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Caminos diferentes

Deep Space Isekai

Capítulo 5: Caminos diferentes

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Más allá de un par de metros, la oscuridad le rodeaba, no tuvo miedo de ella, estaba acostumbrado, siempre lo estuvo. Desde joven dedicó su vida a los estudios, leyendo polvorientos tomos y pergaminos de magia, rodeado del silencio y la oscuridad. Recordó cómo sus manos se veían jóvenes y llenas de vigor al pasar las páginas, ahora, dedos callosos sostenían su báculo de mago, no tenían la juventud de antes, pero todavía conservaban el vigor.

El hechizo de luz continua en la punta de su báculo menguó y tuvo que realizar otro hechizo, lo hizo en un instante, no tuvo que recitar un encantamiento previo, el no era un bisoño estudiante de magia.

«Qué es ese sonido, mejor me cercioro antes de seguir adelante», pensó e invocó un nuevo buscador.

Este retornó luego de un momento y se enteró de lo que había más adelante.

Un grupo de no muertos bloqueaban el corredor por donde debía ir, mal asunto, por fortuna estaban en trance, como si soñaran despiertos dando uno que otro gemido.

«No creo que haya otra ruta, debo seguir adelante», concluyó luego de hacer memoria y estar seguro que la ruta en el mapa no admitía un posible desvío que le hiciera dar un rodeo a los no muertos biomecánicos.

Decidió terminar su hechizo de luz continua y en vez de eso, encender las luces del corredor y la habitación más adelante, los no muertos eran muy sensibles a hechizos de luz mágicos, pero era probable que la luz artificial no los alterase y de paso le diera a él la ventaja de no ir a ciegas.

«No parecen reaccionar, la luz del jardín de Dios no les llena de cólera. Bien, adelante».

Avanzó con lentitud, sabía que, si la luz no les encolerizaba, el sonido de sus botas seguro llamaría su atención.

«No son muchos, pero igual debo andarme con cuidado. Si me oyen o les rozo por accidente, tendría que usar mi magia y quiero reservarla para más adelante».

Divisó unas cajas de metal, eran enormes, lo suficiente como para que un caballo de guerra pudiera entrar en ellas, resultaban óptimas para ocultar su presencia.

Como un hombre que tenía que hacer una larga fila y esperar en ella durante horas, así los entes permanecían en su sitio, dándose la vuelta de vez en cuando como si trataran de dar la espalda a un sol que no existía en ese lugar.

«Mala fortuna, debo actuar con premura», pensó y con una velocidad sorprendente para alguien de su edad, se encaramó al borde superior de una de las cajas y subió a esta al ver que la supuesta ruta segura tras las cajas estaba bloqueada por un par de zombis.

«Creo que me equivoqué, mi posición es muy comprometida», pensó al verse rodeado. Estuvo tentado de usar su magia y acabar con los que le estorbaban, después de todo, eran enemigos débiles y no eran muchos.

Decidió mantener su decisión anterior, vio uno de los interruptores de luz y se concentró.

Su báculo se separó de sus manos y levitó hasta el interruptor. Con un poco de concentración, el mago logró apagar las luces, trajo su báculo de vuelta y lanzó lo que parecieron unas chispas de fuego que saltaron hasta perderse en el corredor por donde ingresó a la habitación.

No se equivocó, los zombis reaccionaron a esa luz mágica y salieron tras las chispas.

—No todo se resuelve con la fuerza, el ingenio también vale —dijo para sí mismo y bajó de la caja.

Fue extraño, al alejarse sintió una sensación de tristeza, como si su cuerpo le reclamara no haber tomado una acción más radical, desechó esos pensamientos propios de un jovencito impulsivo y pensó en su antiguo pupilo.

«Me pregunto cómo le irá a Rolav».

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No le molestó la oscuridad, hacía ya tiempo que dejó de ser un niño mimado por su madre, ahora era un soldado, un capitán por derecho propio pese a las mal habladurías de los envidiosos que insistían que su puesto lo obtuvo por influencias de su padre, el general. Lo que le molestaba era el silencio, la carencia de sonidos siempre le ponía de mal humor, le hubiera gustado apresurar el paso, pero eso implicaba dar a conocer su posición gracias al sonido de sus botas de hierro; le hubiera gustado enfrentarse al enemigo, pero no era estúpido, sin idea cierta de los peligros a los que podría enfrentarse, tenía que medir sus ímpetus.

Como no tenía la capacidad de emplear magia alguna, activó los interruptores de luz y dejó que fueran sus ojos, más que sus oídos, los que le indicaran la presencia de alguna posible amenaza.

Debió prestar más atención, al doblar una esquina vio a un zombi.

—¡Maldición! ¡Atrás, maldito! —gritó a la vez que incrementó el agarre al pomo de su espada.

—¿Pero qué...?

En su profesión como soldado, vio una vez los cadáveres de niños, esa vez sintió pena.

«Es un niño deforme», pensó al ver la gran bóveda craneana. Sus brazos bajaron la espada.

El chillido espeluznante de esa boca pequeña hizo que recobrara la razón, sacudió la cabeza, como renegando por haber permanecido congelado. De un tajo, decapitó al zombi que dio dos pasos más para luego caer desplomado justo a sus pies.

«Me preguntó cómo se convirtió en esta cosa», pensó y con más asco que pena, se acercó al cráneo, lo tomó de la nuca desprovista de cabello y le dio la vuelta para ver mejor sus facciones.

«Sin pestañas ni cejas, la boca está desgarrada, le comieron los labios y los dientes, no veo ninguno. Debe estar muerto desde hace tiempo por su color ceniza de piel».

«Si hay niños presentes, deben estar reunidos en un lugar a salvo, como una bodega o algo por el estilo».

Limpió el filo de su arma y reanudó la marcha, la imagen del niño deforme no cesaba de entrar en sus pensamientos. Pensó en Dadeip, como sanadora y sacerdotisa, era seguro que hacia muchas obras de caridad en orfanatos.

«Espero que sea Dadeip quien encuentre a los niños, yo nunca fui bueno para lidiar con pequeñajos».

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Lo odiaba, odiaba el silencio, odiaba la oscuridad, por eso y haciendo caso omiso a los consejos de Acigol, encendía las luces cada vez que podía. Sin embargo, lo que más odiaba era el temblor de sus piernas.

Estuvo decidida y sus palabras fueron valientes cuando tuvo que separarse del grupo, pero ahora apretaba la mandíbula para evitar que sus dientes castañearan.

«¿Por qué tiene que hacer tanto frío en este lugar?», pensó y decidió hacer algo al respecto.

Se concentró e invocó sobre ella misma un hechizo de calor, una magia muy útil cuando se trataba de devolver el calor corporal a una víctima de la hipotermia.

«Perdóneme, maestro Acigol, pero me moría de frío y creo que podré avanzar con más soltura y sin tanto miedo», se disculpó en su mente con el viejo mago. En efecto, la magia empleada le devolvió la seguridad y avanzó con más confianza, sin embargo, decidió seguir encendiendo las luces.

No entendía como podía ser tan diferente a su madre, ella, que era una mujer muy decidida y con el valor suficiente para no temerle a nada o enfrentar con el ceño fruncido cualquier tipo de adversidad.

—Me pregunto si seré adoptada —dijo expresando con palabras sus pensamientos.

Lo mismo que Rolav, sacudió la cabeza con fuerza y reunió valor para apresurar los pasos, no dándose cuenta que en esos corredores el eco delataba su presencia.

Los escuchó venir, los gemidos espectrales le indicaron que debía correr y así lo hizo.

Por fortuna el avance lento de los zombis le facilitó las cosas, el problema fue que tuvo que dar varias vueltas para regresar al camino correcto. Una vez de vuelta enla ruta que memorizó, encontró a otro tipo de enemigo.

Estaba desnudo, un hombre que tenía una pose contrita, no le vio la cara, pero notó que tenía un grave caso de escrofulosis.

—Disculpe, ¿está usted bien? ¿Le puedo ayudar en algo?

Levantó la mirada y su rostro parecía carcomido, no por causa de la lepra, sino por efecto de un virus que se cebaba en el tejido suave del rostro.

La sanadora ahogó un grito al ver ese rostro que le dio pavor, pero lo peor estaba por venir; el ente, abrió la boca y una especie de largo y grueso gusano salió por la boca del desdichado, dicho gusano abrió unas fauces que revelaron una especie de hileras de dientes muy delgados y filosos. Supo enseguida que la criatura si pudiera gritar o proferir amenazas lo estaría haciendo, a falta de sonido, aunque fuese gutural, el cuerpo del hombre se levantó, avanzando hacia ella.

Se sorprendió, a diferencia de los zombis, la desconocida criatura avanzaba corriendo.

—¡Aléjate de mí! ¡No te me acerques!

El miedo le hizo sacudir su báculo de la misma forma en que un babuino movería un palo. Pese a esa torpeza, logró impactar en el cráneo del hombre, lo hizo con tal fuerza que cerró la mandíbula y así, con los dientes, lastimó al parasito dentro de él.

Debido a la simbiosis de efecto parasitario, el gusano aterrador regresó a las profundidades de la tráquea del hombre, mientras que su huésped cayó al piso para retorcerse en una especie de ataque epiléptico.

No quiso quedarse ni un segundo más, corrió a toda prisa, maldiciéndose por creer que era la persona más cobarde en todo ese lugar que ella llamaba el jardín de Dios.

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Hay muchos tipos de miedo, algunos no podemos evitar refrenarlos del todo y por eso el cuerpo traiciona nuestros pensamientos; otros, se esconden tras una máscara de falso valor o prepotencia. Este último caso era justo el del inquisidor Edraboc, sus pasos se mostraban seguros, pero por dentro no hacía más que maldecir. Maldecía estar solo, maldecía su vida, maldecía estar dentro del jardín de Dios pese a que antes alabó al Sagrado Creador por haberle dado la oportunidad de servirle de esa forma tan directa.

No movía sus brazos al andar, abrazaba su pecho, dentro de su hábito monacal, estaba lo que él llamaba el decálogo sagrado.

Más acostumbrado a ordenar que cargar objetos pesados, tuvo que acomodar por enésima vez los brazos debido al peso del disco de oro. Se detuvo en seco al creer haber escuchado algo a la distancia.

«No, no, no. No me van a atrapar, estoy en una misión sagrada. Soy el siervo del señor, el que hace cumplir la voluntad del Todopoderoso, el que castiga a los herejes y blasfemos en nombre del Señor», pensó para darse ánimos.

Sus pensamientos no fueron suficientes y se desvió del camino para entrar a una habitación.

Le recordó la habitación de una posada, pero con carácter minimalista, el espartano mobiliario podría dar la impresión de que se estaba en un sitio muy humilde, pero la limpieza le recordó el tanatorio cuando de preparar el cadáver de un monarca se trataba.

Vio un resquicio debajo de la cama y decidió ocultarse en allí, tuvo que esforzarse, pero él siempre fue de contextura enjuta y enfermiza, su pecho hundido no tuvo problema alguno a diferencia de su cabeza.

La puerta se abrió, quien fuera que ingresó, empezó a olisquear por todo el lugar, patas lobunas que mantenían una figura bípeda se acercaron a la cama, la criatura lampiña llena de verrugas gruñó y se inclinó para ver debajo de la cama, no encontró nada.

Volvió a posarse sobre sus cuatro patas y salió dejando un rastro de babas.

Un ruido como el del siseo de una serpiente se escuchó en una esquina alta de la habitación, en efecto, un reptil humano reptaba por el interior de un ducto de ventilación, lo mismo que la criatura cánida, dejaba tras de él un rastro, no de baba, sino de orina.

CONTINUARÁ...

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