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Prima donna

El velo del hiperespacio

Capítulo 6: Prima donna

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Diferente del aroma a nervios y sudor de los corredores laberinticos afuera del camerino de la cantante, podía sentirse el aroma delicado, dulce de las rosas; lo que Irena olía era otra cosa, olía el miedo, miedo por verse descubierta, por fortuna, escuchó el plan de Jacques y se arrojó a la piscina de la esperanza rogando para que todo fuera bien:

—¡Necesito su ayuda, por favor! —suplicó de rodillas, avanzando hacia las piernas de Óbolo y abrazándola, sabiendo que la hermana menor era de carácter más afable—. ¡Solo le pido una cosa, nada más que una cosita! ¡Estoy desesperada!

La cantante se conmovió al ver como la rubia le abrazaba las piernas, además, esos ojos azules, enormes y puros, brillaban por el pronto acceso de llanto.

—Pobrecita, dígame quién es usted y cómo puedo ayudarla.

—¡Óbolo!

—Sexta, hermana, ten un poco de piedad, ¿no ves que la pobre está al borde de un ataque de nervios? Yo sé lo que es sentir eso, más de una vez creí que me rompería en mi carrera en el teatro.

La hermana mayor no se esperó tal respuesta, por lo que cerró los ojos y dejó que su silencio expresara conformidad.

La desconocida dejó de arrodillarse, se limpió los ojos y la nariz con un pañuelo para luego presentarse y exponer su problema. Huelga decir que ambas hermanas creyeron a pie juntillas en la historia de Irena, todo gracias a la inventiva de Jacques y a la función de anular la incredulidad.

—Pobrecita, su situación es apremiante —dijo Óbolo, juntando ambas manos sobre su pecho—. Tener que buscar a su hermana, no saber nada de ella por la caída de las comunicaciones en la flota.

—Lo que es peor: haber perdido su rastro justo cuando se encontraba en la nave del almirante —dijo Sexta, negando con la cabeza como incapaz de creer la mala suerte de la supuesta hermana de la rubia.

—Fue a ver a su novio, el mismo día en que podía visitarlo fue el mismo que tuvo el corte de comunicaciones y la caída del sistema Caronte. Por favor, necesito su ayuda, escuché que usted es la única que puede restablecer el sistema.

—Lo siento, no puedo hacerlo.

—Pero hermana, ¿no sientes pena por ella? Su caso es como el nuestro: una hermana que busca con desesperación averiguar si la otra se encuentra sana y salva.

—Lo sé, pero... ¡No es tan sencillo! Yo... ¡Tengo miedo!

—¿A qué te refieres? ¿A qué podrías tenerle miedo? ¿Acaso pasó algo en la ciudad?

—En efecto, las cosas se pusieron bastante mal. Perdimos comunicación con todo el personal militar de la flota —explicaba Sexta, arrugaba su pañuelo para soportar las imágenes que, en una cascada de recuerdos, golpeaban su mente—. Los civiles encargados tanto de las comunicaciones y el sistema Caronte, quisimos restablecerlos, pero esas cosas, los monstruos, de alguna forma se enteraron y nos atacaron.

—Hermana...

—Fui la única que sobrevivió porque por azares del destino, justo el día de la masacre, me quedé dormida y fui tarde donde los demás. Jamás olvidaré ese día, escondida tras una esquina viendo como los monstruos hormigueaban por la acera del edificio de comunicaciones. Creí que luego vendrían por mí, menos mal que no fue así, pero no pude salir del departamento desde entonces.

»Lo siento mucho, señorita Irena, pero la respuesta es no.

—¡No diga esas cosas! ¡Hágalo al menos por este gatito! ¡Es de mi hermana y el pobre michicito ni come porque la extraña!

—¡Ya le dije que no! —gritó Sexta mientras apartaba al gato de su cara porque Irena lo sostenía muy cerca de su rostro.

Vanos eran los intentos de la isekeada, así como las súplicas de la hermana menor. Sexta estaba inconmovible y cada vez más harta del lloriqueo de Irena.

A punto de agarrar de la parte de atrás del cogote a la rubia y exigirle que se marchara, que unos toques sonaron tras la puerta para luego entrar un hombre de cuerpo membrudo, el terno apenas podía disimular lo fornido de sus músculos.

—Disculpa, Óbolo, ¿hay algún problema?

—Señor Buttler, no se preocupe, no interrumpió nada importante.

La hermana mayor frunció el ceño, dirigiendo su mirada de reprobación al hombre al ver como su hermanita lo miraba con ojos de jovencita enamoradiza.

—Usted debe de ser Sexta, la hermana de la voz más canora que hayan escuchado mis oídos, es un placer —dijo y con galante educación estiró la mano para saludar. A Sexta no le quedó otra que corresponder el saludo.

Siendo un caballero, que Buttler también estrechó manos con Irena para luego recordarle a su protegida que la función estaba a punto de comenzar.

—¡Enseguida voy, señor Buttler!

—Eres la prima donna del teatro, toda la función gira alrededor tuyo. Y ya basta de eso de Buttler, llámame Erick.

El rubor encendió sus mejillas, ardorada que notó Sexta y agrió más el rostro.

«Por favor, señor, deje de importunar que necesito que Sexta este calmadita», pensaba Irena, angustiada porque sabía que la hermana mayor estaba por subirse a las paredes.

No hubo discusión, Óbolo se despidió de su hermana; Sexta y Buttler se dieron la mano con educación y el hombre salió tras su prima donna.

Como lo temió, Sexta no estaba de humor para escuchar súplicas y no prestó oídos al clamoreo de la rubia.

—¡Deje de molestar! ¡No me siga! Su insistencia no va a rendir frutos. Ahora, como cabe esperar, debo entrar a ver la función... No es necesario que entre, después de todo, no está vestida para este evento de gala —le dijo con el mismo tono de reprobación que una maestra de internado da a sus alumnas que no pertenecen a su círculo de favoritas.

La esbelta y dura silueta de Sexta se perdió en una corriente de fracs y trajes de gala.

—¿Y ahora qué vamos a hacer?

—No te rindas, ¿eres o no eres una mujer adulta? Tienes que entrar.

—No tengo un traje elegante.

—Claro que lo tienes, ¿recuerdas los trajes que te dio la anciana en el bar? Pruébate uno y entra, no podemos dejar pasar esta oportunidad, tenemos que convencer a Sexta sea como sea.

Recordando a Fabiola, su amiga, que retomó su valor, crispó su puño, enclavijó los dientes y fue corriendo a buscar un lugar que le otorgara privacidad, puede que la pantalla isekai fuera invisible, pero no podía desvestirse y cambiarse en medio de una multitud.

En el teatro, pocos asientos quedaban vacíos.

La expresión de Sexta era de aburrimiento, hastío ante la atención que recibía de los hombres de las butacas circundantes; se sorprendió pues, al ver como todos al unísono, dejaban de verla para dirigir la mirada hacia una bella aparición.

Era un traje de cuero negro y de generoso escote; en el margen exterior de cada brazo, hileras rojizas en par que emulaban las aletas de un pez. En resumen, un traje más apto para que lo luciera una vampiresa come hombres de piel blanca y cabello negro, no obstante, Irena era tan curvilínea, que ese traje ajeno le sentaba bien.

Los breves segundos de consternación y celos dieron pasos a la incredulidad.

«Vaya con esta mujer, no sabe lo que es rendirse, eso se lo reconozco», pensó, negando con la cabeza y resignándose a que la bronceada pechugona de ojos zarcos se sentara a su lado.

—Señorita Sexta...

—Por favor, ya basta. —Los enormes telones rojizos empezaron a correrse a los lados—. Luego hablaremos, ahora no es el momento ni el lugar, prometo escucharla una vez acabe la función. ¿Y su gato?

Por respuesta, los senos turgentes de Irena vibraron, como si escondieran un teléfono celular puesto en vibración, pero en vez de un adminículo tecnológico, lo que salió fue la cara de Jacques, aliviado por volver a respirar.

Quiso expresar su contrariedad ante la visión del gato, pero los aplausos dieron a entender que la función comenzaba.

Siendo una mujer educada, prestó atención a la obra teatral, siendo el único inconveniente tener que dar de tanto en tanto golpecitos con el codo a Irena que se dormía a cada rato; en cuanto a Jacques, saltó al regazo de la rubia bronceada.

Transcurrida buena parte de la obra, que Irena no necesitó de ningún recordatorio de Sexta de que no debía dormir en plena función, los sonoros aplausos se encargaron de ponerla en alerta. Tocaba la parte de Óbolo.

Resulta que la prima donna iba a ejecutar un homenaje a María Callas, interpretando el tema de Lucia de Lammermoor, una canción de claros tintes góticos.

«Woa, que voz tan maravillosa. Con razón ese churro papacito de Buttler dijo que Óbolo tenía una voz canora», pensaba, ensimismada en escuchar la voz privilegiada de la menor de las hermanas Dracma.

Tanta era la atención que le daban los espectadores a la cantante principal, que nadie advirtió como una silueta enfundada en un traje oscuro de Scaramouche, iba colgando de una cuerda.

La figura vino en un movimiento pendular y sin parar su movimiento de inercia, agarró a Óbolo y se la llevó.

Miradas confusas se mezclaron con aplausos por parte de los espectadores que no sabían a ciencia cierta si lo que presenciaron formaba parte de la función.

Del secuestro solo se dieron cuenta Sexta e Irena; en cuanto a la "troupe" y demás personal tras bambalinas, pues como dicen: "La función debe continuar".

Cruzó miradas con el gato y sin perder tiempo, fue tras la damisela en peligro; Sexta, al ver la mirada y el rostro decidido de la rubia, dejó de lado toda duda y la siguió lo más rápido que pudo.

Lejos del glamour y el boato, el lujo, que ambas mujeres ingresaron a las entrañas laberínticas del teatro. En un principio Irena estuvo dispuesta a usar sus poderes isekai, pero resultó que el olfato de Jacques era más rápido para encontrar a Óbolo.

—¡¿Segura que tu mascota puede saber a dónde se llevaron a mi hermanita?! Primera vez que veo a un gato haciendo de sabueso rastreador.

—Tranquila, Jacques no es un gatito común y corriente, no preguntes.

Docenas de preguntas quería formular, pero decidió no estorbar, confiando con una fe ciega en la labor del gato de manchas de leopardo y en la rubia que hace un momento despreciara.

No sabían a ciencia cierta dónde se encontraban, notaron eso sí, que debían estar varios pisos arriba, así se los hacia saber su respiración fatigosa. El sentido del olfato de Jaques quedó trunco, hubo perdido la pista.

Tocaba el turno de Irena que, sin importarle lo que pensara Sexta, activó su pantalla isekai y buscó el ícono de hallar pistas.

—¡Por allí, deprisa! ¡Hacia esa trampilla!

Ambas mujeres fueron hacia la trampilla del techo, pero no alcanzaban la cuerda, por fortuna tenían a Jacques, quien saltó y bajó la cuerda.

Subieron por la trampilla y fueron encorvándose por un pasadizo hasta otra trampilla, esta vez en el suelo.

La claridad de las luces las encegueció por un segundo, ¡Estaban sobre la gran araña principal del teatro!

—¡Allá está Óbolo! —gritó Jacques, señalando con su patita tanto a la mujer como al desconocido secuestrador. Sexta creyó que quien hubo gritado era Irena, sentía el corazón latiéndole en la garganta por la preocupación.

Sin medir consecuencias y haciendo caso omiso al miedo, ambas mujeres bajaron hacia la araña gigante, las rodillas les temblaban al saberse a tanta altura, una caída sería, sin lugar a dudas, mortal.

Con Jacques por delante, ambas mujeres avanzaron con pasos dubitativos y sosteniéndose los brazos entre ambas, recién comprendieron que su accionar no fue el mejor debido a la desesperación y las prisas.

Muy cerca del borde de la araña de multitud de cristales, estaba Óbolo, incapacitada de hacer otra cosa que no ver con miedo a las dos mujeres que vinieron a rescatarla, pero ¿podrían hacer algo contra el bruto que la retenía por la fuerza? Y ¿quién era el secuestrador?

La última duda fue contestada por el hombre que, sin cejar su agarre sobre la mujer, se quitó la hierática máscara de color albar: era Erick Buttler.

CONTINUARÁ...

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