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La joven paciente

El velo del hiperespacio

Capítulo 44: La joven paciente

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El convento tenía un dispensario, una especie de enfermería donde se atendía a bajos precios, incluso gratis a la gente de la nave cementerio. Las monjas oficiaban de enfermeras, boticarias y herbolarias, en aquel preciso momento, atendían a una jovencita cubierta de sangre que no era de ella.

—¿Dicen que la encontraron vagando por entre los cementerios? —preguntó la madre superiora con el ceño fruncido, estaba molesta porque pese a la recomendación que dio con respecto a no salir, de todas maneras, Irena y Stephanie lo hicieron por curiosas o eso al menos le dijeron.

—Así, es Maggie, la pobrecita no podía siquiera pronunciar una palabra —dijo la rubia confianzuda. La anciana suspiró y miró a la pelirroja:

—Tan curiosa como siempre. En fin, al menos esta vez..., hermana Robert, no hizo ninguna travesura.

—¿Me dedicaba a hacer travesuras en el convento? —preguntó Stephanie, señalándose con el dedo, incrédula de lo que dijo la anciana porque siempre pensó que como novicia era una blanca palomita.

—No es bueno revelar cosas del pasado a alguien que tiene amnesia, debe ser uno quien recuerde por su cuenta. Lo bueno de su excursión fue que hallaron a la pobrecita, debe de ser la hija de uno de los sepultureros, se quedará aquí hasta que localice a sus padres.

—Fue bueno que hayamos salido, ¿verdad?

—Lo fue. Bastante misterioso este asunto de los monstruos, no entiendo qué vinieron a hacer aquí.

Es un misterio muy misterioso, ara, ara.

La madre superiora frunció el ceño, puso su puño cerca de sus labios y carraspeó:

—De todas maneras, una falta es una falta, como penitencia, ambas harán vigilia en el dispensario para atender a la niña.

No quedándoles de otra, ambas asintieron.

—Y sin ayuda —recalcó la madre superiora para que las otras monjas y novicias pararan en su revoloteo para con la supuesta hermana Dubon.

Las dos mujeres pusieron la mejor cara de póker que pudieron, la orden de la abadesa les venía de perlas, necesitaban privacidad.

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Era de noche y una de las monjas más gruñonas les daba las últimas instrucciones:

—Eso es todo, aquí tiene la lista. En caso de presentarse una emergencia, no intuya ningún brebaje, venga conmigo y consúlteme —dijo y le dio el bloque rayado de papel a Irena.

Oki doki, ara, ara.

La monja cambió de opinión y se lo pasó a Stephanie.

—Esta vez no podrás ser el centro de atención, se necesita más que una buena figura para atender el dispensario —dijo con una expresión de suficiencia.

—Pero tengo un triple certificado médico en Nosogenia, Nosografía y Nosología, ara, ara. Lo recuerdo pese a mi amnesia, ara, ara.

La monja le hizo complicadísimas preguntas a las cuales Irena respondió a la perfección. La mujer le quitó a Stephanie el bloque y se lo devolvió a Irena.

Ara, ara; ara, ra.

Una vez solas, la pelirroja estalló:

—¡Qué demonios! ¡Perdón, Dios mío! ¡¿Cómo puedes saber esas cosas?! ¿No se supone que solo eres un par de pechugas con placa y piernas?

—Mis padres me obligaron a estudiar todo eso, yo quería ser otra cosa —dijo poniendo cara de puchero. La novicia sintió que le iba a venir una migraña.

No tuvo oportunidad de exteriorizar otra queja, Jacques vino para darles su reporte, no pudo hacerlo antes por las prisas que metió a las chicas para que fueran al cementerio.

—Empezaré en orden para que sus lindas cabecitas no humeen: Como lo supusimos, los fuegos artificiales de la noche anterior fueron causadas por los monstruos. ¿Con que objeto?...

—¡Ya sé! Fue para atraer a lo que sea acabó con los otros la noche que llegamos. ¿Ven? Soy buena deduciendo cosas, soy, al fin y al cabo, una policía intergaláctica —dijo presumiendo de la mentira que le contó a Stephanie.

—¡Correcto! Qué inteligente eres, Irena. Por cierto, era una pregunta retórica, otra vez que me interrumpas y te voy a llenar la cara de costurones. —La rubia alta y pechugona se escondió tras la pelirroja que, como era menudita, se molestó al notar que los enormes senos de su compañera de celda le aplastaban su velo de novicia.

—¡Quítate que esas bolas de boliche pesan!

El gato carraspeó para continuar:

—Fui donde quedaron los restos de los monstruos, hallé una huella que no pertenecía a los zombis, pero no pude averiguar la gran cosa por culpa de los humanos que se acercaron.

—¿Y de quién podría haber sido esa huella?

—Mejor dicho, de qué cosa. Era el rastro de un animal y por lo que sabemos, no hay animales en esta nave.

»Fui directo hacia el cementerio y descubrí que en la cripta, junto con Herman, estaba la chica que trajimos, estaba en estado de conmoción por lo que no pude averiguar la gran cosa, aunque igual no hubiera podido hacer nada, se supone que los gatos no hablan. En cuanto a Herman, ya lo conoces, no dice ni pio.

—Ni cuando siente hambre ni cuando siente frío, lo sé. ¿La pobrecita vino huyendo de algo y se metió en la cripta?

—No lo creo, me parece que tu novio escuchó a los zombis hacer todo el escándalo de anoche y se fue a pasear.

—Pero le dije que no saliera, además, en su forma actual es muy gordo para salir por la reja de la cripta.

—Me parece que Herman tuvo mucho tiempo libre para averiguar de alguna forma como acceder a los protocolos de expansión de cabina, no me preguntes como lo consiguió.

—¡Hombres!, no se puede confiar en ellos. Sale de parranda y se trajo una chica con la que pasó la noche.

—Dices cosas que se pueden malinterpretar. Creo que salió por el escándalo y vio a la chica huyendo de algo, no sé de qué cosa escapó. La sangre no es de ella, supongo que es de los zombis; interrogué a Herman, pero todo fue inútil, ¡si tan solo pudiera hablar!... Y respecto a eso, ¿qué te pasa? Te quedaste callada de improviso.

La novicia se tocaba la cabeza con ambas manos, como queriendo apartar de su velo un par de senos que no estaban ahí.

—Dije, le dije a Irena que quitara sus bolas de boliche, ¿cómo sé lo que son bolas de boliche? Eso pensé y de pronto recordé algo. —Los amigos la miraron como pidiéndole que continúe.

»Estaba jugando, jugaba a los bolos. ¿Una novicia jugando a los bolos? Recuerdo que derribaba todos los pines haciendo moñonas vez tras vez como si fuera una profesional.

La pelirroja miró a la rubia y al gato que por alguna extraña razón desviaron la mirada. Ante tal extraña reacción, quiso preguntarles el motivo de tal comportamiento, pero escucharon toser a la niña que trajeron.

Vestía un pijama limpio y tenía aseado el rostro, obra de las encargadas del dispensario. Se vio tímida ante las dos mujeres que la observaban y trató de cubrirse más con la sábana.

—No creo que tengas título en psicología o tratamiento de enfermos —dijo Stephanie y empujó a la rubia a un lado—. Hola, amiga, tranquila, estas bien, no hay nada de qué temer, estás a salvo en el convento de la Bien venida sea la paz.

—Se dice bienvenida —la corrigió la rubia.

—¡Qué no se dice así! No interrumpas. Dime, ¿cómo te llamas? ¿Recuerdas tu nombre? Vagabas por la nave, ¿qué fue lo que te pasó?, estabas cubierta de sangre.

La paciente se intimidó con la novicia y con la mirada pidió que fuera la monja rubia quien le hiciera preguntas.

—Tal vez no tenga los títulos que mencionaste, pero tengo lo que hay que tener.

—¿Y qué son esas cosas?

—Pues son: ara, ara y ara, ara —dijo entrecerrando los ojos y sonriendo de forma maternal, inflando el pecho para que le notaran mejor los turgentes senos que el sumo hacedor le dio y que de paso, dieron un rebote.

Ambas empezaron a jalonearse de los cabellos. Jacques, que no podía revelar su naturaleza de gato parlante, se limitó a dar vueltas y saltar alrededor de ellas.

—Este, hermanas... —las dos dejaron de jalarse las comisuras de los labios y vieron a la paciente que estaba dispuesta a contar su historia.

»Me llamo Helga. La noche de los fuegos artificiales salí de mi casa a investigar, pensé que alguien se emborrachó y estaba haciendo una fiesta o algo, pero vi que no era uno, sino muchas personas.

—Los zombis —dijo Irena y Jacques le dio un zarpazo en la canilla para que se callara.

—¿Zombis? No, eran los soldados, pero en su forma de monstruos, tenían cosas que botaban los fuegos artificiales muy cerca de la bóveda, creí que la iban a destrozar, pero no lo hicieron —dijo e hizo una pausa para darse valor—. Entonces vino, era una sombra negra de ojos rojos, vino y mató a todos los monstruos, ¡era horrible!

—Tranquila, no llores, ya todo pasó —dijo y abrazó a la muchacha.

«En serio parece un ángel con el traje de monja, aunque sea chupado le sienta bien», pensó Stephanie y resopló, no por frustración, sino que se dio cuenta de que era necio de su parte seguir con la envidia. ¿Qué culpa tenía su amiga de tener un rostro y cuerpo divinos? Seguro la belleza seráfica que poseía le ocasionó más de un disgusto.

Una vez se tranquilizó continuó su relato:

—Era enorme, muy negro y peludo, su boca daba miedo con todos esos dientes largos y enormes. La cara era feroz, se veía enojado.

—¿Qué era? ¿Puedes decirlo?

—Es una rara coincidencia que esté en este convento, porque todos no le llaman La bien venida, sino Acadia, el convento del rougarou.

—¿Qué es eso de rougarou? —preguntó.

—Acadia, el convento de loup-garou de Luisiana—dijo Stephanie, con el gesto serio y la mirada perdida, era obvio que empezaba a recordar otras cosas—. Rougarou, es un derivado de la palabra francesa loup-garou, quiere decir..., hombre lobo.

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Los padres vinieron por la tarde a llevarse a la niña. Justo antes de salir por la entrada del convento, se dio media vuelta y corrió para abrazar a Irena.

—Prométeme no ser más curiosa y obedecer siempre a papá y mamá, ara, ara.

—Lo prometo, madre.

«Vaya con la criaja esta», pensó Stephanie, pero se sorprendió con el abrazo que recibió.

—Usted también, hermana, muchas gracias.

—Este, no hay de qué. Haz caso a lo que te dijo la hermana Dubon.

Los padres les dieron una última vez las gracias y fueron a su casa.

—Bueno, fue emotivo, pero con esto perdimos la oportunidad de comunicarnos con Sexta —dijo Stephanie.

—¿Qué hacemos ahora?

—Esperar. Se suponía que Jacques iba... Sí, sí, hermana, ya voy. Ni modo, me espera el laburo. Tú, solo ponte bonita, deberías ser la recepcionista del convento o algo.

—Cielos, hermana Robert, qué cosas dice, ara, ara.

—No seas presa de la flojedad, es pecado, ¡mueve el culo, hermana Dubon! —dijo y le plantó una fuerte palmada en las nalgas que también dieron un rebote.

¡Ara, ara! —exclamó, enojada. Stephanie se alejó corriendo y riéndose de la reacción de la rubia.

Aprovechando que las novicias y monjas se acercaron a Irena para reconfortarla, fue hacia una sección exterior del convento, allá arriba, por encima de una enredadera, estaba la ventana ojival del cuarto piso del ala oeste, más en específico, el cuarto prohibido.

«Esto no será fácil, pero nada que no pueda manejar», pensó y puso patitas a la obra.

A dos metros de la escalada y tuvo que camuflarse entre las hojas, un grupo de monjas se acercaron, miraban a todos lados con el fin de encontrarle y darle mimos no requeridos.

«Que no me escuchen, que no me escuchen», pensó y decidió seguir, con las monjas decidiendo quedarse en el sitio.

Como un escalador camuflado por el verdor de las hojas, subió poco a poco hasta alcanzar el alfeizar de la ventana de piedra, por fortuna estaba abierta.

Era una celda monacal que en nada se diferenciaba del que compartían Irena y Stephanie.

«Veo una cama, está destendida y no veo polvo. ¿Quién podría estar ocupándola?», pensó y se acercó a una mesita, sobre aquella estaba una taza, ¡todavía estaba humeante!

Sintió la misma desagradable sensación de cuando creyó que algo lo acechaba. Esa vez estaba a cielo abierto, dadas las circunstancias actuales, encerrado en la celda, le costaría escapar. Curioso, deseó que las monjas, abajo, pudieran oírle, pero ese deseo sería fútil.

CONTINUARÁ...

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