Capitulo 4: pirámides.
La Tierra no podía recordar la última vez que había descendido a su propia superficie. Había impuesto reglas estrictas sobre no intervenir en los asuntos de sus humanos; aunque los amaba profundamente, sabía que su papel debía ser de observador. Pero ese día, algo lo impulsó a romper esa norma. Desde el espacio, había sentido el eco de sus frustraciones y sueños, sus rezos y esfuerzos, y no pudo evitar descender.
Se manifestó en la arena caliente bajo el sol abrasador del antiguo Egipto, un lugar donde sus habitantes luchaban, día tras día, contra el peso de las piedras, el calor y la falta de descanso. En su forma humana, la Tierra lucía como un hombre alto y atractivo, con una presencia casi irreal. Vestía como un noble egipcio, acorde a la época: su túnica blanca de lino, ligera y ajustada al cuerpo, lo hacía ver imponente, etéreo. Alrededor de su cuello descansaba un collar ancho de oro, decorado con lapislázuli, esmeraldas, y turquesas, piedras que reflejaban la riqueza de su propia tierra. Sus muñecas y tobillos estaban adornados con brazaletes de oro, y una corona simple pero majestuosa le cubría la frente, resaltando sus ojos de un azul profundo, como los océanos que tanto amaba.
La arena danzaba a su alrededor mientras avanzaba, y los rayos del sol lo hacían brillar, otorgándole un aire de divinidad que lo distinguía de cualquier humano. A su alrededor, decenas de trabajadores luchaban contra enormes bloques de piedra, sus cuerpos bronceados cubiertos de sudor y polvo. Algunos intentaban empujar las piedras con cuerdas, mientras otros trabajaban con palancas rudimentarias, luchando incansablemente para cumplir la visión de su faraón: una pirámide que llegara a tocar el cielo.
Uno de los trabajadores, exhausto, cayó de rodillas, incapaz de continuar. La Tierra sintió una punzada en su corazón al verlos así. Durante tanto tiempo, había sido testigo de su esfuerzo, de sus fallas y sus éxitos, pero en ese momento algo dentro de él cambió. No podía quedarse de brazos cruzados. Con una profunda determinación, caminó hacia ellos.
Cuando los egipcios lo vieron acercarse, quedaron estupefactos. ¿Quién era aquel hombre? Nadie lo había visto antes, y su porte, su elegancia y su belleza inigualable los dejaban sin palabras. Los trabajadores, uno a uno, fueron inclinándose en señal de respeto, algunos incluso se arrodillaron. Un rumor se extendió rápidamente entre ellos: era un enviado de los dioses, quizá un dios mismo.
La Tierra sonrió con suavidad. No iba a confirmar ni a negar nada. De hecho, no pronunció palabra alguna; su mirada lo decía todo. Caminó hasta el bloque de piedra más cercano, apoyó sus manos sobre él y, con una fuerza que parecía surgir de las mismas entrañas del suelo, comenzó a levantarlo. Los egipcios observaban, maravillados, cómo aquel ser movía las piedras sin esfuerzo. Como si fuesen tan ligeras como una pluma, los enormes bloques se deslizaban, encajando en su lugar, como si siempre hubiesen estado destinados a construir algo más grande.
Las horas pasaron, y la Tierra no se detenía. Con precisión y cuidado, iba colocando cada piedra, una encima de otra, formando las primeras capas de lo que algún día sería una majestuosa pirámide. Los trabajadores, sorprendidos por su poder y delicadeza, intentaron ayudarlo, pero se dieron cuenta rápidamente de que no era necesario; él parecía conocer el diseño de la estructura mejor que nadie, como si el mismo universo le hubiera confiado los secretos de la arquitectura.
Durante un descanso breve, algunos trabajadores se armaron de valor y se acercaron a él. Uno de ellos, un joven de ojos oscuros y mirada intensa, le preguntó con respeto:
—¿Quién eres, noble señor? No hemos visto a alguien como tú antes.
La Tierra lo miró con ternura, apreciando la valentía en su pregunta.
—Soy simplemente un amigo —respondió, con una voz profunda y suave que resonó en el aire, envolviendo a todos los presentes.
Los hombres asintieron, aceptando su respuesta sin cuestionar. No necesitaban saber más; su presencia y sus acciones decían todo lo que necesitaban. Durante la noche, cuando el sol se ocultaba detrás de las dunas, la Tierra se detuvo, observando la obra que había ayudado a construir. La estructura comenzaba a tomar forma, y aunque faltaba mucho, había una base sólida, una promesa de que algún día, sus humanos verían su sueño realizado.
Mientras miraba el horizonte, sintió la brisa del desierto acariciar su piel y escuchó el sonido de los rezos de aquellos a los que había ayudado. Los trabajadores se habían reunido en círculo, agradeciéndole a los dioses por haberles enviado ayuda en su hora de necesidad. La Tierra cerró los ojos, dejándose llevar por las palabras sinceras y los corazones llenos de gratitud que se dirigían a él, aunque ellos no lo supieran.
Sin embargo, algo en su interior le recordaba la regla que había roto. Había intervenido en su superficie, había alterado el curso natural de sus habitantes. ¿Era justo que él, un ser que existía mucho más allá de sus humanos, decidiera interferir? Esa duda le hizo fruncir el ceño, una sombra de preocupación cruzando su rostro.
Decidió, entonces, hacer algo para honrar la autonomía de sus humanos. Con delicadeza, se arrodilló en la arena y colocó ambas manos sobre el suelo. Sintió la conexión profunda, la unión de su esencia con la del desierto. Emitió una vibración, como un susurro que solo él entendía, y esa vibración quedó impregnada en las piedras de la pirámide. Esta estructura, construida por él, no solo sería un monumento; sería un recordatorio de la perseverancia, el esfuerzo y los sueños de los humanos. Cualquier persona que la mirara, sentiría la fuerza de aquellos que la habían comenzado y la dedicación que había puesto la Tierra en completarla.
Los años pasaron, y la pirámide siguió en pie, un testimonio de la grandeza de la civilización egipcia, que perduraría durante milenios. Aunque la Tierra no volvió a intervenir en la construcción, los humanos la completaron con determinación, inspirados por el recuerdo de aquel “dios” que los había ayudado.
El tiempo siguió su curso, y generaciones pasaron, hasta que la presencia de la Tierra aquel día se convirtió en una leyenda. Para los egipcios, la pirámide representaba la conexión entre los dioses y los hombres, entre la eternidad y la vida mortal. Nadie sabía que, en realidad, el mismo planeta sobre el cual vivían había respondido a sus súplicas.
Años después, la Tierra, al recordar su aventura en el desierto, sonreiría con nostalgia. Había sido una excepción en sus reglas, una intervención especial en la historia de sus humanos. Aunque nunca volvió a hacerlo, aquel día permaneció como un recuerdo de lo que significaba ser un protector, un creador y, en ese momento fugaz, un amigo para aquellos que habitaban sobre su superficie.
Con cada era que pasaba, la pirámide seguía allí, resistiendo tormentas y guerras, un símbolo eterno del vínculo sutil entre el cielo y la tierra.
Notas.
○Bueno, realmente la existencia de orión en los pocos capitulos era para mostrar a la tierra interactuando con un humano durante tiempo prolongado, se encariñó, lo adoraba y prácticamente se encargó de criarlo. Pero orión sigue siendo mortal por lo cual murió de viejo, lo que dejó destrozado a la tierra.
○.Tierra alto y fuerte supremacy🌟
○. Me encanta los vestuarios egipcios, son muy Bonitos y extravagantes.
○.Realmente no me decidí por su color de ojos por lo cual la tierra sera una Barbie y el sera lo que el quiera ser.
○. Hay un saltó de tiempos de aquí y allá en toda la historia sera así.
○.Mas que nada digo que la tierra realmente no se da cuenta de que está rompiendo la regla de no intervenir tan "seguido", para el es un pequeño par de ocasiones. La realidad es otra.
○.No se preocupen la luna ya se acostumbró a las rarezas de su planeta, por lo cual ya no está tan ansioso por que despierte.
○.Soy la única que se está muriendo de calor estos días?
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