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5 En el interior de la cueva

El pueblo estaba muy animado. Todos tenían una labor importante que realizar. Los niños jugaban, sus padres recolectaban o pescaban en el río, un grupo araba los campos, otros cargaban la madera. Me quedé mirando hacia todas partes con la boca abierta y por poco le pierdo la pista al hombre que había conocido en la cueva. El padre del pequeño Edahi...

            Vista de cerca, lo que desde lejos me había parecido paja, era en realidad un conjunto de ramitas colocadas de forma alterna formando una especie de capuchón. Seguramente revestido con madera o ramas más gruesas. Algunas cabañas tenían las paredes de caña y material adherido, pero la mayoría estaban hechas de una mezcla con aspecto entere el barro y el cemento. Lo más probable era que estuviesen hechas de cualquier cosa que tuviesen a mano... Aunque, por un artículo que leí hace tiempo sobre los materiales que utilizaban los indígenas, mejor no ahondar en ese tema...

            El hombre entró sin vacilar y lo seguí con precaución. El interior no era muy espacioso y disponía de una única habitación. No tenían muchas posesiones, pero lo básico para tener cierta comodidad. Había un lugar para dormir, con mantas con tejidos fabulosos. También había jarrones de barro, cestas con comida... Sin embargo, lo primero que vi fue a las dos mujeres que tejían en medio de la casa. Una de ellas era joven, con el cabello en una única trenza evitando que entorpeciera su trabajo. La otra era una anciana. Ella se encargaba de convertir el algodón en hilos finos para dejarlos, una vez finalizados, dentro de una cesta. Las dos mujeres, seguramente madre e hija o suegra y nuera, charlaban despreocupadamente hasta que repararon en mi presencia.

            ― ¿Izel, queda algo de la comida de esta mañana? ―preguntó el hombre dirigiéndose hacia la mujer joven. Esta dejó de tejer y se levantó con cuidado.

            ― Creo que todavía tengo algunas tortas de maíz, y algo de atole ―murmuró la mujer mirando hacia donde estaba yo.

            Mi rostro no cambio, estaba demasiado aturdida para ello. Así que me dediqué a seguir con la mirada a la mujer mientras buscaba aquello que había dicho que quedaba. Sin preguntar quién era ni por qué estaba allí. La anciana ni siquiera me miró, continuó hilando el algodón sin prestar atención a nada más.

            ― Creo que con eso habrá suficiente ―murmuró el hombre. Luego se volvió hacia mí―. Siéntate, pequeña. Pareces cansada.

            Era cierto. Lo estaba. Y también muy confusa. Sin embargo, aunque no me sentía cómoda y mucho menos segura, miré hacia el suelo y decidí sentarme encima de una esterilla con dibujos y cenefas minuciosamente gravadas. Si no hubiese sido porque la anciana también estaba sentada encima de ella me habría contenido, pero era evidente que no iba a encontrar ninguna silla donde sentarme. Y a pesar de parecer una obra de arte más que una especie de alfombra, era bastante cómoda.

            La mujer apareció minutos después con un plato medio lleno de tortitas de maíz humeantes y una jarra de barro pequeña llena de... algo. Seguramente sería lo que la mujer había llamado atole. Miré el contenido en cuanto me lo tendió, no era una sustancia líquida del todo y tenía un color blanco no muy apetecible. Alcé un segundo el rostro hacia la mujer. Ella me observaba con una mirada cálida y una sonrisa en el rosto cuando dejó el plato con las tortitas en medio de los cuatro. Luego se sentó al lado de su marido.

             ― ¿Cómo te llamas? ―preguntó la mujer con una voz más dulce de la que esperaba.

            Dejé de observar a la mujer y me concentré en el líquido blanquecino de la jarra como si fuese la cosa más interesante del mundo ―interesante, no lo sé, pero repugnante... es posible― Intenté relajar mis nervios y me vi apretando las manos alrededor de la jarra mientras seguía buscando las palabras para contestar.  

            ― Er... ―Pero mi voz se quebró antes de que pudiera terminar de pronunciar mi nombre. Apreté los labios en un intento de mantener la calma.

            ― Er ―repitió la mujer―. Es un nombre extraño para una mujer ―comentó. 

            ―Izel... ―murmuró el hombre recriminándola. Ella rió un poco y sacudió la mano para quitarle importancia―. Tu sinceridad te traerá problemas...

            ― No te preocupes, Yareth. No creo que nuestra invitada opine distinto ―comentó―. Pero los nombres son el primer regalo que se nos ofrece. Y ya sabes qué dicen de los regalos. Tanto pueden ser bendiciones como maldiciones...

            Mi cabeza pensó al instante en el nombre de Edahi. El suyo fue el primer regalo, la primera maldición, como bien había dicho su madre. ¿Por qué habría decidido esa mujer y su marido ponerle un nombre como aquel a su hijo? Un nombre que podía suscitar a que no encajara nunca en ninguna parte. Un nombre que se había convertido... en una maldición. Entonces pensé en mi propio nombre. Procedía del griego y era la Diosa de la discordia. Todo el mundo me preguntaba cómo me había puesto mi madre el nombre de una Diosa como aquella. Se preguntaban por qué había decidido referirse a mí como a una Diosa destructiva. Sin embargo, detrás de esa verdad exterior se escondía una oculta. Una verdad que solo mi madre sabía, y escondía el significado real de mi nombre. La perseverancia y dedicación. Había llamado a sus hijos como al guerrero que lucha para conseguir lo que desea y la mujer poderosa capaz de destruir a todo aquel que le haga daño. Nos había dado un nombre con fuerza, y ese era el verdadero significado, el verdadero regalo.

            Tal vez su madre lo llamó Edahi, no para que todos vieran que era diferente, sino para que fuera fuerte y tenaz como el viento. Tal vez su nombre no significaba que fuese peligroso y distinto, sino libre y poderoso. Porque todo el mundo podría ver que era distinto al mirarle a los ojos, no necesitaba un nombre para ser diferente. Pero tal vez sí lo necesitara para sentirse fuerte.

            Los nombres que uno llevaba a cuestas son siempre un regalo si conoces el significado que esconden. El sentimiento que llevaba enterrado. Uno que tal vez sólo tú puedas ver... o necesitas saber.

            ― Bueno, come algo. Creo que, sea lo que fuere que te haya ocurrido, estás algo asustada todavía para hablar ―comentó la mujer.

            Quise decir algo, pero parecía que mi propia voz era incapaz de pronunciar una sola palabra. Sí, estaba asustada. Porque no sabía dónde estaba Dylan, ni cómo regresar. Dejé la jarra en el suelo y cogí una torta de maíz. Todavía estaba caliente y olía tan bien que se me abrieron las papilas gustativas. Antes de poder probar bocado, sin embargo, por la puerta de la cabaña entró un muchacho algo malhumorado seguido de cerca por una pequeña niña que no paraba de protestar.

            ― ¿Por qué no seguimos jugando? Yo quería llegar hasta la piedra lisa. ―protestó.

            ― Luego iremos ―murmuró el muchacho mirando a sus padres con atención―. Ha pasado ―dijo en un tono neutro―. Dicen que te necesitan, madre.

            La mujer endureció el rostro y se levantó más deprisa que antes. Miró a su hijo a los ojos, acunó su rostro con ambas manos y lo besó en la frente con cariño.

            ― Haces lo correcto. Siempre haces lo correcto ―murmuró―. Nunca lo olvides, ¿de acuerdo? ―Sin dejar que el muchacho contestara, salió por la puerta y se alejó.  

Entonces, el joven Edahi reparó en mi presencia. Sus facciones eran dulces y todavía infantiles. Tenía los labios gruesos y la nariz recta, aunque seguía siendo un poco respingona, señal de que empezaba a hacer el cambio de niño a adulto. Sus ojos eran grandes y expresivos, de ese tono azul intenso. Al verlos entendí lo que quería decir con turbulentos. Aunque eran azules, formaban una especie de espiral apenas perceptible con tonos más claros y más oscuros. Eran desconcertantes a simple vista, pero preciosos. Y contrastaban todavía más al tener la piel morena y los cabellos tan oscuros como la más negra de las noches.

            Aunque me impresionó ver sus ojos por fin, fue su expresión la que me dejó helada. De un momento a otro empezó a temblar casi imperceptiblemente. Sus ojos adquirieron un deje asustado... No, asustado no, aterrado. Me miraba como si fuese la cosa más espantosa que pudiera llegar a existir nunca.

            El hombre, al ver la expresión de su hijo, me dirigió una pequeña mirada de advertencia. Luego se levantó y se dirigió hacia el muchacho con gesto adusto. Aunque el cuerpo del hombre apenas dejaba entrever a Edahi, podía ver parte de su rostro.

            ― ¿Por qué la habéis traído aquí? ―murmuraron sus labios en una débil pregunta―. No podré soportarlo... No puedo ocultarlo más...

            ― Sh... ―murmuró el hombre―. ¿Cuándo? ―preguntó sin más.

            ― No mucho. En realidad... no debería estar...

            Edahi se calló de golpe y me miró por encima del hombro de su padre. El hombre se volvió en cuanto percibió la mirada de su hijo, y ambos posaron sus ojos sobre mí. Dejé cuidadosamente la torta de maíz intacta sobre el plato. Se me había pasado el hambre por completo. Miré a Edahi cuidadosamente. Ese niño... estaba tan asustado. ¿Tenía miedo de mí? Ojalá pudiese ver mi aspecto para saber exactamente a qué temía. O a quién. Pero no me dio tiempo. Se apartó de su padre y salió por la puerta sin mirar atrás.

            Aunque por dentro me moría por ponerme en pie y seguir a Edahi, me fue imposible. Quería saber qué pasaba. Quería... hablar con él aunque no supiera quién era yo. Necesitaba coger su mano de nuevo, sin que se desvaneciese. Las mías seguían agarrotadas, incapaces de ejercer ningún movimiento, pero me resistía a no hacer nada. Y antes de notar la diferencia entre estar sentada o de pie, mis piernas me levantaron y salí por la puerta prácticamente corriendo. Apenas escuché al hombre llamarme y ni siquiera le di tiempo a detenerme. Divisé a Edahi a unos metros de mí, y lo seguí tan deprisa como pude. Estaba a punto de alcanzarle cuando unos brazos me frenaron de golpe. Me volví inquieta hacia aquel que me había retenido. Era el padre de Edahi. Me había seguido.

            ― ¿Qué pretendes? ―dijo sujetándome por los hombros.

            ― Déjeme... ―murmuré―. Yo... necesito hablar con...

            ― No voy a permitir que le hagas daño. Él no ha elegido nada de esto. No sé quién te crees que eres, pero no dejaré que te acerques a él.

            ¿Qué quería decir con hacerle daño? Sin embargo, lo supe prácticamente al instante. El hombre había visto mi expresión, un deje de reconocimiento antes de salir corriendo en pos de Edahi. Y creía que sabía lo que él era capaz de hacer y quería hacerle daño por ello.

            ― No, le juro que yo no pretendo...

            ― Me da igual lo que pretendas. No puedes quedarte ―sentenció―. La gente puede aceptar ciertas pérdidas, pero no aceptarán la tuya, no después de estar en nuestra casa ―gruñó―. Fuera.

            ― Pero... Yo sé que Edahi...

            ― ¡Fuera! ―me gritó.

            Asustada ante el tono de su voz y la ferocidad de su expresión, di un par de pasos hacia atrás hasta que, sin pensarlo mucho más, empecé a correr.

            A pesar de que todo pasó muy deprisa y apenas me dio tiempo de reflexionar nada, me volví un instante antes de perderme por el sendero que descendía hacia el final de la pequeña montaña. El padre de Edahi seguía allí, pero su expresión había cambiado. Ya no era furiosa. Sus labios se habían curvado en una sonrisa...

            Corrí sin detenerme. Hasta ahora había pensado que eran los nervios y el miedo los que me hacían actuar de un modo extraño, pero algo en mi cabeza hacía que tuviese todos mis sentidos embotados, como si se tratara de un sueño. Guiaba mis pasos a medias, conseguía refrenar mis acciones a base de fuerza de voluntad. Había salido de la cueva por curiosidad, rechacé la torta de maíz que estaba a punto de comerme gracias a que Edahi había entrado por la puerta, y me había levantado porque lo había deseado con todas mis fuerzas. Sin embargo, todas las demás acciones, aunque creía que era yo quien las hacía, eran mecánicas. No podía controlarlas a pesar de creer que así era. Incluso en esos instantes corría por inercia. Necesitaba relajarme y conseguir mantener el control de mi propio cuerpo. Antes de lograrlo o siquiera intentarlo, divisé el final del camino. No un final común donde terminaba la montaña, pues ni siquiera había llegado abajo todavía, me refería al final del camino de un modo totalmente abrupto y literal. Se terminaba. No seguía. Y mientras mis piernas corrían incapaces de detenerse, me aproximaba al filo del precipicio siguiendo el guión del sueño sin poder hacer nada. Caería. Moriría.

Apreté los dientes con fuerza y ordené a mis piernas que dejaran de correr. No lo hicieron. Intenté tirarme al suelo, pero tampoco lo logré. Desesperada, miré hacia todas direcciones en busca de una idea. Pronto mis ojos se tropezaron con unas rocas pequeñas a unos metros del precipicio, y sin pensarlo mucho más desvié un poco mi rumbo. Corrí hacia las rocas deseando que mis pies tropezaran con ellas antes de caer al vació. Cerré los ojos, esperando el impacto contra las rocas o contra el futuro suelo. Noté lo primero seguido de lo segundo no mucho después. A pesar de que me había salvado de una caída mortal, el contacto con el suelo después de tropezar con las piedras no era agradable.

Abrí los ojos y reí al ver que me había librado por unos pocos centímetros. No era una risa alegre, más bien histérica, aliviada al saber que me había librado de una gorda por los pelos. Me incorporé del suelo y me sacudí las manos, estaban rojas, pero eso no era nada en comparación con lo que podría haberme pasado. Además, al parecer ya tenía completa movilidad de mi cuerpo.

            ― ¿Cómo has podido escapar? ―escuché su voz detrás de mí.

            Me volví para ver cómo el joven Edahi salía de entre la maleza. A pesar de que no era el mismo, no pude evitar sonreír aliviada. Su simple presencia era suficiente para hacerme sentir mejor.

            ― No es la primera vez que me libro... ―murmuré encogiéndome de hombros.

            ― Ya pero... ¿cómo? ―Su rostro extrañado me advirtió que estaba más sorprendido él que yo. Fruncí un poco las cejas y abrí la boca para contestar.

            ― Tú... ―Pero un crujido escalofriante logró enmudecerme de golpe.

            Mis manos se posaron sobre el suelo mientras veía la tierra que bordeaba las rocas resquebrajarse poco a poco. El suelo, en el fragmento en el que me hallaba yo, había empezado a desprenderse hasta que dejó de estar unido al resto de firme suelo. Escapó un pequeño chillido de mis labios sin darme cuenta a la vez que notaba el suelo ceder bajo mi peso. Me levanté en un acto inútil de alcanzar el resto de suelo, me tiré hacia delante... y caí.

            Cerré los ojos fuertemente a la vez que escuchaba que alguien gritaba mi nombre. Noté un doloroso golpe en todo mi cuerpo, el impacto de este contra algo muy duro e irregular. Sin embargo, no era tan terrible como debería haber sido. No había muerto al acto en contacto con el suelo, ni siquiera me había desmayado. Así que abrí los ojos para ver dónde había caído y descubrí que estaba suspendida en el aire, al filo del precipicio con Edahi sujetando mi mano con fuerza.

            Alcé la cabeza. Sus ojos me devolvieron la mirada como si fuese una especie extraña en el universo. Su mano había aferrado la mía con fuerza. Sonreí.

            ― Has vuelto a hacerlo... ―murmuré con apenas voz.

            Su respiración era entrecortada. Estaba asustado y parecía incapaz de creerse que había conseguido cogerme de la mano.

            ― He podido... salvarte...

            Su voz me confirmó que no era eso lo que pensaba que me ocurriría. Edahi me había dicho que cuando era pequeño podía ver cosas que los demás no podían. Él había visto que yo tenía que morir, que en realidad ya tendría que estar muerta... Nunca había podido salvar la vida de nadie que estuviese destinado a fallecer, y ahí estaba yo, sujeta de su mano. A salvo... cuando debería estar muerta.

            Edahi había impedido mi muerte... otra vez. 

            ― ¿Cómo he podido salvarte?

            Edahi estaba sentado con las piernas pegadas al pecho mientras yo comprobaba que todo siguiera en su sitio. Es decir, que a parte de los tornillos que evidentemente me faltaban, que no me hubiese roto nada a causa de la caída y el tortazo contra el filo del precipicio. Por suerte, a parte de un montón de arañazos y algún que otro moratón, estaba bastante bien. Y para variar no me había golpeado la cabeza. ―¡Milagro!―

            ― Supongo que no soy fácil de matar. No le des más vueltas ―le dije intentando tranquilizarlo.

            Edahi alzó la cabeza hacia mí y me miró como si me hubiese vuelto loca. Sus labios temblaban levemente. ¡Lo cierto era que daban ganas de achucharlo!

            ― Tú... tú sabes lo que puedo... ―No podía hablar. Estaba confuso, y no me extrañaba. Así que le dediqué una sonrisa.

            ― No hace falta que te preocupes por mí. Voy a marcharme en cuanto... ―Mi voz se fue apagando a la vez que lo miraba todo a mi alrededor―. ...en cuanto encuentre el modo...

            Exacto. El modo. ¿Cómo narices iba a salir de allí? ¿Y dónde estaría el verdadero Edahi, mi Dylan?

            ― ¿Te refieres a morir? ¿Estás decidida a morir? ―me preguntó incrédulo.

            ― ¿Qué? No. Eso ya lo dejé claro cuando... ―Pero me callé al instante. Ese Edahi no sabía nada de lo que había ocurrido. Él no me conocía... aún. Así que lo mejor sería no confundirle más―. Olvídalo.

            ― ¿Quién eres? ―me preguntó aferrándose más a sus piernas.

            ― Bueno... es difícil de decir. Aunque en estos instantes no lo tengo muy claro... ―murmuré. Él se relajó un poco ante mi respuesta y esbozó una sonrisa acompañada de una risita que me recordó mucho al Edahi invisible que yo conocía.

            ― Creo que te entiendo ―comentó―. Y gracias.

            ― ¿Gracias? ¿Gracias por qué? ―pregunté frunciendo el ceño.

            ― Por no morirte y permitir que te salve. Nunca he podido evitarlo antes... Mi madre me pidió que no interfiriera porque ese era su destino. Pero si yo he podido evitar tu muerte, tal vez tu destino no sea tan claro ―Luego hizo una pequeña mueca ante lo que acababa de decir―. ¿Tiene sentido?

            ― Creo que sé qué quieres decir... ―murmuré pensando seriamente en sus palabras―. Y creo que tienes razón. Puede que exista un destino... pero al final son tus decisiones y las personas que forman parte de ellas las que terminan de decidirlo.

            Edahi me miró con atención. Era extraño hablar con él y verle, aunque fuese un niño. Todavía había miedo en su interior. Indecisión. Pero había algo en su forma de hablar y en su forma de reír que lograban que no olvidara quién era.

            ― ¿Y has visto nunca a los Popocatizin? ―dijo cambiando de tema.

            ― ¿Los popo qué? ―pregunté formando una mueca exagerada.

            ― Los Popocatzin, aunque los mayas los llaman Ah Puch. ―Mi sonrisa forzada dejó bastante claro que no me estaba enterado de nada. Sin embargo, para aclararlo...

            ― Lo siento... no sé de qué estás hablando.

            ― Son las sombras de la muerte. Los que se llevan... a los que mueren. ¿También los ves? ―me preguntó confuso.

            ― ¡Oh! Las Parcas ―dije al entender a qué se refería. Claro, los aztecas debían tener otros Dioses y otros nombres para ellos... Qué tonta...―. No... yo... Bueno, los oigo. O solía hacerlo...

            Vaya, ahora me sentía estúpida. Oía a las Parcas, pero eso era porque tenía que morir. Yo no era como él, no tenía ningún don...

            ― Pues es terrible verlas ―murmuró.

            ― Bueno, más terrible sería encontrarte a solas con Catrina... ¡uf! ―dije sin pensar.

            ― ¿Quién es Catrina? ―me preguntó con inocencia.

            ― La muer... ―me callé al instante. Había olvidado que ese Edahi era el pequeño, el que no tenía por qué saber aún nada de todo lo sucedido. Todavía no había conocido a Catrina, ni a las Parcas, ni había muerto su hermana―. ¡Bueno! ¿Por qué no damos una vuelta?

            ― ¿Una vuelta? ―preguntó extrañado. Yo asentí con la cabeza mientras me ponía en pie.

            ― Sí, ¿por qué no? ―Luego pensé en la cueva. Tal vez si regresaba allí podría volver por donde había venido―. ¿Sabes dónde está la cueva esa... la que está cerca de un lago...? ―murmuré.

            Él se levantó también y fue hacia el bosque.

            ― Casi mueres por un precipicio... ¿Quieres probar suerte en la cueva? ―preguntó con humor. Luego sonrió y se encogió de hombros―. Es broma. Venga, vamos. Es por aquí, Lunática. ―Y empezó a andar sin darle mucha importancia.

Yo me quedé clavada en el sitio al escuchar sus palabras. ¿Cómo me había llamado?  

            ― ¿Có...cómo? ―murmuré con apenas voz. Edahi se volvió extrañado de que no lo siguiera.

            ― Que es por aquí. Vamos ―dijo como si fuese obvio―. Creí que querías ir a la...

            ― No. ¿Cómo me has llamado? ―dije acercándome a él. Él farfulló algo que no logré entender. Estaba aturdido―. Me has llamado Lunática. ¿Por qué?

            ― Yo no...

            ― ¿Por qué me has llamado Lunática? ―le repetí alzando un poco más la voz. Él pareció avergonzado y se acobardó un poco. Enseguida vi que había exagerado las cosas. Que ese Edahi era el mismo pero años más joven. ¿Si se le había ocurrido ese nombre al Edahi Parca, por qué no al Edahi niño? ―Yo... Lo siento. No quería asustarte... ―murmuré retractándome y apartándome un poco de él.

            ― No quería ofenderte... ―murmuró. Yo sonreí.

            ― Lo sé...―dije quitándole importancia―. Olvídalo, por favor ―le pedí.

            Lo único que me pasaba era que quería recuperar a Dyaln, al chico invisible que había conocido en el Green Dog, y mi cabeza intentaba buscar posibilidades. Mi mente seguía empeñada en encontrarlo en ese jovencito inexperto y asustado.

            Edahi se quedó allí plantado unos segundos, guardando silencio. Yo carraspeé un poco y señalé el bosque con la mirada.

            ― Eh... si quieres podemos ir ahora... ―murmuró. Yo asentí con la cabeza y lo seguí en cuanto inició la marcha.

            Miré al joven con curiosidad mientras avanzábamos por la arboleda hacia la cueva. Estaba concentrado y a la vez pendiente de que lo siguiera. Como esperando que en cualquier momento me cayera un árbol encima, o me tragara la tierra y desapareciera. En cierto modo lo entendía. Había pasado toda su vida creyendo que no podía evitar la muerte de nadie, y entonces aparecía yo y lo cambiaba todo.

No tardamos mucho en encontrar la cueva. Tal vez unos diez minutos más. En cuanto la divisé, sonreí con entusiasmo y empecé a correr para llegar a ella. Subí por las rocas con prisa y una vez arriba miré un instante al joven Edahi.

            ― Intenta no caerte... No te he salvado de estrellarte por un precipicio para que mueras de una caída de pocos metros ―murmuró.

            Yo le sonreí y me dirigí al interior de la cueva. En unos pocos minutos o, con la misma suerte que antes, en unas horas, encontraría otra luz al fondo que me llevaría al otro lado. Era lo más lógico, así que avancé sin titubear con una sonrisa en el rostro y los nervios de punta. Estaba oscuro, pero eso ya lo esperaba. Lo que no imaginaba era que, a diferencia de la última vez, me tropezara con una pared pocos metros más tarde.

            ― No puede ser... ―murmuré palpando toda la superficie. Pero sí. No había continuidad. La cueva se terminaba. No podía regresar por allí...

Salí de la cueva con la débil esperanza de que todo volviera a ser como antes, que no hubiese ningún Edahi pequeño, que me encontrara de nuevo en el presente. Pero también fue inútil. 

            ― ¿Has encontrado lo que buscabas? ―me preguntó desde abajo.

            Bajé sin decir nada y me senté cerca del lago. Estaba realmente desanimada. No tenía ni idea de qué hacer...

            ― ¿Y bien? ―me preguntó.

            ― Nada... ―murmuré negando con la cabeza―. Vete a casa. Yo... me quedaré aquí... Supongo que encontraré el modo de regresar ―afirmé, aunque no estaba nada convencida. Edahi no pareció considerarlo ni por un instante.

            ― Ni hablar. Todavía tienes que morir. Y ahora que sé que puedo salvarte, no te dejaré sola ―sentenció.

            Lo miré con una ceja alzada y me acerqué las piernas al pecho abrazándolas.       

― Tus padres se van a preocupar ―afirmé. Él negó con la cabeza.

            ― A veces duermo fuera ―dijo encogiéndose de hombros.

            La tarde había dado paso a la noche, y era la primera vez en toda mi vida que dormiría a la intemperie. Como yo no podía regresar y él no quería marcharse, nos quedamos al lado del lago y Edahi encendió una pequeña fogata. Aunque no hacía frío, el fuego nos iluminaba y nos protegía de cualquier cosa que pudiera haber cerca.

            Nos recostamos en una de las rocas grandes mientras el fuego calentaba nuestras caras. Edahi me había estado contando lo que había aprendido como guerrero, y aunque había intentado fingir que le gustaba, había conseguido que admitiera que en realidad odiaba luchar. Yo ya lo sabía, pero me hizo feliz que fuese él quien lo confesara. Poco después la charla empezó a decaer. Tal vez porque estaba durmiéndome y él parecía cansado. Tal vez porque no teníamos nada más que decir.

Edahi se dedicó a ponerse cómodo para dormir y no pude evitar esbozar una sonrisa cuando su cabeza se recostó sobre mi hombro. Era muy dulce. Si tuviese un hijo... me encantaría que fuese igual que él.  

            Poco a poco, mientras la oscuridad lo invadía todo, sentí los nervios crecer. No se escuchaba nada. Ni siquiera grillos o el sonido de algún animal nocturno. El fuego había perdido intensidad y ni siquiera eso rompía ya el maldito silencio.

            ― Oye... Edahi... ―murmuré. Él dejó escapar un murmullo somnoliento―. Te importaría... seguir diciendo algo. No sé... aunque no tenga sentido ―murmuré encogiéndome más.

            Él dejó escapar una risa, pero no abrió los ojos. Entonces todo pasó muy deprisa, o tal vez sus palabras me aturdieron tanto que lo que pasó después me pareció que sucedía increíblemente rápido.

            ― Ah, es verdad... que no te gusta el silencio... ―dijo con apenas voz.

            ― No... no me gusta el... ―Pero mi respuesta jamás concluyó. Me levanté pensando que iba a despertarle en seco, pero Edahi se puso en pie al mismo tiempo que yo me incorporaba. Al principio pensé que lo había asustado moviéndome tan deprisa, pero luego vi que se movía con sigilo intentando escuchar algo―. ¿Qué...? ― Edahi me calló alzando una mano. Yo cerré la boca emitiendo un pequeño chasquido.

            Escuché el débil sonido de sus pies moviéndose entre la hojarasca, atento a todo lo que nos rodeaba. Yo agudicé el oído, y por primera vez me di cuenta de que había sido Edahi quién había escuchado algo muchísimo antes que yo. Eso me sorprendió. Normalmente oía los ruidos extraños antes que nadie. Tal vez el comentario de Edahi me había sorprendido demasiado como para prestar atención a nada más. De todos modos, ahora los oía a la perfección. Edahi se movió con cuidado hasta instarme a ponerme en pie. El sonido de pisadas y murmullos se acercaba y cada vez era más intenso. Se trataba de un grupo bastante numeroso.

            ― Edhai... ―murmuré. Él frunció el ceño y se puso en posición defensiva.

            ― Alguien se acerca.   

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Hola!! ^^ Bueno! He añadido tres capítulos más, para compensar todos los que no he subido estas últimas semanas U.U

¡¡Espero que os guste, el final se acerca!! ^^ Podeis comentar, criticar tanto como querais y dar consejos. ¡¡Los agradezco muchísimo!! :D

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