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Cambio de hábito

El velo del hiperespacio

Capítulo 40: Cambio de hábito

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Era el mediodía y recién se despertaban, no hubo de otra considerando que la noche anterior se la pasaron caminando hasta encontrar el cementerio y la cripta donde pudieron esconder a Herman con su oronda nueva forma.

—Buen día, Irena. Abre la cabina, quiero salir.

—Buen día. Claro. ¿Estás bien?

—Sí, dormí todo lo que pude, no me quejo.

—Listo. Buen día Jacques, despierta, ¡mierda el reloj dice que son las doce!

El gato dio los buenos días y salió lo más pronto que pudo de su suave prisión de senos; Las chicas tardaron lo suyo.

Con excepción de Herman, todos daban estiramientos; las mujeres eran torpes; Jacques, hábil, aunque en más de una ocasión parecía que se estiraba tanto que le iba a dar un calambre, pero no sucedió tal cosa, ventajas de ser un felino.

—Quiero lavarme la cara, seguro el cementerio tiene varias pilas para que la gente llene los floreros, vayamos a asearnos —dijo Stephanie y empezó a oler sus sobacos y cuello del hábito de novicia—. Estoy segura que apesto, dentro de Herman se está calentito, pero empiezas a sudar.

—Tienes razón, encontremos una pileta. ¿Qué hacemos luego?

—Encontremos un lugar que pueda reconocer a Stephanie, a ver si así puede recuperar la memoria. Sería óptimo que hubiera animales amistosos, podría preguntarles varias cosas.

—Todavía no entiendo ese poder tuyo, si eres una especie de gato androide multipropósito, ¿cómo te puedes comunicar con animales de verdad?

—Eso es clasificado por el departamento de policía intergaláctica —concluyó Jacques para no contarle la verdad a la novicia y subió las graderías para salir de la cripta.

Herman anticipó que de nuevo le dejarían solo y puso una cara triste.

—No te preocupes, vendremos más tarde a visitarte. Pórtate como un buen chico y no salgas de aquí, ¿de acuerdo?

—Si ya terminaste de despedirte de tu novio, salgamos. Mientras más pronto encontremos una pileta, más pronto desayunaremos —dijo Stephanie.

Las chicas parpadearon un par de veces una vez que atravesaron la entrada, luego, pusieron la cadena como estaba para no despertar sospechas.

Caminaron y al poco tiempo encontraron lo que buscaban: una pileta, esperaban que tuviera agua.

—¡Hay agua! —exclamó Irena al abrir el grifo y poner la mano por debajo—. Está fría, pero bastará.

—Aprovechemos antes de que venga alguien —dijo la novicia y las dos desnudaron sus torsos para lavarse no solo la cara y el cuello, sino también los sobacos y el torso.

Tiritaron por el frío contacto con el agua y trataron lo mejor posible de secarse con la palma de las manos en ausencia de toalla alguna. Jacques se lavaba como todos los gatos hacen: acicalándose con su lengua y patita.

—No seas tonta, saca uno de los vestidos que te dio la anciana.

—¡Usarlos como toalla! ¡No quiero! Son tan bonitos.

—¿Pudimos usar tela para secarnos y no lo hicimos porque eres una caprichosa?

—No entiendes, no es solo ropa, son trajes de diseñador, no podemos usarlos solo para secarnos los sobacos.

Aunque práctica, Stephanie era mujer y comprendió la lógica de la rubia. Negó con la cabeza por tal acceso de vanidad que consideró pecado y volvió a ponerse el hábito de novicia.

—¿Qué pasa? ¿Por qué no te vistes?

—Si vamos a visitar los conventos, creo que lo mejor es que cambie de atuendo. Espera un poco, cúbreme, por favor.

—¿Qué haces? ¿A dónde vas? ¡Cielos con esta mujer!

Al tiempo que Jacques terminó de asearse, apareció Irena.

—Pero... ¡Por mil demonios!, ¡qué diablos llevas puesto! —gritó Stephanie. No se la podía culpar, la rubia de su amiga decidió usar otro de los trajes que recibiera de regalo en el bar, en esta ocasión, un traje de monja.

No era un hábito de novicia, no tenía las mangas descubiertas, era para una monja, lo raro que estaba demasiado entallado, no fue que era de una medida menor al tamaño que le correspondía a la rubia bronceada. Estaba muy pegado a sus curvas, para ser un traje que debía caer en plomada por efecto de la gravedad, era un vestido imposible por pegarse a las curvas tanto del torso, las nalgas, como el de las largas y esculturales piernas.

—¿Sucede algo? ¿No me lo puse bien? —dijo y dio un giro para verificar que todo estaba en su lugar, cosa que hizo que Stephanie frunciera más el ceño.

—¿Qué si sucede algo? Te diré lo que sucede, ¡este traje es un chiste! ¡Ni por asomo podría pasar como el hábito de una monja! ¡Es más, podría jurar que esto que llamas ropa, no es más que body painting!

—Silencio, que metes mucho ruido, nos van a oír.

—No me calles, gato. A ver, tanto que te quejabas de mi hábito de novicia y me llamabas pingüino...

—Todavía lo hago.

—¡Serás! Dime qué opinas del traje cosplay de Irena, ¿verdad que es ridículo?

—A ver... Pues si todos los pingüinos se vieran como tú, estaría encantado, el hábito de monja ara ara te sienta bien, cualquiera podría confundirte con un ángel —dijo y Stephanie dobló las rodillas un poco e intentó jalarse los cabellos, cuando en eso su mirada se fijó en algo en el piso.

—¿Son esos zapatos de tacón?

—Sí, se ven bonitos, cierto.

—No jodas, mujer. ¡Perdón, Dios mío!

—Stephanie tiene razón, quítate los tacones.

—Pero...

—Nada de peros, no estarás caminando por una pasarela, habrá momentos en que debamos perseguir a alguien o huir del peligro, ¿cómo lo vas a hacer con zapatos de tacón?

La pechugona puso cara de puchero, pero reconoció que su amigo tenía razón, se cambió de zapatos y los tres emprendieron la marcha.

Durante la noche no lo notaron, pero con la claridad del día que ofrecía el holograma, admiraron las diferentes tumbas y mausoleos, cada una de las estatuas eran primorosas, esculpidas por profesionales y artistas enamorados de la estética clásica.

Salieron por donde entraron la noche anterior y se dirigieron a la entrada principal para hallar alguna que otra pista.

Pasaron bajo el ancho arco de piedra de más de veinte metros, a poca distancia y al frente estaba una capilla, parecía la principal, encargada de recibir a los ataúdes y los deudos antes de los respectivos entierros.

—Las puertas están cerradas, no hay nadie a la vista. Creo que no temen que haya ladrones cerca —dijo Irena.

—Nadie se atrevería a robar en un cementerio, sería pecado.

—Seguro robarían cosas como los floreros —la contradijo el gato—. Creo que el problema es lo que vimos ayer en la noche, lo mismo que en las otras naves, nadie se atreve a realizar sus quehaceres normales.

—¿Y las misas? Si son creyentes, deben querer asistir.

—¿Qué hacemos? —preguntó Irena.

—Salir y como la otra vez, tratar de encontrar un cartel o algo, en algún lugar debe de haber un monasterio, con un poco de suerte, alguien nos recibirá y hasta puede que reconozca a Stephanie.

Resignadas, mujeres y gato salieron del cementerio en busca de algún convento, con suerte podrían hallar cobijo y comida.

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Lo primero que vio fue oscuridad, no se inquietó por aquello, estaba acostumbrada, desde hacía décadas que su mente se acostumbró a despertarse antes de que el cielo transmutara de colores anunciando un nuevo día. Su cuerpo, lo mismo, ninguna lucha para desprenderse de las sábanas y la cómoda almohada, aunque eso de la comodidad era un decir, su cabeza solía reposar baja sobre una superficie no muy mullida.

De todas maneras, su habitación era más amplia y con más mobiliario que el resto de las monjas, era, al fin y al cabo, la madre superiora del convento. Ahí terminaban las diferencias, salvo los cuadros religiosos en las paredes, lo espartano en color se hacía notar.

Lo primero que hizo al levantarse fue darse la vuelta y arrodillarse con los codos sobre la cama, devota en sus oraciones al Sumo Hacedor. Terminado su matutino agradecimiento por la piedad de Dios Padre para con los humanos, por ese nuevo amanecer, que recién se puso a tender la cama, atender necesidades fisiológicas y asearse.

El agua helada, ¡que bendición! Consideraba cosas como el agua caliente, incluso templada, como algo que mermaba tanto la mente, el cuerpo y el espíritu.

Luego de ponerse al hábito de monja, fue a su pequeño escritorio y revisó unos papeles, todo estaba en orden, el horario de actividades no saldría de lo normal, salvo pequeños detalles, pequeñas cosas que debía anotar, subrayar y aquello la entristeció un poco, antes, no necesitaba de hacer tal cosa, no obstante, su memoria no era como otros años, la edad la estaba alcanzando en ese aspecto.

La inevitabilidad no mereció siquiera un suspiro, se levantó, en su mente rezó un poco más y salió de la habitación.

El monasterio no estaba más en silencio, aquí y allá las pocas monjas y novicias iban y venían para realizar sus quehaceres matutinos, saludando de paso a la madre superiora. Las novicias con alegría; las monjas, respeto, inclusive las más gruñonas.

«La rutina en aras del Señor», pensó con alegría, sentimiento que contrastaba con lo estricto de su rostro, pero tal faz era engañosa, los años que descubrió las fallas de su memoria, la hicieron más receptiva para con las monjas, poco a poco dejaba de ser la estricta madre superiora para transmutar en una viejecita reidora.

Valoraba mucho la rutina, puesto que sabía lo cruel, salvaje y violento que podía ser el mundo. Ella lo vivió, sufrió en carne propia el bandolerismo, algo que sorprendía por igual tanto a monjas como novicias, creyendo que tal tipo de desgracias, solo aparecían en novelas de escritores clásicos.

¿Qué tipo de violencia podría haber en una nave espacial? Pensar en aquello era absurdo, pero vino desgracia sobre desgracia apenas la cuarta flota de colonización partió de la Tierra. Sí, lo que la mayoría de las personas considerarían aburrido, era en realidad una bendición: la infravalorada rutina.

Creyó, espero que, pese a las circunstancias, el día no se viera alterado por nada, mas oyó un clamor lejano y apuró sus pasos que todavía eran firmes y rápidos.

—¿Qué sucede? ¿A qué se debe todo este escándalo?

—¡Madre superiora! ¡Ladrones, tenemos ladrones en el convento!

—¿Ingresaron para robar algo? ¿No habrán ido al ala oeste? —preguntó lo último con un dejo de temor en su voz.

—No, los encontraron en los jardines.

—Al parecer querían robar las manzanas del huerto, madre superiora.

—¿Las manzanas? Que raro, saben bien que las pobres almas que antes eran los soldados se encargan de reponer la comida. ¿Saben dónde están en este momento?

—Los atrapamos junto al peral.

—¿Eso hicieron? Una acción peligrosa, sin duda. ¿Respondieron con violencia?

—No, madre superiora, fueron tomados por sorpresa por una de las trampas.

—¿Trampas? Ya veo, creí que las desactivamos todas, pero supongo que quedan algunas que pasamos por alto. Veamos a esos ladrones.

Junto a las monjas fueron al huerto y la abadesa entrecerró los ojos ante la imagen que vio.

Eran dos mujeres, ¿ladronzuelas? Aquello no parecía ser el caso porque ambas vestían ropajes eclesiásticos. Una era una novicia y la otra una monja, estaban boca abajo porque fueron colgadas como si fueran conejos por una soga resistente, junto a las mujeres iba un gato que siseaba por haber sido cogido por la trampa.

Las supuestas ladronas y el gato feral, estaban rodeadas por varias monjas que portaban escobas y largos cucharones soperos de madera; algunas con pulso firme; otras, temblaban.

—¡Bájennos! ¡Se me baja toda la sangre a la cabeza! —gritaba la vestida de novicia, su rostro estaba tan rojo que combinaba a la perfección con su cabello.

¡Nya! ¡No vean debajo de mi lindo vestido, por favor! —Suplicaba a la vez una mujer de elevada estatura, hacía todo lo posible para que la gravedad no bajara el hábito y que de esa forma se le vieran las piernas, muy torneadas aquellas, o la ropa interior.

La priora se acercó al par, ladeó la cabeza y una fuerte emoción hizo tamborilear su cansado pecho.

—¿Stephanie? ¿Qué haces...? ¡¿Dónde estuviste todos estos meses?! ¡Mi niña, te estuvimos buscando desde que desapareciste sin dejar rastro!

CONTINUARÁ...

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