El nuevo capítulo de una novela es algo parecido al nuevo acto de una representación. Por lo tanto, lector, cuando suba el telón, imagínate que ante tus ojos hay una de las habitaciones de la posada George de Millcote. Es el típico cuarto que puede verse en esa clase de lugares: las paredes empapeladas con grandes dibujos, la alfombra, los muebles, los clásicos adornos sobre la chimenea. Y los cuadros, que incluyen un retrato de Jorge III, otro del príncipe de Gales y un grabado sobre la muerte de Wolfe. Todo esto resulta visible gracias a la luz que desprende una lámpara de aceite que cuelga del techo y de la que proporciona un fuego abundante, cerca del cual estoy sentada, todavía con el sombrero y la capa puestos. Los manguitos y el paraguas están encima de la mesa y yo intento mitigar el frío y el entumecimiento, fruto de dieciséis horas de exposición a la crudeza de un día de octubre. Salí de Lowton a las cuatro de la tarde, y en el reloj del campanario de Millcote acaban de dar las ocho de la mañana.
Lector, aunque dé la impresión de estar cómodamente instalada, mi mente no está en absoluto tranquila. Pensaba que habría alguien esperándome a mi llegada. Mientras descendía los escalones de madera que los mozos habían dispuesto para mí, no cesaba de mirar a mi alrededor aguardando oír mi nombre de labios de quien había de conducirme hasta Thornfield. No sucedió nada de todo esto, y cuando pregunté a un camarero si había llegado alguien preguntando por la señorita Eyre, su respuesta fue negativa, así que no tuve más remedio que solicitar una habitación en la posada. Y aquí sigo, expectante, con la mente nublada por un sinfín de dudas y malos presagios.
Para una joven inexperta resulta una sensación muy extraña el verse sola en el mundo: separada de todo lo que le es familiar, insegura de poder alcanzar el puerto al que se dirige, pero consciente de la imposibilidad de volver atrás. El amor por el riesgo endulza el sabor de esa sensación, y el brillo del orgullo te anima a seguir, pero de repente te asalta la brisa del miedo. Y, media hora después, sin ninguna noticia, puedo afirmar que el pavor me dominaba. Me obligué a hacer sonar el timbre.
—¿Existe algún lugar por las cercanías que responda al nombre de Thornfield? —pregunté al camarero que acudió a mi llamada.
—¿Thornfield? Lo ignoro, señora, pero lo preguntaré en el bar. —Se esfumó, pero reapareció al instante—. ¿Se llama usted Eyre, señorita?
—Sí.
—Alguien la espera abajo.
De un salto recogí los manguitos y el paraguas, y me dirigí a toda prisa hacia el pasillo de la posada. Había un hombre junto a la puerta y a la luz de las farolas pude distinguir un coche tirado por un único caballo.
—Supongo que esto debe de ser su equipaje —dijo el hombre, en tono bastante brusco, señalando el baúl que estaba en la entrada.
Asentí y él lo subió en el vehículo, que visto de cerca recordaba más a una carreta. Entré en él, pero antes de que cerrara la portezuela le pregunté a qué distancia estábamos de Thornfield.
—A unos diez kilómetros.
—¿Cuánto tardaremos en llegar?
—Alrededor de hora y media.
Cerró con fuerza la puerta del coche, se encaramó al pescante y partimos. El paso era tan lento que me permitió entregarme a mis cavilaciones: estaba contenta de que el viaje tocara a su fin, y mientras me acomodaba en el asiento, confortable aunque carente de elegancia, pude meditar a placer.
«A juzgar por la sencillez del vehículo y del criado —pensé—, debo suponer que la señora Fairfax no es una persona demasiado elegante. Tanto mejor; solo he vivido una vez entre gente fina y me sentí muy desgraciada. Me pregunto si vive con la única compañía de esa niña. Si es así, y si resulta una señora amable, estoy segura de que nos llevaremos bien. Al menos lo intentaré. Es una pena que solo con intentarlo una no consiga siempre el resultado que desea. En Lowood tomé esa decisión, la mantuve, y logré hacerme querer; pero con la señora Reed, mis esfuerzos siempre fueron recompensados con el más absoluto de los desprecios. Rezo a Dios para que la señora Fairfax no se convierta en una segunda señora Reed, pero, si se produce lo peor, tampoco debo desesperarme. Pongo otro anuncio. ¿Cuánto faltará para llegar?»
Bajé la ventanilla y me asomé: habíamos dejado Millcote a nuestras espaldas. A juzgar por el número de luces debía de ser un lugar de considerable tamaño, mucho más grande que Lowton. Por lo que podía ver, ahora nos encontrábamos en medio del campo, aunque había casas diseminadas por el lugar. Tuve la impresión de estar en una región totalmente diferente a Lowton, más poblada y menos pintoresca, más movida pero menos romántica.
Había mucha niebla y los caminos eran pedregosos, así que el conductor dejó que el caballo fuera caminando, con lo que la hora y media se convirtió en cerca de dos. Por fin, me gritó desde su asiento:
—Ya no estamos lejos de Thornfield.
Volví a asomarme. Estábamos pasando por delante de una iglesia. Vi la amplia torre recortada sobre el cielo y oí que las campanas tocaban el cuarto. Sobre una colina, vislumbré un conjunto de luces que parecían pertenecer a un pueblo o a un caserío. Pasados diez minutos, el conductor bajó del pescante para abrir una gran verja. La cruzamos, y esta se cerró con un sonido metálico. Subimos por un sendero que iba a parar a la parte frontal de la casa. Esta se hallaba a oscuras, excepto por el brillo de una vela que parpadeaba detrás de los cortinajes de una ventana. El coche se detuvo frente a la puerta principal y una doncella se encargó de abrirnos. Bajé del coche y entré en la casa.
—Haga usted el favor de seguirme, señora —dijo la chica.
Recorrimos el recibidor, cuadrado y provisto de gran cantidad de puertas. Me condujo hasta una estancia, provista de tal profusión de velas encendidas y con un fuego tan vivo en el hogar, que el brillo me deslumbró, tal era su contraste con la oscuridad que me había rodeado en las últimas dos horas. Sin embargo, cuando la vista se acostumbró a la luz, la imagen que apareció ante mí fue de lo más acogedora.
Era una salita pequeña y confortable, en la que había una mesa redonda junto al fuego y un anticuado butacón de respaldo alto. En él se sentaba la anciana más diminuta que nadie pudiera imaginar, ataviada con un sombrero negro, un vestido de seda del mismo color y un níveo delantal de muselina, exactamente como yo la había dibujado en mi mente, aunque menos imponente y de aspecto más dulce. La dama estaba haciendo punto y tenía a un enorme gato dormido a sus pies. Era la viva estampa de un ambiente hogareño, y apenas podía concebirse un recibimiento más tranquilizador para una institutriz: no había nada abrumador, ninguna rigidez destinada a marcar distancias. Cuando entré, la anciana se levantó y se acercó a saludarme.
—¿Cómo está, querida? Me temo que ha tenido que soportar un trayecto muy aburrido. John conduce tan despacio... Debe de estar helada, venga junto al fuego.
—¿Usted es la señora Fairfax?
—Efectivamente. Ahora, siéntese.
Me llevó hasta su silla, y luego comenzó a despojarme del chal y a deshacer los lazos del sombrero. Le pregunté si no se estaba tomando demasiadas molestias.
—No es molestia. Me atrevería a decir que sus manos deben de estar paralizadas de frío. Leah, haz un poco de té y prepara uno o dos emparedados. Aquí tienes las llaves de la despensa.
Y del bolsillo de su vestido sacó el manojo de llaves típico de un ama de casa y se lo entregó a la criada.
—Ahora, acérquese más al fuego —prosiguió—. ¿Ha traído equipaje, querida?
—Sí, señora.
—Me ocuparé de que lo suban a sus aposentos —dijo, y fue a encargarse de ello.
«Me trata como si fuera una invitada —pensé—. Poco esperaba yo una recepción como esta. Más bien preveía un recibimiento frío y rígido. Esto no es lo que me han explicado acerca del trato que reciben las institutrices, aunque aún es pronto para cantar victoria.»
Volvió y con sus propias manos retiró los útiles de la labor y un par de libros que había sobre la mesa, con el fin de hacer sitio a la bandeja que traía Leah. La misma señora se encargó de servirme la bebida. Me sentía bastante confundida al ser objeto de tantas atenciones, más de las que había recibido en toda mi vida (y eso sin contar que era un superior a mí quien las prodigaba); sin embargo, actuaba con tanta naturalidad que decidí aceptar su amabilidad sin protestar.
—¿Tendré el placer de conocer esta noche a la señorita Fairfax? —pregunté, después de dar buena cuenta de lo que me ofrecían.
—¿Qué ha dicho, querida? Me temo que estoy un poco sorda —replicó la buena señora, acercando su oído a mi boca.
Repetí la pregunta en tono alto y claro.
—¿La señorita Fairfax? ¡Oh, debe de referirse a la señorita Varens! Ella es su futura discípula.
—Entonces, ¿no se trata de su hija?
—No. Yo no tengo familia.
Con gusto habría seguido preguntando, con el fin de aclarar qué relación la unía a la señorita Varens, pero recordé que el exceso de preguntas no se consideraba de buena educación. Además, estaba segura de que no tardaría en saberlo.
—Estoy tan contenta... —prosiguió la dama. Se sentó frente a mí y se subió al gato sobre su regazo—. Tan contenta de que haya venido... Será muy agradable vivir aquí con un poco de compañía. No es que no fuera agradable hasta ahora, no. Thornfield es una hermosa mansión antigua, algo descuidada en los últimos años quizá, pero que sigue siendo un lugar confortable. ¡Pero los inviernos son tan largos! Una no puede por menos que sentirse sola. Digo sola, cuando lo cierto es que Leah es una buena chica y tanto John como su esposa son personas muy decentes, pero usted ya me entiende: al fin y al cabo, no son más que criados, y una no puede ponerse a su altura y entablar conversación con ellos. Hay que mantener las distancias o se corre el riesgo de perder la autoridad. Puedo afirmar con seguridad que a lo largo del pasado invierno (que como usted recordará fue de los más rigurosos: no paró de llover y nevar durante meses) ni una sola persona, a excepción del carnicero y el cartero, se acercó a la casa desde noviembre hasta febrero. Y la verdad es que una acaba embargada por la melancolía, sentada noche tras noche en esta sala, siempre sola. A veces pedía a Leah que me leyera un rato, pero creo que a la chica no le hacía demasiada gracia: se sentía encerrada. En primavera y en verano todo se hace más llevadero: luce el sol y los días son más largos, y entonces, justo a principios de otoño, llegó la pequeña Adela Varens con su niñera. ¡No hay nada que alegre tanto una casa como los niños! Y ahora que está usted aquí, todo será mucho más divertido.
Agradecí de todo corazón la animada bienvenida de la dama y acerqué mi silla a la suya para expresarle el sincero deseo de que hallara mi compañía tan agradable como esperaba.
—No voy a tenerla despierta hasta muy tarde esta noche —dijo la anciana—. Van a dar las doce, y usted ha tenido un día muy duro. Seguro que está cansada. Si sus pies ya han entrado en calor, la llevaré a su dormitorio. He ordenado que preparen para usted la habitación que hay junto a la mía. Es un cuarto pequeño, pero creí que le gustaría más que uno de los enormes cuartos que dan a la fachada principal. Están provistos de muebles más bellos, pero son tan oscuros y solitarios que yo misma evito dormir en ellos.
Le di las gracias por las molestias que se había tomado; lo cierto es que el largo viaje me había fatigado, así que expresé el deseo de retirarme. Ella cogió la vela, y yo la seguí. Primero, se aseguró de que la puerta del recibidor estuviera bien cerrada; sacó la llave de la cerradura y me guió escaleras arriba. Tanto los escalones como las barandillas eran de roble. La ventana enrejada que había en lo alto de la escalera era más propia de un monasterio que de una casa, y lo mismo puede decirse del larguísimo corredor al que daban los dormitorios. Un aire frío, casi conventual, flotaba por las escaleras y por el corredor, dejando una estela de vacío y malos presagios. Me alegré de dejarla atrás al meterme en mi habitación, no muy grande y amueblada en un estilo moderno y práctico.
Después de que la señora Fairfax me hubo deseado buenas noches, cerré la puerta y observé satisfecha lo que me rodeaba: la acogedora imagen de mi habitación contribuyó a disipar la atmósfera fantasmal que se respiraba en las amplias escaleras y en el largo y frío corredor. Por fin, después de un día repleto de fatiga y ansiedad, me sentía a salvo. Mi corazón abrigaba un gran impulso de gratitud y me arrodillé a los pies de la cama para dar gracias al responsable de tantos favores, sin olvidarme de solicitar su ayuda en el nuevo camino que había emprendido, así como energía suficiente para hacerme merecedora de tanta bondad. No había espinos en mi cama aquella noche, ni la solitaria habitación inspiró en mí temor alguno. Tranquila y complacida, no tardé en quedarme profundamente dormida y ya era de día cuando desperté.
La brillante luz del sol que penetraba a través de las cortinas de cretona azul me mostró una pequeña y alegre habitación, con las paredes empapeladas y el suelo cubierto por una alfombra, tan distinto de los desnudos tablones manchados de yeso que había en Lowood que su mera visión tuvo la virtud de animarme. El aspecto externo causa un gran efecto en la gente joven, y pensé que empezaba para mí una época más hermosa, una época repleta de rosas y placeres, de espinas y quebrantos. Todos mis sentidos parecían haberse activado, espoleados por el cambio de escenario y las esperanzas que este les ofrecía. No soy capaz de definir con precisión qué es lo que esperaban, pero se trataba de algo agradable, que no tenía por qué suceder ese día ni ese mes, sino más tarde, en un futuro indefinido.
Me levanté de la cama y me vestí con esmero. Pese a que me veía obligada a ser sencilla —ni una sola de las prendas que conformaban mi guardarropa podía considerarse bonita en modo alguno—, era pulcra por naturaleza. Mi aspecto no me era indiferente, ni tampoco la impresión que causara en los demás. Al contrario, siempre tuve el deseo de ofrecer la mejor imagen posible y de gustar tanto como me permitiera mi escasa belleza. A menudo lamentaba no ser más hermosa: hubiera deseado tener las mejillas sonrosadas, la nariz recta y la boca pequeña y roja como una cereza; ansiaba ser alta, de porte elegante y de buena figura. Me sentía desgraciada siendo tan bajita, tan pálida y con rasgos tan irregulares y marcados. ¿Y a qué venían esas aspiraciones y esas quejas? Me resultaba difícil decirlo: no lograba distinguir la razón con claridad, aunque esta razón existía, y era lógica y natural. En cualquier caso, me cepillé el pelo hasta dejarlo suave, me puse el vestido negro —el cual, pese a su severo aspecto, se ajustaba a mi cuerpo como un guante— y me abroché el cuello blanco, pensando que mi imagen era lo bastante respetable como para aparecer delante de la señora Fairfax, y evitar que mi nueva discípula me mirara con antipatía desde el primer momento. Después de abrir la ventana de la habitación y de echar una última mirada al tocador para asegurarme que todo quedaba limpio y ordenado, me decidí a salir.
Crucé la larga galería cubierta y descendí por los resbaladizos escalones de roble; después llegué al recibidor, donde me detuve unos minutos para admirar los cuadros de las paredes (recuerdo uno que representaba a un hombre de porte severo con una coraza, y otro de una dama con una peluca empolvada que lucía un collar de perlas), la lámpara de bronce que colgaba del techo y un gran reloj metido en una caja de roble provista de curiosos grabados, negra como el ébano por el roce y el paso del tiempo. Todo me resultaba majestuoso e imponente, pero hay que reconocer que en esos días yo estaba muy poco acostumbrada al lujo. La puerta del recibidor, que era medio de cristal, estaba abierta y por ella me asomé al exterior. Era una hermosa mañana de otoño; los primeros rayos del sol derramaban su luz serena sobre el mustio arbolado y los campos todavía verdes. Al avanzar hacia la pradera, levanté la mirada para inspeccionar la fachada de la mansión. Era una casa de tres pisos, de proporciones considerables aunque no excesivas: parecía la casa de campo de un caballero, no la residencia de un noble. Las almenas que la coronaban le conferían un aspecto de lo más pintoresco. La fachada gris se recortaba sobre un nido de grajos, cuyos habitantes se dedicaban a sobrevolar la pradera y los campos hasta llegar a un claro enorme en el prado, separado del resto por una valla hundida, donde un conjunto de viejos y poderosos espinos, fuertes, nudosos y anchos como robles, daban sentido al nombre de la casa. A lo lejos se avistaban montañas, no tan elevadas como las que rodeaban Lowood, ni tan escarpadas: no se alzaban como barreras separándonos del mundo exterior sino que eran colinas tranquilas y solitarias. Sin embargo, su presencia parecía aislar Thornfield de un modo que yo no habría creído posible, dada la proximidad de una ciudad tan bulliciosa como Millcote. En la ladera de una de esas colinas había una aldea, cuyos tejados asomaban entre los árboles; la iglesia del distrito quedaba dentro de los márgenes de Thornfield, y la antigua torre sobresalía por un montículo situado entre la casa y las verjas.
Yo aún estaba disfrutando de la tranquilidad y del agradable aire fresco, a ratos escuchando con deleite el canto de los grajos, a ratos contemplando la amplia y vieja fachada de la casa, mientras pensaba en lo enorme que era para una pequeña dama solitaria como la señora Fairfax, cuando esta apareció en la puerta.
—¡Vaya! ¿Ya está levantada? —exclamó—. Veo que es usted madrugadora.
Me acerqué a ella y fui recibida con un cariñoso beso y un apretón de manos.
—Y qué, ¿le gusta Thornfield? —preguntó.
Le respondí que me parecía un lugar muy agradable.
—Sí —prosiguió—, es bonito, pero me temo que acabará deteriorándose a no ser que el señor Rochester se meta en la cabeza la idea de residir aquí de manera permanente, o, en su defecto, de realizar visitas más frecuentes: estos caserones rodeados de tanto terreno requieren la presencia del propietario.
—¿El señor Rochester? —exclamé—. ¿Quién es?
—El dueño de Thornfield —respondió tranquilamente—. ¿No sabía que se llama Rochester?
Por supuesto que lo ignoraba. Era la primera vez que oía ese nombre en mi vida, pero la anciana dama parecía considerar su existencia como un hecho universalmente asumido, del que todo el mundo debía estar al corriente por puro instinto.
—Yo creí —continué diciendo— que Thornfield le pertenecía a usted.
—¿A mí? ¡Dios la bendiga, chiquilla! ¡Vaya ocurrencia! Yo solo soy el ama de llaves, la encargada de la casa. Cierto que me une un lejano parentesco con los Rochester por parte de madre, o al menos unía a mi marido. Era clérigo, titular de la parroquia de Hay, esa pequeña aldea que se distingue en la colina, y de la iglesia que hay junto a la verja. La madre del actual señor Rochester era una Fairfax, prima segunda de mi esposo, pero yo nunca presumo del parentesco. De hecho, para mí carece por completo de importancia: me veo a mí misma como un ama de llaves corriente. El señor siempre se porta conmigo con gran educación y no espero nada más por su parte.
—¿Y la niña, mi pupila?
—Se halla bajo la tutela del señor Rochester y él me encargó que le buscara una institutriz. Creo que su intención es criarla en este condado. Ahí viene, acompañada de su «bonne», como ella llama a la niñera.
Las palabras de la señora habían aclarado por completo el enigma: esta afable y cariñosa viuda estaba en la misma posición que yo, era una empleada y no una gran dama. No me gustó menos por ello. Al contrario, me sentí más complacida que nunca. La igualdad entre nosotras era un hecho real, no el resultado de una cierta condescendencia por su parte. Tanto mejor: podía así comportarme con ella con mayor libertad.
Mientras daba vueltas a este descubrimiento, una niña pequeña seguida por una criada llegó corriendo por el jardín. Miré a mi pupila, quien al principio no pareció advertir mi presencia. Era aún una cría, no contaría más de siete u ocho años, de complexión delgada, con un rostro pálido de rasgos pequeños y una cascada de rizos que le llegaba a la cintura.
—Buenos días, señorita Adela —dijo la señora Fairfax—. Venga a conocer a la dama que será su profesora y la ayudará a convertirse en el futuro en una mujer culta e inteligente.
La niña se acercó a mí.
—C'est là ma gouvernante? (¿Es mi institutriz?) —dijo, dirigiéndose a la niñera y señalándome.
—Mais oui, certainement. (Sí, exactamente).
—¿Son extranjeras? —pregunté, sorprendida de oírlas hablar en francés.
—La niñera es extranjera: Adela nació en el continente y, según creo, no lo abandonó hasta hace seis meses. Cuando llegó no sabía ni una palabra de inglés, pero ahora ya empieza a chapurrearlo. Yo soy incapaz de entender lo que dice, lo mezcla todo con el francés, pero supongo que usted podrá captar el significado de sus palabras.
Afortunadamente, yo había disfrutado de la ventaja de aprender francés de la mano de una profesora nativa. Siempre mostré un gran interés por conversar con madame Pierrot tan a menudo como era posible, y durante los últimos siete años dediqué horas cada día a memorizar palabras y expresiones (obligándome a luchar contra el acento y a imitar con la mayor fidelidad posible la pronunciación de la maestra); de manera que había llegado a adquirir un cierto grado de fluidez y corrección en dicha lengua, algo que sin duda iba a serme de provecho con la señorita Adela. Al oír que yo sería su institutriz, la niña vino y me estrechó la mano. Mientras la acompañaba a desayunar, le dirigí varias frases en su lengua natal, a las que respondió, aunque de manera escueta. Sin embargo, una vez sentadas a la mesa y después de observarme atentamente con sus ojos de gacela durante más de diez minutos, se lanzó de repente a charlar sin parar.
—¡Ah! —gritó en francés—. Usted habla mi idioma tan bien como el señor Rochester. Podemos hablar igual que con él, tanto yo como Sophie. Ella estará encantada: aquí nadie la entiende. La señora Fairfax solo sabe inglés. Sophie es mi niñera, vino conmigo en un barco que tenía una chimenea muy grande que echaba humo. ¡Y cuánto humo! Y yo estaba enferma, y Sophie también, y el señor Rochester. El señor Rochester se tumbaba en el sofá de una bonita habitación a la que llamaban el salón, y Sophie y yo teníamos camas en otra parte. La mía era como un estante y estuve a punto de caerme. Y mademoiselle... ¿cómo se llama?
—Eyre, Jane Eyre.
—¿Aïre? ¡Bah! No puedo decirlo. Bueno, nuestro barco se detuvo de madrugada, antes de que saliera el sol, en una gran ciudad. Era un lugar enorme, lleno de casas oscuras y de humo. No se parecía en nada a la pequeña y limpia ciudad de la que procedo, y el señor Rochester me cogió en brazos para cruzar por un tablón y llegar a tierra. Sophie cruzó después y todos nos metimos en un coche que nos llevó a una casa grande y bonita, más grande y más bonita que esta, llamada hotel. Permanecimos allí durante casi una semana. Yo y Sophie solíamos dar paseos por un lugar lleno de árboles al que llamaban el parque. Había montones de niños y un estanque en el que se posaban preciosos pájaros, y yo les tiraba migas de pan para que comieran.
—¿La entiende cuando habla tan rápido? —preguntó la señora Fairfax.
La comprendía perfectamente ya que estaba acostumbrada a la ágil lengua de madame Pierrot.
—Desearía que le hiciera un par de preguntas sobre sus padres —prosiguió la buena señora—. Me pregunto si se acuerda de ellos.
—Adèle, ¿con quién vivías cuando estabas en esa pequeña y limpia ciudad de la que hablaste?
—Hace tiempo vivía con mamá, pero ahora ella está en el cielo. Mamá me enseñaba a cantar y a bailar, y a recitar poemas. Mamá recibía las visitas de multitud de damas y de caballeros, y yo solía bailar para ellos o me sentaba en sus rodillas para cantar. Me encantaba. ¿Quiere oírme cantar ahora?
Había terminado de desayunar, así que le di permiso para ofrecernos una muestra de sus habilidades. Descendió de la silla y vino a sentarse sobre mis rodillas. Entonces, entrelazando los dedos en un gesto de disimulada coquetería, echó los rizos hacia atrás y, con la mirada perdida en las alturas, entonó un fragmento de alguna ópera. Representaba el lamento de una dama traicionada que, tras llorar por la perfidia de su amante, invoca a su orgullo; pide a su criada que traiga ante ella sus mejores joyas y sus más ricos vestidos, a la vez que decide encontrarse con el perverso amante en un baile esa misma noche y fingir ante él una absoluta indiferencia, para que este no advierta lo mucho que le ha afectado su traición.
El tema no era el más adecuado para ser cantado por una niña, pero supongo que la gracia de la exhibición residía en oír esas notas de amor y celos moduladas por una voz infantil. Una gracia de bastante mal gusto, en mi opinión.
Adèle entonó la canción sin desafinar y con la inocencia propia de su edad. Cuando acabó, se puso en pie de un salto y dijo:
—Ahora, mademoiselle, voy a recitarle un poema.
Se puso en situación e inició «La Ligue des Rats», fable de La Fontaine. Declamó la breve obra poniendo una gran atención en la puntuación y la entonación, cambiando de voz cuando el texto lo requería y ajustando sus gestos al sentido de la historia. Todo ello era inusual para una niña de su edad y demostraba que había sido bien enseñada.
—¿Fue tu mamá quien te enseñó este poema? —pregunté.
—Sí, y ella siempre solía decirlo así: «Qu'avez vous donc? Lui dit un des ces rats; parlez!» (¿Qué tienes? —le dijo una de las ratas—. ¡Habla!). Ella me hacía alzar la mano, así, para recordarme que debía marcar el tono en la pregunta. ¿Le apetece verme bailar?
—No, ya es suficiente. Pero, después de que tu mamá se fuera al cielo, como tú dices, ¿con quién vivías?
—Con madame Frédéric y su marido. Ella cuidaba de mí, pero no somos parientes. Creo que es pobre, porque su casa no era tan bonita como la de mamá. No estuve en ella mucho tiempo: el señor Rochester me preguntó si me gustaría vivir con él en Inglaterra y yo le dije que sí. Conocía al señor Rochester desde antes que a madame Frédéric, y él siempre había sido amable conmigo y me regalaba vestidos y juguetes. Pero no ha cumplido su promesa: me ha traído a Inglaterra y él ha regresado, así que nunca le veo.
Después del desayuno, Adèle y yo entramos en la biblioteca. Al parecer, el señor Rochester había dado órdenes directas de que fuera utilizada como sala de estudio. La mayoría de los libros permanecían cerrados detrás de puertas de cristal, pero había unos estantes abiertos que contenían todo lo necesario para la enseñanza elemental, además de varios volúmenes de literatura variada, poesía, biografías, relatos de viajes y unas cuantas novelas. Supongo que él había creído que eran todo lo que una institutriz podía desear para distraerse y, de hecho, la selección me dejó bastante satisfecha. Comparados con los escasos libros que había conseguido en Lowood, estos parecían ofrecer una amplia variedad de entretenimiento e información. En la habitación también había un piano, bastante nuevo y afinado, un caballete de pintor y un par de globos terráqueos.
Descubrí que mi alumna era bastante dócil, aunque poco inclinada al estudio. No estaba habituada a ningún esfuerzo constante. Sentí que sería contraproducente exigirle demasiado al principio, así que al mediodía, después de haber hablado mucho con ella y conseguido que aprendiera un par de cosas, le di permiso para que fuera en busca de su niñera. Luego decidí mantenerme ocupada hasta la hora de comer esbozando algunos dibujos que podían sernos útiles para las clases.
Cuando subía a buscar la carpeta y los lápices, la señora Fairfax me llamó.
—Supongo que ha terminado la clase de la mañana.
Se dirigió a mí desde una habitación cuyas puertas estaban abiertas. Entré al oír su voz: era una sala amplia y lujosa con la tapicería y las cortinas de color violeta, en la que podía verse una alfombra turca, las paredes cubiertas de nogal, cristales policromados en las ventanas y un techo altísimo finamente moldeado. La señora Fairfax quitaba el polvo de unos jarrones de color violeta que había sobre un aparador.
—¡Qué hermosa habitación! —exclamé, mientras mis ojos recorrían la estancia. En la vida había visto una sala la mitad de majestuosa que aquella.
—Sí, es el comedor. Acabo de abrir las ventanas para que se airee un poco. Estas habitaciones cogen mucho olor a cerrado si se usan poco. El estudio del señor, por ejemplo, parece una cripta.
Señalaba a un amplio arco, frente a la ventana, del que colgaba una cortina de color violeta, ahora recogida por encima de la arcada. Llegué hacia él a través de dos anchos escalones, maravillada por lo que veía. Por un momento pensé que me encontraba en el escenario de un cuento de hadas, de tan fantástica que resultó la imagen a mis ojos inexpertos. Y eso que se trataba únicamente de un bonito salón con un gabinete incluido. En ambos había alfombras blancas estampadas con brillantes guirnaldas de flores; ambos techos estaban decorados con níveas molduras que representaban racimos de uva y hojas de parra, formando un vivo contraste con el púrpura que centelleaba en los cojines y otomanas. Los adornos de la chimenea eran de reluciente cristal de Bohemia, rojo rubí, y los grandes espejos colgados entre las ventanas se encargaban de reflejar aquella mezcla de fuego y nieve.
—¡Qué ordenadas tiene usted estas habitaciones, señora Fairfax! Sin polvo, sin telas que cubran los muebles. Si no fuera por el frío que hace, se diría que se usan a diario.
—¿Sabe una cosa, señorita Eyre? La verdad es que aunque el señor Rochester no suele visitarnos muy a menudo, su llegada siempre se produce de manera inesperada. Como observé que le molestaba mucho encontrar los muebles enfundados y que su súbita aparición desencadenase un torbellino de frenética actividad, decidí mantener las habitaciones siempre a punto.
—¿Es el señor Rochester un hombre maniático y exigente?
—No demasiado, pero posee las costumbres y los gustos de un caballero y espera que las cosas se hagan conforme a sus deseos.
—¿A usted le resulta simpático? ¿Cae bien a la gente?
—Oh, sí. La familia siempre ha gozado de mucho respeto aquí. Casi toda la tierra de este condado, hasta donde le alcance la vista, ha pertenecido a los Rochester desde tiempos inmemoriales.
—Ya, pero dejando las tierras al margen, ¿usted le aprecia? ¿La gente le quiere por sí mismo?
—No existe ninguna razón para que no le aprecien, y creo que sus arrendatarios le consideran un amo justo y liberal, pero lo cierto es que nunca ha pasado demasiado tiempo con ellos.
—Pero ¿no tiene algún rasgo peculiar? Me refiero a cómo es su carácter.
—Bueno, puede decirse que es un hombre de carácter impecable. Tal vez sea algo especial: sus múltiples viajes le han llevado por casi todo el mundo. Me atrevería a decir que es un hombre inteligente, aunque nunca he entablado largas conversaciones con él.
—¿En qué sentido es especial?
—No sé, no resulta fácil describirlo... Nada que llame en exceso la atención; no obstante, cuando te habla, nunca estás segura de si lo hace en serio o en broma, de si está contento o disgustado. En definitiva, cuesta comprenderlo, al menos, a mí. Pero no importa: es un buen amo.
Esa es toda la información que pude obtener de la señora Fairfax acerca del señor. Hay personas así, incapaces de describir un carácter y de observar los aspectos más llamativos tanto de personas como de objetos. La buena señora era una de ellas. Mis preguntas se limitaban a confundirla. A sus ojos, el señor Rochester era el señor Rochester: un caballero, un terrateniente. Eso era todo lo que le interesaba averiguar, y era evidente que mis esfuerzos por hacerme una idea de la forma de ser del señor le resultaban bastante extraños.
Cuando salimos del comedor, se ofreció a mostrarme el resto de la casa. La seguí, subiendo y bajando escaleras, y admirando al pasar el buen gusto que destilaba cada uno de sus rincones. Hallé especialmente lujosas las amplias habitaciones de la parte delantera, y me atrajo el aire de antigüedad que se respiraba en algunas del tercer piso, pese a ser estancias mas bien oscuras y de techos bajos. Con el paso de los años las modas cambiaban, y los muebles que antaño adornaron las salas principales habían ido llenando los cuartos superiores. La débil luz que se colaba por las estrechas ventanas mostraba lechos de más de cien años; baúles de roble y nogal con grabados de hojas de palma y cabezas de ángeles, que hacían pensar en el Arca de la Alianza; filas de sillas de venerable aspecto, de respaldo alto y estrecho; banquetas aún más antiguas en cuyos cojines podían vislumbrarse restos de bordados, realizados por manos que ya llevaban dos generaciones enterradas. Todas estas reliquias daban al tercer piso de Thornfield Hall el aspecto de un hogar del pasado, un sepulcro de recuerdos. A la luz del día transmitían una atmósfera de silencio, penumbra y sosiego, pero por nada del mundo habría pasado una noche en una de esas anchas y sólidas camas: algunas cerradas detrás de puertas de roble; otras ocultas bajo antiguos cortinajes ingleses, repletos de bordados con la forma de extrañas flores, extrañas aves y extraños rostros, a los que la pálida luz de la luna conferiría un aire sobrecogedor.
—¿Los criados duermen en estas habitaciones? —pregunté.
—No, ocupan unos cuartos más pequeños en la parte de atrás. Nadie duerme aquí. Una diría que, de haber un fantasma en Thornfield Hall, esta sería su guarida.
—Lo creo. ¿Y no hay ningún fantasma?
—Ninguno del que yo haya oído hablar —respondió sonriente la señora Fairfax.
—¿Ni siquiera leyendas o relatos del pasado? ¿Alguna tradición?
—No lo creo. Y eso que se dice que los Rochester han sido una estirpe violenta. Tal vez sea por eso que ahora descansan tranquilamente en sus tumbas.
—Sí. «Tras la intensa fiebre de la vida llega el reposo más plácido» —murmuré. Vi que la señora Fairfax se alejaba y le pregunté adónde se dirigía.
—Al tejado. ¿Quiere acompañarme y contemplar el paisaje desde allí?
La seguí de nuevo, subimos una empinada escalera hasta el ático; una vez allí, ascendimos otra escalera y salimos al tejado a través de una trampilla. Ahora estaba al mismo nivel que la colonia de grajos y podía observar sus nidos. Apoyada en las almenas, dejé que mi mirada recorriese los campos como si se tratara de un mapa: la hierba brillante y aterciopelada que se extendía hasta la base de la gris mansión; el campo, amplio como un parque y salpicado de viejos árboles; el bosque, seco y amarillento, dividido por un sendero desdibujado por causa de la maleza que mostraba un verde aún más intenso que el de las copas de los árboles; la iglesia junto a la verja, el camino, las tranquilas colinas reposando bajo el sol otoñal... Todo ello delimitado por un cielo azul con perlas de mármol blanco. No había nada extraordinario en la escena, pero el conjunto era agradable. Al retomar el descenso por la escalera apenas podía distinguir dónde ponía los pies. El ático parecía oscuro como una tumba comparado con la claridad azulada del exterior, con aquel paisaje crepuscular formado por el bosque, los prados y la verde colina, que yo había estado contemplando con ávido placer.
La señora Fairfax se detuvo unos instantes para cerrar la trampilla. A tientas, conseguí hallar la salida del ático y descendí por la estrecha escalera, que me condujo hasta un largo corredor que separaba las habitaciones delanteras y traseras del tercer piso. Era estrecho, oscuro y de techo bajo, con solo una ventana en uno de los extremos; las dos filas de negras puertas cerradas, a ambos lados, recordaban al castillo de Barba Azul.
Mientras avanzaba lentamente por él, llegó a mis oídos una carcajada, el último sonido que yo esperaba escuchar en una zona tan solitaria. Fue una risa peculiar, inconfundible, triste y solemne. Me detuve, y el sonido cesó durante un momento, para luego repetirse con más fuerza que antes, ya que al principio, aunque audible, había sido una risa grave. Recorrió el pasillo como un grito clamoroso, despertando ecos en los rincones solitarios. Pese a ello, habría jurado que procedía de una sola habitación y habría podido señalar la puerta tras la que se ocultaba.
—¡Señora Fairfax! —grité al escuchar sus pasos por las escaleras—. ¿Ha oído esa risa? ¿A quién pertenece?
—Debe de ser alguna criada, —respondió—. Grace Poole, seguramente.
—¿La ha oído?
—Oh, sí. Con toda claridad. No es la primera vez que la oigo. Grace cose en una de esas habitaciones; a veces Leah sube a hacerle compañía y acaban haciendo mucho ruido.
La risa se repitió, en un tono más bajo, casi gutural, acabando en un extraño murmullo.
—¡Grace! —exclamó la señora Fairfax.
La verdad es que yo no esperaba que contestara ninguna Grace. La risa era tan trágica, tan sobrenatural, que no parecía proceder de una garganta humana. Suerte que era mediodía y que no había rastro de fantasmas que provocaran temor, o de lo contrario me habría dejado llevar por un pánico cerval. De hecho, no hay duda de que el acontecimiento me había asustado como a una tonta.
Se abrió una puerta cercana y por ella salió una criada. Era una mujer de entre treinta y cuarenta años, de complexión cuadrada, pelirroja, y con un rostro que no mostraba la menor expresión. Apenas podía imaginarse una figura menos fantasmagórica o romántica que aquella.
—Haces demasiado ruido, Grace —reconvino la señora Fairfax—. ¡Recuerda las órdenes!
Grace hizo una silenciosa reverencia y volvió a meterse en el cuarto.
—Viene a coser y a ayudar a Leah con las tareas de casa —prosiguió la viuda—. Tiene algunos defectos, pero en general cumple con sus obligaciones. Por cierto, ¿cómo le ha ido el primer día de clase con su pupila?
La conversación versó entonces sobre Adèle, y continuó hasta que llegamos abajo, a la zona alegre e iluminada de la casa. Adèle llegó corriendo hasta nosotras.
—Mesdames, vous êtes servies! J'ai bien faim, moi! (¡Señoras, la comida está lista! ¡Y yo tengo hambre!) —añadió.
La comida nos esperaba en la habitación de la señora Fairfax.
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