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Jugando a ser detective

El velo del hiperespacio

Capítulo 30: Jugando a ser detective

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Algo en lo más profundo de su mente le decía que era un sueño, no importaba tal advertencia, de todas maneras, no podía controlar lo que pasaba a su alrededor, la lógica fue desechada, en especial, cuando se vio a sí misma convertida en una niña, jugaba en los campos del orfanato allá en la Tierra.

Fue su turno de buscar a sus amiguitos, pero no podía encontrar a nadie, sintió una presión en el bajo vientre y al bajar la mirada, comprobó que se hubo orinado encima.

—¡Se hizo pis, se hizo pis! ¡La cochina se hizo pis! —De la nada aparecieron los otros niños cantando y formando un corro, la rodearon mientras la señalaban con el dedo y se mofaban.

Empezó a llorar, pero sintió que algo le rozaba las canillas.

—No te preocupes, Stephanie, yo no me voy a burlar de ti —la consoló un gato manchado como un guepardo.

—Gracias —le contestó. Los otros niños se desvanecieron por arte de magia.

El gato siseó a algo a sus espaldas, la niña se dio la vuelta.

¡El horror! Una momia levantaba sus brazos cubiertos de vendajes, era clara su intención de agarrarla, se quedó tiesa del susto. Cuando los dedos del ente la agarraron del cuello, se despertó.

Ninguna niña, era una mujer pelirroja de cabello corto y ojos verdes. Delgaducha, sí, pero lo compensaba con un rostro precioso que insinuaba picardía.

El camisón estaba sudado por la reciente pesadilla y su respiración era dificultosa, no obstante, sonrió ante una causa desconocida. Levantando deprisa las pocas sábanas, salió de la cama y se puso las sandalias.

Las enfermeras la saludaron al mismo tiempo que le recordaban que no debía correr en los pasillos de la clínica, pero no hizo caso, debía comentar su sueño a una persona.

—¡Doctor, doctor Hafez! ¡Acabo de recordar algo!

—Hermana Robert —. El hombre mayor mostró una expresión de sorpresa, luego sonrió complacido e invitó a Stephanie a sentarse para que le comentara todo lo que recordaba respecto a su sueño.

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Aunque la mañana empezó con un sueño transmutado en pesadilla, Stephanie consideró que el día comenzó promisorio, tomó su ducha diaria y luego fue a cambiarse de ropa, no era un traje común y corriente, era el que usaría una monja.

No era estricto, las mangas sueltas de color blanco resaltaban en el conjunto, pertenecían a una novicia.

Se acercó al espejo y no cubrió toda su frente; coqueta, sacó su rojizo cabello, sonrió a su reflejo y pasó su lengua por los dientes. Luego se acomodó el hábito y salió al pasillo.

No sabía qué sentir al respecto, era popular en la clínica y trataba de no avergonzarse ante las miradas que algunos pacientes le daban. En medio de sus cavilaciones respecto a su sueño, se topó con una curiosa enfermera, fue como chocar contra una pared a más de doscientos kilómetros por hora en un coche.

«Santos cielos», pensó, llevándose la palma a la boca como por instinto.

Tremendo pedazo de mujer, pero había algo que no cuadraba con su vestido, no parecía el reglamentario para el personal de enfermería, ni siquiera para las practicantes. El traje de enfermera más parecía apto para una fiesta de disfraces, una para adultos; el traje rosa claro, apenas podía esconder los senos ni qué decir de las nalgas, si uno se inclinaba un poco, hasta podía ver la blanca ropa interior. De no ser la vida real y más un videojuego, las mecánicas de la física estarían justificadas ante tanto bamboleo de senos y nalgas.

«¿Quién podrá ser? ¿Vendrá de otra clínica? Nunca la vi antes, pero si ese fuera el caso, ¿qué tipo de clínica permitiría un traje de enfermera tan chupado?».

No había rastro de vergüenza en la rubia que tarareaba una canción, la mar de contenta.

«Que peinado más extraño», pensó, pero su atención dejó de fijarse en esa especie de colmena peluda sobre su cabeza, por el rabillo del ojo notó como los pacientes en silla de ruedas, se daban un festín visual, no obstante, pecaban de golosos y también se inclinaban para ver mejor lo que no deberían ver.

Frunció el ceño sintiendo un poco de celos y envidia, algo que consideró impropio de una novicia por lo que negó con la cabeza como enojada consigo misma, decidió seguir su camino y continuar forzando a su mente a recordar más cosas del sueño que tuvo en la mañana.

La espectacular rubia bronceada llevaba una bolsa blanca a un costado, fue aquel o, mejor dicho, el contenido lo que le llamó la atención.

Nadie más lo notó por estar concentrados en las curvas de la rubia y sus piernas que iban hasta el cielo, apoyadas en esos sensuales tacones altos, pero de la bolsa emergieron un par de orejitas junto a una cola que se movía traviesa.

Recordando su sueño, reculó en su intención de meterse solo en sus propios asuntos y decidió jugar a ser la detective amateur, ¿y qué mejor manera de hacer aquello que siguiendo a la desconocida?

«Parece que le habla al gato en la bolsa como si esperara que le conteste, es ridículo, pero nada sospechoso», pensó deseando poder acercarse más y poder escuchar algo, pero descubrió que no tenía el valor suficiente.

«Al menos ya sé que no puedo leer los labios ni soy una superheroína», pensó con algo de pena, pero de inmediato frunció las cejas con decisión.

«¡¿Qué hace?! ¿Está robando lo que hay en esa máquina expendedora? Creo que he encontrado una ladrona, esto se pone interesante», pensó sin darse cuenta que observaba con pose de meme de pervertida a la rubia.

Se ocultó mejor al ver que el gato se daba vuelta hacia su dirección.

«¿Acaso me notó?», pensó y decidió esperar, oculta hasta que oyera pasos de nuevo.

Siguió al par, envalentonada, se acercó más, reptando y cubriéndose tras unos arbustos.

«Parece que se puso a comer, espero que le dé algo al gatito... ¿Ese fue un eructo? Por mil demonios, ¡perdóname Dios mío! Acabo de recordar que no desayuné», pensó haciendo un puchero.

Trató de no pensar en la comida, pero su cuerpo fue más honesto, las tripas dieron un justo reclamo que el gato creyó escuchar a la distancia, justo detrás de los arbustos donde espiaba a la obscena curvilínea.

«¡¿Qué hago, que hago?! ¡Si me descubre la ladrona, seguro me da una paliza!».

Giró la cabeza a ambos lados y para su suerte descubrió un robot de limpieza que estaba en modo hibernación.

El pánico debió activarle la memoria muscular, por lo que, sin recordar cómo se manipulaba aquel aparato, logró activarlo, engañando de esa manera al felino.

Dio un suspiro de alivio.

«Que tonta, reacciono como si el gato fuera más inteligente que un animal común y corriente».

Aunque su posición era incómoda, no pudo levantarse; frustrada por el hambre y por no poder escuchar nada de lo que le decía la rubia al gato, quiso darse la vuelta y regresar tras sus pasos reptando, como una vil serpiente.

Fue una afortunada coincidencia que la rubia decidió marcharse justo en el momento en que la novicia decidió regresar a la clínica.

Se levantó con cuidado y se limpió con las manos las hojas que se le pegaron al hábito.

«Va a ese puente, ¿qué planea? No tengo una buena vista desde aquí».

Se acercó y caminó sobre el puente como si pisara huevos, acercándose a la baranda.

«¿Acaso saltó? No se ve como un lugar conveniente para ser una guarida de ladrón. Bueno, vine buscando un misterio y acabo de encontrarlo, pero no puedo saltar, está alto, mejor bajo por la pendiente».

Ajenos a la novicia curiosa, Irena le ofrecía a Herman un par de bocadillos, intento fútil puesto que el gigante se negó a probar la comida chatarra. Jacques escuchó algo y de forma subrepticia fue a investigar:

«Esto me molesta, he estado escuchando algo desde esta mañana, como si alguien nos estuviera acechando. Pues bien, sea lo que sea, le prometí a Irena resguardarla de todo peligro».

Como un tigre al acecho, así avanzó Jacques en la hojarasca, casi reptaba, presto a saltar sobre el intruso que merodeaba.

Una bola de ropas de monja y hojas caídas, rodó por la pendiente dando un lastimero chillido de ratón.

—¡Qué daño! —dijo Stephanie sobándose las nalgas, todavía cubierta de hojas.

Alertada por el ruido, Irena dejó sus intentos de tratar de dar de comer a Herman y fue a investigar.

«¿Una monja? Se ve muy joven para ser monja».

—Este, hola, ¿qué hace aquí, señorita monja? —dijo, inclinándose para ver mejor a la pelirroja de ojos verdes. Se desabotonó los botones porque el traje le apretaba mucho.

«Woa, tremendos senos los que tiene esta tipa. ¿Qué diablos le daban de comer de pequeña cada mañana?», pensó. Cuando estuvo a punto de recriminarse por mencionar al señor de las tinieblas y al heavy metal, que vio una aparición mucho más temible: era Herman que salió para ver qué pasaba.

Se quedó tiesa del susto, no obstante, el pánico que sentía no era por la avillanada cara del pobre de Herman, sino que, al verlo, recordó con mayor claridad otra aparición igual de pavorosa, una imagen que vino a sus sueños en la mañana: la momia.

Por si la sorpresa fuera una bicoca, vino el hecho de que Jacques dio un gran salto que lo proyectó más arriba de la novicia y cayó en picada maldiciendo a plenos pulmones:

—¡Muere de una vez, vil engendro! —Se le pegó en la cara de la pelirroja.

No es necesario mencionar que la pobre novicia se desmayó.

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Sintió que la cara le escocía mucho, tanta fue la molestia que se despertó. Una enfermera que pareció salida de un evento de disfraces para nerds, otakus y demás gorditos pajeros, le pasaba alcohol desinfectante por el rostro.

—¡Auch, duele!

—¡Perdón! Tienes toda la cara rasguñada. Jacques, gatito malo, tienes que pedirle perdón a la señorita monja.

El felino dio un largo maullido que para nada sonó a una disculpa.

—¿Qué fue lo que me pasó?

—Caíste por la pendiente y el gato saltó a tu cara, lamento lo de los rasguños. Eso fue peligroso, ¿sabes? ¿Qué hacías cayendo por un costado del puente?, podías haberte matado. ¿Acaso eres una especie de suicida?

»¡Cielos, eso es! ¡Estamos lejos en el parque! ¡Seguro este lugar lo usan como zona de suicidios! ¡Por favor, no te hagas la automorición! ¿Estás embarazada?, ¿eso es? ¿Te preñó el cerdo del párroco?

—¿Qué? ¡No! Nadie me preñó, no uses esa palabra, sé que está en el diccionario, pero suena rara.

—Menos mal, te ves tan joven. Hubiera sido malo que te hayas embarazado siendo monja y con esa carita.

—¿Pues cuántos años crees que tengo?

—Pero te ves tan joven...

—Creo tener la misma edad que tú, soy una adulta. Cambiando de tema, me disculpo, te vi en la clínica y quise seguirte, lamento no haberme presentado antes, soy tímida, creo, esto es tan confuso.

Ante la cara de duda de la rubia, que la novicia le contó a Irena su historia. Resulta que Stephanie padecía amnesia, verdadera amnesia, no como la bronceada curvilínea, todo producto de algún evento traumático que su mente se negaba a reproducir con claridad.

—¿Estás llorando? —le preguntó a Irena.

—Pobrecita, ¡cuánto has sufrido! Mira que te agarraron los zombis —dijo malinterpretando la situación.

—¿Cómo? ¿Qué es eso de zombis?

—¡¿Qué más podría ser?! Seguro te agarraron y te comieron. Mírate, pobre cosita, te comieron todo el pecho y las nalgas, no tienes nada de nada.

Crispó su puño, lista a darle un puñetazo, cuando lo vio otra vez. Herman salió de las umbrías del puente.

Ay, ay, ay —dijo Jacques, sin importarle ya nada—. Recuerda, Herman, un buen novio hace caso de lo que su novia le dice.

No supo a donde mirar, si a la rubia seso hueco, al gato parlante o al gigante con corpachón cubierto de costuras hechas al parecer por un científico loco.

CONTINUARÁ...

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