Capítulo IX
Pero lo cierto es que esas privaciones, o, mejor dicho, las miserias de Lowood, fueron remitiendo. Con la proximidad de la primavera cesaron las heladas invernales, la nieve se fundió y amainaron los afilados vientos. Mis lastimados pies, tan despellejados e hinchados por el frío que casi me impedían andar con normalidad, comenzaron a mejorar gracias a las templadas brisas del mes de abril. Las temperaturas nocturnas ya no nos congelaban la sangre en las venas, y hasta la hora de recreo que pasábamos en el jardín empezaba a ser soportable. Es más, si hacía sol, incluso llegaba a resultar agradable y divertida: ahora que los brotes de verdor crecían entre los parterres, daba la impresión de que una capa de esperanza los visitaba cada noche y dejaba a su paso rastros de frescura aún perceptibles por la mañana. Las flores apuntaban su presencia entre las hojas: campanillas, azaleas, prímulas de color violeta y pensamientos salpicados de motas doradas. Los jueves por la tarde los dedicábamos a dar paseos y a recoger las flores más bellas que abrían sus pétalos bajo los setos, en los márgenes del camino.
También descubrí que un enorme placer, un goce solo limitado por la línea del horizonte, se extendía más allá de los muros y de las rejas que cercaban nuestro jardín. Dicho placer tomaba la forma de majestuosas montañas situadas en torno a un inmenso valle, rico en sombra y vegetación, de un riachuelo radiante lleno de piedras oscuras y de centelleantes remolinos. ¡Qué aspecto tan distinto tenía este paisaje bajo el gris acerado del cielo invernal, entumecido por la escarcha y sepultado por la nieve! Aquellos días en que la bruma, helada como la muerte, deambulaba a merced de los vientos hasta rodear las cimas moradas, para luego caer rodando por las laderas hasta reunirse con la niebla que cubría el arroyo. En esos momentos, el riachuelo era un torrente, turbio e irrefrenable que partía el bosque en dos, rasgando el silencio con su rugido delirante, a menudo agravado por las salvajes lluvias o las tormentas de aguanieve, mientras que los esqueletos desnudos de los árboles constituían la única vegetación del paisaje.
Abril dio paso a mayo. Fue un mes de mayo brillante y sereno, compuesto por días de cielo azul, plácidos atardeceres y suaves vientos procedentes del oeste o del sur. Y la naturaleza floreció con vigor. Lowood se soltó el pelo, y todo se volvió verde, rebosante de flores. Aquellos esqueletos pertenecientes a álamos, robles y fresnos, fueron poco a poco cobrando vida, invadidos por las plantas silvestres que crecían en sus surcos y por las incontables variedades de musgo que rellenaban todos sus huecos. La luz del sol iluminaba las primorosas plantas que cubrían el suelo, y puedo asegurar que fui testigo de cómo sus rayos dorados se colaban hasta en los lugares más sombríos, derramando en ellos su brillo más intenso. A menudo disfruté de este espectáculo, libre, sin trabas ni vigilancia y casi en absoluta soledad. Sin embargo, había una causa que explicaba tanta libertad y tanto placer, una causa que debo explicar.
¿No creéis que el lugar que he descrito, protegido entre colinas y árboles y al borde de un riachuelo, resulta un entorno de lo más placentero para una casa? Seguro que sí, bonito lo era. El problema no radicaba tanto en la belleza del paraje, sino en su salubridad.
La hondonada en la que se construyó Lowood era una cuna de niebla y de la pestilencia que esta genera, que, avivada por la fulminante llegada de la primavera, escaló los muros del asilo de huérfanas, esparciendo el tifus por el dormitorio y las salas de estudio. A principios de mayo, el seminario se convirtió en un hospital improvisado.
La escasez de alimentos y los resfriados mal curados habían predispuesto a la mayoría de las alumnas a contraer la infección: cuarenta y cinco de las ochenta niñas cayeron enfermas a la vez. Las clases se suspendieron y se relajó la disciplina. Las pocas que no nos contagiamos disfrutamos de un permiso ilimitado; de hecho, las recomendaciones del doctor incluían hacer mucho ejercicio, pero, aunque no hubiera sido así, nadie disponía de tiempo para vigilarnos. Toda la atención de la señorita Temple se concentraba en las enfermas: pasaba el día con ellas, solo se movía de su lado durante unas horas por la noche para descansar un poco. Las profesoras estaban ocupadas haciendo los equipajes y preparando los viajes de aquellas niñas que eran lo bastante afortunadas como para que sus familiares quisieran alejarlas de ese foco de infección. Muchas, ya enfermas, viajaron a casa solo para morir. Algunas murieron en la escuela y tuvieron un entierro silencioso y rápido, ya que la naturaleza del mal no permitía retrasos.
Ahora que la enfermedad se había convertido en una habitante de Lowood y la muerte en su visitante más asidua, ahora que la oscuridad y el miedo habían penetrado en sus muros, ahora que las habitaciones y los pasillos apestaban a hospital, mientras se intentaba en vano paliar los efluvios mortales con medicinas y pastillas, en el exterior, el mes de mayo resplandecía sin nubes por encima de las colinas y del hermoso paisaje. El jardín había florecido: las malvalocas habían crecido altas como árboles, las violetas se habían abierto, los tulipanes y las rosas estaban en flor; las margaritas rosadas alegraban los bordes del camino y las eglantinas esparcían sus intensas fragancias a especias y manzana. Tesoros que eran inservibles para la mayoría de niñas y que al final solo servían para adornar los ataúdes de las fallecidas.
No obstante, tanto yo como el resto de las chicas sanas disfrutamos plenamente de la belleza del paisaje y de la estación. Nos permitían vagar por el bosque como gitanas, de la mañana a la noche; hacíamos lo que nos venía en gana e íbamos donde nos apetecía. El señor Brocklehurst y su familia no se acercaban a Lowood para nada, ni siquiera para ocuparse de las cuentas de la casa. La severa ama de llaves se había marchado por miedo al contagio, y su sucesora, que había trabajado como comadrona en el dispensario de Lowton, desconocedora de los métodos de ahorro de la anterior se comportaba con relativa prodigalidad. Además, el número de bocas a alimentar había disminuido y las enfermas comían poco, de manera que nuestras raciones de desayuno eran mucho más generosas, y, cuando no había tiempo para preparar la comida, hecho que ocurría con cierta frecuencia, nos daba un enorme pedazo de pastel frío o una gruesa rebanada de pan con queso, para que fuéramos a comer al bosque, a los lugares que ya habíamos elegido previamente como el perfecto escenario para tan suculento festín.
Mi asiento favorito era una piedra amplia y sin aristas que se alzaba blanca y seca en medio del riachuelo, y a la que solo se podía acceder cruzando las aguas, una hazaña que yo solía acometer descalza. La piedra era un espacio lo bastante grande como para que otra chica y yo pudiéramos instalarnos de manera confortable. En esos días, mi compañera habitual se llamaba Mary Ann Wilson, una niña perspicaz y observadora con la que intimé bastante, en parte porque era ingeniosa y original, y en parte porque con ella me sentía muy cómoda. Era unos años mayor que yo, por lo que sabía más cosas del mundo y era capaz de explicarme todo cuanto yo deseara averiguar. Con ella logré satisfacer mi curiosidad, y nunca me recriminó ningún defecto ni se burló de mis preguntas. Poseía el don de narrar bien; yo aportaba el análisis; a ella le gustaba informar, yo prefería preguntar. Juntas lo pasábamos bien, y si nuestra amistad no constituía una fuente de mejora mutua, al menos nos proporcionaba ratos de gran entretenimiento.
¿Y entretanto qué había sido de Helen Burns? ¿Por qué no pasaba esos días de libertad en su compañía? ¿Ya la había olvidado, o es que yo era una persona tan desagradecida que había acabado cansándome de su amistad? Supongo que Mary Ann Wilson era a todas luces inferior a mi primera amiga en Lowood: las conversaciones con ella solían ser divertidas y girar en torno a chispeantes cotilleos, mientras que las palabras de Helen tenían la capacidad de hacerte sentir otros valores de naturaleza más profunda.
Cierto, lector. Yo lo sabía y lo sentía así; y aunque soy un ser imperfecto, lleno de fallos y con pocas virtudes que los rediman, debo decir que jamás me cansé de Helen Burns, ni dejé de sentirme ligada a ella por los lazos más fuertes, tiernos y llenos de respeto que mi corazón ha sido capaz de trenzar. ¿Cómo podía ser de otro modo cuando Helen, en todo momento y bajo cualquier circunstancia, me había demostrado una amistad sincera y serena, jamás turbada por cambios de humor ni arrebatos de irritación? Lo que sucedía es que Helen llevaba semanas ocupando una de las habitaciones del piso de arriba, enferma y lejos de mi vista. No se encontraba en el sector de la casa que había sido destinado a las enfermas de fiebres, ya que su mal era la consunción, no el tifus. Yo, en mi ignorancia, creí que se trataba de algo más leve, una afección que podía curarse a base de tiempo y de cuidados.
Me confirmó esta idea el hecho de haberla visto bajar al jardín en un par de ocasiones, cuando la tarde era soleada, de la mano de la señorita Temple. No se me permitió acercarme a hablar con ella, por lo que la observé de lejos desde la ventana de la sala de estudio. Apenas se la distinguía: las dos veces la sacaron envuelta en una manta y la sentaron a distancia, bajo el porche.
Una tarde de principios de junio volví del bosque acompañada de Mary Ann. Habíamos estado fuera hasta muy tarde y, como de costumbre, nos habíamos alejado del resto del grupo para vagar a nuestras anchas. Nos apartamos tanto que acabamos perdidas y tuvimos que detenernos a preguntar en una casa solitaria, cuyos únicos habitantes eran un matrimonio que se dedicaba a cuidar de una piara de cerdos salvajes, a los que alimentaban con bellotas silvestres. Ya era de noche cuando llegamos al orfanato y descubrimos el pony del médico atado en el porche. Mary Ann señaló que si habían avisado al médico a esa hora intempestiva es que una de las niñas debía estar muy grave. Ella entró en la casa y yo me quedé unos minutos en el jardín, plantando unas raíces que había arrancado del bosque y que temía que murieran si aguardaba hasta la mañana siguiente. Una vez terminada la tarea, aún me demoré un poco más: el dulce aroma de las flores se hacía más profundo con la oscuridad y la noche era maravillosa, plácida y cálida. El brillo del oeste auguraba un nuevo día tan luminoso como el anterior y la luna se elevaba majestuosa por el este. Yo lo observaba todo y disfrutaba como solo puede hacerlo una niña, cuando una idea me asaltó de repente, un pensamiento que jamás había tenido: «¡Qué triste debe de ser yacer en cama enferma, en peligro de muerte! Este mundo es tan bello que sería terrible tener que abandonarlo para ir a Dios sabe dónde».
Y fue entonces cuando mi mente hizo por primera vez un serio esfuerzo por comprender todo lo relativo al cielo y al infierno que me había sido inculcado; y por primera vez mi espíritu retrocedió, sorprendido; y por primera vez, mirando a ambos lados y frente a él, vi que lo rodeaba un abismo insondable. Estaba ahí, en el presente, el resto no era más que nubes sin forma y el vacío más profundo; y me estremecí ante el pensamiento de tambalearme y hundirme en el caos. Mientras reflexionaba sobre esta nueva idea, oí abrirse la puerta principal, de la que salió el señor Bates, acompañado de una enfermera. Después de que él hubo partido a lomos del caballo, corrí hacia ella antes de que cerrara la puerta.
—¿Cómo está Helen Burns?
—Muy mal.
—¿Es por ella que ha venido el señor Bates?
—Sí.
—¿Y qué ha dicho?
—Dice que no estará aquí mucho tiempo más.
Si me lo hubiera dicho el día anterior, habría entendido que Helen estaba a punto de ser trasladada a su hogar en Northumberland. Jamás habría sospechado que estuviera al borde de la muerte, pero en ese momento lo supe. Percibí con total claridad que los días de Helen Burns en este mundo estaban contados: pronto emprendería el camino hacia el lugar donde moran las almas, si es que ese lugar existía de verdad. La terrible noticia me causó una honda impresión, que fue dando paso a un profundo sentimiento de tristeza, y al deseo, o mejor dicho, la necesidad, de volver a verla. Pregunté en qué habitación estaba.
—En la habitación de la señorita Temple.
—¿Puedo subir a hablar con ella?
—Oh, no, querida. Será mejor que no. Y ahora, entra en casa. Acabarás cayendo enferma si te quedas a la intemperie al anochecer.
La enfermera cerró la puerta principal y yo me dirigí a la entrada lateral que conducía a la sala de estudio. Llegué justo a tiempo: eran las nueve en punto y la señorita Miller anunciaba que era hora de acostarse.
Debieron de transcurrir al menos dos horas, eran ya casi las once, y yo aún no había logrado dormirme; cuando, del absoluto silencio del dormitorio, deduje que todas mis compañeras descansaban profundamente, me levanté sin hacer ruido, me puse el vestido encima del camisón y, descalza, caminé en dirección a la alcoba de la señorita Temple. Estaba casi al otro extremo de la casa, pero yo conocía bien el camino y avancé sin dificultad gracias a la luz de la luna que, libre de nubes, se colaba por las ventanas del pasillo. Un olor de alcanfor y vinagre quemado me anunció la proximidad de la enfermería y me apresuré a pasar por delante, temerosa de que la mujer que velaba a las niñas toda la noche pudiera oírme. Temía ser descubierta y obligada a volver a la cama. Tenía que ver a Helen, abrazarla antes de que muriera. Debía darle un beso de despedida, hablar con ella por última vez.
Después de descender por una escalera, crucé un sector de la casa y me las arreglé para abrir y cerrar dos puertas sin hacer ruido y subir otro tramo de escalones, que me llevaron directamente frente al cuarto de la señorita Temple. Un leve resplandor se escapaba por el ojo de la cerradura y por debajo de la puerta; una profunda quietud envolvía el ambiente. Al acercarme, vi que la puerta estaba ligeramente entornada, supongo que con el fin de ventilar un poco la viciada atmósfera del interior. La vacilación no era un rasgo de mi naturaleza, así que apremiada por impulsos de impaciencia, con el alma y los sentidos temblando de agonía, empujé la puerta y entré. Mis ojos buscaron a Helen, temiendo hallarla muerta.
Al lado de la cama de la señorita Temple, y cubierto a medias por unas blancas cortinas, había un pequeño lecho. Distinguí una silueta bajo la colcha, pero las cortinas ocultaban el rostro. La enfermera con la que había hablado en el jardín se había dormido en un sillón. Poco a poco la cera de la vela iba manchando la superficie de la mesa. No había rastro de la señorita Temple. Luego supe que había acudido a la enfermería para atender los delirios de una de las niñas. Di un paso hacia el lecho y puse la mano sobre la cortina, pero preferí hablar antes de correrla. La idea de ver un cadáver me aterraba.
—¡Helen! —susurré—. ¿Estás despierta?
Ella se removió y corrió la cortina. Su rostro apareció ante mí, pálido y demacrado, pero bastante sereno. Había cambiado tan poco que mis temores se disiparon al instante.
—¿Eres tú, Jane? —preguntó con su voz dulce.
«¡Oh! No va a morirse —pensé—. Todos se equivocan: ella no podría hablar con tanta calma si estuviera a punto de morir.»
Me senté en el lecho y la besé. La frente, al igual que las flácidas mejillas, la mano y la muñeca estaban frías, pero su sonrisa seguía siendo la misma de siempre.
—¿Qué haces aquí, Jane? Son más de las once. Oí las campanadas del reloj hace unos minutos.
—He venido a verte. Me dijeron que estabas muy enferma y no podía dormirme sin hablar antes contigo.
—Estás aquí para decirme adiós. Creo que has llegado justo a tiempo.
—¿Te marchas a algún sitio, Helen? ¿Te mandan a casa?
—Sí, a mi última casa. A mi última morada.
—¡No, no, Helen! —la interrumpí, angustiada.
Mientras luchaba por tragarme las lágrimas, un ataque de tos sacudió el cuerpo de Helen, pero no despertó a la enfermera. Cuando remitió, Helen se dejó caer sobre el lecho, agotada.
—Jane —susurró—, vas descalza. Échate a mi lado y tápate con la colcha.
Eso hice. Ella me rodeó con el brazo y yo me acurruqué contra su pecho. Después de un largo silencio, ella volvió a hablar en voz muy baja.
—Soy muy feliz, Jane. Recuérdalo cuando te enteres de mi muerte, y no sufras por ella. No hay nada que lamentar. Todos moriremos algún día, y la enfermedad que sufro no es dolorosa. Se me lleva de una forma lenta y gradual. Mi mente está en paz. Nadie me echará mucho de menos. Mi padre acaba de casarse de nuevo y no notará mi ausencia. Morir joven me permite escapar de enormes sufrimientos. Carezco de cualidades que me faciliten el camino en este mundo. Siempre habría estado cometiendo errores.
—Pero ¿adónde vas, Helen? ¿Puedes verlo? ¿Lo sabes?
—Yo tengo fe, creo en Dios. Voy a reunirme con Él.
—¿Dónde está Dios? ¿Qué es?
—Es mi Creador y también el tuyo; nunca destruirá a sus propias criaturas. Confío en su poder y en su bondad. Cuento las horas que faltan para que la muerte me lleve junto a Él, y me revele su esencia.
—Entonces, ¿estás segura de la existencia del cielo, un lugar donde nuestras almas viven después de la muerte?
—Estoy segura de que nos aguarda otra vida. Creo que Dios es bueno y le ofrezco mi parte inmortal sin ningún temor. Dios es mi padre, mi amigo. Le amo y creo que Él me ama.
—¿Volveré a verte cuando muera, Helen?
—Te reunirás conmigo en la misma región de felicidad, serás recibida por el mismo Padre todopoderoso. No lo dudes, querida Jane.
Volví a preguntar, pero esta vez solo para mis adentros: «¿Dónde está esa región? ¿Existe de verdad?». Y cerré los brazos alrededor de Helen, sintiendo por ella más amor que nunca. No quería soltarla, no quería perderla, y hundí mi cara en su pecho. Ella adoptó su tono más dulce.
—¡Qué bien estoy ahora! El último golpe de tos me ha cansado un poco. Tengo sueño, Jane. Pero no te vayas. Me gusta tenerte cerca.
—Me quedaré contigo, querida Helen. Nadie podrá arrancarme de tu lado.
—¿Estás cómoda?
—Sí.
—Buenas noches, Jane.
—Buenas noches, Helen.
Nos besamos y no tardamos en caer dormidas.
Cuando abrí los ojos ya era de día. Agitada por movimientos inusuales, alcé la mirada. Alguien me llevaba en brazos: la enfermera me trasladaba al dormitorio a través del corredor. Nadie me regañó por haber abandonado la cama a medianoche. La gente tenía otras cosas en que pensar y nadie parecía tener tiempo para responder a mis preguntas, pero un par de días más tarde me enteré de que la señorita Temple, al regresar a su alcoba al amanecer, me halló tendida junto a Helen, con la cara apoyada en su hombro y los brazos en torno a su cuerpo. Yo estaba dormida. Helen había muerto.
Sus restos descansan en el cementerio de Brocklehurst. Durante quince años después de su muerte, solo los cubrió un montículo de hierba; pero ahora, una lápida de mármol gris señala el lugar. En ella puede leerse su nombre y una sola palabra: Resurgam.
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