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La pulpería

Corazón grande, corazón pequeño

Capítulo 6: La pulpería

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A diferencia de lo que uno puede llegar a pensar, una mina de carbón no huele a hollín de las chimeneas, en cambio, un olor acre penetró en las fosas nasales de Joselyn y arrugó la nariz. Hombres tiznados iban de un sitio a otro, el hedor del sudor los seguía igual a un perro fiel.

—Listo. ¡Parada! Aprovechen todos para bajar. Encomiendas junto a la pulpería, por favor —dijo el conductor, saludando de paso a un minero con bigote encrespado.

—Gracias, señor. Iré atrás a ver a mi papá —dijo, no obstante, Hamilton fue rápido y estaba al lado del pescante, listo para ayudar a bajar a la hija.

—Venga, ¡uf!, estás pesada, ya no podré llevarte de caballito. ¿Qué te parece? No es la gran cosa, ¿verdad, calabacita?

—¡Es sorprendente! Hay tanto que ver. Mira esas máquinas, los carros de minas y los rieles. ¡Las chimeneas son enormes! Nunca vi unas tan grandes. —Y era cierto, si bien en su mundo natal vio el transporte de minerales, nunca antes vio a las procesadoras de carbón en toda su gloria, vomitando el humo negro que, iguales a gigantescas serpientes, se enroscaban en su ascenso al cielo.

—Solo la parada y el camino a la pulpería, podrás a ir a esos lugares, tal vez incluso a la cafetería y a las canchas. Otro lugar es peligroso y no se permite que una niña entre, ¿entendido?

—Sí, papá, me lo dijiste la semana pasada. Prometo obedecer y no ir a otro lugar.

—¿Y qué te dijo tu mamá? ¿Lo recuerdas?

—Que me porte bien con la señora de la pulpería y que no la moleste en el trabajo.

Satisfecho, guio a la hija a la pulpería. Una señora con un mandil blanco, impoluto, los saludó y le aseguró a Hamilton que le recordaría a Joselyn las instrucciones que le dejaron.

El hombrón se despidió al tiempo que corría al trabajo, al poco rato, sonó la bocina de la mina que indicaba un nuevo horario laboral.

¡Qué tremenda cantidad de personas y de ruido! De un momento de tenso silencio luego de que Joselyn se presentara con educación con la señora encargada de la pulpería, pasaron a un pandemonio donde mineros, algunos tiznados, se aglomeraban frente a la tienda, reclamando una pronta atención.

—¡Suficiente! ¡¿Acaso debo ser su madre para ponerlos en su sitio?! ¡Todos formen una fila! Me importa un cuerno quién estaba delante y quién no, eso, soluciónenlo ustedes como caballeros, no como las mulas de carga de la mina, he dicho.

Al ver que la señora, enojada, inflaba el tórax igual a un globo a punto de estallar, que todo fue un correr apresurado de barbas y bigotes negros por el hollín, todo con tal de formar una ordenada fila y no hacerle perder el tiempo a nadie, en especial a la mujer.

Tuvo la intención de ofrecer ayuda ante la presencia de tantos clientes, no obstante, vinieron varios mozos que ayudaban en la pulpería. Farfullando, se pusieron lo más rápido que pudieron varios mandiles blancos.

—Tunantes, ya era hora de que llegaran. Apuesto a que estaban jugando en la cancha. ¡Dioses! ¿Quién habrá inventado ese juego? ¡Vamos, pónganse a trabajar y atentos con las boletas!

«¿Qué serán esas cosas? Parecen billetes, pero no lo son. Pagan con eso las mercaderías. Otros se hacen anotar en ese registro», pensaba al ver las boletas de pulpería que eran billetes emitidos por la empresa Karlsen cuyo valor y circulación, solo estaba permitido dentro de las instalaciones de la mina.

Su deseo inicial de ayudar fue cohibido al presenciar el imparable trajín en el que estaban absortos la señora y los mozos de la pulpería, no habría podido resistir ni diez minutos esa maratónica sesión de acarrear bolsas de papas, fideos, arroz, frutas en conserva y una infinidad de otras cosas, todas muy pesadas.

Prestó tanta atención, que no se dio cuenta del resplandor de esa especie de fogonazo que provenía de una parte de la mina, solo el ruido, estruendoso, golpeó los sentidos con la fuerza de un martillazo áureo sobre todos.

Como congelados en una fotografía de tres dimensiones, así todos permanecieron por un segundo, al menos los más absortos en las compras; los que estaban en la parte posterior de la fila, metieron un poco el cuello, alzaron los hombros y apagaron un gemido de sorpresa.

Joselyn fue la única que chilló ante el ruido, ruido que vino acompañado de una onda de choque que hizo vibrar el ventanal de la pulpería a riesgo de quebrar el vidrio.

—Por la barba de mi abuelo, ¿qué fue ese estruendo? —preguntó a nadie en particular un hombre con la calva tiznada, pero nadie pudo responderle. En vez de aquello, todos intercambiaron miradas; lo mismo que si leyeran el pensamiento, al unísono expectoraron un gemir a los dioses y en pronta carrera fueron donde se encontraban las entradas a los socavones.

—¡Señor, señor! ¡Vuelva, su cambio! ¡Se lo voy a guardar sus compras! —Esas y otras cosas gritaron los mozancones, algunos mirando a uno y otro lado por no saber qué hacer en esas situaciones.

—¿Los socavones? ¡Allí es donde trabaja papá! Señora, tengo que ir.

—¡Espera! No puedo dejarte, le prometí a tu padre cuidarte. Ten en cuenta que no podrás entrar, no eres un minero y de seguro han bloqueado la entrada. —Un incesante bocinazo atiplado fungió de alarma y Joselyn, sin poder aguantar más la preocupación, salió corriendo de la pulpería. Atrás quedaron los gritos de la mujer y los fornidos jóvenes, debía ver a su padre, cerciorarse que se encontraba bien.

No tenía la menor idea de la localización del área de los socavones, no importaba, todo el mundo corría hacia una dirección, allí de seguro tenía que ir.

La advertencia que le dieron en la pulpería fue válida, no hubo por donde pasar. El enrejado de malla olímpica impedía el paso, solo una entrada que, pese a ser muy amplia, lo bastante para que pasaran dos carretones juntos, se veía obstruida por el montón de gente que se agolpaba para entrar y ver qué diantres sucedió, deseo inútil por el pronto y certero actuar de los guardias que impidieron el paso.

El inicial caos menguó gracias al sonido fuerte de un pito, un hombre, el encargado de la sección, gritaba a plenos pulmones:

—¡Atrás, no se permite el paso! ¡Atrás he dicho! ¡¿No ven que interrumpen el paso?! —exclamó, un sonido similar al de los cencerros se escuchó cada segundo con más claridad.

Eran carretones sin cubierta, algunos heridos iban encima; otros, parecían destinados a los fallecidos, sábanas blancas y grisáceas cubrían los cuerpos.

Ante el último carretón, vino un nuevo impulso de parte de la muchedumbre de acercarse más de la cuenta, por fortuna, un gigante vino a poner orden.

—¡Joselyn, niña! —gritaba la señora de la pulpería, corría levantando con las manos regordetas la falda y mandil.

La vio, parecía yacer en el suelo debido a una fuerte impresión. Lo que fuera que vio en el último carretón le hizo perder la consciencia.

La levantó en brazos, asustada, sin saber qué hacer. Un milagro, la ayuda vino en la forma de un hombre de cuerpo fornido.

Era Hamilton, no parecía tener herida alguna, tomando de los hombros a la mujer regordeta, se alejaron del bullicio y para dar vía libre a los heridos.

Joselyn abrió los ojos luego de que su padre le diera unas palmaditas en las mejillas. Al verlo, los ojos se humedecieron y llorando a lágrima viva, cobijó el joven rostro en el pecho de su padre.

CONTINUARÁ...

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