Cinco años antes...
Olimpia pintaba sentada sobre un taburete viejo con un cigarro entre los labios. Paseaba con rabia el pincel sobre aquel lienzo, haciendo que las manos y la camiseta blanca se mancharan de pintura negra. Sentía la ira recorrerle desde los pies cada vez que se imaginaba las manos de Travis sobre la piel de otra mujer. Apretó los dientes sobre la colilla que tenía. Le costaba respirar y su corazón iba a mil por hora.
En ese momento, unas manos suaves y esbeltas se ciñeron a su cintura, y los labios traviesos de Nathan atraparon el lóbulo de su oreja, jugueteando con él. La pintora expulsó todo el aire de sus pulmones y se concentró en aquellas caricias y mimos. Hacía dos meses que había vuelto de Georgia, y para su suerte, todo seguía esperándola tal cual lo había dejado. Frank la había vuelto a contratar en el estudio de tatuajes, Olga la había acogido de nuevo en el piso que tenían compartido y la había colmado de cariño, había conseguido que la galería siguiera adelante con la exposición a la que había renunciado antes de ir a Estados Unidos y, por último, Nathan le había dado otra oportunidad.
Suspiró al sentir los dedos traviesos de aquel inglés sobre sus caderas, bajando poco a poco y peligrosamente hacia su ropa interior.
─No sabes cómo me ponen tus tatuajes, nena. ─Olimpia sonrió malévola. Aunque en su interior deseaba que fuera Travis quien le acariciara, se obligó a si misma a relegarlo al fondo de su corazón y sus pensamientos. Había perdido su oportunidad, ella había tratado de volver a su lado y él la había despreciado. Ahora sólo le pertenecía a Nathan. Dejó el pincel y tiró la colilla a uno de los ceniceros que tenía junto al caballete, antes de girarse y abrazar al hombre que le pedía atención. Nathan atrapó sus labios entre sus dientes─. ¿Sabes cuánto te he extrañado? Me hace feliz que decidieras volver conmigo, nena.
Olimpia cerró los ojos tragándose el llanto y la desesperación, mientras se aferraba con fuerza a aquel hombre que bebía los vientos por ella. Se convenció a sí misma que aquello era lo mejor. Aquel hombre la amaba, la comprendía y le había perdonado que lo abandonase. Sintió la ira inundarle el corazón al recordar que Travis la había olvidado por otra mujer, mientras Nathan la había esperado pacientemente. Abrió los ojos y se perdió en la mirada miel de aquel hombre. Le sonrió dulce, aquella era el hombre correcto; aprendería a quererlo.
─No me dejes nunca, Nate.
Olimpia rompió la distancia que la separaba de sus labios y se fundió en un beso salvaje y desesperado. Deseaba compensarlo por el daño que le había hecho al dejarlo, quería quererlo y necesitarlo, ser uno con él hasta el fin de sus días. Los labios de Nathan respondían a sus besos, con cariño y ternura, y entre mordiscos y gemidos, la pareja se abandonó al placer del cuerpo una vez más.
Los días pasaban dando paso a las semanas, y éstas a su vez a los meses. Olimpia poco a poco fue acomodándose a su vida en Londres de nuevo, trabajaba por turnos en el estudio de tatuajes, mientras en sus ratos libres volvía a enfrascarse en sus lienzos; por las noches y los días libres dejaba que Nathan la acunase entre sus brazos, colmándola de cariño y placer.
─¿No estás nerviosa, nena?
Los brazos de Nathan la rodearon desde atrás mientras sus labios le regalaban un beso inocente en la base del cuello. Olimpia se puso el pendiente mientras cruzaba sus ojos verdes con la mirada miel de Nate a través del espejo que tenía delante. Le sonrió tímida al notar la mirada lobuna, aquel hombre se deleitaba sólo con mirarla.
─Sólo es una exposición, Nate. No es para tanto. ─Se encogió de hombros tratando de restarle importancia.
Las manos del inglés la giraron bruscamente antes de besarla con pasión.
─No es sólo una exposición, nena. Es tú exposición, la primera de muchas. He conseguido a varios marchantes interesados en tu trabajo, y estoy seguro que hoy conseguiremos algunos contratos. Esta noche cambiará nuestras vidas. ─Replicó enérgicamente el hombre antes de volver a invadir violentamente la boca de Olimpia, dejándola sin aliento.
─¿De qué estás hablando, Nate? ¿Qué significa que has conseguido a varios marchantes?
─Mi padre tiene algunos contactos... ─le sonrió travieso, mientras paseaba su mano traviesa por el trasero de ella y la acercaba hasta él─. Pondré el mundo a tus pies, nena. Te quiero y haré lo que sea por hacerte feliz. ─La mirada de Nathan se ensombreció y su semblante se tornó serio─. Sé que no me amas como lo amas a él...
─Nate...
─Pero... eres mi vida, Olimpia. Te quiero y conseguiré que me ames de la misma manera, sólo necesito tiempo y paciencia para convencerte de que, tú y yo, estamos hechos el uno para el otro.
El corazón de Olimpia se resquebrajó al escuchar el tono triste y desesperado de aquel hombre que suplicaba por las migajas de su amor. Sonrió dulce y le acarició el mentón, llevando la mano hasta su nuca y atrayéndolo lentamente hasta sus labios. Aquel hombre la necesitaba tanto cómo ella necesitaba de su cariño. Aunque le estaba costando, sentía que tarde o temprano lograría quererlo.
─No tienes que convencerme de nada, Nate. Sé que bajarás la luna si te lo pido, pero no la necesito. Sólo te necesito a ti. Soy tuya, y de nadie más.
Una sonrisa de satisfacción y felicidad se dibujó en el semblante de aquel hombre que la atrajo fuerte hacia él.
Ya en la galería, Olimpia tomó de la mano a Nathan y decidió no separarse de él en toda la noche. Aquello estaba sucediendo en parte porque él se había esforzado esos meses en conseguir que todos aquellos amantes del arte asistieran a su primera exposición, examinando sus obras. Sabía que, si su trabajo gustaba, podría conseguir algún encargo y empezar poco a poco a hacerse un nombre dentro de la comunidad artística de Inglaterra.
La noche pasó tranquila entre presentaciones y conversaciones banales y aburridas. Nathan le presentaba a marchantes de arte, periodistas que conocía de su época en la universidad, viejos amigos de su familia interesados en adquirir nuevas piezas de arte para sus colecciones privadas, y demás personas que poco interesaban a la pintora.
Fue cuando sirvieron el champán y la gente estaba más animada que el director de la galería llamó la atención de todos los asistentes para dar las gracias por su asistencia al gentío y las contribuciones que se habían conseguido esa noche con la venta de las obras de Olimpia.
─¿Mis obras se han vendido? ─preguntó Olimpia sorprendida en un susurro a su pareja. Éste le sonrió travieso y le guiñó un ojo antes de levantar su copa y comenzar a hablar ante el público.
─Por favor, quisiera un segundo de su atención. ─Nathan dio un paso adelante y entregó su copa a Olga que estaba al lado de Olimpia ─. Me gustaría dar las gracias a todos por venir y acompañar a Olimpia en su primera exposición, y por hacer que sea todo un éxito. ─La gente aplaudió al terminar Nathan la frase. Pero éste no terminó y se giró para concentrar su mirada miel en los ojos de la pintora que aún estaba conmocionada─. Olimpia... nena... Te prometí que esta noche cambiaría nuestras vidas, pero. ─Nathan se dejó caer sobre una de sus rodillas a la vez que sacaba una pequeña cajita de su bolsillo. La abrió y le mostró a Olimpia una preciosa sortija de oro blanco con un diamante en el centro─. Sólo cambiará nuestras vidas si me dices que sí.
El corazón de Olimpia se paró en ese momento. Sentía las miradas de todos los asistentes puesta en ella. Centró sus ojos en el rostro iluminado de esperanza de Nathan. Tragó saliva, no estaba preparada para aquello, le dijo una voz en su cabeza. Parpadeó un par de veces para acallar su conciencia, y regalándole una sonrisa radiante a Nathan se abrazó a él.
─Soy tuya, Nathan. Cámbiame la vida.
El hombre le pasó las manos por la cintura y la besó con pasión. Las lágrimas de tristeza y dolor, que Olimpia camufló de una falsa felicidad se hicieron visibles en su rostro, mientras el gentío rompía en aplausos y vítores, felicitando a la feliz pareja, ahora comprometida.
Dos semanas después de la exposición, una visita inesperada sacaba de su trabajo a la tatuadora.
Olimpia estaba sentada frente a su mesa de dibujo en el estudio de tatuajes cuando Frank abrió la puerta y llamó su atención.
─Fiera... ─La voz suave y ronca de Frank la obligó a girarse en el taburete─. Tienes visita.
Olimpia frunció el ceño. No tenía programado ningún tatuaje para esa tarde. Asintió mientras se levantaba y se limpiaba las manos llegas de carbón en un trapo que siempre llevaba en el bolsillo. Frank se apartó y dejó pasar a un hombre algo más bajo que él, elegantemente vestido con un traje de chaqueta gris y una corbata roja ancha. Unos ojos color miel, una incipiente calvicie que, unido a su cuidada barba blanca, le daba un aspecto señorial y autoritario. Lord Nathan Pihillipe II Hasting, aristócrata inglés y hombre de negocios reconocido en toda Inglaterra era el padre de su prometido. Olimpia le dedicó una sonrisa torcida. Sabía que aquel hombre no la veía con buenos ojos, y seguramente la noticia de su matrimonio era algo que lo había enfurecido.
─Señor Hasting, por favor, siéntese. ─Olimpia hizo un ademán con la mano y le señaló una de las butacas orejeras negras con ribetes dorados que Frank tenía en aquella sala. Maldijo el gusto hortera del dueño del local─. ¿Qué le trae por aquí?
Olimpia se sentó frente a él y cruzó sus piernas, dejándose caer sobre el respaldar del suyo.
El hombre suspiró y se rindió, apoyándose relajado sobre su butacón.
─Mi hijo me ha dicho que os habéis prometido. ─Olimpia asintió y dejó caer sus manos laxas sobre su regazo─. No me gustas, jovencita. Mi hijo puede aspirar a una mujer mejor que tú; pero no soy quien para decirle con quien puede o no casarse. Él te ha elegido, y yo lo acepto─. La tatuadora lo observaba en silencio. El hombre chasqueó la lengua─. Sé también que la exposición de hace unas semanas fue todo un éxito. Mi más sincera enhorabuena. Reconozco el talento en cuanto lo veo, jovencita.
─Gracias, señor Hasting. Viniendo de usted es todo un cumplido ─respondió mordaz Olimpia, mientras trataba de mantenerse inexpresiva. Aquel hombre la ponía nerviosa desde la primera vez que lo conoció.
─Pero todo lo que has conseguido en tu primera exposición, ha sido, en parte, gracias a mi hijo... y a mi dinero.
─¿Qué? ─Los ojos de Olimpia se abrieron al oí aquellas palabras─. ¿Qué quiere decir?
─Las obras que has vendido, te las he comprado yo. ─Olimpia zarandeó la cabeza tratando de reaccionar. Aquello no podía ser cierto, se dijo─. Soy un hombre de negocios, jovencita. La compra de esos cuadros te ha empezado a abrir las puertas hacia lo que mi hijo llama, tu sueño. Pero los sueños no son gratis.
Olimpa sentía la ira recorrerle el cuerpo. Nathan le había mentido y había manipulado la venta de sus cuadros, haciéndole creer que había sido por méritos propios.
─¿A qué ha venido, señor? ─preguntó entre dientes, cerrando los puños y clavándose las uñas en la palma de la mano.
─Te lo explicaré, he comprado tus obras para llamar la atención de otros coleccionistas y marchantes de arte, de forma que poco a poco te harás con un nombre en este difícil mundo. Es una táctica, nada más.
─Le devolveré el dinero, no necesito su caridad. ─le escupió Olimpia mientras se levantaba molesta y comenzaba a andar por la habitación. Una sonrisa cínica se dibujó en el semblante del hombre.
─No es caridad, jovencita. Son negocios. Mi hijo está completamente enamorado de ti, y lo conozco; se ha obsesionado contigo, como lo ha hecho con todo en su vida, y será capaz de arruinarse por tal de hacerte feliz. Como comprenderás, me niego a que arriesgue todo cuanto he conseguido y heredado por una mujer como tú. Por un sueño efímero y caprichoso como es el arte. ─Olimpia se abrazó a sí misma, no sabía cómo sentirse. La tranquilidad y la frivolidad con la que aquel hombre le hablaba le asustaba─. Como te he dicho, mi hijo te ha elegido y no pienso permitir que lo abandones y mucho menos lo arruines, ¿me entiendes?
─Quiero a su hijo. No pienso abandonarlo ─arremetió la tatuadora con furia.
─¿Cómo estás tan segura? Ya lo has hecho una vez. Pero te prometo que no volverás a hacerlo; y, si lo haces, si mi hijo pierde lo que más quiere en esta vida... yo me encargaré de que tú también lo pierdas.
─¿De qué está hablando?
Olimpia no comprendía las palabras hirientes que aquel hombre, tranquila y serenamente le estaba dedicando. En aquellos ojos sólo podía encontrar ira y desprecio, pero aquello era recíproco. El hombre sacó un sobre de su bolsillo y se lo tendió; Olimpia lo tomó entre sus manos y lo abrió lentamente.
─Esto es un contrato prenupcial. Es completamente legal, puedes mostrárselo a cualquier abogado. ─Olimpia comenzó a leerlo mientras se dejaba caer en el sillón de nuevo─. En él, renuncias a todos los bienes de mi hijo, en caso de divorcio. Cómo en cualquier contrato prematrimonial. ─La sonrisa torcida y malévola del hombre la asustó, intuyendo así que aquello no era lo único que aquel papel decía─. Pero, he añadido dos clausulas más. En la primera, aceptas cederle a mi hijo el derecho de todas tus obras, pasadas, presentes y futuras, tanto dentro del matrimonio, como una vez divorciados. Le cederás todos los bienes relacionados con tu trabajo como artista, sea de la clase que sea, así como los beneficios que estos hayan generado durante el matrimonio y generen después de él. ─Los ojos de Olimpia se posaron en los de su futuro suegro, descubriendo cómo la sonrisa cínica que tenía se iba ensanchando─. Y en la segunda, te comprometerás a dejar de pintar para el resto de tu vida, bajo tu nombre o seudónimo alguno. En el caso de que se descubra que sigues pintando, tendrás que entregar tu trabajo a mi hijo, así como sus derechos, beneficios y una indemnización acorde a la obra.
En ese momento, el corazón de Olimpia dejó de latir. Un zumbido acallaba la música ambiental que Frank tenía sonando en todo el estudio. La mente de la tatuadora se quedó en blanco, la garganta se le secó en el acto. Su tez se volvió cenicienta y el cuerpo comenzó a pesarle. Paseó la mirada del papel que tenía en las manos, hasta los ojos de aquel hombre. No podía emitir sonido alguno, sus manos le temblaban. Una lágrima trémula se escapaba, cayendo sobre la hoja. Cerró los ojos y trató de coger aire. Ese hombre estaba dispuesto a destrozarle la vida, por tal de salvaguardar sus posesiones y la felicidad de su hijo. Poco a poco, la ira comenzó a hacerse poco a poco con el dominio de sus pensamientos. Negó con la cabeza.
─No pienso firmar esto. No me robará lo único que tengo.
Una carcajada salió de la garganta del anciano.
─¿Y cómo le explicarás a mi hijo que no vas a casarte con él sin parecer una cazafortunas, jovencita? No tienes opciones.
Aquella pregunta cayó sobre ella como un jarro de agua fría. Si se negaba a firmarlo, debía explicarse ante Nathan, y negarse a casarse con él, después de que él la perdonara y volviera a su lado sin reproches. El aire comenzó a faltarle, se sentía entre la espada y la pared. Aquel hombre que la observaba con aquella sonrisa segura y perversa de saberse ganador en aquella batalla, tenía razón. No tenía opción. Olimia asintió con un suspiro.
Se levantó tambaleante del sofá, y se acercó a su mesa de dibujo en busca de un bolígrafo.
─Está bien ─susurró tras coger una estilográfica y acercarse dónde estaba sentado su futuro suegro. Se sentó pesadamente a su lado, y pasó las páginas una a una, buscando aquellas dónde, con su firma, aceptaba su sentencia. Porque eso era lo que sentía, aquella era su sentencia. El precio a pagar por su sueño.
─No te aflijas jovencita, esto son sólo negocios. Todos conseguimos algo ─rio mordaz el hombre. ─Tu consigues un sueño y un marido, y yo consigo que mi herencia no se pierda.
Olimpia lo ignoró mientras se limitaba a firmar en las páginas que aquel hombre le señalaba. Pero fue en la última dónde se percató.
─¡¿Nathan lo sabe?! ─Aquello no podía estar sucediéndole. Una cosa era que aquel hombre la obligara a firmar aquello contra su voluntad y otra muy diferente es que Nathan lo aceptara y participara en él. El hombre cogió su copia firmada, y se la metió de nuevo en el bolsillo interior de la chaqueta mientras se levantaba del asiento en dirección a la puerta.
─Debo decir que me costó convencerlo. Pero, es el precio de su herencia... ─El hombre la miró de arriba a abajo con desprecio─. No sé qué ha visto mi hijo en ti, jovencita. Pero no permitiré que lo uses a tu antojo, lo destroces y lo abandones. No sin consecuencias.
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