Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Capítulo XXX

Cuantas más cosas sabía de los habitantes de Moor House, más me gustaban. En unos días, mi estado había mejorado tanto que ya podía pasarme el día sentada e incluso dar cortos paseos. Pude unirme a Diana y Mary en todas sus actividades, conversar con ellas tanto como desearan y ayudarlas en las ocasiones en que me lo permitían. Había un placer vivificante en este intercambio, una sensación que era nueva para mí y que surgía de una perfecta comunión de gustos, sentimientos y principios.

Me gustaba leer lo mismo que a ellas; me encantaba lo que las divertía; respetaba lo que ellas consideraban sagrado. Ellas amaban aquella casa apartada del mundo, y yo también empezaba a sentir el poderoso encanto que desprendía aquella vieja casona de piedra gris, con su techo bajo, las ventanas enrejadas y las paredes desconchadas; con aquella avenida de abetos que se inclinaban por el efecto del viento que soplaba desde las montañas, y el jardín, oscurecido por tejos y acebos, en el que solo las especies de flores más resistentes se atrevían a brotar. Se sentían muy unidas al páramo purpúreo que se extendía en torno a la casa y a la hondonada a la que conducía el sendero que partía de su puerta. Un sendero que comenzaba salpicado de helechos pero que luego iba surcando pequeños campos de pasto, de los más agrestes que jamás hayan bordeado un páramo o dado alimento a un rebaño de ovejas grises que pastaban con sus crías con los morros manchados de musgo. Repito, pues, que las ligaba a aquel paraje un afecto íntimo y profundo que yo podía comprender e incluso compartir con fuerza y sinceridad. Era capaz de percibir la fascinación que surgía de ese abandonado paisaje, la sagrada soledad que se respiraba en él; mis ojos disfrutaban con el contorno que trazaban las cimas de las colinas y con los fuertes contrastes provocados por los colores del musgo y las campanillas, de los arbustos moteados de flores, los relucientes helechos y las rocas grisáceas. Para mí, estos detalles significaban lo mismo que para ellas: una fuente de placer dulce y pura. El despiadado viento y la brisa suave, los días tormentosos y los serenos, los amaneceres y los crepúsculos, la luz de la luna y la oscuridad de la noche, ejercían en mí la misma atracción que en ellas. Caí, por tanto, víctima del mismo embrujo que las hechizaba.

También en el interior de la casa nos llevábamos bien. Ambas eran más cultas que yo, pero con esfuerzo logré recorrer el camino de conocimiento por el que las dos habían avanzado antes. Devoraba los libros que me prestaban, y sentía una intensa satisfacción al poder comentar por la tarde lo que había leído durante el día. Los pensamientos se compenetraban y nuestras opiniones coincidían. En resumen, nuestra relación era inmejorable.

Si había alguien que destacara en el trío, esta era Diana. Físicamente era superior a mí, tanto en belleza como en vigor. Su espíritu estaba sacudido por una corriente de energía y una seguridad en sí misma que me seducía y, al mismo tiempo, escapaba a mi comprensión. Yo podía charlar durante un buen rato al principio de la velada, pero agotado ese primer conato de fluidez y vivacidad, prefería sentarme a los pies de Diana, apoyar la cabeza en su regazo y escucharlas hablar, a ella y a Mary, mientras discutían en profundidad sobre un tema del que yo apenas había oído una palabra. Diana se ofreció a enseñarme alemán y me gustó aprender de ella: noté que el papel de profesora la complacía tanto como a mí el de alumna. Nuestras naturalezas se complementaban, y de esos momentos nació un sólido afecto mutuo. Un día descubrieron que yo sabía dibujar, y a partir de ese instante pusieron sus cajas de lápices de colores a mi disposición. Observaron encantadas que en este aspecto mi habilidad superaba a la suya. Mary solía sentarse a ver cómo dibujaba. Más tarde me propuso que le diera clases y se convirtió en una pupila dócil, inteligente y predispuesta. Así, ocupadas y entretenidas, las horas se hicieron días, y los días, semanas.

La intimidad que había surgido con tanta rapidez y espontaneidad con las hermanas Rivers no era en absoluto aplicable al señor Saint John. Una de las razones que explicaban esta distancia eran sus continuas ausencias de la casa, ya que dedicaba gran parte de su tiempo a visitar a las personas más pobres y enfermas de su dispersa parroquia.

No había inclemencia del tiempo que pudiera arredrarle en el cumplimiento de estas excursiones pastorales: lloviera o hiciera sol, después de las horas de estudio matutino, cogía el sombrero, y, seguido por Carlo, el viejo perro labrador de su padre, partía en esa misión de amor o deber; yo nunca llegué a saber bajo qué luz la veía. A veces, cuando el día era muy desfavorable y sus hermanas le pedían que se quedara en casa, él solía decirles, con una sonrisa más engreída que alegre dibujada en el rostro:

—Si dejara que una ráfaga de viento o un chaparrón de lluvia me apartaran de mi cometido, ¿no creéis que este sentimiento de pereza iría en contra de los propósitos que me he hecho de cara al futuro?

La respuesta habitual de Diana y Mary a esta pregunta solía ser un suspiro de resignación, precedido por unos minutos de aparente reflexión.

Pero, al margen de sus frecuentes ausencias, existía otra barrera que impedía trabar amistad con él: parecía un hombre de naturaleza reservada, abstraída y tendente a la melancolía. Aunque cumplía con celo con los deberes que le imponía su ministerio y llevaba una vida intachable, no daba la impresión de compartir esa sensación de serenidad mental, ese sosiego interior que debería ser la recompensa de todo cristiano sincero y practicante. A menudo, a última hora de la tarde, cuando se sentaba frente a la ventana con el escritorio lleno de papeles, dejaba de leer y de escribir, apoyaba la barbilla en la mano y se entregaba a pensamientos desconocidos, aunque sin duda emocionantes y perturbadores, a juzgar por el brillo de sus ojos y la dilatación momentánea de sus pupilas.

Además, creo que la Naturaleza no era para él la misma fuente inagotable de placer que suponía para sus hermanas. En una ocasión le oí expresar en voz alta el afecto que sentía por aquellas rugosas montañas y por aquel amasijo de oscuro tejado y paredes débiles al que llamaban hogar, pero su tono al pronunciar estas palabras expresaba más tristeza que placer. Nunca vagaba por los páramos en busca de aquel bálsamo de silencio, ni se detenía a disfrutar de los mil encantos serenos que emanaban de aquel lugar.

Era tan poco comunicativo que tuvo que transcurrir bastante tiempo antes de poder formarme una opinión sobre él. La primera vez que intuí sus posibilidades fue cuando le oí predicar en su propia iglesia de Morton. Ojalá pudiera describir ese sermón, pero la tarea queda fuera de mi alcance. Ni siquiera puedo plasmar con fidelidad el efecto que produjo en mí.

Comenzó tranquilamente, y, en realidad, en cuanto a pronunciación y tono de voz, mantuvo ese aire calmado hasta el final. Sin embargo, aquel sermón diáfano no tardó en verse salpicado por un celo entusiasta que fue tensando el discurso. Así, sus palabras fueron ganando fuerza gracias a un lenguaje dramático y a la vez preciso. El poder del predicador era tal que sacudía al corazón y despertaba la mente. Sus palabras no desprendían la menor suavidad: al contrario, existía una profunda amargura y una extraña ausencia de esa calidez reconfortante que suele matizar los sermones eclesiásticos. Fueron múltiples sus severas alusiones a elementos como la elección, la predestinación y el castigo, típicos en la doctrina de Calvino, y cada una de estas referencias sonaba como una sentencia dictada desde el otro mundo. Cuando hubo terminado, en lugar de sentirme mejor, más serena e iluminada por sus palabras, experimenté una inexplicable pesadumbre. Tuve la impresión —aunque ignoro si los demás la compartían— de que la elocuencia de la que había sido testigo provenía de un abismo donde anidaba un profundo poso de desengaño, sacudido por impulsos incontrolables de anhelos no saciados e indómitas aspiraciones. Estaba segura de que, pese a su celo, su conciencia limpia y sus hábitos cristianos, Saint John Rivers aún no había hallado aquella paz de Dios que sobrepasa la comprensión. Como tampoco lo había hecho yo, atormentada por penas secretas, por la nostalgia del paraíso perdido y del ídolo caído, cargas a las que no he aludido últimamente, pero que aún me poseen y dominan con su tiranía implacable.

En todo esto transcurrió un mes. Diana y Mary abandonarían pronto Moor House para regresar a sus vidas habituales, tan distintas a la que llevaban en su casa: ambas trabajaban como institutrices de los vástagos de dos familias adineradas del sur de Inglaterra, cuyos miembros ricos y altivos las veían como a simples empleadas, sin ni siquiera intuir las cualidades que las adornaban: apreciaban su cultura de la misma forma en que reconocían la habilidad de la cocinera o el buen gusto del ama de llaves. El señor Saint John aún no me había dicho nada del empleo que había prometido buscarme, aunque el tema ya empezaba a ser urgente. Una mañana en que me quedé a solas con él en la sala, me aventuré a acercarme a su retiro junto a la ventana —la mesa, la silla y el escritorio formaban una especie de estudio aparte—, y fui a dirigirle la palabra, aunque sin saber muy bien cómo formular mi pregunta. Siempre resulta difícil romper el hielo con personas de carácter tan reservado como era el suyo. En esa ocasión, sin embargo, me ahorró la preocupación iniciando él mismo la conversación.

Así, mirándome cuando me acerqué hasta él, dijo:

—¿Tiene usted algo que decirme?

—Pues sí. Desearía saber si ha tenido noticias de algún servicio para el que pueda ofrecerme.

—Oí hablar de algo hace tres semanas, pero como su presencia aquí era motivo de satisfacción para mis hermanas (es evidente que ambas gozan de su compañía), y también usted parecía feliz, consideré inapropiado poner punto final a ese estado de cosas hasta que su partida de Marsh End no nos deje otra alternativa.

—¿Se irán dentro de tres días?

—Sí, y cuando ellas partan yo volveré a la rectoría de Morton. Hannah me acompañará y esta vieja casa quedará cerrada.

Aguardé unos minutos, a la espera de que prosiguiera con el tema que había iniciado la charla, pero parecía haber entrado en otro de sus trances reflexivos: su mirada denotaba que estaba muy lejos de mí y de mis problemas. Me vi obligada a devolverle al asunto que me interesaba.

—¿Y cuál era el empleo que tenía previsto, señor Rivers? Espero que este retraso no haya puesto las cosas más difíciles.

—Oh, no, puesto que se trata de una colocación que depende únicamente de que yo se la ofrezca y de que usted la acepte.

Hizo una nueva pausa, como si algo le impidiera continuar. Empecé a sentirme impaciente: un par de gestos de inquietud y una mirada expectante y ansiosa a la vez transmitieron el sentimiento mejor de lo que lo habrían hecho las palabras, y con menos brusquedad.

—No hace falta que tenga tanta prisa por saberlo —dijo él—. Antes que nada, seamos claros: no tengo nada provechoso que sugerirle. Así que, antes de proseguir con las explicaciones, recuerde por favor esta clara advertencia: la ayuda que puedo prestarle es la misma que un ciego ofrecería a su perro. Soy un hombre pobre: una vez haya liquidado las deudas de mi padre, todo mi patrimonio se reducirá a esta granja en ruinas, a la fila de abetos, a los campos estériles que rodean la casa, a los tejos y los arbustos que crecen frente a ella. Nadie me conoce: el nombre de Rivers es muy antiguo, pero solo quedan tres descendientes de su linaje. De ellos, dos deben ganarse el sustento entre extraños y el tercero se considera a sí mismo un extranjero en su propio país natal, tanto en la vida como en la muerte. Pese a todo, se considera afortunado y no aspira más que a oír las palabras «Levántate y sígueme» cuando el Jefe supremo de la iglesia de la que es el más humilde de sus miembros se dirija a él después de que la cruz de la separación de sus ataduras carnales le caiga sobre los hombros.

Saint John dijo estas palabras en el mismo tono que usaba en sus sermones, con una voz tranquila y profunda, las mejillas pálidas y fuego en la mirada.

—Y puesto que soy pobre e insignificante —prosiguió—, el único servicio que puedo ofrecerle es fruto forzosamente de la miseria y la precariedad. Tal vez crea que es algo degradante, ya que he podido ver que sus hábitos podrían calificarse como refinados; sus gustos son elevados y ha crecido entre personas cultivadas, pero mi opinión es que ningún trabajo susceptible de mejorar a la raza humana resulta degradante. Sostengo que cuanto más árido sea el suelo que el trabajador cristiano debe cultivar, y más escaso sea el fruto que reciba por sus esfuerzos, mayor es el honor. Este es el destino de los pioneros, y los primeros pioneros del Evangelio fueron los apóstoles, con el propio Jesús como capitán y redentor.

—¿Y bien? —pregunté al ver que se detenía de nuevo—. Continúe.

Me miró antes de seguir hablando. En realidad, daba la impresión de ser capaz de leer en mi rostro, como si los rasgos y las líneas que lo formaban fueran los caracteres de la página de un libro. Las observaciones que hizo a continuación expresaban parcialmente el resultado de dicho escrutinio.

—Creo que aceptará usted el puesto que voy a ofrecerle, y lo desempeñará durante un tiempo. No de forma permanente: no más de lo que yo podría soportar la estrechez de una parroquia tranquila y recóndita en un condado de la Inglaterra rural. Advierto en su naturaleza un elemento incompatible con la inactividad; lo mismo me sucede a mí, aunque de distinta forma.

—Explíquese —supliqué, viendo que volvía a apartarse del tema en cuestión.

—Lo haré. Y usted podrá oír cuán modesta es mi propuesta, cuán nimia e intrascendente. Ahora que mi padre ha muerto y no debo rendir cuentas a nadie, no tengo la intención de permanecer en Morton por mucho tiempo. Es probable que me marche en un periodo de doce meses, pero, mientras esté aquí, quiero esforzarme al máximo por mejorar el lugar. Cuando llegué hace dos años, Morton carecía de escuela: los niños pobres, por tanto, quedaban marginados de toda posibilidad de progreso. Fundé un colegio para niños, y tengo la intención de abrir otro para niñas. Con ese propósito he alquilado un edificio que tiene adosada una casita para que en ella viva la maestra. Su salario será de treinta libras al año. La casa ya está amueblada, sin lujos, pero con todo lo imprescindible, gracias a la gentil aportación de una dama, la señorita Oliver, hija del único feligrés rico que hay en mi parroquia, el señor Oliver, propietario de una fábrica de agujas y de una fundición de acero en el valle. La misma dama pagará la educación y la ropa de una huérfana del taller, con la condición de que ayude a la maestra en tareas menores del hogar que esta última no podrá atender en persona debido a sus ocupaciones docentes. ¿Quiere ser la maestra?

Hizo la pregunta a toda prisa. Parecía esperar una respuesta indignada o cuanto menos un comentario desdeñoso. Aunque había logrado adivinar algunos de mis sentimientos, ignoraba cuál sería mi reacción ante su propuesta. No se podía negar que era muy humilde, pero me concedía un techo donde resguardarme y eso era lo que yo quería: un refugio. Era un trabajo duro, pero, comparado con las tareas de una institutriz en una casa rica, me dotaba de independencia; el temor de servir entre extraños penetró en mí como un punzón de acero. No había nada innoble, ni bajo, ni mentalmente degradante. Tomé una decisión.

—Le agradezco el ofrecimiento, señor Rivers, y lo acepto de todo corazón.

—Pero lo ha entendido bien, ¿no es así? Será una escuela rural: sus alumnas serán niñas pobres, las crías del pueblo; como mucho, hijas de los granjeros. Todo lo que tendrá que enseñarles será a coser, a hacer punto, a leer, a escribir y las cuatro reglas. ¿Qué hará con todos sus conocimientos? ¿Qué hará con su cultura, sus sentimientos y sus gustos refinados?

—Guardarlos para mejor ocasión. Sobrevivirán.

—¿Sabe a lo que se enfrentará?

—Lo sé.

Sonrió, y esta no fue una sonrisa amarga ni triste, sino rebosante de placer y de gratitud.

—¿Y cuándo tiene previsto emprender el desempeño de sus funciones?

—Me iré a mi casa mañana, y si le parece oportuno abriré la escuela la semana próxima.

—Perfectamente. Que así sea.

Se levantó y cruzó el salón. De repente, se detuvo para volver a mirarme e hizo un gesto con la cabeza.

—¿Qué es lo que desaprueba de mí, señor Rivers? —pregunté.

—No se quedará en Morton durante mucho tiempo. ¡No!

—¿Por qué? ¿Qué razones tiene para decir esto?

—Lo leo en sus ojos: no muestra la mirada de alguien que se conforma fácilmente con una vida sin alicientes.

—No soy ambiciosa.

Saltó al oír la palabra «ambiciosa».

—No —repitió—. ¿Qué le hizo pensar tal cosa? ¿Quién es ambicioso? Yo sé que lo soy, pero ¿cómo lo ha descubierto?

—Hablaba de mí misma.

—Bien, si no es ambiciosa, entonces es...

—¿Qué?

—Iba a decir apasionada, pero quizás habría malinterpretado esa palabra y la habría tomado como una ofensa. Quiero decir que los afectos y simpatías humanas ejercen una gran influencia en usted. Estoy seguro de que no puede estar contenta durante mucho tiempo pasando sus ratos de ocio en soledad y dedicando sus horas de trabajo a una labor monótona absolutamente carente de estímulo. Del mismo modo que yo tampoco puedo ser feliz —añadió, con un marcado énfasis— viviendo aquí, enterrado en un páramo y tras las rejas de estas montañas. Va en contra de la naturaleza que Dios dispuso para mí: mis facultades, concedidas por el cielo, se están paralizando hasta devenir inútiles. Sé que resulta difícil de entender que alguien como yo, que predicaba la satisfacción con las cosas más humildes y justificaba en nombre del servicio a Dios tareas tan nimias como las de los leñadores y las de aquellos que vacían los pozos, en mi calidad de ministro suyo, me vea corroído por emociones como la inquietud y la impaciencia. Bien, supongo que de alguna forma hay que conciliar los principios de uno con sus tendencias naturales.

Tras estas palabras, salió de la sala. Aunque en esta hora escasa había aprendido más de él que en todo el mes anterior, su carácter seguía siendo un enigma para mí.

Diana y Mary Rivers se habían ido volviendo más tristes y silenciosas a medida que se acercaba el día en que debían separarse de su hermano y de su hogar. Ambas fingían estar como siempre, pero el dolor contra el que luchaban no era fácil de vencer ni de ocultar. Diana me comentó que esta separación iba a ser distinta de cualquier otra que hubieran vivido hasta el momento. Probablemente, al menos en lo referente a Saint John, el adiós duraría años, quizá toda la vida.

—Está dispuesto a sacrificarlo todo por una decisión que tomó hace mucho tiempo —explicó la joven—, incluso los sentimientos más fuertes. Saint John parece un hombre tranquilo, Jane, pero un fuego abrasador le devora las entrañas. Pese a su aparente amabilidad, en algunos temas se muestra tan implacable como la muerte. Lo peor de todo es que mi conciencia me impide disuadirle de llevar a cabo esa decisión tan severa; no hay nada reprobable en ella: es noble, cristiana y justa, pero me parte el corazón. —Y las lágrimas se asomaron a sus hermosos ojos.

—Estamos sin padre; pronto tampoco tendremos ni casa ni hermano —murmuró Mary, antes de bajar la cabeza y retomar su labor.

En ese momento sucedió algo que, dictado por el destino, venía a probar aquel viejo refrán que dice que «las desgracias nunca vienen solas» y a añadir a sus miserias esa gota que hace rebosar la copa ya llena. Saint John pasó por delante de la ventana: iba leyendo una carta. Entró en la habitación.

—Nuestro tío John ha muerto —anunció.

La noticia sobresaltó a las dos hermanas, aunque no las afectó ni las entristeció. Sus ojos expresaban más seriedad que aflicción.

—¿Muerto? —repitió Diana.

—Sí.

Ella dirigió una inquisitiva mirada a la cara de su hermano.

—¿Y bien? —preguntó en un tono de voz muy bajo.

—¿Y bien qué, Diana? —replicó él con los rasgos tan inmóviles como si hubieran sido tallados en mármol—. ¿Y bien qué? Nada. Lee...

Tiró la carta sobre el regazo de su hermana. Ella le echó un vistazo y se la pasó a Mary. Esta la leyó en silencio y la devolvió a manos de Saint John. Los tres se miraron y luego esbozaron una sonrisa lánguida y pensativa.

—¡Amén! Seguiremos viviendo igual —dijo Diana al fin.

—En cualquier caso, no estamos peor que antes —señaló Mary.

—Pero es imposible evitar el pensamiento de cómo pudimos haber estado —dijo el señor Rivers—, y darnos cuenta del enorme contraste que existe con nuestra situación actual.

Dobló la carta, la guardó en el escritorio y volvió a salir.

Nadie habló durante unos minutos, hasta que Diana rompió el silencio dirigiéndose a mí.

—Jane, debes estar sorprendida ante tanto misterio, y pensarás que somos personas duras de corazón al no lamentar la muerte de un pariente tan cercano como es un tío. La verdad es que no le conocemos, ni le hemos visto nunca. Era el hermano de mamá. Mi padre y él discutieron hace mucho: fue debido a sus consejos por lo que mi padre arriesgó la mayor parte de sus propiedades en el negocio que acabó arruinándole. Se cruzaron recriminaciones, se separaron airados y nunca se reconciliaron. Después, mi tío se embarcó en negocios más prósperos y logró amasar una fortuna de veinte mil libras. Nunca se casó, ni tiene otros descendientes aparte de nosotros y otro pariente. Mi padre siempre abrigó la esperanza de que algún día repararía su error legándonos sus posesiones. Esta carta nos informa de que ha dejado hasta el último penique a ese otro pariente, con la excepción de treinta guineas que deben dividirse entre Saint John, Diana y Mary Rivers para que compren tres coronas de duelo. Estaba en su derecho a hacer lo que quisiera, por supuesto, pero no puedo negar que la noticia ha supuesto una desilusión. Mary y yo nos habríamos considerado ricas solo con un legado de mil libras, una cifra que para Saint John habría significado la posibilidad de hacer muchas obras de caridad.

Dada esta explicación, se dejó el tema y nadie volvió a referirse a él. Al día siguiente, me fui de Marsh End y me dirigí a Morton. Un día más tarde, Diana y Mary partieron hacia B... En una semana, el señor Rivers y Hannah volvieron a la rectoría. Y la vieja granja se quedó sola.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro