Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Capítulo XXI

¡Qué extraños son los presentimientos! Lo mismo sucede con las simpatías espontáneas y las señales de que algo va a suceder: las tres cosas forman un misterio indescifrable para la humanidad. Nunca me he reído de los presagios porque yo misma los he tenido. Y creo que existe ese entendimiento inexplicable (por ejemplo, entre parientes lejanos que, pese a no conocerse, sienten entre sí una afinidad que desafía a la razón, prueba de su origen común) cuyos efectos superan la capacidad de comprensión del ser humano. Las señales, hasta donde sabemos, podrían ser una expresión de simpatía de la naturaleza hacia el hombre.

Cuando tenía seis años, una noche oí cómo Bessie Leaven decía a Martha Abbot que había soñado con un niño pequeño y que este tipo de sueños indicaba la inminencia de un problema, ya fuera para uno mismo o para un allegado. La frase se me habría borrado de la memoria de no haber sido por una extraordinaria circunstancia que lo fijó en ella de forma indeleble. Al día siguiente Bessie tuvo que partir a toda prisa: su hermana menor agonizaba.

En los últimos días a menudo había recordado ese trágico incidente: durante la semana anterior apenas hubo una noche en la que mis sueños no forjaran la imagen de un niño, al que a veces mecía en mis brazos o sobre las rodillas, mientras que otras le veía jugando con las margaritas en el prado o con las manos sumergidas en el agua de un riachuelo. El niño lloraba una noche y se reía a la siguiente; ora se acurrucaba junto a mí, ora huía de mis brazos. Sin embargo, fuera cual fuera el humor de la aparición, fuera cual fuera su aspecto, no faltó a nuestra cita nocturna en siete noches consecutivas.

Me desazonaba la continua repetición de la misma idea, esa constante recurrencia de una imagen. El temor se extendió a las horas anteriores al sueño, ya que sabía que la visión se acercaba y con ella la aparición de este bebé fantasmal. El grito me despertó una noche de luna llena, y a media tarde del día siguiente recibí el aviso de que alguien me esperaba en la habitación de la señora Fairfax. Al entrar encontré a un hombre esperándome: daba la impresión de ser el criado de un caballero, vestía de luto riguroso y una cinta negra adornaba el sombrero que sostenía en la mano.

—Me atrevería a decir que no se acordará de mí, señorita —dijo, levantándose en cuanto entré—, pero me llamo Leaven. Fui cochero en casa de la señora Reed cuando usted aún estaba en Gateshead, hace ocho o nueve años, y ahí sigo viviendo.

—¡Robert! ¿Cómo estás? Claro que me acuerdo de ti: a veces me dejabas montar el pony de la señorita Georgiana. ¿Y cómo está Bessie? Te casaste con ella, ¿verdad?

—Sí, señorita. Mi esposa está perfectamente, gracias. Trajo al mundo a otro pequeño hace dos meses: con este ya son tres, y todos están sanos y fuertes.

—¿Y la familia de la casa, Robert?

—Lamento no poder darle buenas noticias, señorita. Están pasando una racha muy mala.

—Espero que no haya muerto nadie —comenté, fijándome en sus negros ropajes. También él observó la banda oscura del sombrero y replicó:

—El señor John murió hace ocho días en sus aposentos de Londres.

—¿El señor John?

—Sí.

—¿Y cómo lo lleva su madre?

—Verá, señorita Eyre, no ha sido una muerte común: ha llevado una vida sin control. En estos últimos tres años se entregó a costumbres peligrosas y tuvo una muerte atroz.

—Bessie me contó que las cosas no le iban muy bien.

—¿Muy bien? No podían irle peor: dilapidó salud y herencia entre hombres y mujeres de la peor calaña. Se endeudó y acabó en la cárcel; su madre le ayudó en dos ocasiones, pero tan pronto como estaba en la calle regresaba a sus compañías y hábitos habituales. No era un hombre listo: los canallas que le rodeaban le embaucaron más de lo que nadie podría creer. Se presentó en Gateshead hará unas tres semanas con la intención de que la señora le cediera todo su dinero, pero esta se negó. A la pobre ya no le quedaba mucho que dar: las excentricidades de su hijo casi la habían llevado a la ruina. Se marchó, pues, y lo siguiente que supimos de él es que había muerto. ¡Solo Dios sabe cómo murió! Dicen que fue un suicidio.

No dije nada: la marea traía nuevas terribles.

—La salud de la señora ha empeorado mucho en los últimos tiempos —prosiguió Robert Leaven—: siempre fue una mujer fuerte, pero todo esto ha sido demasiado para ella, y la falta de dinero y el miedo a la pobreza acabaron de hundirla. La noticia de la muerte del señor John, y la forma en que tuvo lugar, supusieron para ella un duro golpe y le provocaron una embolia. Estuvo tres días sin hablar, pero el martes pasado su aspecto mejoró. Daba la impresión de querer decir algo, y no paraba de murmurar y de hacerle señales a mi esposa. Pero no fue hasta ayer por la mañana cuando Bessie comprendió lo que decía: era su nombre, señorita. «Traed a Jane, a Jane Eyre. Quiero hablar con ella.» Bessie no está segura de que su cerebro rija como Dios manda, pero se lo dijo a la señorita Reed y a la señorita Georgiana, para que la avisaran. Las damas se negaron al principio, pero su madre estaba tan inquieta y repitió su nombre tantas veces que por fin consintieron. Ayer salí de Gateshead, y, si puede usted venir, señorita, me gustaría llevarla conmigo de regreso a primera hora de mañana.

—Sí, Robert. Estaré lista. Creo que debo ir.

—Yo también lo creo, señorita. Bessie dijo que estaba segura de que usted no se negaría, pero supongo que debe pedir permiso antes de ausentarse...

—Sí, y lo haré ahora mismo. —Y, tras acompañarle a la sala de los criados y dejarle en manos de John y su esposa, fui a buscar al señor Rochester.

No le encontré en ninguno de los salones de la planta baja; no estaba tampoco en los establos ni en el jardín. Pregunté a la señora Fairfax por él y, sí, creía haberlo visto jugando al billar con la señorita Ingram. Me acerqué a la sala de billar: el choque de las bolas y el murmullo de voces me indicaron que estaban allí. El señor Rochester, la señorita Ingram y las dos señoritas Eshton parecían absortos en el juego. Hacía falta valor para interrumpir a un grupo tan enfrascado, pero mi misión no admitía retrasos. Me aproximé al señor, que estaba al lado de la señorita Ingram. Ella se volvió al verme y me miró con impaciencia. Sus ojos parecían decir: ¿qué querrá ahora esta sigilosa criatura? Cuando dije en voz baja, «señor Rochester», a punto estuvo de mandarme callar. Recuerdo su aspecto en ese momento: una mujer hermosa, impresionante. Llevaba un vestido de día de crespón azul celeste y un pañuelo de seda grisáceo atado en el pelo. Se divertía mucho con el juego, y su buen humor no se vio enturbiado por la irritación que le causó mi interrupción inesperada.

—¿Esa persona pregunta por usted? —inquirió al señor Rochester, y este se volvió para ver de qué «persona» se trataba.

Él hizo un gesto curioso —una de sus muecas extrañas y ambiguas—, soltó el taco de billar y me siguió al exterior de la sala.

—Dígame, Jane —dijo, apoyándose sobre la puerta de la sala de lecciones, que él había cerrado.

—Con su permiso, señor, me gustaría ausentarme durante un par de semanas.

—¿Para hacer qué? ¿Adónde va?

—A visitar a una dama enferma que me ha hecho llamar.

—¿Y quién es esa dama? ¿Dónde vive?

—Gateshead, en ...shire.

—¡Eso está a más de cien kilómetros! ¿Quién puede ser la persona que pretende que la visiten a una distancia tan grande?

—Se llama Reed, señor. La señora Reed.

—¿De los Reed de Gateshead? Me suena un Reed en Gateshead, un juez.

—Se trata de su viuda, señor.

—¿Y qué tiene que ver con ella? ¿De qué la conoce?

—El señor Reed era mi tío, el hermano de mi madre.

—¡Vaya por Dios! Nunca me habló de esto: siempre me dijo que no tenía parientes.

—Ninguno mío, en realidad, señor. El señor Reed murió y su esposa me echó de la casa.

—¿Por qué?

—Porque era pobre, y un estorbo para ella. Le resultaba antipática.

—Pero ¿Reed dejó hijos? Usted debe de tener primos. Sir George Lynn estuvo hablando de un tal Reed de Gateshead ayer mismo, de quien dijo que era uno de los mayores truhanes de la ciudad; y el señor Ingram mencionó a Georgiana Reed, cuya belleza fue muy admirada en Londres hace un par de temporadas.

—John Reed ha muerto, señor. Se arruinó y casi arruina a su familia; aparentemente, se suicidó. La noticia afectó tanto a su madre que sufrió una apoplejía.

—¿Y qué bien puede usted hacerle? ¡No diga tonterías, Jane! Jamás en la vida me plantearía viajar más de cien kilómetros para ver a una vieja dama que quizás haya muerto antes de que llegue. Además, ¿no me ha dicho que la echó de su casa?

—Sí, señor, pero eso fue hace mucho y en circunstancias muy distintas. No podría quedarme tranquila si no cumpliera con sus deseos.

—¿Cuánto tiempo piensa quedarse?

—Lo menos posible, señor.

—Prométame que no estará fuera más de una semana...

—Es mejor que no le dé mi palabra, señor. Podría verme obligada a romper el trato.

—Pase lo que pase, ¿volverá aquí? ¿No se dejará convencer para fijar su residencia allí de forma permanente?

—¡Oh, no! Puedo asegurarle que tengo la intención de regresar cuanto antes.

—¿Y quién la acompañará? ¿No pensará viajar tan lejos sola?

—No, señor. Han enviado al cochero para que vaya conmigo.

—¿Es un hombre de fiar?

—Sí, señor. Lleva más de diez años a su servicio.

El señor Rochester meditaba.

—¿Cuándo quiere irse?

—Mañana temprano, señor.

—Bien, necesitará dinero. No puede viajar sin él y me atrevería a decir que no dispone de mucho: aún no le he pagado ningún salario. ¿A cuánto asciende todo su capital en el mundo, Jane? —preguntó, con una sonrisa.

Saqué el monedero: bastante vacío, la verdad.

—Cinco chelines, señor.

Lo cogió y lo sacudió sobre la palma de su mano como si la escasez de contenido le complaciera. No tardó en sacar su cartera.

—Aquí tiene —dijo, y me ofreció un billete de cincuenta libras cuando su deuda conmigo no ascendía a más de quince. Le dije que no tenía cambio.

—Ya sabe que no deseo cambio. Tome su salario.

Me negué a aceptar más de lo que me correspondía. Al principio gruñó, pero después, como si se le ocurriera algo de repente, dijo:

—¡Muy bien, muy bien! Será mejor no dárselo todo ahora. Tal vez no volviera en tres meses si tuviera cincuenta libras a su disposición. Ahí van diez. ¿Será suficiente?

—Sí, señor. Pero entonces me deberá usted cinco.

—¡Vuelva a por ellas! Seré el banquero de sus cuarenta libras.

—Señor Rochester, ahora que tengo la oportunidad me gustaría mencionar otro asunto de naturaleza económica.

—¿Un asunto de naturaleza económica? Ha despertado usted mi curiosidad.

—El señor ha tenido a bien informarme de que está planeando casarse en breve.

—Sí, ¿y qué?

—En ese caso, señor, Adèle debería ser enviada a un colegio. Estoy segura de que usted estará de acuerdo conmigo.

—Para apartarla del camino de mi esposa que, de otro modo, podría pisotearla como a un insecto. Es una sugerencia sensata, no me cabe duda. Como usted dice, Adèle debe ir al colegio. Y usted, por supuesto, también se irá directamente a... ¿al infierno?

—Espero que no, señor, pero me vería obligada a buscar una nueva ocupación en otro lugar.

—Por supuesto —exclamó impostando la voz, al mismo tiempo que hacía unas muecas curiosas y muy cómicas. Dedicó unos minutos a mirarme.

—¿Y pedirá a la vieja señora Reed, o a sus hijas, que le busquen un nuevo empleo?

—No, señor. Mis relaciones con ellas no me permiten pedirles favores, pero sí puedo poner un anuncio.

—¡Podría usted escalar las pirámides de Egipto si se lo propusiera! —gritó—. ¡Usted misma, ponga un anuncio si quiere! Ojalá le hubiera dado solo un soberano en lugar de diez libras. Devuélvame nueve, Jane, las necesito.

—También yo, señor —repliqué, ocultando las manos y el monedero detrás de la espalda—. No puedo prescindir de este dinero por nada del mundo.

—¡Pequeña rata! —dijo él—. ¡Se niega a hacerme un favor puramente económico! Necesito cinco libras, Jane.

—No pienso darle ni cinco chelines, señor; ni siquiera cinco peniques.

—Solo déjeme echar un vistazo al dinero.

—No, señor. Temo que no puedo fiarme de usted.

—¡Jane!

—¿Señor?

—Prométame una sola cosa.

—Le prometeré cualquier cosa, señor, que esté dentro de mis posibilidades.

—No ponga ningún anuncio: confíe en mí para resolver esta situación. Yo me ocuparé de todo cuando sea preciso.

—No tengo el menor inconveniente en hacerle esta promesa, señor, si usted a su vez me promete que tanto Adèle como yo estaremos sanas y salvas fuera de esta casa antes de que su esposa entre en ella como tal.

—¡Muy bien! Le doy mi palabra. Entonces, ¿se va mañana?

—Sí, señor. A primera hora.

—¿Bajará al salón después de cenar?

—No, señor. Debo prepararme para el viaje.

—Por tanto, ¿tenemos que despedirnos aquí?

—Supongo que sí, señor.

—¿Y cómo representa la gente la ceremonia de la separación, Jane? Enséñeme: no estoy acostumbrado a esto.

—Pues se dicen adiós, o cualquier otra frase hecha.

—Entonces, hable.

—Adiós, señor Rochester. Hasta pronto.

—¿Y qué debo decir yo?

—Lo mismo, señor, si le parece oportuno.

—Adiós, señorita Eyre. Hasta pronto. ¿Eso es todo?

—Sí.

—Me parece seco, doloroso y austero. Me gustaría añadir algo más a este rito. Un apretón de manos... Pero no, tampoco me convence. ¿Así que nos despedimos con un simple «adiós», Jane?

—Es suficiente, señor: una sola palabra puede contener más buenos deseos que cientos de ellas.

—Tiene razón, pero «adiós» es una expresión tan fría, tan vulgar...

«¿Cuánto tiempo más seguirá apoyado en la puerta? —me pregunté—. Quiero empezar a preparar el equipaje.» Por fortuna, el repentino sonido del timbre de la cena le hizo marcharse sin añadir nada más. No volví a verle en todo el día y partí antes de que se levantara a la mañana siguiente.

Llegaba a la portería de Gateshead a las cinco de la tarde del día uno de mayo. Pasé por allí antes de ir a la casa principal. Estaba muy limpia y ordenada: blancas cortinas colgaban de las ventanas, no había una sola mancha en el suelo, los metales habían sido bruñidos y el fuego ardía con ganas. Bessie estaba sentada frente a la lumbre, alimentando al menor de sus hijos, mientras Robert y su hermana jugaban apaciblemente en un rincón.

—¡Que Dios la bendiga! ¡Sabía que vendría! —exclamó la señora Leaven al verme.

—Claro que sí, Bessie —dije, después de besarla—. Solo espero no haber llegado demasiado tarde. ¿Cómo está la señora Reed? ¿Aún vive?

—Sí, está viva. Y se encuentra un poco mejor: su mente está más lúcida. El doctor dice que puede durar aún una o dos semanas, pero no cree que logre salir de esta.

—¿Ha vuelto a mencionarme?

—Esta misma mañana habló de usted, diciendo que deseaba que viniera, pero ahora duerme, o al menos dormía hace unos diez minutos cuando subí a verla. Suele pasarse toda la tarde sumida en una especie de letargo y no se despierta hasta las seis o las siete. ¿Desea descansar un rato aquí, señorita Eyre? Luego yo misma la acompañaré arriba.

En este momento entró Robert, y Bessie dejó al bebé en la cuna para ir a darle la bienvenida. Después insistió en que me quitara el sombrero y tomara una taza de té: según ella, mi rostro denotaba fatiga. Acepté de buen grado su ofrecimiento y dejé que me despojara de la capa y el sombrero con la misma mansedumbre con que me dejaba desvestir por ella cuando era una niña.

Los recuerdos me asaltaron con rapidez al verla moverse por la casa, disponiendo el servicio de té en la bandeja, cortando rebanadas de pan con mantequilla, tostando las galletas y, de vez en cuando, dando algún cachete a Robert o a Jane, exactamente como solía hacer conmigo en el pasado. Bessie conservaba el genio vivo, los pies ligeros y el buen aspecto de antes.

El té ya estaba listo y fui a servirme en la mesa, pero ella me ordenó en su habitual tono exigente que me quedara sentada junto al fuego. Ella misma me trajo una pequeña bandeja redonda con la taza y un plato de galletas, exactamente igual que solía hacer en la sala de juegos, cuando robaba para mí alguna golosina de la despensa. Le respondí con la misma sonrisa y docilidad de antaño.

Quiso saber si era feliz en Thornfield Hall y cómo era la señora de la casa. Cuando le dije que era un amo, me preguntó si me gustaba. Le dije que era un hombre bastante feo, pero todo un caballero, que me trataba con gentileza, y que, por tanto, estaba contenta. Después pasé a describir la alegre compañía que habíamos tenido en las últimas semanas, detalles que Bessie escuchó con atención pues eran precisamente la clase de acontecimientos que le interesaban.

La conversación era tan amena que transcurrió una hora sin que me diera cuenta. Entonces Bessie me devolvió el sombrero y el abrigo, y juntas nos dirigimos hacia la casa. También a su lado, nueve años atrás, había bajado por el mismo sendero que ahora subía. Aquella oscura, húmeda y dura madrugada de enero abandoné un techo hostil con el corazón embargado de desesperación, llevando en mis carnes el recuerdo de la marginación y los constantes castigos sufridos, para buscar cobijo en los helados muros de Lowood, un lugar remoto y desconocido. Ante mí se alzaba ahora el mismo techo hostil: mis perspectivas eran inciertas, y el corazón aún se me encogía. Seguía sintiéndome como una vagabunda en la faz de la tierra, pero había aumentado la seguridad que tenía en mí misma y en mis capacidades, y había disminuido el temor a ser oprimida. Las heridas del pasado ya estaban casi curadas y la llama del resentimiento se había extinguido.

—Vaya primero al salón del desayuno —dijo Bessie, y salió delante de mí—; las señoritas están allí.

Un momento después me vi en esa estancia. Todo se mantenía idéntico a cómo estaba aquella mañana en que vi por primera vez al señor Brocklehurst. Incluso la alfombra seguía allí, frente al fuego. Al mirar hacia la biblioteca pensé que podría encontrar con facilidad los dos tomos de Historia de las aves, de Bewick: en el tercer estante, justo debajo de Los viajes de Gulliver y las Noches árabes. Pero, si bien los objetos inanimados no habían cambiado, apenas habría sido capaz de reconocer a los seres vivos que había en la sala.

Eran dos damas jóvenes: una muy alta, casi tanto como la señorita Ingram, y muy delgada, de piel macilenta y rostro severo. De su persona emanaba un aire ascético, que quedaba enfatizado por la extrema sencillez de un vestido recto de lana negra con el cuello de lino almidonado, el cabello recogido dejando al aire las sienes y, como único adorno, un collar de bolitas de ébano del que pendía un crucifijo que bien podría haber llevado una novicia. Tenía que ser Eliza, aunque era escaso el parecido que podía trazar entre aquel semblante alargado y exangüe con el de la niña que yo había conocido años atrás.

La otra era Georgiana, por supuesto. Pero no la Georgiana que yo recordaba, aquella niña rubia y angelical de once años que parecía sacada de un cuento de hadas. Tenía delante a una mujer madura, bella, con la tez del color de la cera y los rasgos armoniosos, lánguidos ojos azules y rubios cabellos peinados en bucles. También llevaba un vestido de color negro, pero su corte era muy distinto del de su hermana: mucho más favorecedor y vaporoso, menos puritano y más elegante.

Ambas hermanas conservaban un rasgo de su madre, y solo uno: la hija mayor, delgada y pálida, había heredado sus ojos fríos como cristal; la radiante y lozana hermana menor, la línea característica de su mandíbula y barbilla, tal vez de trazo algo más suave, pero aún capaz de conferir a su semblante una dureza indescriptible, una arista que contrastaba con el resto de su persona, más bien voluptuosa y de formas redondeadas.

Las dos se levantaron al verme entrar y vinieron a saludarme; ambas se dirigieron a mí llamándome señorita Eyre. Eliza me dio la bienvenida en un tono de voz cortante, sin sonreír; luego volvió a sentarse, fijó la mirada en el fuego y dio la impresión de olvidarse de mí. Georgiana añadió al saludo inicial unas cuantas frases convencionales acerca del viaje y el tiempo, dichas en un tono muy afectado y acompañadas de miradas de soslayo que me recorrían de arriba abajo, deteniéndose un segundo en los pliegues de la chaqueta de lana para luego posarse en la sencillez de los adornos de mi sombrero. Las damiselas de buena cuna poseen una gran habilidad para hacerte saber que te consideran una pobre campesina sin tener que decirlo con palabras. Expresan sus sentimientos con una mirada desdeñosa, una cierta frialdad en las formas y un deje de indiferencia en la voz, sin verse obligadas a recurrir a ninguna muestra de rudeza, ni de palabra ni de hecho.

Sin embargo, aquel desprecio más o menos encubierto ya no me afectaba como antes. Sentada entre mis dos primas, me sorprendió lo bien que podía manejar el absoluto desdén de una y las falsas atenciones de la otra: Eliza no me mortificaba, ni Georgiana despertaba en mí la menor indignación. La verdad era que tenía otras cosas en que pensar; en los últimos tiempos otros sentimientos mucho más poderosos habían sacudido mi mente, había sufrido dolores y placeres mucho más exquisitos y agudos de los que ellas jamás podrían infligirme. Sus aires, pues, no me causaban el menor efecto, ni para bien ni para mal.

—¿Cómo está la señora Reed? —pregunté enseguida dirigiéndome a Georgiana, que creyó oportuno sentirse ofendida por una pregunta tan directa, como si me hubiera tomado una libertad que no me correspondía.

—¿La señora Reed? ¡Ah, te refieres a mamá! Está muy grave; no creo que puedas verla esta noche.

—Te agradecería mucho que subieras a su cuarto y le dijeras que estoy aquí —le pedí.

Georgiana casi sufrió un ataque y sus ojos azules se abrieron de par en par.

—Sé que manifestó sus deseos de verme —añadí—, y no me gustaría retrasar el cumplimiento de estos más de lo estrictamente necesario.

—A mamá no le gusta que la molesten por la tarde —intervino Eliza.

Me levanté, recogí despacio el sombrero y los guantes, y sin que nadie me preguntara expuse que iría en busca de Bessie —que estaba, seguro, en la cocina— y le pediría que averiguara si la señora Reed estaba o no en condiciones de recibirme esa noche. Encontré a Bessie y le transmití mi encargo, dispuesta a hacer unas cuantas cosas mientras aguardaba la respuesta de mi tía. En el pasado, a menudo me había dejado vencer por la arrogancia ajena: si hace un año mis primas me hubieran recibido de la misma forma, habría decidido irme de Gateshead a la mañana siguiente. En cambio, ese día me di cuenta de que sería una locura: acababa de recorrer más de cien kilómetros para ver a mi tía y pensaba quedarme hasta que estuviera mejor, o muerta, lo que implicaba hacer caso omiso de las tonterías y los actos de orgullo de sus hijas. Así que me dirigí a la gobernanta y le pedí que me asignara una habitación, añadiendo que probablemente me quedaría en la casa durante una o dos semanas; luego hice que subieran el baúl a mi aposento y yo misma supervisé el traslado. En el descansillo me crucé con Bessie.

—La señora está despierta —me dijo—. Le he dicho que usted está aquí. Veremos si la reconoce.

No hacía falta que nadie me mostrara el camino que conducía hacia esa conocida habitación, a la que a menudo tuve que ir para ser regañada o castigada. Avancé delante de Bessie y abrí la puerta con suavidad: había una luz débil sobre la mesa porque ya empezaba a oscurecer. Ahí estaba la gran cama con los mismos cortinajes del color del ámbar, el tocador, el sillón y la banqueta para los pies, donde cientos de veces tuve que arrodillarme como castigo de travesuras que no creía haber cometido. Miré hacia una de las esquinas, esperando ver dibujada en la pared la línea de la vara que solía reposar allí, agazapada como un demonio, siempre dispuesta a saltarme encima para herirme en la mano y en los hombros. Me acerqué a la cama, corrí la cortina y me incliné hacia la montaña de almohadones.

Como recordaba a la perfección el rostro de la señora Reed, me afané por buscar aquella imagen familiar. Es una suerte que el tiempo extinga los deseos de venganza y sofoque los arrebatos de ira y aversión: la última vez que había visto a aquella mujer la había odiado con todas mis fuerzas; en cambio ahora lo único que sentía hacia ella era algo parecido a la compasión por lo mucho que había sufrido. Abrigaba la resuelta intención de olvidar y perdonar todas las injurias, de reconciliarme con ella y darle la mano en prueba de amistad.

La cara que tan bien conocía estaba allí: dura, despiadada como siempre, con aquella mirada tan peculiar que nada podía suavizar y las cejas alzadas, imperiosas y exigentes. ¡Cuántas veces me habían mirado amenazadoras, con expresión de odio! ¡Qué cerca parecían todos esos recuerdos ahora que volvía a repasar con la mirada las líneas de su semblante! Y sin embargo me agaché para besarla. Ella me miró.

—¿Eres Jane Eyre? —preguntó.

—Sí, tía. ¿Cómo está, querida?

Aunque una vez juré que nunca volvería a llamarla tía, no vi ningún motivo para mantener mi palabra en un momento como este. Acerqué los dedos a su mano, que yacía sobre la sábana; nada me habría proporcionado mayor placer que el hecho de que ella la apretara con gentileza. Pero las naturalezas insensibles no se suavizan con tanta facilidad, ni las antipatías se eliminan de forma tan inmediata. La señora Reed apartó la mano y, mirando hacia otro lado, comentó que hacía calor. Sus ojos demostraban tanta frialdad que supe que no había cambiado la opinión que tenía de mí, que los sentimientos que le inspiraba eran los mismos que albergó en el pasado y que estos se mantendrían inmutables para siempre. Sus ojos, incapaces de expresar ternura o de ceder a las lágrimas, me decían que estaba decidida a considerarme mala hasta el final: creerme buena no le reportaría el menor placer, solo una emoción parecida al remordimiento.

Sentí primero dolor y después ira; pero ambas dejaron paso a la determinación de dominarla, de superar tanto su naturaleza como sus deseos. Había conseguido hacerme llorar de nuevo, pero me propuse tragar esas lágrimas. Acerqué una silla hasta la cabecera del lecho, tomé asiento y me incliné sobre la almohada.

—Usted preguntó por mí —dije—, y aquí estoy, con la intención de quedarme hasta que se recupere.

—¡Naturalmente! ¿Has visto a mis hijas?

—Sí.

—Bien, diles que debes quedarte hasta que pueda decirte algunas cosas que me rondan por la mente. Esta noche se ha hecho muy tarde y no consigo recordarlas. Pero había algo que quería explicarte. Déjame pensar...

Una mirada desvalida me mostró que la enfermedad se había apoderado de esa mente, antes vigorosa. Inquieta, se removió en la cama, arrastrando las sábanas; yo tenía el codo apoyado en ellas por lo que no se movieron. Esto la irritó.

—¡Aparta! —dijo—. No sujetes las sábanas. ¡Me molesta! ¿Eres tú, Jane Eyre?

—Sí, soy Jane Eyre.

—Esa niña me dio tantos problemas... Era una carga tan pesada: me molestaba continuamente, día a día, hora tras hora, con esos modales incomprensibles y esos súbitos ataques de furia... ¡Y esos ojos que no paraban de acecharnos! Afirmo que me habló una vez como si estuviera loca, como si fuera un demonio. Ningún niño ha tenido jamás ese aspecto. Me alegré de alejarla de la casa. ¿Qué harían con ella en Lowood? Hubo una epidemia allí y muchas alumnas murieron. Pero ella no. Sin embargo, yo dije que sí. ¡Deseaba tanto su muerte...!

—Un deseo extraño, señora Reed. ¿Por qué la odiaba tanto?

—Nunca me gustó su madre: era la única hermana de mi marido y él la adoraba. Se opuso a que la familia la desheredara cuando ella contrajo ese matrimonio inconveniente, y al enterarse de su muerte, la lloró como un bobo. Hizo traer a la criatura, desoyendo mis advertencias de buscar a alguien que la cuidara y hacernos cargo de los gastos. Odié a ese niña desde la primera vez que la vi. ¡Era un animalillo enfermizo, llorón y quejica! Se pasaba toda la noche lloriqueando en la cuna; pero no era un llanto vigoroso, como el de cualquier otro bebé, no... Eran solo gemidos y suspiros. Mi marido sentía lástima por ella, y solía encargarse de alimentarla y de vestirla como si de su propia hija se tratara, dedicándole incluso mayor atención que a los propios. Intentó que mis hijos se hicieran amigos de aquella pequeña pordiosera: ellos, pobres, no podían soportarla, y él se enfadaba cuando demostraban su disgusto con franqueza. Durante su última enfermedad no paraba de pedir que la llevaran hasta su lecho, y una hora antes de morir me hizo prometer que me ocuparía de ella. ¡Habría cargado más fácilmente con un huérfano piojoso sacado de cualquier hospicio! Pero él era un hombre débil por naturaleza. John no se parece en nada a su padre: es como mis hermanos o yo misma, todo un Gibson. ¡Oh, ojalá dejara de atormentarme con cartas pidiéndome dinero! Ya no tengo más dinero que darle: nos está arruinando. Debo despedir a la mitad del servicio y cerrar una parte de la casa, o dejar que se caiga a pedazos. No puedo permitir que esto suceda, pero ¿cómo saldremos adelante? He invertido ya dos tercios de mis rentas en pagar los intereses de las deudas. John juega a todas horas, y siempre pierde. ¡Pobrecillo! Está rodeado de alimañas, hundido en el vicio y la degeneración. Su aspecto da miedo. ¡Cuando le veo me avergüenzo de él!

Se estaba excitando mucho.

—Es mejor que me vaya ahora —dije a Bessie que estaba en el otro extremo de la habitación.

—Como quiera, señorita, pero a menudo divaga así cuando cae la noche. Por las mañanas se encuentra más tranquila.

Me levanté.

—¡Detente! —exclamó la señora Reed—. Hay algo más que quiero decir. Él me amenaza, me amenaza a todas horas con su muerte o la mía, y a veces sueño que le veo tendido con un tajo en la garganta o con el rostro amoratado. He llegado a un callejón sin salida: los problemas me abruman. ¿Qué debo hacer? ¿De dónde sacaré el dinero?

Bessie se empeñó entonces en convencerla de que tomara un sedante y lo logró, no sin dificultad. La señora Reed empezó a calmarse y se sumergió en un estado de sopor. Yo opté por irme.

Tuvieron que pasar más de diez días antes de que volviera a hablar con ella. La enferma oscilaba entre el delirio y la somnolencia, y el doctor había prohibido cualquier visita que pudiera alterarla. En ese tiempo, me las arreglé para convivir con Eliza y Georgiana. Al principio se mostraron muy frías. Eliza pasaba la mitad del día cosiendo, leyendo o escribiendo, y apenas se dirigía para nada ni a mí ni a su hermana; Georgiana podía dedicar horas a hablar de tonterías con el canario sin hacerme ningún caso. Pero yo estaba decidida a evitar sentirme perdida por no tener nada que hacer ni a nadie que me prestara atención: había traído conmigo los útiles de dibujo y estos me sirvieron de tarea y entretenimiento.

Provista de una caja de lápices y unas cuantas hojas de papel, me sentaba lejos de ellas, cerca de la ventana, y me enfrascaba en la realización de viñetas fantásticas que representaban las escenas creadas por el caleidoscópico torbellino de la imaginación: el destello del mar visible entre dos rocas; la luna creciente sobre un barco; un conjunto de juncos y nenúfares entre los que se asomaba la cabeza de una ninfa, coronada con una diadema de flores de loto; un duende sentado en el nido de un gorrión, a la sombra de unos espinos en flor.

Una mañana me puse a dibujar un rostro: no me preocupaba de quién sería, ni sabía qué tipo de cara iba a plasmar en el papel. Cogí un lápiz blando y negro, le saqué punta y me puse manos a la obra. Poco después, ya había trazado una frente amplia y prominente y el contorno de un semblante cuadrado. El resultado me gustaba y procedí a dibujar los rasgos. Dos cejas muy pronunciadas surcaron la frente, a las que siguió, naturalmente, una nariz bien definida, recta y acabada en amplios agujeros. Después, dibujé una boca de trazo flexible, en absoluto estrecha; luego una barbilla firme, con un hoyuelo justo en el centro; faltaban, por supuesto, las patillas negras y el cabello, ondulado en las sienes y con unos cuantos mechones rebeldes esparcidos sobre la frente. Era el turno de los ojos: los había dejado para el final porque requerían mucha atención. Los dibujé bien grandes y les di forma: tracé las pestañas, largas y oscuras, y las pupilas, brillantes y anchas. «Está bien, pero no acaba de gustarme —pensé al contemplar el resultado—. Le falta fuerza, espíritu.» Y realcé las sombras, para que el brillo de los ojos aumentara. Un par de toques afortunados aseguraron el efecto. Tenía ante mí la cara de un amigo. ¿Y qué me importaba que aquellas dos damiselas me miraran por encima del hombro? Observé el dibujo y sonreí ante el evidente parecido: estaba alegre, totalmente absorta en la tarea.

—¿Se trata de alguien a quien conoces? —preguntó Eliza, que se había acercado hasta mí sin que me diera cuenta.

Respondí que se trataba de una cara inventada y me apresuré a esconderla debajo de los otros papeles. Mentía, naturalmente: de hecho, era un esbozo muy bien conseguido del rostro del señor Rochester. Pero ¿qué podía significar eso para ella o para cualquier otra persona, excepto para mí misma? También Georgiana se acercó a curiosear. Alabó el resto de dibujos, pero de este dijo que no era más que «un hombre feo». Ambas parecieron sorprendidas por mi habilidad. Me ofrecí a hacerles un retrato y las dos posaron para mí por turnos. Luego Georgiana me mostró su álbum, y prometí contribuir a él con una acuarela, ofrecimiento que tuvo la virtud de ponerla de buen humor. Me invitó a dar un paseo por los campos, y en menos de dos horas ya estábamos enfrascadas en una conversación íntima: ella me contó el magnífico invierno que había pasado en Londres dos años antes, la admiración que había despertado allí y las múltiples atenciones recibidas; incluso llegó a darme algunos detalles del noble a quien había conquistado. A lo largo de la tarde estos detalles fueron ampliándose: me repitió sus palabras de amor y representó para mí las escenas más emotivas. En resumen, esa tarde obtuve una útil entrega del libro de la vida social. La comunicación entre nosotras se mantuvo en los días siguientes: por supuesto, siempre giraba en torno a ella, sus amores y sus deseos. Por extraño que parezca, jamás aludió a la muerte de su hermano, a la enfermedad de su madre ni a las nefastas perspectivas económicas de la familia. Su mente parecía haber quedado anclada en los recuerdos de un pasado feliz y en las aspiraciones que seguían a aquel desengaño. No pasaba más de cinco minutos al día en la habitación de su madre.

Eliza continuaba hundida en su mutismo: era obvio que no disponía de tiempo para hablar. Nunca vi a una persona con más actividad que ella, aunque era difícil decidir qué es lo que hacía o descubrir ningún resultado de sus constantes idas y venidas. Su despertador sonaba muy temprano. Ignoro a qué se dedicaba antes del desayuno, pero después solía dividir el día en tres partes más o menos iguales, en las que realizaba una u otra tarea. Leía un libro —luego descubrí que era un libro de oraciones de la iglesia anglicana— tres veces al día. En una ocasión le pregunté cuál era el atractivo de esa obra y ella me contestó: «la Rúbrica». Se pasaba tres horas bordando con hilo de oro el dobladillo de una tela cuadrada de color púrpura, del tamaño de una alfombra. A mis preguntas sobre la finalidad de este artículo, respondió que era un mantel para el altar de la nueva iglesia de Gateshead. Invertía dos horas en su diario, dos a trabajar en provecho propio en el huerto y una a poner al día las cuentas. No parecía ansiar compañía ni conversación. Creo que a su manera era feliz: esta vida la satisfacía y no había nada en el mundo que pudiera variar la precisión mecánica que regía su rutina cotidiana.

Una tarde en que estaba de talante más comunicativo de lo habitual me explicó que la conducta de John y la amenaza de ruina en la familia habían supuesto para ella un hondo motivo de preocupación; pero ahora, me dijo, ya había logrado tranquilizarse y tomar una decisión. Se había asegurado de poner a salvo su fortuna personal, así que cuando su madre muriera —ya que, señaló con absoluta calma, era improbable que se recuperara o viviera durante mucho más tiempo— llevaría a cabo un proyecto largo tiempo acariciado: retirarse a un lugar donde la existencia de unas costumbres estrictas la mantuvieran alejada del bullicio externo y donde pudiera vivir al margen de la frivolidad que imperaba en el mundo. Pregunté si Georgiana iría con ella.

Por supuesto que no. Georgiana y ella no tenían casi nada en común, nunca lo habían tenido. Eliza no pensaba soportar el peso de su compañía más de lo necesario: Georgiana debía emprender su propio camino, y ella, Eliza, haría lo propio.

Cuando Georgiana no se dedicaba a abrirme su corazón, solía pasar el rato tumbada en el sofá, quejándose del aburrimiento que se respiraba en aquella casa y expresando su deseo, una y otra vez, de que su tía Gibson la invitara a la ciudad.

—Sería mejor —decía— que abandonara la casa durante un par de meses, hasta que todo haya acabado.

No le pregunté a qué se refería cuando hablaba de que «todo hubiera acabado», pero supongo que era una alusión al anunciado fallecimiento de su madre y a la sombría secuela de ritos funerarios. Eliza no solía prestar demasiada atención a las quejas indolentes de su hermana, como si la persona que no cesaba de murmurar y refunfuñar ante sus ojos no fuera un ser real. Sin embargo, una tarde, mientras guardaba el libro de cuentas y sacaba su labor, se dirigió a ella de repente:

—Georgiana, no creo que haya sobre la faz de la tierra una criatura más vanidosa y absurda que tú. No tenías derecho a nacer, porque no aprovechas para nada la vida. En lugar de vivir para ti misma, por ti misma y en tu interior, como haría cualquier ser humano razonable, lo único que haces es apoyar tus debilidades en la fuerza de otros. Y, si no logras encontrar a nadie que quiera cargar con un peso grueso, débil, hinchado e inútil, te lamentas a voces de que la vida es injusta y de que nadie se preocupa por ti. Para ti la existencia debe ser un escenario en continuo cambio, rebosante de emociones; si no, se convierte en una mazmorra. Necesitas que alguien te admire, que alguien te halague, que alguien te corteje entre bailes, música y amigos, y cuando no es así languideces hasta agonizar. ¿No tienes suficiente sentido común para idear unos hábitos que te conviertan en un ser independiente de todo esfuerzo y deseo que no sea el tuyo propio? Coge el día, repártelo en horas; asigna una tarea a cada una de ellas. No dejes que los minutos sobrantes se diluyan: emplea todo tu tiempo y realiza cada cometido metódicamente, con rígida regularidad. El día habrá pasado antes de que te des cuenta de ello sin que te halles en deuda con nadie: tú sola lo habrás llenado. No necesitarás buscar compañía, conversación, consuelo o indulgencia. Habrás vivido, en definitiva, como debe hacerlo un ente independiente. Aplica este consejo, el primero y el último que voy a darte, y no me necesitarás ni a mí ni a nadie suceda lo que suceda; recházalo (sigue como siempre, quejumbrosa y holgazana), y sufrirás los resultados de tu estupidez por insoportables o terribles que sean. Seré muy clara contigo, y escúchame bien porque juro que no repetiré estas palabras una segunda vez: a partir de que mamá muera, me lavo las manos de ti. Desde el mismo día en que su ataúd entre en la iglesia de Gateshead tú y yo estaremos tan separadas como si nunca nos hubiéramos conocido. No creas que por haber nacido de los mismos padres estoy dispuesta a soportar tus constantes estupideces. Y te diré algo más: si toda la raza humana se extinguiera y solo quedáramos nosotras dos sobre la tierra, te dejaría en el viejo mundo y partiría sin dudarlo hacia el nuevo.

Cerró los labios.

—Podrías haberte ahorrado el esfuerzo de pronunciar todo este discurso —contestó Georgiana—. Todos sabemos que eres la criatura más egoísta y despiadada del mundo. Y soy perfectamente consciente de lo mucho que me odias: ya tuve pruebas de ello en el pasado, cuando me la jugaste en el asunto con lord Edwin Vere. No podías soportar que llegara más lejos que tú, que fuera recibida en círculos donde ni siquiera te atreverías a asomarte, y por eso te convertiste en una espía, una chivata, y arruinaste mi futuro para siempre.

Dicho esto, Georgiana sacó el pañuelo y estuvo una hora sonándose la nariz; Eliza, por su parte, prosiguió con su costura, fría, impasible y diligente.

Cierto es que pocos valoran la sinceridad y la generosidad de sentimientos, pero la carencia absoluta de ambas virtudes generaba allí dos naturalezas opuestas: una, ácida hasta ser intragable, y la otra insípida hasta la extenuación. La emoción sin juicio es como una bebida aguada, pero el juicio sin los matices que le aporta la emoción se convierte en un trago amargo e indigesto.

Fue una tarde húmeda y ventosa: Georgiana acabó dormida en el sofá con un libro en el regazo. Eliza se marchó a oír misa en la nueva iglesia, ya que en el tema religioso se mostraba rígidamente escrupulosa: no había tormenta capaz de disuadirla de cumplir con sus deberes eclesiásticos. Lloviera o hiciera sol, asistía a los servicios tres veces cada domingo y todos los días que hubiera oración.

Me propuse subir a ver a la mujer que agonizaba en el piso de arriba, que yacía casi abandonada la mayor parte del tiempo. Los criados no se preocupaban mucho por ella y nadie controlaba a la enfermera que habían contratado para cuidarla, por lo que esta se escabullía de la habitación siempre que podía. Bessie seguía siéndole fiel, pero tenía su propia familia que atender y era poco el tiempo libre que le quedaba para acercarse a la casa. Como era de esperar, encontré la habitación desatendida: la enfermera estaba ausente y la paciente yacía quieta, aparentemente dormida, con el rostro lívido hundido en la almohada. El fuego languidecía en la chimenea. Lo avivé, arreglé las mantas y la contemplé durante un rato, ahora que ella no podía verme. Luego, me fui hacia la ventana.

La lluvia golpeaba con fuerza los cristales y el viento soplaba tempestuoso. «Aquí hay alguien que pronto estará a salvo de la furia de la naturaleza —pensé—. ¿Adónde irá este espíritu, que ahora se debate para abandonar su encarnación material, cuando se libere al fin de su prisión?»

Al reflexionar sobre este gran misterio, vino a mi mente Helen Burns. Recordé sus últimas palabras, su fe y su doctrina sobre la igualdad de las almas. Aún me hallaba entregada a revivir su voz —mientras dibujaba en la memoria el semblante pálido y espiritual, fatigado y sublime, como lo vi en su plácido lecho de muerte, y deseaba en un murmullo que se hubiera reunido con el Padre celestial—, cuando una voz débil procedente de la cama susurró:

—¿Quién hay ahí?

Sabía que la señora Reed llevaba días sin pronunciar palabra. ¿Era señal de que se sentía mejor? Corrí a su lado.

—Soy yo, tía.

—¿Quién es yo? ¿Quién eres? —dijo, mirándome con sorpresa y una cierta alarma, pero sin ira—. No te conozco. ¿Dónde está Bessie?

—En la portería, tía.

—¡Tía! —repitió—. ¿Quién me llama tía? Tú no eres de la familia Gibson, y sin embargo tu rostro me es familiar: esa cara, los ojos y la frente me resultan conocidos. Me recuerdas a... ¡Dios, me recuerdas a Jane Eyre!

No dije nada; temía alterarla si le confirmaba mi identidad.

—Temo —prosiguió— que esto no sea más que un error, un espejismo de los sentimientos. Quería ver a Jane Eyre e imagino un parecido que no existe en realidad. Además, su aspecto debe haber cambiado mucho en ocho años.

Supuse entonces que yo era la persona que ella deseaba ver en ese instante y, advirtiendo que me comprendía y que su mente parecía lúcida, le expliqué que Bessie había enviado a su marido a buscarme.

—Estoy muy enferma, lo sé —dijo después—. Hace un minuto intenté darme la vuelta y no fui capaz de mover un solo miembro. Por eso quiero descargar mi alma antes de morir: aquello a lo que apenas concedemos un minuto cuando estamos sanos nos oprime en un momento como este. ¿Está la enfermera en la habitación? ¿O solo estamos tú y yo?

Le aseguré que estábamos solas.

—Bien, lamento haberme portado mal contigo en dos ocasiones. Una fue al romper la promesa que hice a mi marido de criarte como si fueras mi propia hija; la otra... —Se detuvo y murmuró para sí—: Después de todo, ya no tiene ninguna importancia, y luego tal vez me reponga y me arrepienta de haberme humillado ante ella.

Hizo un esfuerzo por cambiar de postura pero no pudo: su semblante cambió, parecía estar experimentando una sensación interna, el aviso, quizás, del último suspiro.

—Debo hacerlo. La eternidad se abre a mis pies. Es mejor que se lo diga. Ve al tocador, ábrelo y coge una carta que encontrarás allí.

Obedecí sus indicaciones.

—Lee la carta —dijo.

Era corta, y decía así:

Apreciada señora:

¿Será usted tan amable de hacerme llegar la dirección de mi sobrina, Jane Eyre, e informarme de cómo se encuentra? Tengo la intención de invitarla a reunirse conmigo en Madeira. La Providencia ha bendecido mis esfuerzos con la prosperidad y, al ser un hombre soltero y sin descendencia, desearía adoptarla y dejarle en herencia los bienes que posea en el momento de mi muerte.

Siempre suyo,

John Eyre, Madeira

La fecha indicaba que había sido escrita tres años atrás.

—¿Por qué nunca tuve noticias de esto? —pregunté.

—Porque te odiaba con tal intensidad que fui incapaz de mover un solo dedo para beneficiarte. No podía olvidar cómo te habías portado conmigo, Jane, la furia con que te dirigiste hacia mí una vez, el tono con el que afirmaste que me aborrecías como a nadie en el mundo; aquella mirada y aquella voz impropias de una niña, gritando que el mero hecho de pensar en mí te ponía enferma y reivindicando que te había tratado con la más miserable crueldad. No podía olvidar las sensaciones que me invadieron cuando soltaste todo el veneno que acumulabas en el corazón: me asusté, como si un animal al que hubiera golpeado se hubiera vuelto hacia mí con los ojos de un ser humano y me hablara con la voz de un hombre. ¡Trae un poco de agua! ¡Date prisa!

—Querida señora Reed —le dije mientras le ofrecía la bebida—, no piense más en eso, olvídelo. Perdone aquel lenguaje tan apasionado: no era más que una niña. Ya han pasado ocho o nueve años desde entonces.

No hizo ningún caso de lo que le decía, pero, tras beberse el agua y tomar aliento, siguió hablando:

—Te he dicho que no podía olvidarlo. Y me vengué: la idea de que tu tío te adoptara y te instalara cómodamente en su casa era algo que no podía soportar. Le escribí una carta. En ella decía que lamentaba transmitirle malas noticias, pero que Jane Eyre estaba muerta: había fallecido en Lowood, víctima del tifus. Ahora puedes hacer lo que te plazca: escríbele y niega lo que yo le dije, saca a la luz mis mentiras tan pronto como quieras. Creo que naciste solo para atormentarme: hasta mi última hora está teñida de amargura por el recuerdo de un acto que jamás habría tenido la tentación de cometer de no haber sido por ti.

—Si pudiera convencerse de dejar de darle vueltas, tía, y tratar de quererme y perdonarme...

—Eres mala por naturaleza —dijo—, alguien a quien he sido incapaz de comprender. Cómo pudiste aguantar durante nueve años todo lo que te hice con paciencia y resignación, para en el décimo estallar en un arrebato de ira y violencia, es algo que escapa a mi entendimiento.

—No soy tan mala como piensa: apasionada, sí, pero no vengativa. Hubo muchas veces en que me habría gustado amarla si usted lo hubiera permitido. Deseo reconciliarme con usted, tía. Béseme.

Acerqué la mejilla a sus labios, pero ella ni los rozó. Se quejó de que la agobiaba, de que le impedía respirar, y volvió a pedir agua. Mientras la ayudaba a tumbarse de nuevo —porque la había incorporado y le había dado de beber en mis brazos— cubrí su mano helada con la mía: sus débiles dedos rehuyeron el contacto y la mirada vidriosa se apartó de mis ojos.

—Ámeme u ódieme, como desee —dije por fin—. Tiene usted mi absoluto y libre perdón. Pida ahora el de Dios y descanse en paz.

¡Pobre mujer! Era ya demasiado tarde para cambiar de opinión. Si en vida me había odiado siempre, ahora, a las puertas de la muerte, debía seguir odiándome.

En ese momento entró la enfermera, seguida de Bessie. Permanecí allí media hora más esperando descubrir en ella alguna señal de arrepentimiento, pero fue en vano. Volvió a sumergirse enseguida en el letargo y su mente ya no se recuperó: murió a las doce de esa misma noche. Yo no estaba presente para cerrarle los ojos, ni tampoco sus hijas. A la mañana siguiente nos dijeron que todo había acabado. A esa hora ya estaba amortajada. Eliza y yo entramos a verla; Georgiana, sacudida por ruidosos sollozos, dijo que no se atrevía a acompañarnos. Ahí estaba, rígido e inmóvil, el cuerpo antes robusto y activo de Sarah Reed: tanto los ojos de piedra bajo los párpados fríos como las facciones de su rígido semblante aún conservaban vestigios de su alma implacable. Para mí su cadáver era un objeto solemne y extraño. Lo miré con aprensión y dolor: no inspiraba pena, ni dulzura, ni compasión. Solo sentí angustia por el sufrimiento que ella había soportado, no por la pérdida que su fallecimiento significaba para mí, y una tremenda y fría consternación ante una muerte como aquella.

Eliza observó a su madre con calma. Después de unos minutos de silencio, comentó:

—Con su constitución podría haber vivido mucho más: los disgustos acortaron su vida.

Y un espasmo contrajo su rostro durante un instante. No tardó en darse la vuelta para abandonar la habitación y yo la seguí. Ninguna de las dos había derramado una lágrima.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro