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Capítulo X

Hasta el momento he relatado con todo detalle todos los acontecimientos de mi insignificante existencia. He dedicado a los diez primeros años de mi vida casi el mismo número de capítulos. Sin embargo, esta no es una autobiografía al uso: solo pretendo narrar aquellos recuerdos que posean un cierto grado de interés, y por ello voy a dejar en blanco un espacio de casi ocho años. Solo son necesarias unas cuantas líneas para que no se pierda el hilo de la historia.

El tifus fue desapareciendo gradualmente de Lowood, pero no hasta haber cumplido con su devastadora misión, provocando que la atención pública se fijara en la virulencia de la epidemia y en el elevado número de víctimas. Se investigó el foco de la infección y salieron a la luz varios hechos que suscitaron un alto grado de indignación pública. La insalubre naturaleza del lugar, la cantidad y la calidad de la alimentación de las niñas, el agua medio salada y contaminada que se usaba en la preparación de las comidas, las miserables condiciones de la ropa y del alojamiento: todo se destapó, y el resultado de dicho hallazgo fue una maldición para el señor Brocklehurst, pero una bendición para la institución.

Algunos individuos del condado, de buena familia y buen corazón, realizaron importantes donaciones para la construcción de un edificio en un emplazamiento más adecuado. Se instauraron nuevas reglas que mejoraban la dieta y el estado de la ropa y los fondos de la escuela fueron confiados a manos de un comité. El señor Brocklehurst mantuvo su puesto de tesorero gracias a su riqueza y a las influencias familiares, pero se contrató a una persona que le descargara de todas sus obligaciones: un caballero de mentalidad más amplia y compasiva, que compartía sus tareas de inspección con otros que sabían combinar la razón y la severidad, el confort con la economía y la compasión con el sentido común. Realizadas todas estas mejoras, la escuela llegó a ser una institución verdaderamente útil y digna. Después de las reformas, permanecí dentro de sus muros durante ocho años: seis de ellos como alumna y dos como profesora, y desde ambos puestos puedo dar testimonio de su valor y de su gran labor educativa.

A lo largo de estos ocho años, llevé una vida rutinaria pero no infeliz, ya que siempre me mantuve activa. Tuve a mi alcance los medios para adquirir una excelente educación. Disfrutaba de verdad aprendiendo y deseaba sobresalir en todas las materias y complacer a las profesoras, en especial a aquellas por quienes sentía afecto. Aproveché, pues, todas las ventajas que se me ofrecieron, y con el tiempo llegué a ser la primera alumna del colegio. Más tarde, se me concedió el empleo de profesora, puesto que desempeñé con celo durante dos años. Pero, transcurrido este tiempo, algo cambió.

Pese a todas las innovaciones, la señorita Temple había conservado su cargo como supervisora de la institución. Debo a sus enseñanzas la mayor parte de mis logros, y su amistad y compañía supusieron una fuente de continuo placer. Para mí, ella ocupó sucesivamente el lugar de una madre, una institutriz, y por último el de una amiga. Fue en este último periodo cuando se casó y se fue a vivir a un condado lejano en compañía de su marido (un clérigo, un caballero excelente casi digno de una esposa como ella). Por tanto, nuestros caminos se separaron.

Todo cambió en el mismo día de su partida: con ella se habían marchado todas las sensaciones que me unían a Lowood, todos los sentimientos que habían convertido la escuela en algo parecido a un hogar. Durante años había tomado prestados aspectos del carácter de la señorita Temple y adoptado la mayor parte de sus hábitos: mis pensamientos ganaron en serenidad y mis sentimientos perdieron el ímpetu infantil. Yo había abierto las puertas de mi mente a la obligación y al orden. Estaba tranquila. Creía que era feliz: tanto a los ojos de los demás como a los míos propios, yo aparentaba ser una persona de carácter disciplinado y sumiso.

Pero el destino, en forma del reverendo Nasmyth, se interpuso entre la señorita Temple y yo. La vi montar en el carruaje, vestida de novia, poco después de la ceremonia nupcial; vi cómo el coche se perdía tras las colinas y luego me retiré a mi habitación. Allí pasé la mayor parte del medio día de fiesta que nos habían concedido en honor a la ocasión.

Dediqué el tiempo a dar vueltas por el cuarto, regodeándome en la pena que sentía por la ausencia de mi amiga y meditando en qué podría hacer para repararla, pero, cuando concluí estas reflexiones, alcé los ojos y vi que la noche había traído consigo un nuevo descubrimiento. En una sola tarde, había sufrido un proceso de transformación: mi mente había olvidado todo lo que había aprendido de la señorita Temple, o mejor dicho, la atmósfera de serenidad que se respiraba en su compañía se había esfumado con ella, y, ahora mi naturaleza bullía bajo el tumulto de viejas y conocidas emociones. Me habían arrebatado la razón que sustentaba mi sumisión; no me fallaba la capacidad de sentirme en paz, pero el motivo de esa paz se había perdido. Mi mundo había girado alrededor de Lowood durante años: toda mi experiencia se reducía a sus reglas y métodos. Ahora, de repente, recordaba que el mundo era enorme, y que todo un abanico de sensaciones, de esperanzas y de temores, aguardaban a quienes tenían el valor de lanzarse a por todas y buscar la auténtica sabiduría de la vida sorteando sus peligros.

Fui hacia la ventana, la abrí y miré al exterior. Ahí estaban las dos alas del edificio, el jardín, los confines montañosos de Lowood, y luego, mas allá, el horizonte. Mis ojos fueron a posarse en el punto más remoto, las cimas azuladas. Quería rebasar esas colinas, ese cerco de rocas y brezo que parecía formar los muros de una cárcel, los límites del exilio. Seguí con la mirada el blanco sendero, que llegaba hasta la base de una montaña para luego desaparecer por una garganta entre dos picos. ¡Cómo deseaba alejarme por él! Recordé el anochecer en que yo recorrí ese mismo camino, a bordo de un carruaje. Parecía que había pasado una eternidad desde el día en que viera Lowood por vez primera: desde ese momento, nunca había salido de este lugar. Había pasado en él todas las vacaciones. La señora Reed jamás me había invitado a volver a Gateshead. Ni ella, ni nadie de su familia, vino nunca a visitarme. No mantuve correspondencia con ninguna persona ajena al colegio: solo reglas del colegio, obligaciones del colegio, hábitos y responsabilidades del colegio; las voces, las caras, las frases, las costumbres, las simpatías y las antipatías de alumnas y profesoras, habían conformado toda mi existencia. Y ahora sentía que no era bastante: el peso de ocho años de rutina cayó sobre mi en una sola tarde. La falta de libertad me ahogaba, y por ella elevaba mis súplicas en forma de oración, pero el suave viento parecía dispersarlas sin respuesta. Fue entonces cuando opté por una petición más humilde: algún estímulo que supusiera un cambio, pero este deseo también se desvaneció en el espacio. «¡Entonces —grité al borde de las lágrimas—, concédeme al menos una nueva servidumbre!»

Justo en ese momento sonó el timbre que anunciaba la cena.

No pude retomar mis reflexiones hasta la hora de acostarme, e incluso entonces la insulsa charla de la profesora que compartía habitación conmigo me mantuvo alejada del tema que tanto ansiaba meditar. ¡Qué ganas tenía de que se durmiera! Estaba segura de que, si pudiera volver a la idea que había penetrado en mi mente mientras estaba junto a la ventana, lograría hallar una solución al problema.

Por fin, los ronquidos de la señorita Gryce llenaron la habitación. Era una robusta galesa, cuyos sonidos nasales siempre habían sido percibidos por mí como una verdadera molestia. Esa noche, sin embargo, escuché las primeras notas con satisfacción. Ya estaba libre de interrupciones y las ideas aletargadas volvieron a mi mente.

«¡Una nueva servidumbre! Eso es una posibilidad», hablaba conmigo misma (mentalmente, se entiende, y no en voz alta). «Sé que lo es porque no suena tan placentero como Libertad, Excitación o Diversión, palabras deliciosas, pero que para mí no son más que meros sonidos, tan profundos y efímeros que escucharlos no es sino una pérdida de tiempo. ¡Pero Servidumbre! Eso es algo real. Una debe servir a alguien: yo lo he hecho aquí durante ocho años. Lo único que quiero es servir en otro lugar. ¿Es que no puedo conseguirlo? ¿No es algo factible? Sí, sí lo es: el fin buscado no es tan difícil. Si tuviera una mente lo bastante activa como para descubrir el medio de lograrlo...»

Me senté en la cama, intentando poner en marcha ese cerebro medio atontado. La noche era muy fría; me cubrí los hombros con un chal y luego me dediqué a estrujar el cerebro con todas mis fuerzas.

«¿Qué es lo que quiero? Un nuevo puesto, en una casa nueva, entre caras nuevas y en nuevas circunstancias. Desear algo mejor es absurdo. ¿Cómo logra la gente un empleo? Acuden a sus amistades, supongo. Yo no tengo amigos. Debe de haber otros muchos en mi misma situación, sin nadie a quien recurrir. ¿Cómo se las arreglan?»

No tenía respuesta. Puse orden en mis ideas con el fin de obtener una solución lo antes posible. Mi cerebro trabajaba cada vez más rápido, sentía cómo el pulso latía en mis sienes, pero pasé casi una hora en medio de la mayor confusión, sin sacar ningún resultado del esfuerzo. Agotada por tan arduo e inútil trabajo, me levanté y caminé por la habitación; corrí la cortina, vislumbré un par de estrellas, me estremecí de frío y opté por volver a la cama.

En mi ausencia, un hada buena debía de haber depositado la respuesta en la almohada, ya que al echarme de nuevo esta surgió en mi mente de la forma más tranquila y natural: «Aquellos que desean cambiar de trabajo se anuncian en un periódico. Tú debes hacerlo en el Herald del condado».

«¿Cómo? No sé una sola palabra de anuncios.»

La respuesta llegó rauda y veloz:

«Debes introducir el anuncio y el dinero en un sobre a nombre del editor del periódico; debes depositarlo lo antes posible en la oficina de correos de Lowton, indicando que las respuestas deben dirigirse a J. E. A la misma oficina de correos. Una semana después de haber enviado el anuncio, vas a preguntar si has recibido alguna carta a tu nombre, y en caso de que así sea, actúas en consecuencia.»

Repasé este plan varias veces, hasta que mi mente lo asumió por completo. Podía ponerlo en práctica con los ojos cerrados. Orgullosa de mí misma, me dormí.

Me levanté al amanecer. Antes de que el primer timbre despertara al resto del colegio, ya había redactado el anuncio, lo había metido en un sobre y había escrito la dirección. Decía lo siguiente:

Una joven señorita habituada a la enseñanza (¿no llevaba dos años siendo maestra de Lowood?) desea encontrar un puesto de institutriz en una casa particular, con niños menores de catorce años (creí que mi edad, acababa de cumplir los dieciocho, me impedía tomar las riendas de la educación de pupilos mayores). Está cualificada para dar lecciones de las materias que conforman la educación inglesa tradicional, además de francés, dibujo y música (lector, puedo asegurarte de que en esos días este limitado abanico de conocimientos era relativamente aceptable). Dirigir las respuestas a J. E. Oficina de correos de Lowton, condado de...

El documento permaneció todo el día en el interior del cajón. Después del té, pedí permiso a la nueva supervisora para ir hasta Lowton con el fin de realizar algunos encargos propios y un par que me habían solicitado algunas compañeras. Mi petición no halló oposición alguna. Era un paseo de más de tres kilómetros y la tarde se presentaba húmeda, pero los días aún eran largos. Visité varias tiendas y dejé la carta en la estafeta de correos, volviendo a casa bajo una intensa lluvia. Llegué con la ropa chorreando, pero con el corazón satisfecho.

La semana siguiente se me hizo eterna. Por fin acabó, como todas las cosas que se rigen por el movimiento de la luna, y una vez más, al atardecer de un agradable día de otoño, me encontré recorriendo el camino hacia Lowton. Lo cierto es que se trataba de una senda pintoresca que avanzaba a orillas del riachuelo siguiendo las suaves curvas del valle, pero ese día mi único pensamiento eran las cartas que tal vez me aguardaban en el pueblo.

La excusa que me había permitido salir en esta ocasión era la necesidad de que me tomaran las medidas para unos zapatos nuevos, así que lo primero que hice fue quitarme de encima ese asunto para luego encaminar mis pasos a la oficina de correos que se encontraba enfrente de la zapatería. La encargada era una dama de avanzada edad, con gafas de pasta y mitones negros.

—¿Hay alguna carta para J. E.? —pregunté.

Me miró por encima de las gafas, abrió un cajón y revisó el contenido de este durante un buen rato, tan largo que mis esperanzas empezaron a desvanecerse. Por fin, después de sostener un documento delante de sus narices por más de cinco minutos, lo dejó sobre el mostrador, acompañando su acción con otra mirada inquisitiva y desconfiada. En el sobre estaban escritas las iniciales J. E.

—¿Solo hay una?

—No hay ninguna más —respondió.

Guardé la misiva en el bolsillo y volví a casa a toda prisa. No tenía tiempo para abrirla en ese momento: eran casi las siete y media, y las reglas me obligaban a estar de vuelta a las ocho en punto.

Varias obligaciones me esperaban a mi llegada: primero tuve que vigilar la hora de estudio de las niñas, después me tocó leer las oraciones y acompañarlas al dormitorio; luego tuve que cenar con las otras profesoras. Incluso cuando llegó la ansiada hora de retirarnos a descansar, me aguardaba la compañía de la inevitable señorita Gryce. Disponíamos solo de una mecha muy corta en el candelabro, y temí que su insistente charla habitual se prolongase hasta consumir la vela por completo. Por suerte, la copiosa cena le produjo unos efectos soporíferos casi inmediatos: ya roncaba cuando me metí en la cama. Quedaba aún un minúsculo pedazo de mecha. Saqué el sobre, sellado con la inicial F., y lo rasgué. El contenido era breve:

Si J. E., cuyo anuncio apareció en el Herald del condado de... del pasado jueves, posee las cualificaciones que especifica en él, y se halla en posición de ofrecer referencias satisfactorias acerca de su carácter y experiencia, puede acceder a un empleo en el que debería encargarse de la enseñanza de una única pupila de diez años de edad, por un salario de treinta libras al año. Se requiere que J. E. envíe por correo sus referencias, su nombre, dirección y todos los demás pormenores a la siguiente dirección:

Señora Fairfax, Thornfield, cerca de Millcote, condado de...

Dediqué un largo rato a examinar el documento. El estilo de la escritura era anticuado y bastante confuso, como si correspondiera a una señora mayor. Este hecho me resultaba satisfactorio: me había atenazado el temor de acabar envuelta en algún lío ahora que me decidía a actuar por mi cuenta y riesgo. Sobre todas las cosas, deseaba que el resultado de mis esfuerzos fuera respetable, adecuado, en règle, y me daba la impresión de que una dama de avanzada edad confería una cierta dignidad al asunto que me traía entre manos. ¡La señora Fairfax! El nombre suscitaba la imagen de una dama vestida de negro, con velo de viuda; de aire distante, tal vez, pero no antipático: el modelo de respetabilidad inglesa. ¡Thornfield! Sin duda era el nombre de una casa: un lugar limpio y ordenado, de eso estaba segura, aunque no lograba diseñar un plan correcto acorde a esas premisas. Millcote, condado de...: me esforcé por recordar el mapa de Inglaterra. Sí, ahí estaba, unos cien kilómetros más cerca de Londres que este remoto lugar en el que me encontraba. Eso ya era un punto a su favor. Ansiaba vida y movimiento, y Millcote era una gran ciudad industrial situada a orillas del A...; un lugar muy animado, sin duda. Tanto mejor, al menos supondría un cambio radical en mi vida. No es que me atrajera especialmente la idea de estar rodeada de altas chimeneas y nubes de humo, «pero —pensé—, lo más probable es que Thornfield se halle bastante lejos de la ciudad».

La mecha de la vela se extinguió, dejándome a oscuras.

Al día siguiente me decidí a actuar. Ya no podía seguir guardando en secreto mis planes: el éxito de mi empresa pasaba por hacerlos públicos. Obtuve una cita con la supervisora durante el recreo del mediodía y le comuniqué que me había surgido la posibilidad de obtener una nueva colocación donde el salario sería el doble del que cobraba entonces (quince libras al año); le pedí después que expusiera el asunto al señor Brocklehurst o a algún otro miembro del comité y averiguara si me permitirían usar sus nombres en mis referencias. Ella se avino de buena gana a mediar en el asunto y se lo transmitió al día siguiente al señor Brocklehurst. Este dijo que era forzoso comunicárselo por escrito a la señora Reed, ya que seguía siendo mi tutora. La respuesta de dicha dama no tardó en llegar afirmando que «yo podía hacer mi santa voluntad, ya que hacía mucho tiempo que ella había renunciado a interferir en mis asuntos». Esta nota fue leída por todo el comité y, por fin, después de una demora que se me hizo casi insoportable, recibí el permiso formal para buscar una mejora en mis condiciones laborales, junto con la promesa de que me facilitarían un certificado, firmado por los inspectores de la institución, que dejara constancia de mi buen comportamiento en Lowood, tanto en los días de alumna como de profesora, alabando mi carácter y mis habilidades.

Una semana después, dicho documento llegaba a mis manos. Envié una copia a la señora Fairfax y la respuesta de esta dama no se hizo esperar. En ella afirmaba que se sentía satisfecha con la información recibida y fijaba para dos semanas más tarde el día en que debería incorporarme a su hogar en calidad de institutriz.

A partir de ese instante los preparativos ocuparon todo mi tiempo. Los quince días pasaron a toda velocidad. No disponía de demasiada ropa, solo la imprescindible para mis necesidades, y bastó un solo día para meterla en el baúl, el mismo que había transportado mis pertenencias ocho años antes, cuando llegué allí, procedente de Gateshead.

El baúl fue atado y etiquetado con mi nombre. El cochero debía trasladarlo a Lowton en media hora, donde yo lo recogería a la mañana siguiente muy temprano. Había cepillado el vestido de viaje de paño negro y preparado el sombrero, los guantes y los manguitos. Después revisé los cajones para asegurarme de no olvidar nada en ellos. Ya estaba todo hecho. Podía sentarme e intentar descansar, pero esto último me resultó imposible. Aunque llevaba todo el día de pie, estaba demasiado nerviosa para permanecer quieta. Esa noche cerraba una fase de mi vida, y el nuevo día abriría otra. ¿Cómo iba a dormir tranquilamente? Debía mantenerme alerta, vigilando que todo saliera como estaba previsto.

—Señorita —dijo una criada con la que me crucé en el salón que yo recorría como un alma en pena—, abajo hay alguien que desea verla.

«El cochero, sin duda», pensé, y corrí escaleras abajo sin más preguntas. Estaba cruzando la sala trasera, el lugar donde las profesoras recibíamos a las visitas, cuando alguien salió de ella a través de la puerta entreabierta.

—¡Estoy segura de que es ella! La habría reconocido en cualquier parte —gritó una mujer, deteniéndome y tomándome de la mano.

La miré: ante mí tenía a una mujer vestida como una criada de buena casa, con aire maternal aunque todavía joven. Era muy atractiva: tenía el cabello y los ojos negros, y un aire muy enérgico.

—Bueno, ¿quién soy? —preguntó en un tono que me era vagamente familiar, y luciendo en su rostro una media sonrisa—. ¿No se habrá olvidado de mí, señorita Jane?

En un segundo nos fundimos en un abrazo, mientras yo la besaba una y otra vez sin poder contenerme. No podía decir nada aparte de: «¡Bessie! Bessie!», a lo que ella respondía riendo y llorando a la vez. Entramos en la sala. Junto al fuego, había un chico de unos tres años vestido con un pantalón y una chaqueta a cuadros.

—Este es mi hijo —dijo Bessie.

—¿Te has casado?

—Sí. Hace ya cinco años, con Robert Leaven, el cochero. Además de Bobby, tengo una niña a la que he puesto el nombre de Jane.

—¿Sigues viviendo en Gateshead?

—Vivo en la portería. El antiguo portero se marchó.

—¿Y cómo les va a todos por allí? Tienes que contármelo todo, Bessie. Pero siéntate primero. Bobby, ven a sentarte sobre mis rodillas, ¿quieres?

Pero Bobby prefirió seguir al lado de su madre.

—No se ha hecho muy alta, señorita Jane, ni muy corpulenta —prosiguió la señora Leaven—. Me atrevería a decir que no la han tratado demasiado bien en el colegio: no le llega ni al hombro a la señorita Eliza, y la señorita Georgiana abulta el doble que usted.

—Georgiana debe de ser toda una belleza, ¿verdad?

—En efecto. El invierno pasado viajó a Londres con su mamá, y allí fue la admiración de todos. Un joven lord se enamoró de ella, pero la familia de él se opuso a esta relación, ¡y nunca adivinaría lo que hicieron! Él y la señorita Georgiana trazaron planes para huir juntos, pero fueron descubiertos y la fuga no llegó a producirse. Fue Eliza quien lo descubrió todo. Creo que tenía envidia de su hermana. Ahora se pasan el día peleándose como el perro y el gato.

—¿Y qué ha sido de John Reed?

—Bueno, no se ha convertido en lo que su mamá esperaba de él. Fue a la universidad, pero le expulsaron... Creo que lo dicen así. Entonces sus tíos quisieron hacer de él un abogado y que estudiara derecho, pero es un joven tan disipado que nunca sacarán de él nada bueno.

—¿Qué aspecto tiene?

—Es muy alto y algunas personas le consideran atractivo, pero tiene esos labios tan gruesos...

—¿Y la señora Reed?

—La señora se conserva fuerte y sin muchas arrugas, pero creo que no está demasiado tranquila: la conducta del señor John la preocupa. Él gasta el dinero a espuertas.

—¿Fue ella quien te envió, Bessie?

—No. Pero tenía muchas ganas de verla y, al enterarme de que había llegado una carta suya diciendo que se mudaría al otro lado del país, me decidí a visitarla antes de que fuera demasiado tarde.

—Me temo que te he decepcionado —dije, riendo. Percibí que la mirada de Bessie expresaba afecto, pero no admiración.

—No, señorita Jane. No exactamente: usted se ha convertido en toda una dama, y eso es todo lo que esperé de usted. De niña ya no era ninguna belleza.

Sonreí ante la franqueza de Bessie. Supuse que era la verdad, aunque debo confesar que no me sentó del todo bien: la mayoría de chicas de dieciocho años desean agradar, y la confirmación de que su aspecto no es capaz de suscitar ese sentimiento no resulta un plato de buen gusto.

—Pero estoy segura de que es usted muy inteligente —prosiguió Bessie, a modo de consuelo—. ¿Qué sabe hacer? ¿Toca el piano?

—Un poco.

Había uno en la habitación. Bessie levantó la tapa y me pidió que tocara algo para ella. Yo interpreté un par de valses y ella quedó encantada.

—¡Las señoritas Reed no tocan ni la mitad de bien! —exclamó entusiasmada—. Siempre dije que las sobrepasaría en conocimientos. ¿Sabe usted dibujar?

—Sobre la chimenea hay uno de mis cuadros.

Era la acuarela de un paisaje que había pintado como regalo a la supervisora en reconocimiento a su desinteresada mediación ante el comité. Ella lo había hecho enmarcar y lo había colgado en la sala.

—¡Es precioso, señorita Jane! Sabía que lo conseguiría, dijeran lo que dijeran sus parientes. Por cierto, hay algo que deseo preguntarle: ¿ha tenido alguna noticia de la familia de su padre, los Eyre?

—Ninguna.

—Bien, ya sabe que la señora siempre dice que eran gente pobre y despreciable. Tal vez carecieran de dinero, pero creo que su linaje nada tenía que envidiar al de los Reed. Un día, hace casi siete años, un tal señor Eyre llegó a Gateshead preguntando por usted; la señora le informó de que usted estaba en el colegio a más de ochenta kilómetros de distancia. El hombre se mostró muy apenado, ya que no podía quedarse por más tiempo: se iba de viaje a un país extranjero y el barco zarpaba de Londres al día siguiente. Su aspecto era el de un caballero. Creo que se trataba del hermano de su padre.

—¿A qué país se dirigía, Bessie?

—A una isla a cientos de kilómetros. Un lugar donde hacen vino, según me dijo el mayordomo.

—¿Madeira? —sugerí.

—En efecto. ¡Ese es el nombre que dijo!

—¿Y se marchó?

—Sí, no permaneció más de unos minutos en la casa. La señora fue muy altanera, y después se refirió a él llamándole «vulgar vendedor». Mi Robert cree que era un comerciante de vinos.

—Es muy probable —contesté.

Bessie y yo conversamos durante una hora más sobre los viejos tiempos. Transcurrido ese tiempo, ella tuvo que marcharse. La vi de nuevo en Lowton a la mañana siguiente mientras esperaba al coche. Finalmente nos despedimos a la puerta del Brocklehurst Arms, y cada una tomó su camino: ella partió hacia las montañas de Lowood para tomar el carruaje que la llevaría de vuelta a Gateshead, y yo subí en el vehículo que iba a transportarme hacia nuevas obligaciones y hacia una nueva vida en los desconocidos alrededores de Millcote.

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