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La sirenita

El héroe sin harem

Capítulo 23: La sirenita

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Las burbujas resplandecían iridiscentes gracias al sol, aquellas desaparecieron en estallidos al besar el soplo del viento en el límite del mar y el horizonte. El coral, esa rara, exótica jungla, desplegaba sus faldones multicolores de tonalidades vivas, acariciadas por los rayos solares que iban en ángulos agudos que rompían con su fuente en las alturas.

Los peces, numerosos y de brillantes colores, eran uno con el ambiente que paría colores imposibles; junto a esos pequeños traviesos, una sirena nadaba con primorosa elegancia.

Piel blanca y cabello largo del color de las rosas, sus ojos verdes hechizaban a falta de una voz canora que hiciera tal cosa, puesto que la mujer no tenía cola tentadora, sino largas piernas, era una jovencita que buceaba haciendo alarde de la capacidad de sus pulmones.

La belleza roja se detuvo, moviendo sus brazos de tal forma que tuviera una posición en vertical, su atención se enfocó en una estela de burbujas de largo recorrer. Era una especie de nutria con raras orejas, parecían excrecencias marinas similares a escamas, y lo más sorprendente, sujeta a una de sus patas, una niña acompañaba a la criatura; su sonrisa bonita, los dientes apretados para no dejar escapar el aire.

La jovencita pelirroja sonrió ante el espectáculo, pero frunció el ceño al divisar una sombra entre la cortina de rayos solares a lo lejos.

«¿Qué es eso? ¡Un Escualotopus!», pensó alarmada al divisar a la amalgama fantástica entre un tiburón martillo y un pulpo.

La niña se extrañó de que su ocasional amiga nutria frenase su nado de repente. El mamífero fantástico percibió el peligro y huyó a toda prisa, dejando atrás a la indefensa pequeña que no sabía qué era lo que sucedía.

Alguien la jaló del brazo, justo a tiempo, desde el rabillo del ojo vio como fauces de dientes aserrados se cerraban donde se encontraba un segundo antes.

Gritó, grave error porque montón de burbujas salieron de sus labios, por fortuna, una mano le cubrió la boca, era la belleza roja de ojos verdes, por medio de señas le indicaba que debía tranquilizarse y seguirla.

Así lo hizo y ambas fueron por entre esa jungla laberíntica multicolor, el monstruo giraba la cabeza a un lado y al otro, pero no puso satisfacer su apetito, conformándose en buscar peces, los comunes habitantes de esas costeras profundidades.

Las olas estallaron con bocanadas de aire que daban la bienvenida a la vida.

—Menos mal que lo perdimos, ¿te encuentras bien?

—Sí, lo estoy, gracias a ti.

—No deberías jugar tan despreocupada en el Bosque de Sal Marina, no solo hay bonitos peces, también vienen monstruos.

—Perdón, me confié, no suelen venir.

—Cierto, prefieren ir al mar de verdad; cuando se acercan, los peces se esconden entre el coral.

—¿Y tú qué estabas haciendo?

—Eh, recogía unos cuantos corales —mintió para no revelar que también estaba jugando—. En fin, estamos cerca del límite, salgamos.

Ambas nadaron y por más increíble que parezca, el océano terminaba en una pared de agua en noventa grados que no se desbordaba por el suelo desértico.

—Cuídate, no vayas a tomar riesgos la próxima vez —le dijo a la pequeña que se adelantó corriendo y se despedía con su delgado brazo en lo alto y una sonrisa.

La pelirroja se dio la vuelta para ver la pared de agua, las siluetas distorsionadas de los pececillos nadaban sin preocupación alguna.

«Hora de volver, ¿me pregunto qué habrá cocinado papá?».

Caminó hasta llegar a una casa de aspecto humilde a las afueras del poblado, la madera basta de la puerta cedió ante el suave empuje de su brazo, pero los goznes rechinaron con lamentaciones chirriantes.

—Hola, mi coralito, ¿por qué tan tarde? ¿A dónde te fuiste hasta estas horas? No habrás ido donde un chico, ¿verdad?

—No, papá, solo fui a nadar al Bosque de Sal Marina.

—¿Otra vez? Me gustaría que fueras a nadar al mar. El Bosque de Sal Marina es un sitio encantado donde a veces aparecen monstruos.

—Pero en el mar no se puede ver los corales.

—Te llevaré a ver los corales, corales normales en un océano normal.

—Pero la ruta es muy larga, en cambio el Bosque...

—Es un lugar peligroso.

—No tanto, incluso los niños pequeños van a veces a jugar allí.

—Porque sus padres son unos irresponsables.

—Eres un terco —dijo y cerró la puerta. Agrió el rostro al escuchar de nuevo el lamentar de los goznes.

—¿No quieres que vaya al pueblo? Puedo comprar aceite para la puerta.

—Déjalo, a mí me gusta así.

«De esa forma puedo saber si intentas escabullirte por la noche para ir tras un chico. Pobre del desgraciado que quiera robarse a mi coralito».

—Como tú digas. Huele rico, ¿qué cocinaste?

—Gallina con salsa de carne de vaca, estoy harto de comida marina.

—Vaya, todo un lujo, ¿qué celebramos? No es mi cumpleaños.

—Lo sé, quise preparar esto para ese día, pero no se pudo, sabes que las gallinas no llegan hasta el mercado, no al menos en gran cantidad. Tu cumpleaños se acerca y aunque adelantado, este plato es mi regalo.

—No te preocupes, gracias por preparar este banquete. No sé si pueda comer tanto.

—Despreocúpate, tu buen padre se encargará de la mayor parte de los platos —dijo el hombre arremangándose las mangas. Era un sujeto imponente, rubio y de aspecto atlético, piel bronceada por vivir tanto tiempo en latitudes costeras.

Comieron y rieron sin preocupación alguna, pero el eco lejano traído por el viento cortó la agradable conversación.

—¿Oyes eso? ¿Celebran algo en el pueblo?

—No que yo sepa, por la mañana en el mercado no me dijeron nada.

El ruido se hizo más fuerte y dejaron los cubiertos sobre la mesa. El hombre se puso las palmas de las manos en forma de cuenco cerca de los oídos para poder escuchar mejor.

—Papá...

—Espérame aquí —dijo, pero la hija le siguió tras el rechinar de la puerta.

»Pero qué demonios —dijo, abriendo mucho la boca. Al amparo de la noche, el brillo de las llamas relucía a lo lejos.

—Es el pueblo, se incendia.

—Quédate aquí, coralito, no abras la puerta a nadie...

—¡Vamos, tenemos que ayudar a nuestros amigos! —le interrumpió la hija, adelantándose.

—¡Espera! —gritó, solo retrocedió para cerrar la puerta temiendo que un perro salvaje entrase y luego fue tras su hija.

A medida que se acercaron, escucharon el crepitar de las llamas, pero no era lo único que escucharon: el tañido de las espadas reverberó con tonos ominosos.

—¡Papá! —grito la pelirroja, no se la podía culpar. Los hacedores de la deflagración y la violencia que no cesaba, no venían del bandidaje común y corriente. Eran criaturas de pesadilla las que cruzaban armas con los aldeanos.

Cuellos y rostros arrugados, largos pescuezos que sostenían mandíbulas llenas de colmillos; por espaldas, una coraza impenetrable de excrecencias duras como el acero: hombres tortuga.

Emergiendo de las profundidades, sorprendieron a los aldeanos, táctica que parecía funcionar pese a los esfuerzos de los defensores.

—¡Quédate aquí! ¡Jessie, hazme caso!

En plena carrera el padre de familia agarró una lanza del suelo. No lanzó ningún grito, no quería poner en aviso a los monstruos cuyo único raciocinio se desperdiciaba en la violencia.

Su cuerpo saludable no era solo para mostrar, con eficiente letalidad, retornó al infierno a varias de las abominaciones salidas de las simas oceánicas.

Algunos hombres tortuga pensaron que sería una buena idea rodearle por detrás para lanzarle un artero ataque. La vituperable artimaña no funcionó debido a que algo extraño sucedió: una pantalla semitransparente se materializo de la nada frente al rubio bronceado, en tal superficie etérea, se desplegaron puntos de referencia.

El hombre se dio la vuelta, tocó la pantalla milagrosa, e invocó magia extraña que congelaba, derretía o incineraba al oponente.

—¡Grait te sol! —gritaron los hombres tortugas con gesto de miedo y recularon en su violencia, retornando a la seguridad de la negrura húmeda que ofrecía el mar.

Grait te sol: héroe de otro mundo. Esa era la expresión que se repitió a medida que huían.

—¡As, As, As! —fue el vitoreo de los pobladores al alto rubio, no se vio complacido con ese cantar en su honor, solo estaba buscando con su mirada a cierta cabellera roja como la sangre.

—¡Papi! —exclamó Jessie y abrazó a su progenitor. Ambos ajenos al horror en los alrededores, al menos por ese breve momento en la noche.

.

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—¡No puede dejarnos a nuestra suerte! —fue el grito del alcalde, grito que fue acompañado de un golpe de su puño sobre la fina madera de caoba de una mesa que con toda seguridad pertenecía a un noble. Los soldados que estaban apostados como guardaespaldas del hombre sentado con finas y elegantes vestiduras, movieron sus guanteletes al mango de sus espadas, gruñendo como los perros de ataque que eran.

El amanerado levantó la mano, indicando a los guardias que no debían desenvainar sus armas.

—Ya déjalo —le dijo As al alcalde con lo que la delegación rumió su impotencia y salieron del castillo.

De regreso en el poblado, varios esperaban a la comitiva. As no dio ninguna explicación, solo buscó con la mirada a su hija.

—Papá, ¿cómo les fue con el Marqués?

—Fue justo como lo predije. Esperemos que dé frutos la carta que envié al rey.

—Tiene que, tú eres el héroe de otro mundo.

—Ex héroe de otro mundo, y de otro reino, disculpa. —As tuvo que acercarse al alcalde pese a que lo único que quería era regresar a su casa.

«Esto no puede continuar así. Tengo que pensar en algo, ¡ya sé!, pediré el adelanto de mi paga», pensó Jessie y fue al bar donde solía trabajar de camarera.

El bar era el típico establecimiento donde se servían bebidas espirituosas a variados clientes, con la salvedad de que las decoraciones eran propias de un lugar costero.

—¿La quieres ahora? De acuerdo, espero que no estés planeando una locura —dijo el dueño del bar.

—Gracias, por cierto, ¿quién es ese hombre?

—¿Ese de allá? Un extranjero, creo que ahoga penas de amor con el alcohol; eso no es nada nuevo, lo que llama la atención es que paga con monedas de oro. Buen negocio el de la mañana gracias a él.

—Debe estar bien borracho, pagar con esas monedas es peligroso.

—Hablando de dinero, espérame que ya vuelvo.

El cantinero fue a la trastienda, en ese lapso, el desconocido se acercó a la barra y depositó unas cuantas monedas que relucieron su brillo dorado.

—Oye, creo que estás pagando demasiado —dijo la jovencita, pero el hombre ni siquiera se dio la vuelta y salió del bar dando eses.

«Caracoles marinos, es demasiado dinero, sé que no tengo derecho por no ser mi turno, pero no puedo dejar que deje tanto en la barra», pensó con un golpe de honestidad. Se mordió los labios, miró a la cortina de la trastienda y tomó gran parte de las monedas de oro, dejando un par en el mesón, paga más que suficiente para su jefe.

«¿Dónde se metió?», pensó angustiada. Unos ruidos en el callejón llamaron su atención.

Tras acostumbrase sus ojos a las sombras, vio a un grupo de maleantes pateando en el suelo a un pobre diablo.

—¡¿Qué hacen?! ¡Deténganse!

—Miren lo que tenemos, una mocosa, aunque no se ve tan mal, creo que podremos divertirnos con ella un rato.

Jessie no mostró temor alguno, aunque no era buena peleando, asumió una pose de lucha que le viera una vez a su padre. Se plantó valiente, lista para defenderse y ayudar al desconocido, situación absurda considerando que era una joven mujer que intentaba mostrar resistencia ante maleantes de mayor altura, peso y masa muscular.

Cuando tuvo a los vagos a un palmo de distancia, notó como sus rojizos cabellos querían encresparse, su lengua sintió el sabor metálico en el ambiente, los facinerosos fueron impactados por algún tipo de ataque eléctrico.

Los bandidos cayeron, revelando la silueta del que hasta hace un momento no era más que un saco de golpear humano. Era el cliente del bar al que buscaba para devolverle las monedas, pero hubo algo extraño en él, mejor dicho, una rareza se hizo visible frente al hombre: una pantalla semitransparente que desplegaba datos.

—El héroe de otro mundo —dijo con la boca abierta de la impresión.

—Ex héroe de otro mundo —dijo nada más ni nada menos que Amador.

CONTINUARÁ...

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