y todos los documentos necesarios.

¡Acababa de dar la vuelta a un naipe nuevo! Lector, no negaré que resulta agradable pasar de la indigencia a la riqueza en un momento, pero comprende que no es algo fácil de asumir, y por consiguiente de disfrutar, de manera inmediata. Hay en la vida otros acontecimientos más emocionantes y conmovedores: esto es algo sólido y real, un asunto mundano carente de idealismo, y como tal sugiere una respuesta sobria y mesurada. Uno no salta y se pone a gritar de alegría; más bien empieza a considerar las responsabilidades económicas que se le avecinan. Sobre esa base de satisfacción real se alzan ciertas preocupaciones muy serias. Por eso nos reprimimos, y ocultamos la alegría bajo una solemne capa de seriedad.

Además, las palabras «herencia» y «legado» van de la mano de «muerte» y «funeral». Acababa de saber que mi tío, el único pariente que tenía, había muerto; alguien a quien, desde que me enteré de su existencia, había albergado el deseo de conocer. Ahora ya no podría. Y este dinero venía solo a mí: no se repartía entre mi persona y toda una familia. Sin duda me había hecho un gran favor. La independencia sería algo magnífico. Sí, era consciente de aquello, y el hecho de pensarlo me ensanchaba el corazón.

—Por fin levanta la frente —dijo el señor Rivers—. Temía que hubiera caído bajo el hechizo de la Medusa, capaz de convertirla en una estatua de piedra. ¿Quizá ahora me pregunte a cuánto asciende su fortuna?

—¿Cuánto heredaré?

—Una bagatela. Nada de lo que merezca la pena hablar: ¿qué son, creo que dijeron, veinte mil libras?

—¡Veinte mil libras!

El asombro me atacaba de nuevo: yo calculaba unas cuatro o cinco mil libras, pero esta cantidad me dejó sin aliento. El señor Saint John, a quien nunca antes había oído reír, prorrumpió en una carcajada.

—Bien —dijo él—, no tendría usted un aspecto peor si yo acabara de descubrir que había cometido un crimen.

—Es una cuantiosa suma. ¿No habrá algún error?

—Puedo asegurarle que no.

—Quizá leyó usted mal las cifras. ¿No serían dos mil?

—Está escrito en letras, no en números, y dice muy claro veinte mil libras.

De nuevo me sentí como un individuo de apetito normal sentado ante una mesa dispuesta para cien comensales. El señor Rivers se levantó y se puso la capa.

—Si la noche no fuera tan desapacible —comentó—, le enviaría a Hannah para que le hiciera compañía: parece demasiado aturdida para pasar la velada sola. Pero la pobre Hannah no podría resistir el camino: sus piernas no son tan largas como las mías. Así que me veo obligado a dejarla a merced de sus cábalas. ¡Buenas noches!

Estaba corriendo el pestillo cuando un repentino pensamiento me vino a la mente.

—¡Deténgase! —exclamé.

—¿Y bien?

—Me gustaría saber por qué le se le ocurrió al señor Briggs escribirle a usted una carta pidiendo información acerca de mi persona. ¿Cómo pensó que un hombre como usted que vive en un condado tan remoto podría ayudarle a encontrarme?

—¡Bueno! Soy sacerdote, y a veces se apela al clero para colaborar en este tipo de asuntos.

Y de nuevo descorrió el pestillo.

—No, esa respuesta no me satisface —afirmé. Lo cierto es que había algo en esa apresurada y vacua respuesta que, en lugar de tranquilizarme, avivó mi curiosidad más que nunca—. Todo esto es muy extraño. Quiero saber más.

—En otro momento.

—¡No! ¡Esta noche! ¡Ahora!

Él se había apartado de la puerta y yo me interpuse entre su persona y la salida. Parecía muy violento.

—¡No pienso dejarle marchar hasta que me lo haya contado todo!

—Preferiría no hacerlo en este momento.

—¡Por supuesto que sí! ¡Debe hacerlo!

—Será mejor que la informen Mary o Diana.

Lógicamente, esas excusas llevaron mi ansiedad al clímax: debía ser satisfecha cuanto antes. Se lo dije.

—Yo ya le advertí que soy un hombre duro, difícil de convencer.

—Pues tiene delante a una mujer tenaz, a la que resulta imposible ignorar.

—Además —prosiguió—, soy frío: inmune a cualquier pasión.

—Mientras que yo soy una pura llama, capaz de fundir el hielo más resistente. El calor de la lumbre ha convertido la nieve de su capa en un río de agua que corre por el suelo de mi casa, dejándolo sucio como el de una calle transitada. Si pretende que le perdone la inexcusable falta de estropearme un suelo limpio, dígame lo que deseo saber.

—Bien, me rindo. Si no a su ímpetu, sí al menos a su perseverancia: hasta la piedra más sólida se gasta bajo los efectos de un goteo continuo. Además, un día u otro tendrá que enterarse, tanto da ahora como más tarde. ¿Su nombre es Jane Eyre?

—Naturalmente. Eso ya se lo he dicho antes.

—Supongo que ignora que compartimos el mismo apellido, que el nombre que me fue dado en la pila bautismal fue el de Saint John Eyre Rivers.

—No tenía ni idea. Ahora recuerdo haber visto la letra E. junto a sus iniciales en los libros que me ha prestado en alguna ocasión, pero nunca se me ocurrió preguntar de qué nombre procedía. No será que...

Me detuve. No podía creer, y mucho menos expresar, la idea que acababa de cruzar mi mente y que en unos segundos tomó cuerpo hasta convertirse en una probabilidad sólida y fuerte. Las circunstancias se unían unas a otras, encajando en su lugar: la cadena que hasta el momento había estado fragmentada se transformaba ahora en una línea de anillos perfectos y absolutamente conectados. El instinto me ofreció la respuesta antes de que Saint John dijera una sola palabra más, pero no puedo esperar que el lector comparta mi misma intuición, así que repetiré su explicación.

—El apellido de mi madre era Eyre. Ella tenía dos hermanos: uno era el sacerdote que se casó con la señorita Jane Reed, de Gateshead; el otro, John Eyre, un comerciante inglés que se trasladó a Funchal, Madeira. El señor Briggs nos escribió el pasado mes de agosto en calidad de abogado del señor Eyre para informarnos del fallecimiento de nuestro tío y comunicarnos que había legado toda su fortuna a la hija huérfana de su hermano sacerdote, cumpliendo así su promesa de no mencionarnos en su testamento debido a una disputa con mi padre que nunca olvidó. Volvió a escribirnos hace unas semanas con la noticia de que la heredera estaba en paradero desconocido y preguntándonos si teníamos noticias de ella. Un nombre escrito sin pensar en un pedazo de papel me ha permitido encontrarla. El resto ya lo sabe.

Se dispuso a irse, pero yo apoyé la espalda en la puerta, cortándole el paso.

—Déjeme hablar —exclamé—, pero necesito unos minutos para recobrar el aliento y meditar mis palabras.

Hice una pausa mientras él seguía plantado ante mí, con el sombrero en la mano y sin perder la compostura.

—Entonces —proseguí—, ¿su madre fue la hermana de mi padre?

—Sí.

—Es decir, mi tía.

Él afirmó con la cabeza.

—¿Mi tío John era también su tío John? ¿Usted, Diana y Mary son los hijos de su hermana, al igual que yo soy hija de un hermano suyo?

—Es un hecho irrefutable.

—Ustedes tres son, por tanto, mis primos: la mitad de nuestra sangre procede de la misma fuente.

—Sí, somos primos.

Le observé. Me pareció haber encontrado a un hermano —uno de quien poder sentirme orgullosa, a quien poder amar—, y a dos hermanas, de tan elevadas cualidades que ya cuando las consideraba dos extrañas habían despertado en mí afecto y admiración. Las dos chicas a las que había contemplado con una mezcla amarga de interés y desesperación, apostada en la ventana enrejada de Moor House con las rodillas sobre el suelo, eran mis verdaderos parientes, y el caballero joven y orgulloso que me había encontrado moribunda en el umbral de su casa llevaba mi misma sangre. ¡Qué descubrimiento tan glorioso para un alma solitaria! ¡Esto sí que era riqueza! ¡Riqueza para el corazón! Una fuente de afecto puro y hermoso. Era una bendición, brillante, vívida y estimulante, no como el legado económico, inesperado y bien recibido pero a la vez preocupante. Me dejé llevar por un arranque de alegría y aplaudí. El corazón me daba saltos y las venas parecían a punto de estallar.

—¡Estoy tan contenta, tan contenta...!

Saint John sonrió.

—¿No le dije ya que usted estaba pasando por alto algunos puntos esenciales? —preguntó—. Se puso seria cuando le anuncié que había heredado una fortuna, y en cambio ahora, en un momento, se alborota por un detalle intrascendente.

—¿Qué quiere decir con eso? Tal vez sea intrascendente para usted, que tiene dos hermanas y no se preocupa por una prima más. Pero yo no tenía a nadie, y ahora mi mundo acaba de ganar tres parientes, o dos si usted no me considera como tal. Lo repito, estoy encantada.

Caminé deprisa por la estancia. Me detuve, medio ahogada por los pensamientos que me asaltaban con tanta rapidez que apenas podía acabar de comprenderlos del todo. Un torbellino de ideas acerca de lo que podía, debía y deseaba hacer. La pared blanca que tenía delante me pareció una sábana celestial salpicada de estrellas ascendentes, brillando con un propósito definido. Por fin podía beneficiar a esas personas que me habían salvado la vida, por quienes hasta el momento había sentido un amor estéril. Podía liberarlos del yugo que los oprimía; podía unirlos de nuevo, compartir con ellos la independencia y la abundancia. ¿No éramos cuatro? Veinte mil libras entre cuatro daban un total de cinco mil libras para cada uno, una cantidad que bastaba y sobraba. Debía hacerse justicia y asegurar la felicidad mutua. Ahora la riqueza ya no me pesaba sobre los hombros: ya no era un mero legado económico, sino una herencia portadora de vida, de esperanza y de alegría.

No sabría decir qué expresaba mi rostro mientras estas ideas me asaltaban el espíritu, pero enseguida percibí que el señor Rivers había colocado una silla detrás de mí e intentaba amablemente que tomara asiento en ella. También me advirtió que me serenara. No acepté la explicación que atribuía mi expresión a un mareo fruto de la emoción, le aparté la mano y reanudé mis rápidos paseos por la estancia.

—Quiero que mañana escriba a Diana y a Mary —dije—, y les diga que vuelvan directamente a casa: Diana me confió que se sentirían ricas con unos miles de libras, así que supongo que podrán arreglárselas con cinco mil.

—Dígame dónde puedo servirle un vaso de agua —se ofreció Saint John—. Debería hacer un esfuerzo por tranquilizarse.

—¡Tonterías! ¿Y qué efecto tendrá este legado sobre usted? ¿Hará que se quede en Inglaterra, le inducirá a casarse con la señorita Oliver y a establecerse como el más común de los mortales?

—Divaga. Sus palabras no tienen sentido. Temo que he sido demasiado brusco al darle la noticia: ha supuesto una emoción demasiado fuerte para usted.

—¡Señor Rivers! Está acabando con mi paciencia. Soy perfectamente capaz de comprenderlo todo. Es usted quien parece no entender, o tal vez finge no hacerlo.

—Quizá si se explicara un poco mejor, me sería más fácil comprenderla.

—¡Explicar! ¿Qué es lo que hay que explicar? No me diga que no ve que veinte mil libras divididas a partes iguales entre el sobrino y las tres sobrinas de nuestro tío común ofrecen un total de cinco mil libras para cada uno. Lo que quiero es que escriba a sus hermanas y les comunique la fortuna que les ha caído en suerte.

—Le ha caído a usted, querrá decir.

—Ya he expuesto mi opinión sobre este tema, y no tengo intención de cambiarla. Hacerlo implicaría convertirme en un ser tan egoísta hasta la brutalidad, injusto hasta la ceguera y desagradecido hasta la maldad. Además, estoy decidida a tener un hogar y una familia. Me gusta Moor House, y allí pienso instalarme. Me gustan Diana y Mary, y viviré con ellas para el resto de mis días. Me complacería mucho disponer de cinco mil libras, y en cambio me oprimiría y atormentaría tener que administrar veinte mil, una cantidad que, moralmente, nunca sería mía por mucho que lo dicte la ley. Les cedo, pues, aquello que me sobra. No toleraré oposición o discusión alguna sobre este tema: es mejor que nos pongamos de acuerdo enseguida y actuemos cuanto antes.

—Sus palabras son fruto de un impulso: tómese unos días para considerar el tema antes de actuar.

—¡Si de lo único que duda es de mi sinceridad, me quedo más tranquila! ¿Acaso no ve que se trata de la solución más justa?

—Sí, creo que es justa, pero a la vez es contraria a la costumbre. Además, la fortuna está en sus manos: mi tío la ganó con su propio esfuerzo, y por tanto es libre de dejarla a quien se le antoje. La suerte recayó en usted. La ley está de su lado. Puede, pues, considerar suyo ese legado sin ningún escrúpulo de conciencia.

—Para mí —afirmé—, no es tanto un problema de conciencia como de sentimientos. Ahora que tengo la oportunidad de hacerlo quiero dejarme llevar por ellos. Aunque usted se opusiera, objetara y discutiera conmigo durante un año entero, yo no podría renunciar al delicioso placer que ya he disfrutado durante un momento: la satisfacción de devolver parte de sus favores y de granjearme unos amigos para siempre.

—Usted piensa esto ahora —repuso Saint John— porque ignora lo que significa poseer, y aún menos disfrutar, de una fortuna; no puede hacerse una idea de la importancia que le darían veinte mil libras, del lugar que le permitirían ocupar en la sociedad, de las perspectivas que se abrirían ante usted. No puede...

—Y tú —le interrumpí, tuteándole de manera deliberada— no puedes imaginarte el anhelo que siento por disfrutar de un amor fraternal. Nunca tuve un hogar; nunca tuve hermanos, ni hermanas. Ahora que los tengo quiero mantenerlos. ¿O acaso no me aceptas como a tu hermana?

—Jane, yo seré tu hermano, y también Diana y Mary, sin que para ello debas renunciar a uno solo de tus derechos.

—¿Mi hermano? ¡Sí, a miles de kilómetros! ¿Mis hermanas? Sí, viviendo como esclavas entre extraños. Y yo, rica, rebosante de un oro que nada hice por merecer, mientras vosotros seguís sumidos en la pobreza. ¡Un gran sentimiento fraternal! ¡Una unión muy íntima, sí! ¡Unos lazos indestructibles!

—Pero, Jane, tus aspiraciones en relación a la familia pueden cumplirse de otra forma. Podrías casarte.

—¡No digas tonterías! ¡Casarme! No quiero casarme y nunca lo haré.

—Eso es demasiado: este tipo de arriesgadas afirmaciones son la prueba de que actúas guiada por los efectos de una emoción incontrolable.

—No es demasiado: sé cuáles son mis sentimientos y el arraigo que tiene en mí la aversión al matrimonio. Nadie se casaría conmigo por amor, y no estoy dispuesta a aceptar a alguien que me quiera por dinero. Además, no quiero cerca a ningún extraño ajeno a mí, ni a ningún forastero. Es a mis familiares a quienes deseo tener al lado, a aquellos con quienes siento afinidad y comparten mis ideas. Repite que serás mi hermano: al oír estas palabras me sentí llena y satisfecha. Dilo de nuevo, si es que puedes hacerlo con sinceridad.

—Creo que sí. Sé que siempre he querido a mis dos hermanas y sé en qué se basa el cariño que les profeso: respeto sus cualidades y admiro sus talentos. También tú posees unos sólidos principios y una mente despierta: tus gustos y hábitos son parecidos a los de Diana y Mary, tu presencia me ha resultado siempre agradable. Ya he vivido ratos placenteros conversando contigo. Siento que me queda espacio en el corazón para acogerte como a una tercera hermana, la más joven.

—Gracias. Eso es suficiente para esta noche. Ahora es mejor que te vayas. Si te quedas, es probable que vuelvas a irritarme sacando a colación alguna muestra de desconfianza.

—¿Y qué sucede con el colegio, señorita Eyre? Supongo que tendremos que cerrarlo.

—No. Seguiré en mi puesto hasta que encuentren una substituta.

Sonrió en señal de aprobación. Nos dimos la mano y se marchó.

No hace falta que explique con detalles todas las discusiones y todos los argumentos que me vi obligada a sostener para repartir el legado como yo deseaba. Fue una tarea dura, y, pese a todo, mi resolución era tan firme que, por fin, como mis primos vieran claro hasta qué punto me obstinaba en llevar a cabo una división justa de la herencia —reparto que, en el fondo de su corazón, debían considerar ecuánime, el mismo que ellos habrían propuesto en mi lugar—, accedieron a someter el asunto a arbitraje. Los jueces elegidos fueron el señor Oliver y un capaz abogado: ambos me dieron la razón. Me salí con la mía. Se redactaron los documentos para la cesión, y, finalmente, Saint John, Diana, Mary y yo, entramos en posesión del legado.

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