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El día del gato

Corazón grande, corazón pequeño

Capítulo 7: El día del gato

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Las imágenes se arremolinaban formando un maelstron; al principio nítidas, pasado un tiempo no eran más que trozos rasgados de un lienzo de lo que fue un sueño o tal vez una pesadilla.

Abrió los ojos, se veían puros como los de una niña pese a que su mente era el de una anciana cuando llegó a aquel nuevo mundo; con el pasar de los años, sus maneras se adaptaron a alguien de su edad física, inevitable puesto que la mente tiende a seguir el camino que traza el cuerpo.

El rostro, ese sí cambió, era más alargado, fino y agraciado, semejante al de la madre. Puso el dorso de la mano sobre la frente y miró al techo.

«Una pesadilla. La vez cuando acompañé a papá a la mina, la primera vez», pensó, recuperando la respiración pausada y sintiendo la humedad del pijama sobre los huesos de la clavícula.

Sin proponérselo, a la mente vino la imagen del viejo Ole Karlsen, severo, lo mismo que su bigote, peinado y cortado con regla de cálculo, ajeno al mundo de la plebe con su silueta recortada por la luz de la mañana.

«¡¿Qué hora es?! ¡Voy a llegar tarde!», pensó con alarma y, al igual que si tuviera un resorte dentro, su torso se levantó revelando la figura de una jovencita de quince años.

Empujó las sábanas con las manos, causando que aquellas cayeran al suelo. Puso las plantas de los pies desnudas sobre el piso; sin dar importancia al frío, se sacó el pijama en un santiamén, no le importó dónde lo arrojaba, fue a la palangana y empezó a lavarse las axilas.

Apretó los dientes al sentir el beso frío sobre la piel caliente, las manos formaron un cuenco y llevó el agua a la cara.

—Al que madruga los dioses de la reconciliación y el viento ayudan —le dijo al reflejo. Atrás quedó el viejo espejo que tenía de niña. Uno de marco un tanto coqueto, propio para el de una jovencita, le devolvía la mirada.

—Joselyn, ¿a qué hora piensas bajar? Tienes que apresurarte o vas a llegar tarde, tu madre te preparó el desayuno, si no bajas se va a enojar...

Hamilton seguía con su corpulencia de siempre, solo los ojos parecían más viejos, un tanto cansados, pero más sabios.

—¡Me estoy cambiando! ¡No entres a mi cuarto, cierra la puerta! ¡No mires! —gritó y se tapó sus vergüenzas con el brazo, tan sorprendida, que a su rostro no vino la ardorada.

El padre salió de la habitación, asustado, cerrando la puerta y pausando la respiración. Puso el puño sobre sus labios y carraspeó para retomar la calma:

—Te apuras o la mamá se va a enojar. No vi nada por si acaso, este, date prisa.

Retomó sus pasos y bajó a la planta baja, allí le esperaba la ama de casa. No se veía tan joven, las líneas del carácter rompían lo que antes fue un rostro terso, no obstante, le daba un aire más digno, elegante, que combinaba con la cintura de avispa que no perdió con los años.

—¿Va a bajar? Tiene que, debe ir a clases o la van a regañar, esa institutriz suya es una mujer de pocas pulgas y fácil enojo, me es muy difícil relacionarme con ella, una no puede empezar una conversación. Me recuerda a tu abuela, querido, ella era una mujer intratable, muy estricta.

—Ni me lo recuerdes, todavía mis nalgas no se recuperan de los azotes que me daba con la alpargata —dijo y una sonrisa triste, que recordaba con nostalgia incluso esos eventos pasados, se dibujó en los labios.

Se sentaron junto a la mesa del comedor formal y escucharon el estruendo, cualquiera hubiera dado fe que un rinoceronte bajaba las graderías en franca estampida.

Joselyn apareció en la entrada, derrapó un poco y con movimientos torpes se acercó a la mesa.

—¡Papá, mamá, buen día! No tengo tiempo para comer, voy a llegar tarde y hoy es una fecha especial. —Agarró una hogaza de pan, se la metió en la boca y salió corriendo hacia la puerta de la casa sin importarle lo cliché que era aquella imagen.

El primer saludo que recibió fue el de la baja temperatura del exterior. Acostumbrados a esa presencia, las hormigas humanas: los trabajadores matutinos, iban de aquí para allá, inmersos en sus propios pensamientos, no prestaban atención a la jovencita rubia y de ojos azules correr hacia el tranvía.

—Disculpe, lo siento, ¿me da paso, por favor? Gracias —dijo, fue un poco más al centro de esa masa de personas que olía a loción para afeitar barato pese a que en ningún momento vio a un lampiño a su lado. Lo que vio fue las telas gruesas y rugosas que, lo mismo que una lija para madera, se frotaban contra su rostro delgado y hermoso.

Más pasajeros se subieron y le costó respirar; recordando entonces, el desayuno que vio en la mesa:

«Ya sé cómo se sienten las sardinas enlatadas. Bueno, si las hubiera probado estaría vomitándolas», pensó y sintió a la gente recorrer a un lado; si antes no hubo espacio, ahora mucho menos. Todos comenzaron a protestar contra los recién llegados y el poco tacto de subirse a un vehículo que estaba repleto de gente.

Por la incomodidad y las ansias de llegar a tiempo, que el recorrido al instituto le pareció tomar más tiempo del habitual.

Pidiendo perdón y metiendo los codos, logró acercarse a la grada del tranvía y sin esperar llegar a la parada, saltó a la acera. Su equilibrio era notable y sin dar un traspié, apuró la cadencia de pasos hasta correr hacia una edificación de estilo neo gótico; no era una casa victoriana, era un edificio público por lo que los muros eran de piedra; una reja labrada con arabescos complicados, se cerraba con un rechinar que parecía de burla.

Su busto le jugó una mala pasada, pero forcejeando, logró entrar.

El portero, un hombre encorvado y mal encarado, sacó un viejo reloj de cadena que no servía, y señaló a aquel con el dedo índice, dándole a entender que era una tardona.

Gesticuló algo incomprensible a modo de disculpa y sin detenerse ni un segundo. Entró al edificio con el corazón queriendo salirse por la boca.

Con quince años cumplidos, en un mundo salido de un cuento de Charles Dickens, consideró una canallada no ponerse a buscar trabajo para ayudar a sus padres. Por esa razón, buscó egresar de un instituto que educaba a las jovencitas para ser sirvienta, no una cualquiera, quería estar bajo el amparo de la raza de los gigantes.

La fila de compañeras estaba en el patio, todas firmes al igual que soldados. Los uniformes parecían de estilo francés; nada de faldas cortas y escotes escandalosos, por el contrario, el diseño era serio, rígido, tenía por objeto camuflarlas con el resto del mobiliario.

Se unió a la fila, estaba muy cansada y la respiración trataba de ser libre de la misma manera que un toro en una arena, pero tuvo que controlarse al ver a madame Hopkins entrar al patio interior.

Con rostro de caballo, las escasas cejas pintadas, siempre ceñidas en un gesto de desaprobación, indicaban a una mujer con la que valía mejor no meterse.

—Buen día, señoritas.

—¡Buen día, madame Hopkins! —dijeron al unísono, tratando de vocalizar cada palabra con el mayor respeto posible, sin importar lo que pensaran de la agria solterona.

—Como sabrán, hoy es un día importante. Todo lo que aprendieron hasta la fecha, deberá ser aplicado al mundo de los gigantes —dijo y todas, incluyendo a Joselyn, mostraron férrea disciplina al quedarse quietas igual que estatuas y mirando al frente, no cediendo ante el deseo de intercambiar miradas o sonrisas de esperanza—. No crean que será una labor fácil la que emprenderán a partir de hoy, ¡ninguna bicoca, señoritas!, ¡deben aplicarse, con más empeño de ser necesario, en especial si son torpes! —dijo y a Joselyn le pareció que la mujer se detuvo más segundos de lo requeridos cuando llegó a su lado.

Si se refería a ella, no podía saberlo con exactitud. La mujer giró una media vuelta y siguió con la marcha, igual a un militar inspeccionando a la tropa, sin dar descanso a la perorata que a Joselyn le pareció insufrible.

Su mente le dio el alivio necesario al recordar las semanas de intensa educación. El barrer, limpiar ventanas, hacer la colada, preparar la mesa, en fin, una serie de clases que la aburrieron muchísimo, después de todo, ella era hacendosa en la casa, no necesitaba que le enseñaran ese tipo de cosas, no obstante, reconoció que todo lo que ella creía hacer bien, lo estaba haciendo mal.

—En resumen: aplicarán lo aprendido junto a la mascota. No será suya, pertenece a la academia. Debo recordarles, que deben tratarla con respeto, de esa manera, les será más fácil la siguiente prueba. ¿Ninguna pregunta?, excelente, síganme en orden.

Salieron del patio interior y se adentraron en ese laberinto que más que una mansión victoriana, mostraba un decorado interior parco, espartano; las blancas paredes, impolutas, recordaban a los corredores y pasillos de un hospital, solo el aroma a desinfectante a base de alcohol medicinal estaba ausente.

El sonido de pasos de las mujeres cesó al llegar a un amplio recinto, fue el incesante ronroneo y los marramiau, los que reinaron junto al rasgar de las plumas sobre los amarillentos papeles. Varias mujeres, algunas muy ancianas, escribían algo en gruesos cartapacios.

Una por una fueron llamadas; las postulantes a sirvientas se acercaban donde una de las mujeres y aquellas le entregaban un gato.

—Sackville, Joselyn. Tercer grado —dijo una anciana que parecía ser más nariz que mujer. La pluma entre los nudosos dedos temblaba, no así la voz de bajo que impresionaba a cualquiera que la oyera y esperase un tono atiplado de la delgada integrante del profesorado.

«Por fin, es mi turno. No te pongas nerviosa, madame Hopkins evalúa todo», se recordó y avanzó hacia la mujer que, pese a que la conocía, de todas formas le inspeccionó el rostro para comprobar que, en efecto, era alumna del instituto.

—Tome, será su mascota: Garibay, macho, europeo común, pelo corto de color beige.

El gato cruzó miradas con Joselyn, la jovencita, pareció congelarse al ver esos ojos tan bonitos en esa carita adorable, por fortuna, la voz de la mujer la trajo de vuelta:

—Aquí tiene las dos piedras de corazón de rubí. —Las recibió, eran dos: una era grande como un puño, iba engarzada a una cadena color de bronce; la otra, pequeña, incrustada en un collar de cuero para el animal.

No eran rubíes de verdad, eran otra cosa, de valor muy inferior a una piedra preciosa de verdad, pero en el mundo en el que vivía, su valor no se medía con el rasero del mero interés monetario, eran la base, junto a la energía del carbón y el vapor, la piedra fundamental que daba vida a la tecnología actual y más importante: la buena relación entre humanos y gigantes.

Volvió a la fila, cargando al gato. Todos eran muy mansos y ninguno hizo un lio; Supo que Hopkins decía algo, pero no le prestó atención por lo emocionada que estaba.

Volvieron a marchar tras la mujer y salieron del edificio, hacia la parte posterior. Vieron un canchón enorme que colindaba con unos depósitos erigidos a base de pesadas calaminas de hierro, pintadas innumerables veces para alejar el óxido, se veían igual a los hangares para los dirigibles, su tamaño tenía una razón de ser y eso lo vieron con exclamaciones que no se aventuraron a volar libres más allá de los labios.

Eran colosos de acero, muy similares a los que vio Joselyn de niña cuando fue con su padre a ver el partido de rugby de humanos contra gigantes.

CONTINUARÁ...

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