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Himno

Corazón grande, corazón pequeño

Capítulo 4: Himno

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Los dos equipos entraban por las mangas del estadio y el clamoreo de excitación deportiva fue ensordecedor. El estruendo de los humanos fue mayor que el de los rivales.

Los gigantes vestían camisetas deportivas de color negro con franja blanca que corría en vertical por lado izquierdo, sobre el corazón; Los humanos pilotaban robots gigantes y de apariencia humanoide, eran tan hábiles que se daban el lujo de saludar a los fanáticos.

Las máquinas estaban pintadas de un color naranja que emulaba una camiseta deportiva, pero esa no era la principal característica: gatos ejercían de copilotos de los humanos, tenían un compartimento justo detrás del piloto. Solo uno llevaba un mastín de acompañante.

—¡Que lindos son! Espero que nada malo les suceda —dijo Joselyn al tiempo que saludaba a los animales que parecían relajados pese a tanto bullicio de gritos, tambores y petardos que estallaban en el cielo claro de la tarde.

—No te preocupes, cuando comience el partido, todos activarán la cubierta de la cabina. No sería la primera vez que un robot sale destrozado del campo, pero nunca se vio el caso de un jugador o animal lastimado.

—Ya viene la prima donna. ¡Es muy hermosa! Y que vestido más elegante, nunca antes vi algo igual —dijo Joselyn al ver el ornamentado traje de falda ancha, al estilo de las damas de la era victoriana. Era de un color rosa claro, con un diseño de florecillas de pétalos celeste bordadas con primor en el área sobre el corsé.

No solo Joselyn, todos los hombres, incluido el padre, abrieron mucho los ojos o se acomodaron los lentes para ver mejor a la giganta. Guardaron un respetuoso silencio y tanto humanos y gigantes se pusieron de pie, con la palma de la mano sobre el corazón, en espera del himno nacional.

Los jugadores y réferis, formaron una sola fila detrás de la giganta y mantuvieron silencio. Solo el jugador con el perro de acompañante, se inclinaba un poco, tratando de evitar que el can se pusiera a ladrar.

Tras la marcha feroz del demonio

Soportando el asedio de brutos

Vino el héroe con ceño fruncido

Su valor allanó la victoria

Tras la guerra se alzaron dragones

Con su fuego trajeron dolor

Los gigantes se alzaron dispuestos

Su coraje allanó la victoria

Tras mil años se rompieron cadenas

Humanos y gigantes pactaron

Corazón grande y pequeño se unieron

Su amistad allanó la paz

—¡Bravo! ¡Bravísimo! —exclamaron todos los espectadores. El confeti fue lanzado hacia el campo de juego y la cantante de ópera hizo una reverencia hacia las tribunas de sus semejantes, se dio la vuelta e hizo lo mismo.

—¡Hola, hola! ¡Papá, mira hacia acá! ¡Prima donna! ¡Prima donna! —gritaba, moviendo los brazos con frenesí. Las exclamaciones de los adultos la ensordecían, más que todos los petardos e instrumentos musicales juntos.

La cantante se retiró en medio de aclamaciones de júbilo. Menos de un minuto después, el réferi tocó el silbato y los humanos activaron la cabina que se cerró sobre ellos. Para más seguridad, una reja en forma de domo, protegió todavía más las cabinas donde hombre y animal, unían sus mentes gracias al milagro de la piedra corazón de rubí; una grande la llevaba el hombre y otra, más pequeña, era reservada por el copiloto, engarzada en una placa de estaño sobre la correa de cuero.

Los gigantes de metal era lo último en tecnología y magia, portentos de la energía a vapor del carbón. En medio de donde podrían ubicarse unos supuestos omoplatos, estaban las chimeneas que empezaban a expulsar volutas de humo negro, ascendían al cielo impoluto, todo gracias al dios del viento que limpiaba el escudo curvo del cielo de todo el hollín de las chimeneas, casas y multitud de fábricas de ese mundo que nunca empleó la electricidad ni el milagro del motor de combustión interna para dar vida a máquinas y comodidad urbana.

El pitazo del réferi dio inicio al juego donde gigantes de carne y hierro se disputaron las ramas de olivo y laurel en una partida que si bien tenía la estética del rugby, se veían formaciones sacadas del soccer.

Como en todo juego de contacto físico, los choques entre jugadores era lo habitual, más considerando que en el rugby, a diferencia del soccer, no se castigaba al jugador con una tarjeta roja por taclear al rival, de hecho, ¡esa era la idea!

Al menos, en su mundo natal, los jugadores de fútbol americano llevaban casco y armadura protectora, tan eficaz, que viendo las estadísticas, eran las vivarachas porristas las que sufrían más lesiones en cada temporada de juego. En este extraño rugby, nada de protección para los gigantes.

—¡Lo van a matar! ¡Qué horror! No puedo ver, es todo un caos —gimió Joselyn viendo el juego por entre los dedos que intentaban de manera infructuosa cubrir los ojos. Los jugadores estaban aglomerados en una peña compacta, casi uno sobre otro; el gigante que tenía el balón ovoide, tenía el rostro pegado al césped, montón de poderosas piernas de carne o acero, pisaban con fuerza a milímetros de su faz.

Empujones, codazos, tacleadas, golpes con el hombro, era increíble que no se escuchara el tronar de huesos o corazas de hierro combándose en ese juego de hooligans practicado por caballeros, porque reglas estaban escritas y todos las cumplían. La violencia gratuita no era caótica, había un orden en la confrontación deportiva.

Quienes no lo veían así eran los espectadores, incrédulos de las justas decisiones del réferi, y por lo mismo, le lanzaban muchas increpaciones subidas de tono y las silbatinas eran tan fuertes, que Joselyn tuvo que taparse los oídos más de una vez.

Animada por la psicología de las masas, una mujer, compañera de trabajo de un grupo de humanos, se levantó y poniendo las manos en forma de altavoz, se unió a las increpaciones:

—Arbitro, criado. Hombre malo, vete a casa

Ni que decir que no solo los amigos, también los espectadores más cercanos, dejaron de ver el partido, giraron el rostro, viéndola con atención y procedieron a reírse a mandíbula batiente. La pobre se ruborizó y se sentó, tratando de hundirse lo más que pudo en el asiento.

En otras ocasiones, era Hamilton quien cubría los oídos a la hija, todo con tal que no escuchara groserías subidas de tono más de lo normal. Cuando hacía eso, la hija giraba el rostro para ver al padre; con una sonrisa, negaba con la cabeza, diciéndole de aquella manera que no se aprendiera tan variado y pintoresco vocabulario, no fuera que Joselyn, la ama de casa, les reprendiera después.

Hamilton vio satisfecho el deseo de un buen café cargado e hirviente cuando vio al vendedor, emitió un fuerte silbido para llamar la atención.

—Dos coronas, señor. ¿Tinto o extra fuerte?

—Extra, por favor. Aquí tiene el billete; para mi hija, un mate de manzanilla.

Recibieron las tazas desechables, eran pequeñas, pero no podía esperarse otra cosa con un precio tan barato.

—Ten cuidado, está muy caliente, sopla o te vas a quemar. ¿Estás bien?

No be breste abencion, babá —dijo con los labios hinchados.

Se rio de la expresión de la niña de sus ojos y luego apuró el café. Tomó el de Joselyn y vertió el contenido humeante en la taza desechable, luego repitió el proceso a la inversa, así logró enfriar más rápido la bebida caliente.

Finalizado el partido, Joselyn se sorprendió al ver a los gigantes quitarse las camisetas y ofrecerlas a los rivales.

—Que chistosos se ven, no creí que pudieran moverse de esa forma tan rara —dijo a punto de reírse. Los robots gigantes, a falta de poder intercambiar prendas deportivas, tomaban las camisetas y las hacían ondear por encima de sus cabezas, dándoles vueltas de puro contentos a la par que trataban de realizar movimientos que imitaran un baile flamenco, toda una excentricidad—. ¡Mira, las cabinas se abren! ¡Nos saludan, igual los peluditos! ¡Hola, buen partido, jugaron muy bien!

El equipo de los humanos perdió, no obstante, jugaron con pundonor deportivo y saludaron a la multitud de sus pares. Eran tan hábiles en los controles, que manejaban a los robots y al mismo tiempo, llevaban en brazos a los compañeros animales. El que llevaba al perro tuvo que soportar al can lamerle con insistencia el rostro y todos se rieron.

Un último saludo de gigantes, hombres y máquinas para regresar al laberinto subterráneo del estadio. Se perdieron de vista en el interior de las mangas y los espectadores arrojaron al cielo las láminas de plastoformo. Algunos, para descontento de los que tendrían que barrer después las graderías, desbarataban los asientos aplastados y combados en lo que fue la huella dejada por las nalgas.

CONTINUARÁ...

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