La momia
El velo del hiperespacio
Capítulo 37: La momia
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Nada de verdor, ningún melodioso canto de los pájaros, los árboles y los tranquilos paseos dieron paso a corredores muy similares a lo que se encontraba en la Roosevelt. Recorrían los pasillos claustrofóbicos de la Edward Jenner, los pasos veloces para hallar cualquier pista que los condujera al paradero Stephanie.
«Todavía no puedo creer que el hijo del doctor Víctor y el alcalde de la Pasteur sean la misma persona», pensó Irena que iba acompañada de Jacques y el doctor Hafez.
—¿Seguro que sabe a dónde tenemos que ir? —preguntó la mujer—. Este sitio es como un laberinto, me trae malos recuerdos de la nave de Timmy.
—Cuando Konrad se fugó, debió internarse en los interiores de la nave, lo mismo que con Víctor, sé muy bien cómo piensa. Lo sostuve en mis brazos cuando nació, su padre estaba tan orgulloso, yo también lo estuve, imagínense, fue elegido como el mejor burgomaestre de la Tierra y por ello invitado a ser el alcalde de una de las naves de la flota.
—Pero nadie se dio cuenta de que era un sádico maniático.
—¡Jacques! Lo siento...
—Descuide, su amigo tiene razón. Al principio creí que Konrad rehusó ser el alcalde de la Oscar Niemeyer por estar al lado de su padre, pero en realidad fue para que lo cubriera en caso de ser descubierto.
—Déjeme ver si entiendo —dijo Irena—. El hombre estaba obsesionado con la mujer perfecta. Raptaba mujeres, las mutilaba y con partes de sus víctimas quería crear a la mujer ideal, eso es de locos.
—En efecto, lo es. La gente de la Pasteur le descubrió e incendiaron su casa y la alcaldía. Como todo el asunto del linchamiento de un hombre fue tan vergonzoso e ilegal, que todos guardaron silencio y enviaron el maltrecho cuerpo de Konrad a esta nave, todo eso pasó antes de que se cortara el sistema Caronte.
—Usted, doctor, también es cómplice de encubrimiento, lo sabe, ¿verdad?
—Soy consciente de mi falta, señor gato. Lo mismo que Víctor, fui cegado por el amor y no vi al monstruo que ayudé a sanar, pero no se preocupen, redimiré mi pecado deteniendo a Konrad.
Irene vio de reojo el viejo revolver que portaba el doctor, quiso cambiar de tema para no pensar en algo tan peligroso.
—¿Y las mujeres que fueron atacadas aquí?
—Por suerte para ellas, Konrad debió encontrar alguna falla en sus cuerpos al desnudarlas, por eso las abandonó. En cuanto a la hermana Robert, su caso es diferente, parece que escapó, cuando la encontramos sostenía su hábito de novicia; lo mismo que las otras pacientes, perdió la memoria por la conmoción, pero al menos dejó de estar catatónica.
»Debe de ser aquí, la última vez que vine a investigar, sentí el aroma de desinfectante impregnado en las vendas de Konrad.
—¿Cuánto me dijo que iba a durar su estado? —preguntó Irena.
—Las vendas que le apliqué cuentan con una cataplasma experimental, un aporte de Víctor, con ellos pude regenerar su epidermis a una velocidad impresionante y de manera constante, sin embargo, se le debe cambiar de vendaje o la necrosis puede extenderse igual de rápido como efecto contrario.
—El olor a desinfectante que dice se hizo más fuerte, creo que es por allí —dijo Jacques y todos tomaron un respiro para prepararse, aunque el único que portaba algo útil era el doctor.
Bajaron los escalones de metal y abrieron un par de puertas, tras la última se sorprendieron por lo que vieron.
—¿Qué es todo esto? Se me hace familiar y no me gusta nada, nadita de nada —dijo Irena.
—No me extraña de Konrad, después de todo, era el hijo de mi mejor amigo.
—Muy similar a lo que encontramos en los laboratorios de los otros doctores —dijo Jacques erizando el pelaje—. Será mejor que me transformes. Doctor Hafez, no se vaya a asustar. —El hombre tragó saliva, supo lo que vendría a continuación.
—Moya sestra.
—Sora sora.
Del gato con manchas de guepardo quedó nada, en su lugar, una pantera negra como la misma noche se materializó, listo para enfrentarse al peligro.
El hombre tragó saliva y apretó con más fuerza el revolver, luego se pusieron a recorrer el laboratorio improvisado.
Como la anterior vez, lo que vio Irena causo que se le revolviera el estómago. El alcalde tenía avanzado su proyecto de crear a la mujer perfecta, solo faltaba la cabeza.
—En esa mesa —dijo el hombre, logrando superar a Jacques y su visión felina o tal vez se debió que tanto la chica como el gato no pudieron desviar la mirada del espectáculo grotesco.
El par se fue corriendo hacia la mesa, a la vez que el doctor Hafez, movido por su vena de científico, se aproximó al conjunto ensamblado por una mente enferma.
—¡Stephanie, amiga! —gritó Irena tratando de que despertara, pero fue inútil, como inútil fue el acto de zarandearla para que abriera los ojos.
—Creo que está sedada. Rápido, tenemos que salir de aquí antes de que el loco retorne.
—¿Doctor Hafez? —dijo Irena al darse cuenta que el hombre no estaba al lado.
Al voltear la vista lo vio, lo malo, que también vio a Dippel.
Hubiera estado perfecto en una tumba del Antiguo Egipto, como una momia con los brazos extendidos, fue hacia Hafez con intenciones homicidas.
—¡Detente, Konrad! ¡No quiero hacerte daño! ¡Le prometí a tu padre...!
No escuchó respecto a la promesa dada, nunca lo haría, los dedos, como tenazas de hierro, se cerraron sobre el cuello del anciano.
—¡Doctor! —gritó Irena. Pese a su llamado y a la distancia, escuchó un cuello romperse.
—¡Loco desgraciado! —gritó Jacques, himpló con fuerza y fue corriendo hacia la momia.
Se dice que no es conveniente pelear contra un loco, en efecto, ese fue el caso, pese a la fuerza felina, la adrenalina del lunático le dio la fortaleza necesaria para estar a la par de la pantera.
Irena corrió hacia donde hace tan solo unos segundos chocaron dos fuerzas contrapuestas. Con miedo y pena a partes iguales, tocó el cuello del doctor Hafez, comprobó que estaba muerto.
Tomó el viejo revolver y se dirigió hacia el estruendo que causaba la pelea.
Lo que dijo Hafez fue cierto, se le estaba acabando el tiempo a Dippel. Jacques, de un zarpazo, rasgó el vendaje de la cara, revelando una faz terrible, la necrosis quitó todo rasgo bello del alcalde, revelando una hinchazón maloliente y negruzca.
Aquello provocó más furia en Dippel que, en un alarde de fuerza bruta, arrojó a la pantera hacia una consola provocando multitud de chispas.
—¡Jacques!
La momia giró el pavoroso rostro, con andar patibulario, se aproximó a su nueva víctima.
—¡El arma! —gritó para ella misma con el propósito de infundirse valor—. ¡No se me acerque o disparo! ¡Deténgase!
Apretó el gatillo, pero no se produjo ningún fogonazo.
«¡El seguro!», pensó tratando de quitar el mismo del revolver, pero fue tarde, lo mismo que con el doctor Hafez, poderosos dedos se cerraron en su garganta.
Cuando creyó que moriría, el himplar de la pantera se escuchó una vez más. Jacques saltó a las espaldas de la momia y aquella se vio forzada a centrar su atención en el que le atacó de forma artera.
Aunque giró el cuerpo varias veces, la pantera no se desprendió de las espaldas del loco. Volvió a himplar y hundió sus colmillos en la nuca de la momia.
Como un no muerto, los movimientos de Dippel fueron espasmódicos, hincó ambas rodillas y cayó al piso, su respiración estertórea cesó a los pocos segundos para no levantarse nunca más.
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Otros dedos, el mismo tamborilear nervioso sobre el escritorio, pero no era el doctor Alun Hafez, sino el alcalde de la Edward Jenner. Observaba a una rubia alta y curvilínea, una novicia que hace tan solo un momento recuperó la conciencia y un gato, un maldito gato parlante que le puso al corriente respecto a la muerte del doctor y toda la tramoya relacionada con el alcalde de la Pasteur.
—Esto me supera, señorita Dubon, me gustaría expresar la rabia que siento al saber que mi mundo cartesiano se está derrumbando, no obstante, no hay tiempo, ninguno de nosotros tiene el tiempo suficiente.
—¿A qué se refiere, señor?
—Luego de su informe, el de su..., compañero, ordené investigar al personal médico relacionado con el doctor Hafez, después de todo, es imposible que el doctor haya podido ocultar la internación del alcalde Dippel y de las mujeres atacadas sin ayuda de nadie. Una enfermera me dijo algo muy serio: Hafez estaba en contacto con el almirante, sus intenciones eran buenas: buscaba que los suministros en comida para los pacientes no escaseasen, no obstante, no recurrió a los canales adecuados para ello.
«Quiere decir que no le dijo nada, manteniéndole al margen», pensó Irena.
—Lo otro: pidió ayuda al almirante para solucionar el problema mencionado.
—¡¿Los zombis vendrán aquí?! —exclamó Irena, imaginándose el peor escenario posible.
—¿Zombis? Si se refiere a los monstruos, en efecto, se suponía que esas cosas invadirán la nave; pese a esa conclusión lógica, henos aquí, teniendo esta agradable conversación.
Las mujeres cruzaron miradas, era obvio que el alcalde de la nave hospital no estaba nada conforme con la presencia de ellas y el gato.
—¿Somos una patata caliente, señor alcalde? —preguntó Stephanie, siendo la primera vez que abrió la boca desde que recuperó el sentido en el laboratorio improvisado en las entrañas de la nave.
—Digamos que prefiero entregarles esto y que continúen su misión —excusó su decisión de exiliarlas, entregándoles la llave de la ciudad que le dio el almirante.
Era de un color blanco impoluto e Irena lo tomó con ambas manos, dándole las gracias. El alcalde no le contestó, solo le dio la mano y con un gesto de su brazo, le indicó la salida, haciendo hincapié con aquello que la entrevista hubo terminado y que esperaba que salieran lo más rápido posible de la nave.
Tras la puerta hubo personal de seguridad que escoltó al trio a la bahía de embarque, en ese lugar las esperaban técnicos que ayudarían a Sexta a hackear el sistema Caronte; ningún rostro amable, al menos ninguno humano.
—¡Herman! —dijo Irena y fue a abrazar al gigante, quien correspondió el gesto.
»Al menos esta vez no tendremos que escabullirnos, me refiero a las veces en que Jacques y yo fuimos de nave en nave.
—Se siente raro —dijo Stephanie mirando los alrededores y a los trabajadores del alcalde—. Te dije que quería viajar a la Edith Cavell, pero una cosa es hacerlo por voluntad propia y otra muy diferente ser expulsada de la nave.
—El alcalde no tuvo más remedio, por culpa del doctor Shelly y el doctor Hafez que esta nave corrió un serio riesgo de ser invadida, riesgo todavía latente —dijo Jacques que mantenía la cola erguida, tozuda en una actitud arrogante pese a las circunstancias—. Como dijiste, Stephanie, somos una patata caliente, mejor no arriesgar más la seguridad de la nave con nuestra presencia.
Los tres junto con Herman entraron en la nave de transporte de suministros, nadie les deseó buena suerte.
—¿Estás bien? —preguntó la novicia.
—Lo estoy, pero sucede que extraño recibir un porrazo en este momento. —Stephanie puso cara de desconcierto porque no sabía que cada vez que Irena se iba de la nave, sacaba su cabeza para ver una última vez a los amigos que hizo y con aquello recibía el golpe de la puerta cerrándose.
El sistema Caronte sacó la nave de suministros al túnel del hiperespacio, algo inquietaba a Jacques:
—Me intriga lo que dijo el alcalde de la Edward Jenner, si el doctor Hafez pidió ayuda al almirante, ¿por qué no vinieron los monstruos en plan de invasión?
Ninguna de las mujeres pudo dar una respuesta, presintieron que el final se acercaba y juntaron las manos para darse ánimos. No sabían qué retos les esperaba en la Edith Cavell, con suerte, Stephanie recuperaría la memoria; en cuanto a Irena y Jacques, esperaban encontrar los medios necesarios para viajar a la nave del almirante.
CONTINUARÁ...
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