Corazón grande, corazón pequeño
Capítulo 23: Corazón grande, corazón pequeño
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El sitio estaba a reventar, toda una diferencia con el resto de partidos que hubo en el transcurso del año, es más, no se veía algo así desde hacía décadas. Contra todo pronóstico, la noticia de que aquel sería el último partido de balón mano-once de la mina no dejó indiferente a nadie.
Los gritos broncos de los humanos estaban a la par con los vozarrones de los gigantes, solo faltaban los fuegos artificiales, el papel picado y las cintas de colores. A falta de no tener canciones propias de cada equipo, los asistentes que apoyaban a sus respectivos equipos se sostenían de los hombros y bamboleándose de izquierda a derecha, cantaban alegres canciones de mineros, marineros o cualquier otro enmarcado en profesiones duras donde la actividad física era la constante.
—Ya no recuerdo la última vez que vi la cancha tan llena, está repleta de gente. La mayoría no tendrá más remedio que ver el juego de a pie —dijo Olga, la anciana entrenadora de Los Estercoleros de Ester. Tan sorprendida estaba que se podía ver como los pesados y arrugados párpados dejaban ver una rendija de lo que eran unos ojos cargados de cataratas—. No te vayas a asustar con tanta gente, mira que más ladran que muerden —le dijo al viejo gato sobre el regazo para tranquilizarlo, cosa que no era necesaria; el pequeño felino se mostraba aburrido con toda la algarabía que se escuchaba desde el exterior.
En cuanto a Los Estercoleros, endurecieron el rostro ante lo que se venía, entrenaron muy duro para el partido que pronto daría inicio; todos con gestos adustos, ninguno se animó a cortar el silencio dentro de las humildes oficinas del equipo.
—Llegó la hora, no pensé que asistiera tanta gente, pero eso no importa, igual debemos jugar como lo practicamos. Confió en que todos se hayan memorizado las jugadas —dijo Dacre para darse valor y motivar a los demás integrantes del equipo. De todos era el que más severo tenía el rostro.
—Cielos, son muchos gigantes, el equipo contrario tiene mucho apoyo. Debimos poner más filas de tocones —señaló Dakota cruzando miradas con los compañeros.
—Igual nosotros tenemos mucho apoyo, de hecho, tenemos más, no hay de qué preocuparse. Este partido no se va a ganar por el apoyo, sino por nuestro entrenamiento, hemos practicado mucho y no pienso perder. Lo único que lamento es que muchos de nuestros fanáticos tendrán que ver todo el partido permaneciendo de pie, ni modo —dijo Dakota, orgulloso que hubiera venido tanta asistencia.
Todos asintieron y dejaron de ver por la ventana, unos ayudantes que vinieron de voluntarios, ayudaron a Olga y a su gato ir a un rinconcito de las graderías, reservada para los jugadores en la banca (cosa que no había), Joselyn y los demás fueron rápido hacia sus mascotas. Los ladridos, jadeos, maullidos y siseos no se dejaban esperar.
—Oye, ¿vas a estar bien? Te veo algo tenso —preguntaba Joselyn a Sinem una vez se aseguró que Garibay estaba en el asiento, protegido por el arnés. El tono no era preocupado, trató de adoptar dureza en la voz para imbuirle ánimos a su amigo o tal vez era para convencerse a sí misma que solo se trataba de un partido más.
El gigante, el único en Los Estercoleros, no le contestó, solo asintió tras la máscara. Dejó de apretar los puños a los costados ante las palabras de su amiga y se obligó a calmar la respiración, hiperventilar en su estado de salud y tras una máscara, no era nada bueno.
Pese a no poder ver la expresión de su rostro, pudo distinguir un brillo de valor que salió de los ojos verdes. Eso le bastó, todavía no cerró la cabina porque todos decidieron que deberían primero saludar a los espectadores humanos, darles las gracias por haber venido tantos para despedir al equipo.
Aunque todos tenían una apariencia feroz con esos cabellos, barbas y bigotes revueltos, junto con todo el tiznado de ropa y caras, no hubo necesidad de mangas deportivas; todos, gigantes y robots, salieron a la cancha sin el temor de verse bajo una lluvia de petardos o botellas de vidrio.
—Woa, no pensé que habría tantos, parecían menos por la ventana —dijo Joselyn, la cual de pronto se vio insegura y notó cómo le temblaban las rodillas, algo que la sorprendió puesto que en su anterior vida era una atleta reconocida y estaba acostumbrada a los vítores y las multitudes.
—No te asustes, Joselyn —le dijo Sinem, mostrando valor en beneficio de la isekeada. El joven enmascarado ni se inmutaba ante las miradas de sorpresa de los asistentes que le señalaban con el dedo.
Terminados los saludos, los humanos cerraron las cabinas y pusieron la coraza protectora en su sitio; fueron a sus posiciones notando el latido de los corazones tamborilear en el interior de los oídos.
Un gigante hacía de réferi, al dar el pitazo inicial, vino el milagro de corazón grande y corazón pequeño; las piedras de rubí aplacaron la sensación molesta en los oídos, los latidos eran fogonazos en el pecho de los deportistas y les gustó esa sensación.
El deporte de holigans practicado por caballeros comenzó.
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No necesitó instrucciones de ningún tipo, el ser dueño de la mina le daba la ventaja de conocer el lugar como la palma de su mano, incluso los socavones, aunque sea gracias a los esquemas de los folders.
Sorprendiéndose con el sitio abarrotado, no le quedó de otra que abrirse paso a codazos con la ayuda de Riggs; Ole Karlsen, que era el hombre más poderoso del mundo, tuvo que avanzar como si fuera un humilde humano en medio de un vagón de tranvía atestado de gente sucia y oliendo a sudor.
Al salir al frente, la luz del sol, tan rara en el cielo de la mina, le dio con rayos que revelaron la figura de lo que le pareció a él un caballero de antaño, de esos que aparecían en las obras teatrales y cuentos de hadas.
La atención se centró en el joven gigante, en medio de esa lucha en apariencia caótica donde acero y músculos revolucionaban en un mar de agitación de pundonor deportivo.
—Pero ese joven es...
—¡Señorito Sinem!
El grito de Riggs fue acallado por exclamaciones broncas, todas estallando al ver que el joven gigante de Los Estercoleros, tomaba el balón ovoide, asumía una pose que le asemejaba a una flecha de un cazador bañada por el brillo del sol y salió a toda prisa hacia la meta rival.
Joselyn gritaba algo, pero era inútil, el ruido era ensordecedor. Miradas se llenaron de esperanza y expectación, los ojos se pusieron afanosos en alcanzar al joven gigante del equipo contrario, parecía una locura que hubieran permitido a alguien así medirse con semejantes brutos corpulentos.
Vanos fueron los intentos por taclearlo, como vanos fueron los razonamientos de Ole Karlsen y el mayordomo con respecto a la poca salud del joven, aquel se transformó en un demonio de rostro plateado, raudo hacia adelante.
¿Dónde quedó el niño enfermizo que apenas podía salir de la mansión? Le recordó de pequeño, cargándolo en los hombros, sonriendo a esa carita delicada, pero esos recuerdos se desvanecieron ante lo que le mostraban los ojos, nada de imágenes de tonalidades acres, todo se volvió muy colorido pese a los dominios grises de la mina de carbón.
Solo quedaba un gigante musculoso y alto como una colina entre Sinem y la anotación; el rosto del rival era igual al de un busto hierático cuyos ojos se entrecerraron al no poder leer las intenciones en el rostro de su pequeño y esmirriado rival enmascarado. Sin proponérselo, ambos ancianos sintieron las lágrimas asomarse por los ojos y ellos también vitorearon anhelando la victoria, anhelando que Sinem anotara el punto.
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Margaret y Riggs estaban detrás de las puertas de la oficina de Ole Karlsen. La mujer retorcía un pañuelo; el gigante, por otra parte, no pudo evitar secarse la frente con un pañuelo. Ambos sabían que varias sirvientas y mecánicos les observaban a escondidas tras las esquinas, pero no tuvieron el ánimo necesario para llamar al orden y que regresaran a trabajar.
—El doctor me dijo que no es nada grave y que el golpe no le causó una conmoción por la que deba de preocuparme, eso sí, deberá permanecer en el hospital por un par de días —dijo, lo que hizo que Joselyn soltara un suspiro de alivio, su rostro estaba bañado en lágrimas.
El jefe de la casa Karlsen se sintió muy viejo, en ese preciso momento notó como la edad le pesaba con más fuerza, miraba a la humana sin poder decidirse qué hacer.
—Señor Karlsen, le juro que no fue mi intención que el señorito Sinem saliera lastimado. —Se sorprendió que pudiera decir algo con esa garganta irritada por todo lo que tuvo que llorar.
Las palabras de Joselyn quitaron la inactividad al anciano quien, sin decir nada y sin dirigirle la palabra, se puso a escribir algo en dos hojas. El silencio fue aplastante e incómodo, solo el rasgar de la punta de la pluma fuente pareció acallarlo todo, incluso el canto de las aves, más allá de los ventanales cubiertos por las cortinas rojizas que apenas dejaban pasar la luz del exterior.
Leyó una vez más lo que hubo escrito y rubricó su firma. Dobló las hojas y se levantó.
Era todo, Joselyn con gesto fatalista iba aceptar cualquier veredicto que le impusiera su jefe, solo rogaba en su interior por su padre, para que no perdiera su trabajo y por Sinem, para que de alguna manera lo volviera a ver.
No le dijo nada, solo le entregó lo que escribió y giró un poco para dirigirse hacia a la puerta. Cuando estaba por abrirla que recién se pronunció:
—Nunca vi a mi nieto tan feliz, tan feliz y lozano. Le agradezco eso, no obstante, ha perdido mi confianza, espero que lo entienda, señorita Sackville. Sus servicios ya no son requeridos en la mansión.
Al salir cerró las puertas y el amplio cuarto volvió a estar semioscuro, el canto de las aves para nada compaginó con lo que la isekeada sentía en su corazón.
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Todo era gris y negro, el gris de las ropas, el negro del polvo del carbón. Los robots avanzaban por el canchón, un hombre daba vueltas por alrededor.
—Toma un poco de agua, querido.
—¡Mamá, deja de mimar a papá!
La que gritaba no era otra que Joselyn, la nueva entrenadora de Los Estercoleros de Ester, giró el rostro para ver al recién llegado.
—Ya era hora de que te presentaras, ¡ponte a correr! Da unas diez vueltas.
—Sí, este, buen día señor Sackville... Señora Sackville, buen día.
—¡Oye, nada de hablar o tendrás que correr más vueltas, Sinem!
—¡Sí, entrenadora! —exclamó el joven gigante.
Junto con la primera nota, la segunda que le entregó Ole Karlsen, indicaba que, en efecto, no podría ser más una sirvienta en la mansión, en cambio, sí podría ser la nueva entrenadora, trabajo que sería remunerado.
Le puso feliz que, en la academia, la directora Hopkins, haciendo gala de ser comprensiva, le regaló a Garibay, estaba justo en el regazo de Joselyn, la madre, pero lo que más le encantó, fue el hecho que Ole Karlsen dio permiso a su nieto para seguir entrenando.
La nueva entrenadora sería dura, pero eso no le importó al gigante.
Podrían verse de ahora en adelante; sonrisa grande y sonrisa pequeña, reverberaban en esos corazones: corazón grande, corazón pequeño.
FIN
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