Aquel de Mil Nombres
Me conocen como El descendiente de Hécate; como la mano derecha del señor que gobierna la Muerte. Miles de nombres me han dado en mis años de vida y miles son los que he usado. Cientos son los relatos que puedo contarte, mas te contaré aquel que más terror ha causado entre los vivos. Nací bajo la estrella doble, incapaz de poseer la delicadeza de las damas ni la fuerza de los hombres. No fui el primer semidiós engendrado por la diosa de las Encrucijadas, pero puedo asegurarte que ninguno de mis hermanos y hermanas ha tenido lo que yo tuve. Vagué por la tierra de los simples mortales, a veces como doncella, otras como un simple joven. Ofrecí servicios variados, algunos con más gusto que otros, pero sólo el que realizo ahora me satisface.
Te contaría más, pero el tiempo apremia y debo regresar al otro lado, si me entiendes ¿verdad?
Era primavera, acababa de salir de una ciudad donde unos cuantos jóvenes me habían contratado durante una breve temporada para ayudarles con los cultivos. Siempre tenía el ingenuo deseo de quedarme más tiempo en los pueblos, sin embargo, todas las veces debía forzar mi partida con el saco más flaco de lo que me gustaba. Estaba caminando cerca de un monte lleno de flores de colores exóticos, cuya fama de ser un sitio sagrado evitaba que las manos humanas lo dejaran vacío. No sabría decirte con total seguridad porqué me detuve frente a ese lugar. Quizás fue por la flor de pétalos bicolores que llamó mi atención; tenía el mismo aspecto que un narciso, pero el color era como el de las alas de un cuervo con líneas doradas adentro. Recuerdo que me agaché para rozarla con la punta de mis dedos y, en un instante, el aire se impregnó de un olor peculiar. Era un aroma tan dulce que me hacía arrugar la nariz.
—¿Por qué tocas mi flor, mortal?
La voz sonaba femenina, lejana y etérea. Una fina niebla aparecía desde algún punto detrás de mí y se enroscaba alrededor de mis tobillos. El terror me invadió, pidiéndome que no mirara sobre mi hombro. Rezaba a mi madre para que la visita inesperada no fuera una de las ninfas del lugar. Sin embargo, detrás de mí, una mujer cuyo rostro estaba tapado hasta la mitad por un velo opaco me observaba con las manos sujetando una guadaña a su costado. Tenía una silueta delicada, iba vestida con una túnica oscura que combinaba con el corto manto que la ocultaba. La lengua se me pegó al paladar. Me gustaría decir que me sobrepuse rápido al miedo, pero eso sería una mentira. Todo mi ser temblaba ante la presencia de la inmortal.
—¿Cuál es tu nombre?
—Puede decirme Alexis —dije en un tartamudeo. Una sonrisa inquietante se dibujó en los labios de la dama—. ¿Me permite preguntar por el suyo?
La inmortal dudó un momento, manteniéndose en total silencio, con los labios fruncidos mientras pensaba.
—Puedes decirme Pereswa —respondió finalmente. No dijo nada más por un rato y pude sentir sus ojos ocultos mirando a todo mi cuerpo.
Habría huido de ella, pero mis pies estaban anclados al suelo. Asentí, notando cómo el frío bajaba por mis axilas, humedeciendo la túnica que llevaba. Ella me ofreció su mano, demasiado delicada para alguien tan aterrador, de piel suave, aunque las uñas parecían garras. La sujeté, con las palmas cubiertas de sudor. Recuerdo que el mundo se sacudió a mi alrededor, la tierra se abrió bajo mis pies y sentí que caía sin poder agarrarme de ninguna saliente. Grité, pero el aire que tenía dentro de mí se atoró en mi garganta antes de que pudiera pronunciar ruido alguno. A medida que iba cayendo, un río de aguas oscuras iba volviéndose más y más claro. Sé que moví los hilos del aire para amortiguar mi caída, viendo con horror el río que se acercaba.
Estaba a punto de rozar la superficie líquida cuando unas garras me tomaron de los brazos y evitaron, por poco, que mi cuerpo se sumergiera. Suspiré aliviado, apreciando la distancia entre las aguas y mi persona. Al mirar a quienes me salvaron, me encontré con los cuerpos esqueléticos femeninos. Eran tan horrendas como las leyendas contaban, sus alas de murciélago por poco no se chocaban. Pensé que me llevarían hacia algún sitio lejano, pero el viaje fue corto; pronto mi rostro golpeó contra la tierra de la orilla. Escupí, con la cabeza tan atontada por el golpe que se me pasó por alto el no sentir el sabor familiar de la tierra. No tuve mucho tiempo para pensar antes que un gruñido llamara mi atención. Parado frente a la puerta, el enorme Cerbero me amenazaba con sus colmillos descubiertos. Retrocedí y él ladró con cada uno de sus hocicos. Todo el lugar retumbó ante aquello. El calor abandonó por completo mi ser.
—¡Cerbero! —La voz femenina me resultó un alivio. Gruñendo, el perro me dio una última mirada antes de retroceder hasta su puesto. Avanzando con la tranquilidad de una reina, Pereswa se acercó a mí. Pararme fue más difícil de lo que esperaba, las piernas no me sostenían y el corazón seguía latiendo desbocado. La mujer se paró frente a mí, pero mis ojos eran incapaces de apartarse del guardián—. Es un buen perro, no hace daño.
Le hubiera contradicho de no tener todo el cuerpo temblando. Apenas con unas pocas palabras, me indicó que la siguiera. Tenía un trabajo para mí, el cual ella creía que podría realizar sin complicaciones. Mantuve mis labios cerrados, deseando que no se notara el nerviosismo que me consumía... Pasamos cerca de los Prados Asfódelos, había hilos extraños que se enroscaban sobre sí, creando la silueta de una persona. A pesar de la calma del lugar, mi corazón parecía haber caído al suelo. Continuamos en silencio, escuchando los lejanos gritos que provenían del Tártaro, cada vez más cercano.
Pereswa me guio hacia su castillo, una estalagmita que semejaba una mano de múltiples dedos que salía del suelo. Era tenebrosa en un primer momento; décadas después empezó a resultar mucho más elegante ante mis ojos. Las paredes contenían extraños grabados que mostraban hombres, mujeres y monstruos de todo tipo realizando diversas tareas. Más tarde averiguaría que aquellos grabados contenían desde las historias más cotidianas hasta las mayores hazañas.
Una vez que atravesamos la entrada, mi lengua se despegó del paladar.
—¿Para qué me llamó exactamente?
La diosa se quitó el velo que la cubría, dejando a la vista un rostro que podía competir en belleza con Afrodita. Sus ojos eran de un verde vivo y su cabello empezaba a volverse rojo en las raíces.
—Todo se responderá a su debido tiempo —me reprendió con su suave voz. Asentí inmediatamente, intentando espantar la sensación de pánico que había invadido mi ser. Con mis hombros tensos, avanzamos por los pasillos que ascendían de vez en cuando.
La diosa me condujo hasta una sala bastante espaciosa, apenas iluminada por unos braseros, al fondo había un inmenso trono que parecía estar hecho de raíces que salían del techo y se perdían entre las líneas del suelo. Justo frente a este, apropiándose de las raíces más cercanas, un capullo de un insólito color oscuro ocupaba el centro de la sala, justo frente al trono. Los hilos de la magia se veían raros cerca de aquello, como si estuvieran desordenados a la vez que giraban alrededor. Miré de reojo a Pereswa, con la pregunta más que clara en mis ojos. Ella no me miró, simplemente avanzó hasta alcanzar el extraño capullo.
—Um... ¿es una nueva bestia de su reino? —intenté adivinar. Por el tamaño, suponía que iba a ser una criatura tan grande como el perro Ortro.
—No, las criaturas de mi reino vienen cuando deben venir, no las puedo hacer brotar del suelo —dijo mirándome otra vez con sus ojos verdes.
Centré mi atención en el bulto nuevamente, con mis dedos desesperados por ordenar los hilos. Mis dedos picaban. Di un paso hacia el frente antes de mirar a la mujer y preguntar.
—Apareció hace unos meses, durante el verano pasado —contó ella caminando hacia el trono y sentándose—. Hace unas semanas que empezó a crecer hasta alcanzar este tamaño. Los cambios se dieron a partir de entonces.
Asentí y me acerqué con cautela. Temblaba de las ansias que tenía de acomodar y desenredar. Me arrodillé y empecé a tejer. Anudaba, estiraba, torcía, trenzaba... no tardé en sentir que mis energías menguaban rápidamente. Hasta el día de hoy desconozco qué me permitió seguir, podría haber desaparecido de la existencia.
Entre mis poderes y un hilar no había mucha diferencia, en ambos movía hebras y creaba un tapiz. Sin embargo, la magia, a diferencia del tejer, no siempre te deja deshilachar la obra final, no sin la capacidad de mover toda la Creación. En ese entonces, los hilos tan solo debían ordenarse y adquirir sentido, lo cual equivalía a tener el poder de Gaia, algo que no poseía. Mis manos me dolían, el mundo cada vez estaba más borroso, el pulso me fallaba y el aire era escaso. Mis ojos se cerraron, mi cabeza se sentía pesada. Sin embargo, seguía sintiendo la magia a mi alrededor y continué.
Rey debajo de la Tierra.
Las palabras poco a poco fueron resonando a mi alrededor. Sé que volví a tener noción de mis cercanías luego de un rato, todo fue mucho más fácil a partir de ese instante. Oí un ruido seco de fondo, pero lo ignoré, con mi concentración completamente centrada en la obra que había frente a mí. Me aparté, intentando admirar el trabajo. Era una figura deformada y sin sentido alguno. Algunas partes directamente no existían y el resultado era una cosa que se comía a sí mismo. Sacudí la cabeza y volví a arrodillarme, agarrando incluso los hilos de afuera para poder enmendar los huecos que quedaban. Todo fluía entre mis manos, era una sensación que nunca más pude experimentar, como si yo fuera las orillas del río y la magia, el agua.
El Dios de las Riquezas, de la Muerte, quien Bien Aconseja y siempre tiene un lugar para otro en su mesa.
Cuando terminé, frente a mí había todo un entramado con la forma de un hombre. Equilibrio. La palabra surgió en mi mente justo antes de que hiciera el último nudo. Un destello cegador inundó la sala, obligándome a tapar mis ojos. Parpadeé, encontrándome con un inmortal que admiraba los alrededores con absoluta tranquilidad. Un batir de alas llamó mi atención y pronto aterrizaron con suavidad en el suelo, un hombre tanto o más delgado que yo, vestido con una túnica de las caderas para abajo. Junto a éste, mujeres de diversos tamaños y rostros desfigurados aparecieron batiendo las alas que salían de sus caderas. En sus manos llevaban los más variados elementos de tortura que se me pudieran ocurrir. Al ver al hombre de rostro vacío, hincaron una rodilla al suelo y bajaron la cabeza. No dudé en imitarlos, aunque mis movimientos fueron más torpes.
Él dijo algunas palabras que apenas presté atención. Alcé la vista, encontrándome con una Pereswa completamente distinta, sus ropas eran de colores vivos y su cabello estaba adornado por una corona de flores.
—Hades... —escuché que suspiraba. Sus mejillas estaban sonrojadas—. Bienvenido a casa —dijo con una reverencia.
—Es bueno verte, Perséfone.
Hubo un silencio sepulcral por un momento. Vi como Hades pasó el dorso de su mano por la mejilla de la diosa Perséfone, quien se acercó más a él. Él tenía esa extraña mirada que pocos hombres daban a sus esposas, pero quizás más a sus amantes. En algún momento pareció notar mi presencia. Giró hacia mí, borrando cualquier indicio de emoción que hubiera acarreado y caminó hacia donde estaba. Sus ojos, como dos pozos sin fondo, me miraron. Una pregunta salió de sus labios e inmediatamente me arrepentí de no haber bajado la cabeza antes.
—Alexis —logré articular con nerviosismo. Hades continuó en silencio—. Su reina me ha llamado para que la ayude con su regreso.
—¿Sabes que ahora no puedes abandonar mi reino? —me preguntó y el horror me envolvió. Intenté que me tuviera piedad, que me dejara vivir unas décadas más entre los humanos, en vano—. Has visto el poder de un dios, nadie más que ellos lo soportan.
—Permítame volver de vez en cuando, por favor.
Mi rey no me respondió de inmediato. Lo veía dispuesto a negarme la petición. Perséfone se acercó hasta él y murmuró unas palabras en su oído que no pude comprender. Asintiendo, el Buen Consejero alzó una mano, donde varios hilos se trenzaron hasta formar un anillo negro como sus ojos.
—Si vuelves a la tierra de los vivos, será para acompañar a las almas que reencarnan, no podrás engendrar hijos en el vientre de ninguna mujer.
No hacía falta aclarar que aquello era más que suficiente para mí y que la cláusula era, por mucho, absurda. Asentí, recibiendo del Rey de Reyes el anillo que pronto se ajustó a mi dedo anular. Una simple frase pareció brillar en las profundidades de la joya cuando se ajustó a mi dedo.
El Heraldo de la Muerte.
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