El coche del señor
Corazón grande, corazón pequeño
Capítulo 5: El coche del señor
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Al igual que cuando acompañó a su padre al estadio, se despertó temprano, era un día importante.
La casa de Joselyn, una heredad de sus abuelos, era sencilla, humilde, pero bien cuidada. La habitación de la niña no tenía posters de cantantes famosos o actores de telenovelas, tales cosas eran de su mundo original, en la Tierra; en cambio, cuadros al óleo, cubrían una gran sección de cada pared, se veían pintorescos y eran de la escuela neoclásica y naturalista, marcos labrados con primor en la madera, ningún patrón se repetía.
Fue a la palangana, en el trayecto se quitó sin mucho remilgo el pijama para dormir, de estilo obsoleto, igual al que usaba su abuela en su mundo natal. Puso un poco de agua en la fuente y procedió a lavarse con agua fría.
Se secó con una toalla de rugosa textura y el reflejo del espejo gastado le enseñó los dientes. Se examinó con cuidado la dentadura, no hubo de otra, al fin y al cabo, el adminículo estaba gastado y apenas podía contemplarse.
«Necesito otro espejo, este no refleja nada, pero no tengo dinero y me da pena pedirle a mamá o a papá para que me compren otro. No nadamos en la abundancia», pensó y negó con la cabeza, lo hizo con fuerza para alejar toda negatividad de aquel nuevo cuerpo suyo. «A quien madruga, los dioses de la reconciliación y el viento, le ayudan».
Se cambió de ropa, a diferencia del domingo, no se puso algo elegante, más bien algo que imitaba muy bien a la mezclilla, un traje de una pieza que abotonó para cubrirse las piernas y el camisón. En cuanto al cabello, decidió dejarlo salvaje e indomable, le gustaba ese estilo, se imaginaba a sí misma semejante a un león con melena.
Revisó que todo estuviera en su sitio y fue corriendo hacia el pasillo para luego bajar las escaleras.
Su madre la recibió con un buen día, hijita, señalándole la silla para que se sentara.
—Deja que te ayude un poco. No está tan fría la mañana y de seguro el agua no estará helada —dijo arremangándose las mangas de la blusa.
—Ya estoy por terminar, mejor siéntate o pon los cubiertos sobre la mesa... Querido, estás aquí.
—Ya bajé, mi amor. Buen día, mi calabacita.
Hamilton no podía ser más diferente a su mujer: alto y de porte muscular, rubio y de ojos azules; ella, delgada, menudita, de cabello café y ojos que hacían par.
Joselyn, la hija, le pasó los cubiertos y la otra Joselyn, la esposa, le entregó un bol caliente con una sopa espesa consistente en harina.
—Huele rico, nada como esto para afrontar una nueva semana en las minas de carbón.
—Lo hice más espeso para que te de fuerzas. Trae el pan a casa, querido —le dijo y le plantó un beso cariñoso en la mejilla—. Se sentó al frente de la hija y ambas miraron al proveedor del hogar, sentado en la cabecera del comedor formal.
—¿Pasa algo? ¿Me olvidé de algún aniversario? Perdón si así fue —dijo con la preocupación volando semejante a gaviotas marinas en ese azul que eran sus ojos zarcos.
—No se trata de ningún aniversario. Hoy es el día en que llevarás a Joselyn al trabajo, se lo prometiste.
—Se me olvidaba. Irás a la pulpería, ¿no tienes problema con eso? Claro, lo discutimos la semana pasada.
—Creo que un hijo debe interesarse en el trabajo de sus padres. Si todavía trabajase para la Asociación de las mujeres para el voto universal, la hubiera llevado a conocer a las chicas.
—¿Por qué no la llevas de todas formas? No creo que en la asociación te digan algo.
—No quiero encontrarme con ese grupo, son más una secta feminista, eso es lo que son. Menos mal que me di cuenta a tiempo de cuánto reptil hay en ese supuesto palomar.
—¿Qué quieres decir, mamá?
—Lo que pasa es que usan eso del derecho de las mujeres al voto de tapadera para otras cosas. Creo con firmeza que las mujeres merecen votar en las elecciones, pero de allí a... Piden cosas que una jovencita no necesita saber.
—Está bien, lo que tú digas. Sabes más de la asociación de lo que yo o papá sabe —dijo, poniendo cara de extrañeza y jugando con la sopa, al fin y al cabo, todavía estaba muy caliente—. Pero sigo insistiendo que esto de las elecciones es algo raro.
—¿Pues qué tiene de raro, calabacita?
—¿No te parece raro, papá? Solo los gigantes se postulan para la oficina del burgomaestre y para el congreso; lo mismo, solo un gigante puede ser presidente. ¿Qué de malo hay en un humano para presidente?
Los padres miraron con ojos muy abiertos a la hija y se desternillaron de risa, era obvio que consideraban la idea de su retoño como el mayor de los absurdos, hasta el grado que tuvieron que limpiarse las lágrimas y frotarse un poco las costillas una vez finalizado el ataque de risa.
—Perdona, pero me causó tanta gracia —dijo el padre que recobró la digna postura y hablaba con gentil calma a su niña adorada—. Los libros de Historia narran que los gigantes esclavizaron a los humanos luego de derrotar a los dragones de antaño, pero esos libros se pusieron de lectura obligatoria en los colegios para establecer una política de reconciliación nacional. Entre nuestra gente, lo que no se pone en letras, se lo declama de generación en generación: fuimos nosotros, los que atacamos a los gigantes, ellos solo se defendieron. Incluso desde antes de los dragones; la humanidad, malvada ella, provocó a los dioses y estos enviaron al rey demonio de castigo.
—¿Eso es verdad? Yo pensé que fueron los dioses quienes trajeron al héroe de otro mundo.
—Ya tienes diez años, es hora de que te digamos estas cosas —le dijo la madre que soplaba la sopa caliente—. Los dioses se apiadaron de la humanidad, pero luego de que el héroe matara al rey demonio, no aprendimos la lección. Seguimos siendo angurrientos y también causamos la ira de los dragones, los estábamos cazando. Agitamos el avispero y ellos casi nos exterminan, de no haber sido por los gigantes...
—Pero todo eso quedó en el pasado, incluso la era de la esclavitud. Gracias al milagro de la tecnología de los robots a carbón y a la piedra de rubí, que humanos y gigantes podemos convivir en paz. Toma tu sopa, no quiero que lleguemos tarde al trabajo.
Joselyn tomó la cuchara y se apresuró a consumir la sopa, no quería que por su culpa su padre llegara tarde al trabajo.
—Babá, ota bez me quemé ba boca.
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Ningún tren iba a las minas, pero se rumoreaba que la empresa Karlsen, iba a construir un tranvía con el ex profeso fin de llevar a los trabajadores desde el centro y los arrabales de la ciudad hasta la fuente laboral.
—¡Ea, cochero! ¡¿Hay campo para dos?! —preguntó Hamiltón al reconocer al cochero gordo y de rostro pueril sentado en el pescante. Siempre iba a las minas y por las tardes llevaba a los mineros de vuelta a la ciudad.
—Lo hay, atrás puede ir usted. Hay sitio para uno, le invitaría a acompañarme, pero los mineros son medio brutos con las chanzas y temo por su hija.
—Entiendo, tiene razón, muchas gracias. Joselyn, siéntate en el pescante y no distraigas al conductor.
Una vez sentada la jovencita y oyendo extinguirse en la parte de atrás los pedidos del padre para que recorrieran un poco los otros pasajeros, el cochero arreó al par de mulas y las encaminó hacia adelante.
El hecho de que dos especies tan diferentes en tamaño tuvieran que convivir en la misma ciudad fue todo un reto para los planificadores urbanos. Una de las soluciones fue tener carreteras diferenciadas para gigantes y humanos. Eso se notaba con claridad, más en especial ese momento en que Joselyn le indicaba al cochero respecto a la silueta de una enorme mole que iba por la carretera paralela, allá a la distancia.
—Eso, niña, es lo que los gigantes llaman coches. Parece un carruaje de los nuestros pero sin caballos, ¿verdad?
—Oí de ellos, pero es la primera vez que veo uno.
—¿Ves las chimeneas? Usan el carbón, el vapor para ir de un lado al otro. Las de este están en la parte de adelante, es un modelo más lujoso.
—¿De quién podría ser? ¿A quién pertenece?
—¿A quién más? Al señor Ole Karlsen, dueño de las minas Karlsen. Sus minas de carbón nutren a todo el país e incluso al extranjero.
—Ole Karlsen, el jefe de mi papá —dijo con ensoñación, creyó distinguir la silueta de un anciano de bigote corto, pero cortado y peinado con regla de cálculo.
—Te estás confundiendo, niña —dijo el cochero en medio de una carcajada—. Pobres asalariados como tu padre o mi persona, no nos alzamos tan alto para llamar a Ole Karlsen como nuestro jefe. Jamás de los jamases le hablaremos en persona. El jefe de todos los mineros es el capataz de la mina, un gigante para variar.
—Pues mi padre no es un objeto para que Ole Karlsen exija que le llamen amo.
—Pero igual todos le dicen así o señor.
—¿Cómo lo sabe si usted mismo dijo que nunca habló con él?
—Vaya que eres muy lista. ¿Por eso viniste a las minas? La curiosidad mató al gato. Nunca vi a uno morir por eso, pero todos lo saben; lo mismo, con lo que te dije del señor Karlsen.
Joselyn se tragó una réplica, más al ver las columnas de hollín que iban hacia el cielo encapotado. En un tiempo que a ella le pareció un santiamén, llegó a las minas de carbón. Del gigantesco coche de Ole Karlsen, ni rastro, en efecto, lo que dijo el cochero era verdad, su padre y ella, todos los humanos, vivían en un mundo muy diferente.
CONTINUARÁ...
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