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Markyria

Llegamos al día siguiente a Diffaith, tal y como Kaerva había previsto. Me alegré de que por fin toda aquella pesadilla fuese a acabar o, por lo menos, el trayecto a bordo del Caos. Una vez en tierra y a salvo tras las murallas de Diffaith, podría intentar ponerme en contacto con mi padre. Talahm'sir Elivre sabría qué hacer. Seguro que ya tenía a sus soldados preparados para contraatacar y repeler a los snøkrigere.

- ¿Está lista, alteza?

- Sí.

Vykiel asomó su cabeza por la puerta. Mentiría si no dijese que me decepcionó un poco comprobar que volvía a tratarme según las normas establecidas por el protocolo, aunque me lo tomé como una señal de que todo iba a volver a la normalidad, y eso era bueno. Él se había puesto el uniforme de la guardia real que llevaba el día que nos atacaron, igual que yo llevaba el vestido verde y la corona, pero estaba cortado donde había sido herido. 

Nos sonreímos y después subimos a la cubierta, donde nos esperaba la tripulación del Caos. Todos se quedaron inmóviles al vernos. Por primera vez, parecíamos lo que éramos: la princesa de Ithir Aeman y mi guardia real. 

- Vaya... - soltó Kaerva.

Aunque se había arreglado, llevaba pantalones, como de costumbre. Svar también se había peinado y puesto ropa limpia. Diemen iba como siempre: camisa blanca y pantalones oscuros. Pero me llamó la atención verlo sacándole brillo a una espada.

- ¡¿De dónde la has sacado?! - preguntó Vykiel.

Su sonrisa había desaparecido rápidamente al verla.

- ¿La espada? - preguntó Diemen.

- Sí, la espada.

- Era de mi hermano. - respondió con dureza.

Vykiel se rio, pero no era una risa sincera. Más bien sonaba como a una acusación.

- ¿De verdad?

Yo entendía por qué Vykiel no se creía que la espada fuese una herencia familiar. Su acero era claro y brillante, parecía cortar con sólo mirarla. Tenía algo inscrito en la hoja que no fui capaz de leer, y además, tanto el pomo (en forma de cabeza de caballo) como la guarda eran dorados. Su mango, en cambio, era azul, y la vaina completamente blanca. No era una espada cualquiera.

Diemen se puso en pie, profundamente ofendido.

- No me gusta lo que estás insinuando. 

- ¿A quién se la has robado? 

Diemen apretó los dientes, pero Kaerva se interpuso entre ellos antes de que la cosa fuese a más.

- ¡No empecéis de nuevo! ¡Tengamos un último día en paz! - se giró hacia Diemen - Y ya te dije que no ibas a necesitar eso.

- ¿Cómo? - pregunté - ¿Nos vais a acompañar? 

- Cortesía de la casa. - respondió Diemen. 

- No os necesitamos. - murmuró Vykiel.

- Tómatelo como una despedida cariñosa. - bromeó Diemen - Tranquilo, yo también estoy deseando perderte de vista. - le susurró al pasar junto a su oido.

Diemen se colgó su espada y nos ayudó a bajar del barco. Diffaith era una ciudad bulliciosa, pero al verme bajar todo se quedó en silencio. Y tuve miedo. Sí, tuve miedo porque su silencio no era un silencio de asombro, sino amenazante. La clase de silencio que te indica que no eres bienvenido. Busqué a Vykiel con la mirada, intentando encontrar algo de seguridad en él, pero parecía tan asombrado como yo. 

Diemen tomó la delantera y nos guió a través del silencioso puerto y después por la silenciosa ciudad hasta el silencioso castillo, donde Talahm'sir Elivre nos esperaba en la puerta (parecía ser que las noticias habían corrido más que nosotros).

- Alteza, me complace su visita. 

 Talahm'sir Elivre se acercó para besarme la mano.

- Temía que hubiera ocurrido una desgracia y que ya no volviese a verla. - a pesar del contenido de sus palabras, estaba muy sonriente - Nos llegaron noticias horribles de Kribirst.

- ¿Sabe algo del rey? - fui directa a la pregunta que llevaba dándome vueltas en la cabeza desde mi partida.

- Ya habrá tiempo para eso. 

- Necesito saberlo ahora. - dije con toda la autoridad que fui capaz.

La sonrisa de Talahm'sir Elivre desapareció y frunció el ceño, con un asco bien disimulado.

- Acompáñeme al interior, por favor. 

Entonces, en aquel momento, alguien empezó a cantar "El invasor caerá", rompiendo el silencio. Vykiel se dio la vuelta para buscar al responsable de aquella melodía, pero ahora lo acompañaban muchos más. Un pequeño grupo de personas había seguido nuestros pasos y ahora se hallaban delante de la puerta del castillo. Con el "invasor" no se referían a los nórdicos, sino a nosotros, a Ithir Aeman. Aquel era el canto de los separatistas, aquellos que exigían la libertad de Diffaith, el último talahm anexionado. Mi padre me había hablado mucho de ellos, y no cosas buenas, precisamente. Así que, intentando disimular el miedo que me invadía, caminé con la cabeza bien alta hasta el interior del edificio. La puerta se cerró a nuestras espaldas.

- Su escolta ya no será necesaria. - dijo Elivre - Le aseguro que, tras estos muros, estará a salvo.

Me acerqué a Diemen, a Kaerva y a Svar y les di las gracias. No sabía exactamente qué debía hacer (nunca antes había tenido que despedirme de personas de su clase) así que supuse que con una sonrisa leve bastaría. 

- Mi guardia está herido. - dije - Espero que sea atendido como corresponde. 

Elivre inclinó la cabeza, y entonces unos sirvientes se los llevaron.

- Acompáñeme. - extendió su brazo hacia las escaleras.

Seguí sus pasos y llegamos a una pequeña habitación. La estancia tenía sus paredes rodeadas de estanterías y un pequeño fuego ardía en el centro para calentarla. Olía a pergamino, pero también a humedad. 

- Cuénteme, ¿qué ocurrió la noche de Sant'Xalyar?

- Creía que usted podría contármelo, Talahm'sir Elivre. - me empezaba a ofender su negativa a responder a mis preguntas - Dígame antes qué sabe de mi padre.

Elivre me miró con odio, con tanto odio como el que tenían los campesinos que cantaban a las puertas "El invasor caerá". 

- Es muy exigente, alteza. - empezó a buscar un libro en las estanterías - Demasiado para alguien en su situación. - lo miré sin comprender.

Entonces escuché unos ruidos fuertes provenir del piso de abajo, que se unieron a los cánticos. Me senté en una silla para disimular lo mucho que me temblaban las piernas. 

- Su padre sigue con vida, pero no por mucho tiempo, o eso me han contado.

Sonreí. No podía creerlo, mi padre seguía vivo. Estaba tan emocionada que no pude captar el tono amenazador de la segunda parte de la frase.

- ¿Donde se encuentra? ¿Cuándo podré verlo? - pregunté con alegría.

- ¿Eso importa?

Fruncí el ceño, sin poder creer lo que acababa de escuchar. Entonces, Talahm'sir Elivre encontró el libro que estaba buscando: "Historia de un reino, los orígenes de Ithir Aeman", y lo arrojó a las llamas.

- Dígame, no conoció nunca en persona a Talahm'sir Elivre, ¿verdad? - temblé al escuchar sus palabras - Porque resulta que le rebanamos la cabeza hace tres días. - el ruido abajo no hacía más que aumentar - Hace tres días que Diffaith ya no es un talahm. Hace tres días que recuperamos nuestra libertad.

- ¿Quién es usted? - mascullé.

- Pierrot. - sonrió con maldad - Algunos me conocen como "Pierrot el Libertador". Bastante exagerado, la verdad. Yo sólo soy el humilde hijo de un matrimonio de panaderos.

Me levanté e intenté salir por la puerta, pero Pierrot me cortó el paso. Entonces sacó una pequeña navaja que tenía escondida en su antebrazo.

- Larga vida a la prince... 

No pudo terminar su frase, el acero de Vykiel le atravesó la caja torácica.

- ¡Vykiel! - lo abracé.

- ¡Corre! 

Tiró bruscamente por mi brazo y bajamos las escaleras casi casi de tres en tres. El salón ya no era para nada lo que era hacía algo más de veinte minutos: su suelo estaba regado de sangre y lleno de trozos de muebles rotos. La lámpara también se había caído, aplastando a varios hombres.

- ¡Corred, vamos, corred! - nos gritó Diemen al vernos llegar.

Estaba peleando con dos hombres de Pierrot. Mató a uno de una estocada en el cuello y Svar se ocupó del otro con una espada que probablemente había robado a algún cadáver. Pero Vykiel no me permitió entretenerme y me sacó de allí atravesando un gran boquete que había en la puerta.

- ¡¿Y eso?! - grité.

- ¡Pregúntale a Kaerva! - respondió sin dejar de correr ni de tirar por mí.

Diemen y Svar nos siguieron. Y entonces vi a Kaerva: estaba lanzando ataques telequinésicos para apartar a la muchedumbre enfadada.

- ¡Corred! - gritó.

Poco a poco nos fue abriendo paso hacia el puerto. Svar y Diemen se manchaban con la sangre de aquellos que escapaban a los impulsos de Kaerva, mientras Vykiel me cubría con su cuerpo y me metía prisa para que corriese. Se le había reabierto la herida y me estaba manchando la ropa, aunque quizás, la sangre fuese de Pierrot.

- ¡Sube! - me gritó Vykiel.

- ¡Embarca! - lo corrigió Svar mientras remataba a un último campesino armado con una horca mal empuñada.

Subimos y justo después lo hicieron Svar y Kaerva, que lanzó una ráfaga de viento a las velas e hizo que una ola muy brusca nos alejase del puerto. Ahora tenía sentido: era ella la que llevaba el barco. 

Para subir, Diemen había tenido que dar un salto enorme desde el muelle y Svar había tirado por sus brazos para subirlo a la embarcación. Mientras Kaerva murmuraba unas palabras que no entendíamos, Svar y Diemen bajaron a toda prisa a la bodega y regresaron con dos ballestas.

- Y decías que no me haría falta la espada... - gruñó Diemen mientras la montaba.

- ¡Cuidado! - gritó Vykiel antes de tirarme contra el suelo.

Pero el cañonazo del barco que nos perseguía estalló en mil pedazos sin producirnos daño alguno: Kaerva había invocado un escudo. Svar, le dio la ballesta a Vykiel (que, de haber tenido tiempo, le hubiera protestado por ser tan bruto) y se puso de nuevo al timón.

- ¿Sabes cómo se usa? - le preguntó Diemen.

- Por supuesto que sí. - respondió Vykiel, ofendido.

Varios cañonazos más impactaron contra el mar y contra el escudo. Mientras ellos intentaban disparar inútilmente, ya que nuestros atacantes estaban demasiado lejos como para alcanzarles con unas simples ballestas, me di cuenta de que acabábamos de llegar al final de la ría y de que Svar nos conducía hacia mar adentro.

- ¡Más rápido, Kaerva! - le gritó.

- ¡No puedo! - gritó, agotada - ¡Es demasiado!

Estaba haciendo soplar el viento, dirigiendo las olas y manteniendo el escudo a la vez. Los brazos le empezaban a temblar de puro agotamiento. Deseé poder hacer algo, pero yo no tenía poderes ni sabía manejar un arma.

Cada vez eran más los barcos que nos perseguían (yo por lo menos contaba cuatro) y aunque cada vez estaban más lejos, los cañonazos aumentaban en intensidad y frecuencia.

- ¡Resiste! - la animó.

Pero en la cara de Svar cada vez veía más preocupación. Él debía saber que Kaerva estaba al límite de sus fuerzas. Y entonces cayó. Y un cañonazo alcanzó el barco por babor, estallando la madera. Y un segundo alcanzó la popa, derribándonos a Svar y a mí. Y aunque un pitido se adueñó de mi oído, escuché a Diemen gritar el nombre de Kaerva. Y entonces, juraría que unas alas me elevaron. Y pensé que había muerto.

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