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Capítulo XIV

Durante los días siguientes apenas me crucé con el señor Rochester. Por las mañanas parecía muy ocupado con los negocios, y por las tardes atendía las visitas de algunos caballeros de Millcote o de otros pueblos cercanos que a veces se quedaban a cenar. Cuando su tobillo se recuperó lo bastante como para poder montar a caballo, se dedicó a devolver las visitas y a menudo no regresaba hasta bien entrada la noche.

Ni siquiera Adèle fue llamada a su presencia en ese intervalo, y cualquier contacto con él por mi parte se redujo a ocasionales encuentros en el recibidor, en las escaleras o en la galería. A veces pasaba ante mí sin prestarme atención, dirigiéndome solo una fría mirada o una seca inclinación de cabeza; otras me sonreía con la amabilidad de un auténtico caballero. Sus cambios de humor no me ofendían en lo más mínimo, ya que era obvio que no tenían nada que ver conmigo: sus altibajos dependían de causas totalmente ajenas a mi persona.

Una tarde que tenía compañía para cenar mandó llevar a la sala la carpeta con mis dibujos, sin duda con la intención de exhibirlos. Los invitados se marcharon temprano porque debían asistir a una reunión en Millcote, según me informó la señora Fairfax, pero la noche, húmeda y desapacible, disuadió al señor Rochester de acompañarlos. Poco después de su partida, el señor hizo sonar la campanilla: nos llegó el mensaje de que Adèle y yo debíamos bajar a verle. Cepillé el cabello de Adèle y la aseé; una vez me hube asegurado que yo presentaba mi austero aspecto habitual, ambas bajamos las escaleras. Adèle se preguntaba si habría llegado ya su petit coffre: debido a algún error, el retraso había sido considerable. Sus deseos se vieron satisfechos y, cuando entramos en el comedor, la caja de cartón la esperaba sobre la mesa. Su instinto no la había engañado.

—Ma boîte! Ma boîte! —exclamó, corriendo hacia ella.

—Sí, por fin ha llegado tu dichosa boîte. Llévatela a un rincón, genuina hija de París, y diviértete operándola y extrayendo su contenido —dijo la profunda y sarcástica voz del señor Rochester desde la enorme butaca que estaba junto al fuego—. E intenta no molestarme con detalles del proceso anatómico o del estado de las entrañas de la caja: en otras palabras, realiza la operación en el más absoluto silencio. Tiens-toi tranquille, enfant; comprends-tu? (Estate callada, niña, ¿lo entiendes?).

La advertencia era absolutamente innecesaria: Adèle ya se había sentado en el sofá con el tesoro en las manos y se afanaba en deshacer la cuerda que sujetaba la tapa. Después de vencer ese obstáculo y de retirar algunos papeles de seda plateados, se limitó a exclamar:

—Oh, Ciel! Que c'est beau!

Y permaneció absorta en estática contemplación.

—Señorita Eyre, ¿está usted ahí? —inquirió el señor, incorporándose levemente de su asiento con el fin de atisbar detrás de la puerta, donde yo esperaba de pie—. ¡Ah, bien! Acérquese, siéntese aquí.

Al decir estas palabras, acercó una silla a la suya.

—No soporto demasiado bien la charla de los niños —prosiguió—. Siendo como soy un viejo solterón, sus palabras carecen para mí del menor interés. Me resultaría intolerable tener que pasar una velada a solas con un chiquillo. No aparte la silla, señorita Eyre; siéntese exactamente donde yo la he puesto... si le apetece, claro está. ¡Malditos modales! Siempre los olvido. Tampoco me siento excesivamente atraído por las viejas bobaliconas. Por cierto, no debemos olvidar a la nuestra. Al fin y al cabo, es una Fairfax, o al menos se casó con uno. La sangre es más espesa que el agua, ya sabe.

Hizo sonar la campanilla e invitó a la señora Fairfax a que se uniera a nosotros. Esta no tardó en bajar, provista de su cesta de costura.

—Buenas tardes, señora. He mandado a buscarla por un propósito caritativo: he prohibido a Adèle que me hable de sus regalos y ella está a punto de estallar de deseos de compartir las noticias con alguien. Si tiene usted la bondad de servirle de audiencia y de interlocutora, será una de las acciones más misericordiosas que haya realizado en su vida.

Tan pronto como Adèle vio a la señora Fairfax, la llamó a su lado y le llenó el regazo con los contenidos de su boîte —objetos de porcelana, marfil y cera—, mientras prorrumpía en exclamaciones y explicaciones en su entrecortado inglés habitual.

—Y ahora que he cumplido con mis deberes de anfitrión —continuó el señor Rochester—, logrando que mis invitados se diviertan, debería quedar libre para atender a mi propio placer. Señorita Eyre, avance su silla un poco más: aún está demasiado alejada. No consigo verla desde el lugar que ocupo en esta cómoda silla y no tengo la menor intención de cambiar de postura.

Hice lo que me pedía, aunque hubiera preferido permanecer algo más en la sombra. Sin embargo, el señor Rochester tenía una forma de dar órdenes que no admitía réplica.

Como he dicho, nos encontrábamos en el comedor: la araña de cristal que habían encendido a la hora de la cena confería a la estancia un resplandor festivo. Las llamas ardían vivamente en el hogar y las cortinas de color púrpura colgaban suntuosas ante la elevada ventana y el arco. A excepción de los susurros de Adèle, que no se atrevía a hablar en voz alta, y del rumor de la lluvia contra los cristales, ningún otro ruido turbaba la paz del momento.

El aspecto del señor Rochester era esa noche distinto al habitual: sentado en la silla forrada de damasco, no parecía tan duro, ni tan amargado. Sus labios sonreían y le brillaban los ojos; tal vez, aunque no puedo asegurarlo, por causa del vino. En resumen, después de cenar estaba de buen humor; en comparación con la seriedad y severidad de las que hacía gala por las mañanas, su talante nocturno era más expansivo e ingenioso, más desinhibido. No obstante, su rostro no llegaba a ser agradable. Mantenía la cabeza apoyada en el mullido respaldo del asiento; la luz del fuego alumbraba sus graníticos rasgos y los ojos grandes y oscuros, porque también hay que decir que tenía los ojos muy grandes y muy oscuros, hermosos, con algo en ellos que, si bien no podía tomarse como dulzura, al menos recordaba a ese sentimiento.

Había estado absorto en la contemplación del fuego durante dos minutos, el mismo tiempo que yo había dedicado a observarle a él, pero se giró de repente y advirtió que yo tenía los ojos fijos en sus rasgos.

—Me mira usted con suma atención, señorita Eyre —dijo—. ¿Acaso me encuentra atractivo?

De haberlo pensado antes, estoy segura de que habría ideado una respuesta conforme a lo que mandan los buenos modales, pero las palabras se escaparon de mis labios antes de que fuera consciente de ellas.

—No, señor.

—¡Válgame Dios! No se puede negar que es usted una mujer singular. A primera vista parece una novicia: su porte al sentarse, con las manos dobladas en el regazo y la mirada clavada en la alfombra, revela una personalidad austera, serena, grave y sencilla, excepto cuando levanta los penetrantes ojos y los dirige hacia mi cara, como sucedía hace un momento. Y, en las ocasiones en que se le formula una pregunta o se ve obligada a responder al comentario de otro, se descuelga con una respuesta contundente que, si no puede calificarse como grosera, sí es, cuando menos, brusca. ¿Qué significa esto?

—Me temo que he sido demasiado sincera, señor, y le pido disculpas por ello. Debería haber contestado que no resulta fácil dar respuesta inmediata a las cuestiones que se refieren a la apariencia externa, que los gustos difieren en función de las personas, que la belleza no tiene ninguna importancia, o algo por el estilo.

—¡Ni se le ocurra darme ese tipo de respuestas! ¡Que la belleza no tiene ninguna importancia...! Y así, con este intento de suavizar el ultraje previo, usted me clava un nuevo dardo en el oído. ¡Prosiga! ¿Qué defectos encuentra en mí? Quiero suponer que tengo brazos y piernas, como cualquier otro hombre.

—Señor Rochester, permítame que retire la primera respuesta. No era mi intención ser brusca. Fue una grosería.

—¡Absolutamente de acuerdo! Pero ahora deberá pagar por ello. Critíqueme, señorita Eyre. ¿Acaso es mi frente lo que no la complace?

Se levantó los mechones de cabello que le caían horizontalmente sobre las cejas, dejando a la vista una masa bastante sólida de órganos intelectuales, que carecía, sin embargo, de la suavidad que suele ser indicativa de benevolencia.

—Dígame, señorita. ¿Cree que estoy chiflado?

—Ni por asomo, señor. ¿Me consideraría una maleducada si le pregunto si es usted un filántropo?

—¡Otra vez! Cuando creo que va a revolverme el pelo con cariño, me suelta un nuevo dardo... Y solo porque le dije que no disfrutaba en compañía de críos y ancianas (¡bajemos el tono, que nadie se entere de ello!). No, jovencita, no soy el clásico filántropo, pero sí tengo conciencia. —Y señaló la prominencia que, según el dicho popular, señala esa facultad y que, por fortuna para él, estaba bastante desarrollada y confería una gran amplitud a la parte superior de su cabeza—. Además, en el pasado fui un hombre rudo, pero tierno. Cuando tenía su edad, era un sujeto bastante sentimental: los pobres, los abandonados y los desgraciados despertaban mi compasión. Pero la fortuna se ha comportado conmigo de forma cruel; me ha curtido a base de pescozones y ahora puedo enorgullecerme de ser tan duro como una pelota de caucho, aunque en esa masa compacta quedan aún un par de grietas y un punto sensible, justamente en el centro de esa sólida bola. ¿Significa eso que todavía puedo albergar alguna esperanza?

—¿Esperanza de qué, señor?

—De convertirme de nuevo en un ser de carne y hueso.

«No hay duda de que ha bebido demasiado», pensé, sin saber qué respuesta dar a esta pregunta: ¿cómo podía yo saber si era él o no capaz de recuperar la humanidad?

—La veo confundida, señorita Eyre. Y, aunque sus encantos no son mayores que los míos, ese aire de perplejidad le sienta bien; además, comporta un beneficio adicional: aparta sus inquisitivos ojos de mi fisonomía y los mantiene entretenidos con las ajadas flores de la alfombra. Así que ya puede seguir desconcertada, jovencita. Esta noche me siento amistoso y comunicativo.

Con esta declaración se levantó de la silla y se quedó de pie, con el brazo apoyado en el dintel de mármol de la chimenea. En aquella postura, todo su cuerpo quedaba visible ante mis ojos: el pecho amplio, desproporcionado hasta alcanzar la longitud de uno de sus brazos. Estoy segura de que muchos le habrían calificado sin ambages como a un hombre feo, pero había tal altivez en su porte, tanta naturalidad en su postura, una indiferencia tan marcada hacia su apariencia externa y una confianza tan profunda en la existencia de otras cualidades, intrínsecas o aprendidas, que relegaban a un segundo plano la falta de atractivo físico, que una acababa compartiendo su indiferencia e incluso se dejaba arrastrar de forma ciega por esa corriente de seguridad que emanaba de sus imperfecciones.

—Esta noche me siento amistoso y comunicativo —repitió—, y por eso la mandé llamar. El fuego y el candelabro no eran suficientes; ni tampoco Pilot, porque no sabe hablar. Adèle se sitúa ligeramente por encima, pero la separa aún una gran distancia del mínimo necesario, y lo mismo puede decirse de la señora Fairfax. Estoy convencido de que usted puede servir para mis propósitos. Me confundió la primera noche que la invité a sentarse. Desde entonces, casi la había olvidado: he tenido la cabeza ocupada. Pero esta noche estoy decidido a estar a gusto, a apartar todo lo molesto y dar la bienvenida a lo que me resulta placentero. Y ahora me complacería oírla hablar, saber más cosas de usted, así que, hable.

En lugar de obedecer, opté por sonreír, y me temo que la sonrisa no indicaba placer ni sumisión.

—¡Hable! —ordenó.

—¿De qué, señor?

—De lo que le apetezca. Le dejo elegir el tema y el tono de la conversación.

En consecuencia, decidí permanecer callada. «Si lo que espera es que empiece a charlar por el mero placer de hacerlo o con el fin de darme importancia, me temo que se ha equivocado de persona», pensé.

—¿Se le ha comido la lengua el gato, señorita Eyre?

Yo seguí sin decir palabra. Se inclinó hacia mí y con una mirada pareció sumergirse en mis pensamientos.

—¿Tozuda? —dijo—. Sí, y algo enojada. ¡Y con razón! He expresado mi petición de un modo absurdo, casi insolente. Señorita Eyre, le pido perdón. Lo que sucede es que, de una vez por todas, deseo dejar de tratarla como una inferior, es decir —rectificó—, que la única superioridad que reclamo es la que se deriva del hecho de llevarle veinte años de edad y casi un siglo de experiencia. Es algo legítimo, et j'y tiens (y me importa), como diría Adèle. Y es en virtud de esa única superioridad que deseo disfrutar de su conversación durante un rato, y tal vez así consiga apartar de mi mente ciertos pensamientos que se empeñan en aferrarse a ella, en horadarme el cerebro como clavos oxidados.

Se había dignado a darme una explicación que casi podía tomarse como una disculpa. Su actitud no me dejó insensible y quise demostrárselo.

—Estoy dispuesta a entretenerlo, señor, si es que puedo. Pero no me veo capaz de proponer un tema, ya que desconozco cuáles son sus intereses. En cambio, si me hace preguntas, estaré encantada de responderlas lo mejor posible.

—Entonces, en primer lugar, ¿está usted de acuerdo conmigo en que me invade el derecho de ser dominante y brusco, quizá hasta un poco exigente, en función de los razonamientos que expuse antes? Por un lado, la edad, que me convierte en lo bastante mayor como para ser su padre; y por otro, el hecho de habérmelas visto con un sinfín de experiencias distintas, haberme encontrado con hombres de muchas naciones y haber recorrido medio mundo, mientras usted vivía tranquilamente en una sola casa rodeada siempre de las mismas personas.

—Si usted lo cree así, señor.

—Eso no es una respuesta. O, mejor dicho, es una respuesta evasiva e irritante. Haga el favor de contestar sin ambages.

—Bien, señor, no creo que tenga usted derecho a darme órdenes simplemente por ser mayor que yo o por haber visto más mundo; la superioridad, en todo caso, vendría dada por el provecho que haya extraído de ese tiempo y esas experiencias.

—¡Hummm! Es usted de respuesta rápida. Pero no voy a admitirla, porque no sirve en mi defensa de forma alguna: debo reconocer que he hecho un uso neutro, por no decir malo, de ambas ventajas. Dejando pues a un lado la superioridad, ¿sigue aviniéndose a recibir mis órdenes de vez en cuando, sin sentirse molesta o herida por el tono de mando?

Sonreí, diciéndome para mis adentros: «Se trata sin duda de un caballero muy peculiar, puesto que parece olvidar que me paga treinta libras al año justamente para obedecer sus órdenes».

—Me gusta esa sonrisa —dijo, captando la fugaz expresión que cruzó mi rostro—, pero diga algo.

—Señor, pensaba que pocos amos se preocuparían por averiguar si sus subordinados se sentían molestos antes sus órdenes.

—¡Empleados! ¿Qué quiere decir? ¿Es usted mi asalariada? ¡Ah, claro! Se me olvidaba el detalle del sueldo. Bien, ya que parte de esa base absolutamente mercenaria, ¿me dejará asumir el papel de mentor?

—No, señor. No en base a ello, sino en base a que usted tuvo la delicadeza de olvidarlo y se tomó la molestia de interesarse por si alguien que depende de usted se siente o no a gusto en esa posición.

—¿Y me consentirá que prescinda de ciertas formas y frases convencionales, sin pensar que dicha omisión es fruto de la insolencia?

—Estoy segura de que nunca confundiré la falta de formalidad con la insolencia, señor. Una me resulta agradable y a la otra, en cambio, ningún ser que haya nacido libre debería someterse ni siquiera por dinero.

—¡Ja! Me temo que son muchos los que han nacido libres y están dispuestos a someterse a lo que sea a cambio de un salario, así que limítese a hablar en su propio nombre y absténgase de generalizar en temas que desconoce por completo. De todos modos, mentalmente estoy de acuerdo con su respuesta, pese a la falta de exactitud, tanto en la forma en que se expresó como en el contenido de sus palabras: ha sido honesta y sincera, algo que no es muy habitual. No, al contrario, hoy día la respuesta más común suele estar teñida de afectación, frialdad o de una estúpida y mezquina falta de comprensión. De tres mil institutrices, ni tres me habían contestado de esa forma. Pero no estoy intentando adularla: el hecho de que su naturaleza sea distinta a la de las otras tampoco implica ningún mérito por su parte. Y, después de todo, tal vez me precipite en mis conclusiones. Por lo que sé, usted podría no ser mejor que el resto; tal vez oculte defectos intolerables que anulen esas escasas virtudes.

«Exactamente igual que usted», pensé. Nuestros ojos se encontraron al mismo tiempo que esta idea cruzaba mi mente. Él pareció leer en ellos y respondió como si el pensamiento se hubiera expresado en voz alta.

—Sí, sí, tiene usted razón —dijo—. Tengo muchos defectos; soy consciente de ellos y no tengo la menor intención de esconderlos. Dios sabe que no puedo permitirme el lujo de ser muy severo con el prójimo, ya que poseo un pasado, unas obras y una forma de ver la vida que atraerían el menosprecio y la censura despiadada de mis vecinos. Empecé a desviarme (puesto que, como buen pecador, me gusta achacar las culpas mitad a la mala fortuna y mitad a las circunstancias adversas) cuando tenía veintiún años, y desde entonces no he vuelto a retomar el buen camino. Pero podría haber sido una persona muy distinta, podría haber sido tan bueno como usted, más listo y con su misma pureza de espíritu. Envidio la serenidad de su juicio, su conciencia limpia y su memoria impoluta. Pequeña, una memoria carente de manchas e impurezas debe ser un tesoro exquisito, una inagotable fuente de fresco placer. ¿No es así?

—¿Cómo era su memoria a los dieciocho años, señor?

—Blanca y diáfana, libre de sucias corrientes que la pudrieran. A los dieciocho años, yo era como usted, señorita Eyre. La naturaleza me dotó de lo necesario para ser un buen hombre, uno de los mejores, pero, como puede apreciar, el tiempo me ha cambiado. Me dirá que no lo ve en ningún sitio, al menos eso es lo que creo ver en sus ojos en este momento (por cierto, tenga cuidado con lo que esos órganos expresan porque soy rápido en leer su lenguaje). Fíese de mi palabra: no crea que soy un canalla, ni piense en atribuirme acciones de una intensa maldad. Debido más a las circunstancias que a mi disposición natural, pertenezco a la estirpe más común de los pecadores, y he incurrido en todos los excesos que caracterizan las vidas de los ricos ociosos. ¿Se pregunta por qué le explico todo esto? Sepa que en el curso de su vida futura será usted elegida a menudo como la confidente involuntaria de los secretos de aquellos que la rodean. La gente descubrirá de forma instintiva, tal y como me ha sucedido a mí, que su punto fuerte no es hablar de sí misma, sino escuchar lo que los demás cuentan sobre sus propias vidas; notarán, también, que usted atiende a sus indiscreciones sin malicia, con una especie de compasión innata, que no resulta menos alentadora por manifestarse de forma sumamente discreta.

—¿Cómo lo sabe? ¿Cómo puede adivinar todo esto, señor?

—No tengo la menor duda al respecto y, por lo tanto, voy a expresarme con la misma libertad con que confiaría mis pensamientos a un diario personal. Usted dirá que debí sobreponerme a las circunstancias. Y tiene razón; sí, la tiene. Pero no lo conseguí. Cuando el destino me traicionó no tuve la sabiduría suficiente como para mantenerme firme; la esperanza se esfumó y la degeneración ocupó su lugar. Ahora, cuando la infecta conducta de un bribón cualquiera despierta en mí sentimientos de ira y asco, no puedo jactarme de ser mejor que él. Me veo obligado a confesar que estamos al mismo nivel. Ojalá me hubiera mantenido firme, ¡solo Dios sabe cuánto lo desearía ahora! Si alguna vez el error la tienta, señorita Eyre, piense en los remordimientos antes de cometer esa acción indigna. Los remordimientos son el veneno de la vida.

—Y el arrepentimiento su único antídoto, señor.

—No es cierto. El hecho de reformarse puede ser una cura, y siento que todavía me quedan fuerzas para lograrlo, pero ¿de qué sirve pensar en ello cuando uno está como yo, asqueado, agobiado y envilecido? Además, ya que la felicidad me ha sido negada sin remisión, tengo derecho a extraer de la vida todo el placer que pueda ofrecerme. Y lo obtendré, a cualquier precio.

—En este caso, se irá hundiendo en la degeneración cada vez más, señor.

—Es posible. Aunque, ¿por qué voy a hacerlo si busco nuevas y frescas fuentes de placer? Puedo conseguir un alimento tan dulce como la mejor miel que las abejas almacenan en el panal.

—Su sabor será amargo a sus labios, señor. Le escocerá.

—¿Y usted cómo lo sabe? ¿Acaso la ha probado? ¡Debería verse la expresión, tan seria, tan solemne...! Y, sin embargo, sabe usted tanto de la vida como este camafeo —dijo, cogiendo uno de encima de la mesa—. No tiene ningún derecho a sermonearme: usted, una novata que aún no ha cruzado el umbral de la vida e ignora por completo los enigmas que la aguardan al otro lado de la puerta.

—Me limito a citar sus propias palabras, señor. Fue usted quien dijo que el error trae consigo el remordimiento y que este era el peor veneno de la vida.

—¿Y quién habla de errores ahora? No creo que la idea que pasó por mi cerebro fuera un error. Más bien me atrevería a calificarla de inspiración: era genial, reconfortante, estoy seguro de ello. ¡Aquí viene de nuevo! Puedo afirmar que no se trata de ningún demonio, o, en el caso de que lo sea, se ha ocultado bajo las ropas de un ángel de luz. Creo que lo más justo sería admitir a ese huésped que llama a las puertas de mi corazón.

—Desconfíe de él, señor. No es un verdadero ángel.

—Una vez más, ¿cómo lo sabe? ¿Gracias a qué instinto pretende distinguir entre un ángel que se ha precipitado en el abismo y un mensajero del trono eterno, entre un guía auténtico y un falso seductor?

—Soy capaz de deducirlo de la expresión de su rostro, señor, que reflejó turbación al admitir que la sugerencia regresaba a su mente. Estoy segura de que lo único que obtendrá si sigue adelante es hundirse aún más en la desdicha.

—En absoluto. Esa imagen lleva consigo el mensaje más gratificante del mundo. Además, no es usted la voz de mi conciencia, así que no se preocupe en exceso. ¡Venga, acércate, precioso vagabundo!

Lo dijo como si estuviera llamando a una visión que solo él era capaz de conjurar. Después, cruzando los brazos sobre el pecho, hizo como si abrazara a ese ser invisible.

—Ahora —prosiguió, dirigiéndose a mí de nuevo—, acabo de recibir al peregrino, una deidad disfrazada, seguro. Y ya me ha hecho bien: mi corazón, que era una especie de fosa común, se ha convertido en un hermoso sepulcro.

—Si quiere que le sea sincera, señor, debo decirle que no entiendo nada. Me siento incapaz de seguir con una conversación que está fuera de mi alcance. Solo sé una cosa: usted dijo que no era tan bueno como habría deseado ser y que lamentaba sus propias imperfecciones. Esto es algo que puedo comprender. E insinuó que una memoria embrutecida era el peor de los castigos. Pues bien, creo que, si se esforzara en ello, vería que con el tiempo aún podría convertirse en aquella persona que usted deseaba haber sido, alguien a quien usted mismo pudiera apreciar. Y que, si a partir de hoy mismo tomara la firme decisión de corregirse, en unos años habría ganado un nuevo grupo de recuerdos sin mácula del que disfrutar con satisfacción.

—Bien pensado y aún mejor expresado, señorita Eyre. En este momento, estoy pavimentando el infierno con mi energía.

—¿Qué quiere decir?

—Estoy colocando las buenas intenciones, a las que considero duraderas como piedras. Ciertamente, tanto mis socios como las tareas a acometer deben ser diferentes a las que me han ocupado hasta ahora.

—Diferentes y mejores, señor.

—En efecto, mucho mejores, tan distintas en calidad como la distancia que separa el oro puro de la escoria más inmunda. Parece dudar de mí; sin embargo, yo no dudo en absoluto de mí mismo. Sé cuál es la meta y qué motivos me impulsan, y en este momento proclamo una ley, tan inalterable como las que regían las vidas de medos y persas, que dice que ambos son correctos.

—No pueden serlo tanto, señor, si hace falta dictar una nueva ley para regularlos.

—Pues lo son, señorita Eyre, aunque necesiten un estatuto nuevo: la combinación de circunstancias desconocidas hasta el momento exige reglas de las que nadie había oído hablar.

—Esa máxima suena peligrosa, señor. Es fácil advertir el abuso que subyace a esas palabras.

—¡Sabia conclusión! Pero juro por los dioses del hogar que no caeré en dicho abuso.

—Usted es humano y, por tanto, susceptible de errar.

—Lo soy. Y también usted. ¿Qué me dice ahora?

—Los seres humanos y falibles no deberían otorgarse el poder que está reservado a seres divinos y perfectos.

—¿A qué poder se refiere?

—Ese que le autoriza a decir de todo comportamiento extraño a la costumbre «eso está bien».

—«Eso está bien.» Acaba usted de pronunciar las palabras justas.

—Entonces, tal vez tenga razón —dije, poniéndome de pie. Creía inútil proseguir con una conversación en la que avanzaba a tientas. Además, percibía que el carácter de este interlocutor estaba más allá de mi comprensión, al menos en ese momento de mi vida, y eso me intranquilizaba, llenándome de ese sentimiento de inseguridad que suele ir unido a la constatación de los propios límites.

—¿Dónde va ahora?

—A acostar a Adèle. Es ya muy tarde.

—Le doy miedo porque hablo como una Esfinge.

—Debo reconocer que su lenguaje es enigmático, señor, y que causa en mí una cierta perplejidad, pero no temor.

—Está asustada. Su amor propio teme cometer un error.

—En ese sentido sí, señor. No tengo el menor deseo de decir tonterías.

—Si las dijera, lo haría de una forma tan sensata y tranquila que lograría confundirme. ¿No se ríe nunca, señorita Eyre? No se moleste en contestar, yo lo haré por usted: no suele reír a menudo, pero intuyo que puede hacerlo alegremente. Créame, no es usted de natural austero, al igual que yo no soy vicioso de nacimiento. La represión de Lowood sigue pegada a usted de algún modo: controla su expresión, acalla su voz y le paraliza los miembros y, en presencia de un hombre —ya sea padre, hermano o señor—, no se atreve a sonreír con demasiada alegría, ni a hablar con demasiada libertad, ni a moverse demasiado deprisa. Pero con el tiempo, y puesto que yo me confieso incapaz de tratarla de manera convencional, creo que aprenderá a ser espontánea conmigo, y entonces su aspecto y sus movimientos ganarán en espontaneidad. De vez en cuando vislumbro entre los gruesos barrotes de la jaula la mirada de un pajarillo curioso: ahí dentro hay un alma inquieta, viva y decidida. Si fuera libre, emprendería el vuelo hacia las nubes. ¿Sigue insistiendo en retirarse?

—Han dado ya las nueve, señor.

—No se preocupe. Espere un minuto, seguro que Adèle aún no está preparada para acostarse. La posición en la que me encuentro, señorita Eyre, de espaldas al fuego y de cara a la sala, favorece la observación. Mientras hablaba con usted, he ido observando a Adèle de vez en cuando. Debo reconocer que tengo mis propias razones para pensar que la niña es un caso digno de estudio, razones que tal vez comparta con usted algún día. No hará más de diez minutos que sacó de la caja un vestido de seda de color rosado. La expresión de su rostro se ha iluminado al verlo, pues la coquetería corre por sus venas, llega hasta su cerebro y penetra en el interior de sus huesos. «Il faut que je l'essaie! —gritó—, et a l'instant même!» (¡Tengo que probármelo ahora mismo!) y ha salido corriendo de la habitación. Ahora está con Sophie, en plena operación de vestirse. En unos minutos hará su entrada triunfal con el aspecto de una Céline Varens en miniatura, tal y como a esta le gustaba aparecer en el escenario de... Pero no se inquiete. Mis más tiernos sentimientos están a punto de recibir un fuerte sobresalto, o al menos eso presiento. Quédese a ver si mi presagio se cumple.

Poco después oímos los ligeros pasos de Adèle por el pasillo. Entró, transformada como su tutor había predicho. El lugar de la bata marrón que llevaba unos minutos antes lo ocupaba ahora un vestido de satén rosado, muy corto, con la falda de volantes y mucho vuelo. Una diadema de rosas coronaba su frente; unas medias de seda y unas sandalias de satén blanco completaban su atuendo.

—Est-ce que ma robe va bien? —exclamó, haciendo una reverencia—; et mes souliers? Et mes bas? Tenez, je crois que je vais danser! (¿Me sienta bien el vestido? ¿Y los zapatos? ¿Y las medias? Saben, ¡me parece que voy a bailar!).

Y, después de estirarse el vestido, cruzó la habitación girando sin parar hasta llegar al señor Rochester. Una vez junto a él, dio un par de vueltas de puntillas; luego se arrodilló a sus pies y exclamó:

—Monsieur, je vous remercie mille fois de votre bonté. —Entonces se puso de pie y añadió—: C'est comme cela que maman faisait, n'est-ce pas, Monsieur? (Señor, le doy mil gracias por su bondad. Esto es lo mismo que hacía mamá, ¿no es cierto, señor?).

—Exac-ta-men-te —recalcó este— y, comme celà, sacó todo el oro inglés de mis bolsillos. Yo también fui joven, señorita Eyre, joven e incauto. No crea que los frescos matices que la adornan a usted ahora son tan distintos de los que me cubrieron un día. Mi primavera ya ha acabado, pero ha dejado tras de sí esta florecilla francesa, a la que en algunos momentos de mal humor me gustaría perder de vista. No aprecio la rama de la que brotó, ya que era de una clase que solo puede crecer a base de oro en polvo, pero debo confesar que siento un cierto aprecio por la flor, en especial cuando luce unos colores tan artificiales como ahora. La mantengo y la educo siguiendo el principio de la iglesia católica que nos promete la expiación de los pecados, ya sean mortales o veniales, si se compensan con una buena obra. Algún día se lo explicaré todo. Buenas noches.

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