1. VICKY
Y así empieza la historia de una chica que pretende vivir más de cien vidas, porque escucha más de tres vocecitas acusadoras en su cabeza, que le impiden tener una vida normal junto a sus hermanos mayores y menores.
E N E R O
Miércoles
8:32
—¡Happy Birthday to you... Happy Birthday to you... Happy birthday, precious Vicky...!
Escuchar la entonación animada de la molesta canción del feliz cumpleaños: me pone ansiosa e histérica. Inmediatamente a la defensiva. Me da no sé qué. Me pone mal. No me gusta. Personalmente: me enerva tener que celebrar mis cumpleaños. Y no es porque tenga algo en contra del mío solamente, es porque no me gustan las fechas en donde recordamos un nacimiento que no aporta ninguna relevancia a ningún bien mayor.
Pero ver el júbilo expresado en sus ojos hace que valga la pena atravesar el cansino de la etapa del pastel. Me permite apagar la linterna que ilumina los oscuros corredores de mi mente. Es un descanso sin miedo a ser yo misma.
Ellos me entienden. Ésta es mi familia. Estamos un poco rotos. Pero nosotros somos, por definición de la palabra, lo opuesto a la normalidad. Entre nosotros nos entendemos, o al menos hacemos el intento. Nos queremos. Hacemos todo juntos. ¿Cuál es el problema? Nosotros nos elegimos, elegimos a los miembros de esta extraña familia que nos vuelve un peligro para la sociedad.
—¡Happy Birthday to you...! —dijeron una última vez, antes de poner el pastel con dieciocho velas enfrente de mí en la mesa del antecomedor que siempre hemos compartido como familia.
Esbocé una sonrisa honesta, antes de dar por zanjada ésta celebración, cuando la luz de las velas de mi décimo octavo cumpleaños se apagan con un soplo mío. Finjo muy bien, para ser alguien a quien no le gusta ser el centro de atención. Pero me recuerdo que pasar desapercibida es un logro inalcanzable. A dondequiera que voy: sobresalgo. ¡Es frustrante! Ha pasado por años.
Cuando mis padres murieron, mis tíos me vendieron con ese hombre que no hizo más que recordarme que el infierno es aquí, que no existe gloria eterna y mis sueños son efímeros. Me hizo sentir una triste hoja de papel sin palabras, una sucia zorrilla, una cochinada, una mujer sin valor u honor. Me creyó muerta cuando me tiró de su auto en movimiento en medio de la nada. Afortunadamente no morir fue uno de mis primeros pasos para la erradicación. Decidí ser la dueña de mi propio mundo.
¿Si este infeliz no me mató, por qué habría de matarme yo?
Morí ese día, pero volví a nacer con aún más fuerza, menos amable y más cínica que nunca. Fue un bálsamo para mí ser alguien diferente. Alguien nuevo. Alguien mejor. Me aburría ser esa estúpida de corta cabellera rubia que afirmaba ser maestra de kínder, y odiaba a Sherlock Holmes. Porque dejar de ser Julia era mejor que no ser nada. Había probado antes ser nadie, y era —en pocas palabras— un delito para el alma. No podía pasar por eso otra vez.
Mi amiga Jenna estuvo encantada de ayudarme a conseguir mi nueva identidad. Nunca me quedaba con la misma chica que falsificaba papeles o hacía de oídos sordos en mi presencia. Era precavida. Soy precavida. He hecho algunas cosas de las que no estoy orgullosa, pero volvería a hacer cada una de ellas, a repetir mis momentos menos felices con tal de que mis hermanos estuvieran a salvo. Haría lo que fuera por mi familia. Después de todo, es lo único sagrado que posee una destartalada de dieciocho años como yo. Haría cualquier cosa para proteger a esos seis idiotas encolerizados con la vida, antes de buscar mi propia paz mental.
—¡Felicidades! —proclaman al unísono, mientras aplauden y sonríen con ánimo—. ¡Felicidades! —me repiten, antes de correr a mis brazos ¡los seis!, y abrazarme con esmero mientras algunos de ellos besan con ternura mis pálidas mejillas. Por poco me tiran de la silla.
Soy albina y sin sonrojo; por cierto. Mi pelo es negro como la noche, lacio y larguísimo. Súper largo como la cola de un caballo salvaje. Mi silueta es delgada y plana como una tabla. No existe peca o lunar en mi cara o cuerpo. Y mis ojos... Bueno, a esos prefiero mantenerlos ocultos bajo inmensos lentes de sol. Sí... soy una friki.
Ay, ah, yay, ¿cómo busco encajar en un lugar si yo misma no me ayudo? Hasta parece que lo hago a propósito.
Mis hermanos se parten de la risa, cuando me ven aferrarme a cualquier tipo de hombro cercano, para evitar el ranazo que de seguro se hubiera llevado mi pobre y plano culo, si Marcus y Liv no me hubiesen sujetado, haciendo uso de todas sus fuerzas, y poniendo resistencia en las plantas de sus pies, que hasta necesitaron enterrarme las uñas en los antebrazos para poder completar la misión.
—¡Mierda! —profirieron Marcus y Liv.
Emily y Ginny intentaron ayudarme a incorporarme también. Max y Harry sostuvieron la silla en medio de la caída. Nadie se movió. Nadie dijo nada. Y yo, aun así me partí de risa. Me reí como una loca. Reí, reí y reí. El dolor de cabeza y panza hicieron su aparición. Las tripas se me enredaron y mi corazón estalló en mi pecho. Eran pocas las veces que ellos me veían reír como una posesa articulada y sin hilos. Entonces ellos lo hicieron. Todos nos reímos: Marcus, Emily, Liv, Ginny, Max y Harry. Sus risas desbocadas llenaron el vacío de la sala. Reinó la amistad y la alegría. Reinamos el mundo. Fuimos únicos. Imparables. Momentos como estos deseo que duren toda la vida.
Todos hicieron acopio de todas sus fuerzas para levantarme. Me sentí tremendamente liviana después del inesperado desvío en mi línea temporal. No estaba en mis planes romperme las nalgas.
—Gracias, gracias... Muchas gracias —les dije, cuando me ayudaron a recuperar el equilibrio.
Cuando me recuperé hice una pequeña evaluación a la sala. Emily tenía rubor en las mejillas, producto del inesperado ataque de risa; Marcus la miraba con adoración, ellos dos son un par de tontos enamorados; Liv besó y abrazó a Ginny, y ella recibió con gusto sus muestras cariñosas; Harry estaba haciendo ese baile de moda: «Swish Swish» que tanto odio, pero que él ama con locura. Algunas veces pienso que lo hace sólo para llevarme la contraria.
Mi preciosa Maxine me sorprende por detrás, abrazando con rudeza la espalda; mi columna sufrió sus encantos. Cuando terminó de enterrarme sus manitas alrededor de mi cuerpo, le acomodé sus caireles castaños detrás de las orejas, y sus aparatos auditivos quedaron al descubierto. Entre más la miro, más me recuerda a su padre. Max, ingenua e impredecible a mis recuerdos, me sonríe con todos sus dientes de leche (sin intenciones de abandonar su boquita), y me mira con sus oscuros y expresivos ojos.
Alejo de mi mente pensamientos siniestros y le beso la punta de su nariz.
—Felicidades, Vicky —me dice ella, en lenguaje de señas.
—Gracias, Max —le respondo.
Ambas volvemos a abrazarnos.
Pero... ¿Cuántos cumpleaños más necesito, para dejar de jugar a la casita y hacer frente a mis problemas?, me pregunté mientras veía a mi alrededor, y me detenía en una esquina especial del lugar, en donde no hace menos de dos noches ocurrió lo inimaginable con uno de mis hermanos menores.
Nunca me perdonaré el daño que hice ese día. El susto, la angustia y la tragedia que ocasioné por mi culpa, por mi dañina e inestable mente que jamás tuvo que haber sobrevivido a uno de varios crepúsculos en medicación y terapia.
A veces me encuentro meditando la opción que me hice a mí misma hace tres años, cuando intenté lastimar a Marcus o a Liv como hice y repetí miles de veces con Ginny. Pero rápidamente descarté esa opción cuando me di cuenta de lo egoísta que sería abandonar a Emily, Harry y Max. Así que hice acopio de mi buena voluntad y saqué adelante las únicas partes buenas que quedaban de mí.
He vivido tres años con temor de que Mayra regrese, pero nunca con galope descontrolado de miedos o dudas cuando lo haga. Tengo en claro lo que le haré si la vuelvo a ver. Y no importa el costo. No importa lo que pase. Haré lo que sea necesario con tal de mantener a mis niños a salvo.
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