challah
Ya no había ninguna duda, aunque tampoco ninguna certeza. Sin embargo, Joane tenía el convencimiento de que aquella voz era de su hermana, una hermana de la que no había sabido nada hasta aquella mañana en la biblioteca, cuando finalmente respondió a su llamada. Todo aquel tiempo creyendo que su madre la llamaba había estado equivocada, su madre no era quien la estaba buscando. Era una niña de la que no sabía nada. Cuando ella abandonó el domicilio familiar, era hija única. Aquello había cambiado. Su cabeza no dejaba de darle vueltas a aquel asunto mientras miraba por la ventana del autobús, sin mirar nada realmente. Le habría gustado saber qué hacer, pero como no era así y la ansiedad la estaba devorando por dentro, había tomado la decisión de salir de dudas de una vez. Sus padres vivían en un barrio llamado Crosside, algo apartado del centro de la ciudad. No había hablado con Mario, ni siquiera con Jack. Era una de sus decisiones impulsivas, pero Joane estaba cansada de reflexionar y plantearse las cosas. Ella no era Jack. Sus consejos eran buenos, pero también había momentos en los que le parecía más acertado seguir su propio instinto, por impulsivo e irracional que fuese. El autobús estaba prácticamente vacío, algo normal. A su cabeza llegaron recuerdos de cuando vivía en casa de sus padres, cuando todavía era una preadolescente y se escapaba para ir a ver a sus amigos al centro de la ciudad. El autobús que pasaba por Crosside casi siempre estaba vacío cuando llegaban allí. Nadie quería ir a aquella zona de la ciudad, no había nada. Joane lo había sufrido en su propia carne.
El vehículo se detuvo y las puertas se abrieron. La chica bajó los escalones uno a uno y se detuvo en la calle, viendo cómo el autobús se alejaba. Miró a su alrededor. No había ido a ese barrio en muchos años y todo seguía igual. Los recuerdos afloraron en su mente como quimeras, abrumándola. Los bloques grises dibujaban calles estrechas, sucias, donde la gente se relajaba sentándose en los bordillos o en los cuatro bancos que había. La cantidad de jóvenes que había en la calle, escuchando música a todo volumen con altavoces y tomando sustancias no recomendables para merendar, no sólo era la misma, sino que había aumentado. Joane caminó por la calle con el corazón latiéndole fuerte en el pecho. Había cambiado tanto desde que abandonase su casa que no estaba segura de que sus padres la reconocieran. La casa en la que vivían era una destartalada casa con jardín, una de las pocas que había en Crosside. Las paredes desconchadas del muro que rodeaba la vivienda aparecieron ante ella como un fantasma. No sabía qué era, pero algo en su interior se estaba rompiendo al haberse detenido frente al domicilio de sus padres. Todo seguía igual. La casa parecía una ruina, el árbol gigantesco del jardín seguía cubriendo y dando sombra a un tobogán que tendría que ser rojo, pero cuya pintura estaba desconchada. Intentó relajarse antes de pulsar el timbre. La puerta de la casa no tardó en abrirse al otro lado del muro. El telefonillo del timbre nunca había funcionado, por eso se tenían que asomar directamente por la puerta. A Joane casi le da algo al ver a su madre después de todo aquel tiempo.
Al contrario de lo que su hija pensó en un principio, Rebecca caminó hacia el muro y le abrió la puerta, pero no la abrazó ni la besó. Le indicó con un gesto que entrase y la guio hasta el interior de la casa. Joane sintió que los ojos se le humedecían al cruzar el umbral de la puerta y oler aquella fragancia a rosas que su madre utilizaba en todas las salas de la vivienda. Todo seguía igual. Los muebles rústicos, envejecidos, y las alfombras y moquetas que su madre se resistía a tirar a pesar del desgaste. Cuando su mirada se cruzó con la de su madre, las lágrimas fueron incontrolables y la chica rompió a llorar, pero su madre no reaccionó. Parecía nerviosa. Su cabello ya no era oscuro como antes, las canas se habían multiplicado, y su piel también había empezado a mostrar las arrugas propias de su edad. Aún así, Rebecca seguía siendo muy guapa, con un porte elegante y atlético y una cara fina, libre de imperfecciones aún sin usar maquillaje. Sus ojos azules miraban a la chica secarse las lágrimas sin mostrar ninguna emoción en concreto. Joane ya no era capaz de reconocer sus emociones, el tiempo había establecido un precipicio entre las dos.
— Dan no tardará en volver —dijo de una manera seca y poco hospitalaria—.
— ¿Sigue yendo a almorzar con los de la sinagoga?
— Es un hombre de costumbres, ya lo sabes.
Joane pudo percibir una sonrisa leve en la cara de su madre. Aquello la tranquilizó un poco. La chica se sorprendió al notar que parte de ella se desvivía por abrazar a su madre, pero todavía se sorprendió más al sentir a su madre abrazándola, apretándola tan fuerte que le dolía. Le fue difícil darse cuenta de que las lágrimas habían vuelto a brotar de sus ojos al envolver a su madre en sus brazos.
— ¿Quieres un poco de challah? —preguntó su madre, secándose las lágrimas—. Lo he hecho esta mañana.
Joane asintió, siguiéndola hasta la cocina. Los azulejos blancos trajeron muchas memorias a su mente y el olor del challah la hizo sonreír al instante. Nadie hacía el challah como su madre, cuando era pequeña horneaba uno casi todos los días. Sólo al crecer comprendió lo valioso que era, pues su madre gastaba casi cuatro horas cada día sólo para hacerle aquel pan que Joane tanto había echado de menos. Probarlo de nuevo después de todo aquel tiempo fue toda una experiencia. Estaba sentada en la mesa de la cocina, aquella mesa que su padre había traído de Rumanía al fallecer un familiar, un mesa de madera tallada más vieja que la propia casa en la que vivían. Su madre estaba sentada a su lado, mirándola.
— Te has convertido en una mujer preciosa.
Joane sonrió. En ningún momento se había planteado que Rebecca fuese a recibirla de aquella manera, pero tampoco había tenido en cuenta que su padre no fuese a estar en casa. De haber sido así, muy probablemente habría sido recibida de otra manera.
— ¿Qué es lo que necesitas?
— Nada —respondió Joane, sin comprender su pregunta—. Tengo trabajo, si necesitase algo podría conseguirlo por mí misma.
— Mazel Tov —la felicitó su madre—. Me alegro de que mi hija esté bien.
— Si lo que quieres saber es por qué estoy aquí, no debes preguntármelo a mí.
Rebecca comprendió todo en ese momento. Una expresión de tristeza asomó en su cara. A Joane le partió el corazón, nunca antes había visto a su madre tan decaída. No sabía si seguir hablando, no había ido a Crosside para deprimirla, pero no era ella lo que entristecía a Rebecca.
— Ha sido Abigail, ¿verdad?
Al asentir y confirmar su sospecha, Joane se preparó para escuchar lo que su madre tuviese que decir, pero algo la hizo callar aterrorizada. La puerta de la casa se estaba abriendo. Joane comenzó a sospechar lo que pasaba cuando vio aquel profundo temor en los ojos de su madre y escuchó la voz de su padre, anunciando que ya estaba en casa.
Dan dejó su abrigo sobre el sofá y su sombrero en el perchero de la entrada, ubicado allí únicamente para albergar su colección de sombreros. Era un hombre alto y delgado, con una barba blanquecina y bien cuidada. La sonrisa que traía se borró por completo al entrar en la cocina y ver a su esposa sentada en la mesa con aquella chica. Fue cuestión de segundos que reconociese la cara de su primogénita. Dan no estaba contento con su visita, pero no tuvo reacción alguna. Se dio media vuelta y se dirigió al salón. Rebecca lo siguió con nerviosismo, haciendo señas a su hija para que abandonase ya la vivienda, pero Joane no tenía pensado marcharse de aquella manera. Después de aquella charla con su madre y analizando lo poco que habló con la pequeña Abigail, Joane tenía una sospecha sobre lo que estaba pasando en aquella casa. Dan estaba al teléfono.
— ¿Ni siquiera me vas a insultar? Que no me saludes lo entiendo, pero un insulto no se le niega a nadie.
Joane estaba apoyada en el marco de la puerta que daba a la cocina. Escondía sus nervios bajo aquella cara rebelde que siempre ponía al discutir, una máscara que la ayudaba a crecerse ante la otra persona. Dan la miró con rechazo.
— Dile a ese engendro que salga de mi casa —le dijo de mala manera a Rebecca, sentándose en el sofá—.
— Ya se iba —respondió la mujer, haciendo gestos a Joane para que se fuese—.
La chica no dijo nada. Se quedó quieta, callada, observando la escena. Se fijó en su madre. Los gestos que hacía le subían las mangas hacia arriba y su piel quedaba al descubierto. No tuvo demasiado tiempo, pero Joane observó las manchas oscuras sobre su piel. Miró a su madre y Rebecca comprendió al instante que su hija se había dado cuenta, bajándose las mangas con un gesto triste. Los nervios que Joane había sentido segundos atrás se convirtieron en furia.
— ¿Te lo has pasado bien con los de la sinagoga?
No obtuvo respuesta alguna de su padre, aunque tampoco la esperaba. Joane no necesitaba que le prestasen atención para decir lo que quería decir.
— ¿Crees que seguirían saliendo a almorzar con un tío que le pega a su mujer?
Los ojos de Dan se clavaron en la chica. Rebecca comenzó a respirar profundamente, atemorizada. Joane había estado en lo cierto desde el principio. Nada había cambiado allí. Dan se levantó del sofá mirando a Rebecca con una clara expresión de enfado, haciendo que la mujer bajase la mirada hasta el suelo. Se acercó tanto a ella que a Joane le comenzó a latir el corazón a un ritmo que no había sentido antes.
— ¿Ahora le cuentas nuestras intimidades al engendro? —le gritó en la oreja a su mujer—. ¿Para eso la llamas, para poneros las dos en mi contra?
Dan tuvo que hacerse atrás cuando Joane se interpuso entre él y su madre. La cara de Rebecca era incapaz de reflejar lo confundida y aterrada que estaba. Dan se mostró violento, pero Joane no se dejaba intimidar y no se apartó. Levantó la mano y abofeteó a su hija con tal fuerza que a Joane se le giró la cara hacia el lado. La mejilla se le puso colorada al momento y sentía un dolor agudo en la cara, pero permaneció en su sitio.
— No sabía que tu hobby fuese golpear mujeres. No creo que eso lo hayas leído en el Talmud.
La chica recibió una nueva bofetada, esta vez algo más fuerte.
— Sal de mi casa.
— Te recuerdo que la casa la compraste con el dinero de los padres de tu mujer. No es tuya.
Un nuevo golpe. Joane sintió el puño de su padre impactar contra su boca y cayó hacia atrás. Todavía en el suelo se retiró el pelo de la cara y se quitó la sangre con la mano. El labio le ardía, pero no pensaba dejar a su madre en aquella circunstancia. Se levantó y sin pensárselo dos veces le dio una patada en el pecho, haciendo que el hombre retrocediese. Al mismo tiempo ella, que tenía una idea en la cabeza, retrocedió hasta la puerta. Dan estaba furioso y caminó hacia ella con la ira escrita en su cara. Rebecca no pudo reprimirse más y le pidió a su marido que la dejase en paz, pero él no la escuchó, y eso era lo que Joane quería. Cuando ya estaba casi encima de ella, la chica abrió la puerta de la vivienda y salió corriendo. Dan la siguió. La cogió del pelo antes de que alcanzara la verja y comenzó a abofetearla. Los gritos de Rebecca se hicieron más notables y Joane sonrió. Su plan funcionaba. Algunas personas se habían asomado a sus ventanas al escuchar el escándalo y Dan, viendo que Joane sonreía, la golpeó más y más fuerte. Pronto se escucharon gritos de personas. Insultaban al hombre, lo increpaban. Dan se dio cuenta de la situación. Estaba a la vista de todos, subido encima de su hija, dándole puñetazos y bofetones sin parar. La chica sangraba en el suelo. El hombre se levantó y caminó hasta la puerta de la vivienda. Hizo entrar a Rebecca de un empujón y cerró la puerta. Joane se quedó tendida en el suelo, estaba mareada y tenía la cara ensangrentada. Se intentó levantar, pero le costó bastante. Tuvo que ponerse de rodillas y luego coger impulso. Las sirenas de un coche de policía se oían a lo lejos. Joane alcanzó la verja temblando, escuchando como se oían gritos en la casa, y también platos rompiéndose. Temía haber puesto a su madre en peligro, pero cuando vio las luces del coche de policía aparecer por la carretera, supo que había valido la pena.
Algunas personas se habían concentrado fuera de la vivienda. Ayudaron a Joane a permanecer de pie, la tranquilizaron y esperaron con ella a que llegase la policía. El coche patrulla se detuvo y Joane rio al ver bajar a Mark y su compañero. La cara descompuesta del policía al ver a Joane en ese estado la hizo sonreír.
— Estoy mejor de lo que parece.
Un grito captó la atención de todo el mundo. Joane desvió su mirada hacia una niña pequeña que se abría paso entre la gente para llegar hasta ella. Tenía unas trencitas castañas muy bonitas, muy parecidas a las que Joane había llevado cuando tenía su misma edad. Vestía el uniforme del colegio, en cuya chaqueta podía leerse su nombre perfectamente. A pesar de que era la primera vez que se veían, Abigail abrazó a su hermana mayor, quien tardó unos segundos en procesar aquel abrazo. Se agachó para tranquilizarla, apretándola entre sus brazos, y captó el olor de la misma colonia que su madre usaba en su ropa cuando era pequeña.
— Todo va a estar bien —le aseguró, mirando fijamente a los ojos de la niña—.
Mark pidió una ambulancia y ayudó a Joane a sentarse en el coche, en el que también se subió Abigail. John entró en la vivienda, llamando a la puerta. Le había costado un par de golpes, pero Joane había conseguido lo que quería. El Universo iba a poner a cada cual en su lugar.
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