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Y recién comienzan

Corazón grande, corazón pequeño

Capítulo 8: Y recién comienzan

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La tierra tembló, lo hacía a cada paso de las moles metálicas nacidas del ingenio humano. El humo negro lanzaba sonidos por las tuberías de las espaldas cuando la presión del carbón y el vapor, obligaban a esos gigantes de hierro dar un paso tras otro.

Uno que otro gato maulló al sentir el abrazo de su humana incrementarse por acto reflejo. No fue el caso de Joselyn que mantuvo la compostura en los brazos, solo la boca abierta la traicionó, al tiempo que doblaba el cuello para poder ver el área de la cabina de los colosos, donde hombre y animal, controlaban esos monolitos.

Cuando creyó que le dolería el cuello, los robots posaron rodilla y acercaron el torso lo más que pudieron al suelo. Algunos hombres, los mecánicos, acercaron escaleras a las cabinas que, a diferencia de los modelos deportivos, no tenía una coraza extra de protección.

Otra diferencia era el exterior: todo pintado de manera monocromática de un color cobrizo, pintura anticorrosiva.

Las cabinas se abrieron y los pilotos fueron visibles. Egresadas del instituto años anteriores, no tan jóvenes, pero con la vitalidad de subirse a los robots, cosa que no podía realizar el profesorado de más edad. Cada una llevaba a un gato de copiloto, quienes otearon el aire fresco, arrugando el hocico cuando bajaron la vista para ver a las novatas y sus gatos.

A la mente de Joselyn vinieron las clases de robótica, todas teóricas; eran lo más aburrido del instituto, solo superadas cada inicio de semana donde debían estar formadas en el patio, sin importar el clima, asistiendo a la hora cívica, donde madame Hopkins daba un discurso acerca de cómo ser una buena sirvienta, discurso que podía extenderse por sesenta minutos.

—Bien, señoritas, no se pongan nerviosas, es natural sentirse intimidadas, pero pasaron con buenas notas la teoría, deben solo aplicarla, ejem, profesora Taft, haga los honores —carraspeó ante la mujer que bajó de uno de los robots y cargaba a un gato. No llevaba el traje de sirvienta reglamentario de la institución, sino un traje de mezclilla, muy similar al personal de mecánica que estaban retirando las escaleras móviles. Las otras profesoras formaron fila, una no muy estricta a comparación de las estudiantes, cerca de Hopkins y Taft.

—Buenos días a todas. ¿Ya conocen a Bolita de Nieve? Es mi gato, como ven, en el collar está engarzado la piedra de Rubí. Aquí está la mía. ¿Qué esperan? Pónganles los collares a sus compañeros y usen el suyo... Sí, así —dijo, tomando una pausa y mirando a las novatas, una sonrisa amplió sus cachetes, le daba la forma de una rana fofa, pero el gesto gentil de la sonrisa, alejó el miedo de las aspirantes a sirvientas—. Muy bien, están listas para subirse a los chicos, ¿alguna pregunta?

—¿Por qué le puso ese nombre? —preguntó una jovencita, la del final de la fila. Todas miraban al gato negro cuyo colmillo inferior derecho, sobresalía del labio, dándole una apariencia feral.

—Porque es el hijo del Bola de Nieve original, el pobrecito se murió de viejo. Este amiguito, gracias a la suerte, heredó su manso carácter, indispensable para ser copiloto —dijo y todas miraron extrañadas a la criatura, para nada parecía ser un felino dócil y gentil.

»Basta de cháchara, suban que mis colegas están impacientes para darles las instrucciones. Andando: un, dos, tres; un, dos, tres. —Los mecánicos volvieron a acercar las escaleras a las cabinas.

«Listo, llegó el momento. Vamos, Joselyn, tú puedes, chica, solo recuerda las clases teóricas y todo saldrá bien..., ¿qué puede malir sal?», pensó, tratando de animarse con esa broma interna, pero logró seguridad a base de apretar los dientes y sentir de esa forma endurecerse la mandíbula.

La escalera móvil, similar a la de los aeropuertos en su mundo natal, era muy parada, no tenía baranda y le fue un tanto difícil subir agarrando a Garibay. Con una mano agarraba al gato, y con la otra, la falda larga y pesada; los botines, que parecían de estilo militar, tenían buen agarre en esa superficie de hierro pintada de color rojizo que aquí y allá se estaba descascarando.

«Woa, se ve muy diferente que en las clases. No reconozco nada, esto no va a ser fácil como me lo suponía», pensó, un tanto alarmada de comprobar que los esquemas y diagramas del pizarrón y los cuadernos del instituto, si bien se correspondían con la vida real, de todas formas, no hacían justicia a la cabina de controles del robot.

A diferencia de los aviones caza de su mundo, la cabina tenía dos asientos, uno al lado del otro a diferencia de los modelos deportivos; el más pequeño era para el gato, estaba al lado izquierdo, más alejado de la escalera móvil; en cuanto a los controles, para nada se asemejaban a los ergonómicos modelos que podían verse en la maquinaria de su Tierra natal, estos eran toscos, configurados por varias varillas rectas con las agarraderas más gruesas que el resto; lo mismo con algunas ruedas, más parecían ser las halladas en barcos y submarinos para evitar que el agua ingresase a las embarcaciones, eran de diferente tamaño; en cuanto a los asientos, estos eran acolchados con un cuero que a todas vistas se veía muy duro. Como le informaron en las clases, no observó por ningún lugar cosas semejantes a cinturones de seguridad, excepto en el asiento del copiloto, que por delante tenía una simple vara de metal, nada más. La consola de mandos se veía intimidante, era de estilo retro, similar a los viejos aviones de la Primera Guerra Mundial.

Tuvo deseos de cruzar miradas con sus compañeras, pero no pudo ser. La profesora, con la ayuda de un enorme megáfono, no podía ser de otra manera viendo que en este mundo tipo steampunk no existía la electricidad, la apuró para que dejara de ver embobada la cabina e ingresara.

—¡Asegura bien a tu gato! ¡No te preocupes, es mansito! ¡Cierra la cabina y luego haz que el robot se pare! ¡No hagas nada más, mantenlo en posición hasta que te indique más instrucciones!

Así lo hizo, puso a Garibay en el asiento, ni se inmutó el peludito; cerró la cabina, mucha similitud con las cabinas de los viejos aviones de la segunda guerra mundial, con un enrejado metálico que dividía el grueso vidrio en varias secciones; jaló con fuerza un pistón, similar a los que tenían las viejas cocinas de anafre, acción que tuvo que repetir un par de ocasiones y empleando fuerza.

Pudo sentir el corazón del robot volver a latir. Nada del milagro del motor de combustión interna de gasolina, milagro que elevó a la raza humana de su mundo natal al pináculo de la evolución tecnológica en el siglo XX. Aquí, era el poder bruto del carbón y el vapor, el amo de la tecnología.

Lo anterior era válido para maquinaria común; para el caso de los robots, sean deportivos o de naturaleza como los que estaba por pilotar, se necesitaba otra cosa. La que hizo aparición al mismo tiempo que Joselyn sentía dejar el estómago en el suelo al sentir al bruto elevarse: las piedras de rubí.

La suya y la de Garibay, brillaron con luz propia, era tenue aquel resplandor, no podría verse desde el exterior, pero dentro de la cabina podía notarse que una pompa de color rojizo rodeaba a mujer y gato, a modo de una segunda coraza. Magia y tecnología, hombre y animal, daban vida a los gigantes de hierro. Las tuberías de la espalda cantaron el canto característico al expulsar el humo negro hacia el cielo.

Pudo escuchar a una de sus amigas gritar por la sorpresa, agradeciendo en su interior no haber sido ella quien lo hiciera. Tomó aire a conciencia, esperando de aquella forma quitarse el nerviosismo, de la misma forma en que lo hizo en su anterior vida, lo mismo que en esas ocasiones, le funcionó.

Cosa curiosa, instruyeron a las estudiantes ir al campo de entrenamiento, lograr que el robot emulase los movimientos de alguien haciendo calistenia básica, luego las mandaron correr alrededor, según las profesoras para "calentarse".

Ordenaron retornar a los hangares y allí vieron montón de mobiliario, cubiertos, vasos, manteles y demás, pero de un tamaño enorme, con toda seguridad lo habitual en una casa de gigantes.

—¡Primero lo primero: tomen las escobas y vayan al campo! ¡Barran todo el lugar! ¡El patrón será en columnas, luego en cuadriculado! ¡Recuerden no estorbarse entre ustedes!

—¡¿Qué hacen?! ¡No vayan tan rápido, con calma! ¡Paso firme, señoritas! —gritaba otra profesora.

Troncos algo toscos formaban el mango de las escobas, en cuanto a las pajillas largas, estas eran hechas de bambú hechas jirones, duras, pero flexibles.

La primera parte fue fácil, cada una se formaba en fila y barría caminando hacia adelante; la segunda, no tanto: se formaban en cuadrículas imaginarias. La prueba consistía en ir a la cuadrícula que le indicaba la profesora a cargo y debían barrer según un orden específico, avanzando casillas; si lo hacían mal o se retrasaban, corrían el riesgo de chocar con sus compañeras.

Estaba acostumbrada a barrer, lo hizo tanto en el instituto, que acababa transpirando un montón, con los hombros y pies adoloridos, no obstante, este era un nuevo y desconocido nivel de dificultad. No solo era acostumbrar a su cuerpo a mover las varillas, girar las rueditas y jalar los pistones; de nada valía estar sentada, era una labor muy agotadora, encima tenía que estirar el cuello lo más que podía para ver los varios retrovisores para mirar el suelo y ver que no se acercase más de lo necesario a sus compañeras.

La media hora le pareció eterna, todo le dolía en especial la espalda baja, ¡era una tortura!

«Dioses de la reconciliación y el viento, jamás en toda mi vida sudé tanto, ni siquiera cuando era marchista en mi país», pensó, sintiendo la garganta seca, deseando que todo terminase para tomar un humilde vaso de agua. Se jalaba la ropa, la sensación de esta, húmeda, pegada al cuerpo era muy incómoda.

Ordenaron volver al hangar, todo un alivio, pero la voz de una de las profesoras les quitó las miradas de agradecimiento:

—¡Bien para comenzar! ¡Mañana será una clase normal: dos horas y a ritmo normal, no lento como hoy! ¡Bajen, tienen las clases con los mecánicos!

Algunas gruñeron, otras gimieron y no faltó la que aguantó las ganas de ponerse a llorar. Todas, eso sí, sintieron ceder los músculos de sus cuellos y apoyaron de golpe los mentones en sus pechos; los gatitos, que no hicieron otra cosa que estar de remolones, se veían descansados.

Guardaron los robots en los hangares y pasaron a las clases de mecánica que duraron lo suyo.

—Bien, es todo por hoy, niñas —dijo uno de los mecánicos, que hedía mucho a sudor de axilas y pies; su apariencia era muy sucia, con el rostro tiznado y todo el traje de mezclilla negro y grasoso en varios lugares—. Mañana van a ayudar paleando el carbón, aceitando las juntas y engrasando los engranajes

—¿Lo vamos a hacer con nuestros trajes de sirvienta? —preguntó una chica, se veía que estaba deseosa de quitarse el traje antes de que le diera pulmonía; lo mismo que las demás, cualquiera hubiera dicho que a cada una les aventaron con un balde de agua.

—¡Por supuesto! Se supone que una sirvienta, sin importar el motivo, debe de mantener el traje limpio. Este aspecto también será evaluado por las profesoras.

«Imposible, eso es imposible», pensaron todas, creyendo que se desmayarían allí mismo.

Salieron cabizbajas de los hangares, apestando a sudor, arrastrando los pies, cargando los gatos y jurando que nunca más en sus vidas, verían mal la apariencia sucia de los hombres dedicados al arduo quehacer manual ni criticarían tanto el olor a trabajo duro, pero honrado.

CONTINUARÁ...

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