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Plumas amarillas y ojos hermosos

Corazón grande, corazón pequeño

Capítulo 11: Plumas amarillas y ojos celestes

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El fuerte bramido del trueno fue tan estruendoso, que hizo vibrar las ventanas y la despertó bien entrada la noche. El tamborilear de los techos de estaño de la ciudad sonaba lejano, la lluvia se alejaba de la zona de donde vivía y el lejano arrullo invitaba a cerrar los ojos, pero Joselyn no pudo conciliar el sueño.

Decidió apoyar las espaldas en el respaldar del catre, apenas podía ver algo, pero pudo notar el bultito peludo que era Garibay, el gato se mostraba imperturbable al clima exterior. Se arrebujó con las sábanas y observó con más detenimiento a su curioso huésped.

«Es muy mansito, no me mintieron en la academia. No se asusta con facilidad», pensó y estuvo tentada a agarrarlo para acunarlo en el pecho, pero supo que esa sería una descortesía para con su compañero, así que prefirió mirar a la oquedad detrás de la ventana, pensando en la decisión que tomó su padre, decisión que fue sugerida por ella con insistencia. Menos mal que su madre estuvo de acuerdo, le preocupó que se angustiara y tomara una actitud sobreprotectora, por fortuna, ese no fue el caso.

No supo cuando se durmió, pero al despertar vio la claridad del amanecer, teniendo cuidado de no despertar a su compañerito de cuarto, se desprendió de las sábanas y con fuertes bostezos que no compaginaban con su bella figura, fue hacia la palangana para quitarse el sueño.

Como todas las mañanas, la madre estaba en la cocina preparando el desayuno; el padre, decidió levantarse temprano y conversaba con la esposa, ambos cortaron lo que fuere estuvieran comentando y saludaron a la adolescente.

—Buen día papá, buen día, mamá. Lamento haberme levantado tarde. Me despertó un trueno muy fuerte anoche, ¿no lo escucharon?

—Hola, mi calabacita, ¿lista para ir con tu padre al trabajo? Pues no, no escuché nada, ¿qué tal tú, Joselyn?

—Nada, dormí como un tronco. Ven, siéntate a la mesa. Cielos, no quiero que lo tomen a mal, pero me siento intranquila con todo esto de la visita a tu trabajo, mi amor.

—No tienes de que preocuparte. La meteré de contrabando al socavón, no a uno de los niveles inferiores, solo estará haciendo de guardia por si ve a ladrones de carbón; eso nunca pasa, es solo una formalidad. Por mi parte, estaré cubriendo al compadre, se lo debo luego de tantos favores que nos hizo.

—Sé que Joselyn tiene que pilotear uno de los robots, pero... Hija, prométeme que te vas a cuidar. No vayas a hacer nada peligroso, ni deambular por allí, solo limítate a recorrer lo que hoy le toca a tu padre. Es una vez al mes, ¿no es verdad, cielo?

—Dos veces al mes. Pedí doble turno para ayudar a Joselyn. No pongas esa cara, nada malo va a pasar.

—Pero si te pescan...

—Nada va a pasar a menos que Joselyn salga a pasear por allí, ¿verdad que no vas a hacer eso, calabacita?

—Prometo portarme bien. No tienes de qué preocuparte, mamá.

La ama de casa bajó la comisura de los labios y tensó los hombros, las manos se movieron nerviosas, pero el ceño fruncido dio paso a la confianza.

—Está bien, sentémonos y comamos el desayuno. Preparé pastel de manzana para esta ocasión, para que te de energías, hijita.

Alabaron el esfuerzo y arte de Joselyn, la madre, y degustaron del desayuno. Cualquier preocupación se alejó lo mismo que las nubes de humo negro al atardecer en la ciudad. Garibay llegaba donde ellos, motivado por el aroma del desayuno.

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El viejo Ole Karlsen cumplió con el proyecto de dotar a los trabajadores de la ciudad y el área periurbana de un transporte masivo hacia las minas de carbón que regentaba. Varios coches tranvías llevaban a tiempo a los trabajadores.

Era costumbre ver a la hija de Hamilton acompañar al padre una que otra vez al área de las pulperías. La jovencita era muy popular, en especial cuando ayudaba a los mozos con la entrega de productos alimenticios, hubo adquirido habilidad en aquello y lo hacía de buena gana pese a que trabajaba de voluntaria, por lo tanto, ningún portero dio motivo de descontento o impidió el acceso de Joselyn al centro minero.

Algunos saludaban a padre e hija al tiempo que se dirigían a perforar las tarjetas de asistencia, tan ocupados estaban en aquello, que no notaron a ambos separarse del grupo para ir a un rinconcito donde nadie podría verlos.

Ocultos de miradas impertinentes, Hamilton sacó de un bolsón que llevaba un traje de minero con casco y todo, incluía una máscara de gas.

—¿Qué tal las botas? No son muy grandes, ¿verdad?

—Están bien. El abuelo tenía los pies muy pequeños y estrechos.

—Tu madre me dijo que era un estupendo bailarín, debió ser, nunca lo conocí. Murió de pulmonía de tanto trabajar en las minas de sal.

—Pobrecito, pero al menos nos heredó el traje. También era de talla baja, menos mal, con esto podré pasar desapercibida y perforar tu tarjeta.

—Y yo haré lo mismo con la del compadre, pobre, la lumbalgia no es cosa de risa. Recuerda, calabacita: no corras, mantente erguida y saca pecho.

—No puedo sacar mucho el pecho, se darían cuenta... Ya no soy una niña. —Por primera vez en su vida deseó ser plana como una tabla de planchar, pero la vida la bendijo con un genotipo curvilíneo.

Ejem, sí, tienes razón, de todas maneras, trata de elevar un poco los hombros. Pero no exageres, si alguien te saluda, no contestes, solo levanta la mano y asiente, carraspea un poco, nada más. ¿Lista? Vamos.

Volvieron a la senda principal, fueron los últimos en perforar las tarjetas. El reloj del tarjetero y la bocina de la mina estaban en perfecta sincronía. Se desearon suerte, pero no pudieron escucharse, el pitido acallaba con bravuconería toda charla.

«Tranquila, te sabes el camino de memoria hasta la boca del socavón. Luego, solo sigue el mapa que te dio papá», pensó tratando de no caminar de la misma manera en que lo haría un autómata, pero tampoco con la soltura de una jovencita de su edad.

Llegó al área de los robots, le entregaron la piedra de rubí que al retorno debía devolver al encargado y subió las escalerillas e ingresó a la cabina.

—Hola amiguito, ¿cómo estás? No me vayas a delatar, ¿está bien? —El canario inclinó la cabeza a los lados de forma rápida y repetitiva. Llevaba una diminuta piedra de rubí sobre el pecho, le confeccionaron una especie de pechera. Se veía lindo en la jaula; lo mismo que los gatos de la academia, tenía su lugar al lado del asiento del piloto.

Una vez sentada y con la cabina cerrada, todo atisbo de nerviosismo se esfumó, no hubo nada diferente a lo que experimentó en clases, salvo el hecho que aquí, contaba con una barra de seguridad delante del pecho.

Activó al bruto mecánico y fue caminando hacia la parte que debía vigilar. Una vez que llegó al sitio, eran el canario y ella, nada más. El ave trinaba de la forma en que todas aquellas avecitas solían hacer, pero Joselyn no podía escucharle, el ruido incesante de los ventiladores mecánicos opacaba el canto del ave, un valioso compañero que, aparte de portar la piedra de rubí, servía de señal de advertencia: los gases venenosos de una mina eran un peligro ominoso en la vida del minero.

«Esto es muy aburrido. Me cansé de estar parada todo el tiempo, quisiera estirar las piernas», pensó. Se tardó unos segundos en sorprenderse con aquello, estaba tan acostumbrada a pilotar al robot, que pensó que el titán metálico y ella formaban un solo ser. No existía Joselyn, la jovencita sentada en el asiento duro de cuero al lado del canario, solo estaba el bruto de hierro.

«Bueno, papá me dijo que podría recorrer el área que se supone debo patrullar. No estás poniendo ninguna excusa, Joselyn, ¿cómo vas a practicar si no manejas los controles? No viniste a estar parada como un guardia del palacio de los gigantes, ¿cierto?», dándose ánimos, volvió a estirar los brazos para tomar los controles.

—Bien, amiguito, ¿qué te parece si damos un paseo? No muy lejos, solo iremos a donde debemos ir. —El canario solo la miró y dio un par de saltitos dentro de la jaula.

»Tomaré eso como un sí. Adelante, chico, sé bueno —le dijo al robot y fue a patrullar el sector.

No hubo novedad, de hecho, y para su sorpresa, se sintió un poco desilusionada. Fantaseaba con descubrir a ladrones de carbón y arrestarlos, recibiendo las felicitaciones del señor Karlsen, estrechando la mano del robot con el dueño de la mina.

«Qué absurdo. Eso es imposible, conocer al jefe de jefes, es más, si en el remoto, diría imposible, caso de haber ladrones, tendría que hacerme de la vista gorda, no puedo atrapar a alguien cuando se supone que no debería estar aquí».

Dio unas cuantas vueltas más, incluso realizó unos ejercicios de calistenia con el cuerpo del robot. No sabía cuánto tiempo hubo transcurrido, pero eso no la preocupaba, o bien su padre o la bocina de la mina le indicarían que debía retornar y así dar por terminada la jornada laboral.

—¿Qué fue eso? —pensó en voz alta, como si le preguntara al compañero de plumaje amarillo. Como era de suponer, no obtuvo ninguna respuesta, por lo que afinó el oído, pero el ruido de los ventiladores mecánicos era omnipresente.

«No creo que haya sido algo. Debió ser una máquina o algo, tal vez un carrito de mineral o el ascensor a los niveles inferiores. Sí, eso debió ser».

Volvió tras sus pasos y de nuevo escuchó ese gemir lejano y opacado por las entrañas de la mina.

«¿Qué haces, Joselyn? No peques de curiosa, no es tu problema».

«Pero alguien parece estar en apuros. Tengo que ir».

«No, tonta, lo que sea que fuere, te van a pescar, vas a meter en problemas a tu padre».

«¿Y si es el padre de alguien? ¿Dejarías a una niña huérfana por actuar con comodidad en vez de hacer lo correcto?».

«No cites a Dumbledore, no es justo que uses la lógica de esos libros».

«Pero sabes que tengo razón. ¡Iré!».

—Tonta, necia, eres una debilucha, tú, Joselyn, ¡Te vas a meter en problemas! —se gritó a sí misma.

Avanzó hacia donde creyó provenía el gemido, labor nada fácil en esa madriguera gigantesca de conejos.

Volvieron los temores y las dudas, no fantaseaba con ninguna acción heroica, de hecho, todo lo contrario. Los corredores subterráneos, pese a la iluminación a gas, con esas bombillas colocadas en el techo a distancias equidistantes unas de otras, no traían calma alguna, no a ella al menos.

La sensación era curiosa, quería descubrir la fuente del lloriqueo, pero al mismo tiempo deseaba estar en otro lugar, uno apartado.

—Hola, señor ladrón, por favor, no salga, no se aparezca de improviso —dijo, sin estar consciente de que el pedido no podría ser escuchado por todo el ruido.

Tras una esquina lo vio, un bulto enorme cuyo sollozo hacía temblar la gran sombra que proyectaba a una pared.

—Hola, ¿estás bien? ¿Estás herido? ¿Puedo ayudarte? No temas, soy un trabajador de la mina. —Se olvidó levantar la voz, imposible que la hubieran escuchado. Se acercó y estiró uno de los brazos robóticos, lo hizo de forma automática, sin pensar en cómo mover las palancas o los pedales.

El bulto se sobresaltó, se dio la vuelta y pudo verle el rostro.

Era el más agraciado que haya visto en la vida; los ojos, enormes, verdes, semejantes al musgo resplandeciente al sol sobre los fiordos; tristes, al igual que las gaviotas cuando el sol se ocultaba en el cielo.

El joven gigante miraba al robot, pero Joselyn se sintió traspasada por esa mirada que le quitó el aliento.

CONTINUARÁ...

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