
31
Olimpia miraba por la ventanilla del avión perdida en sus pensamientos. Cuatro horas de viaje la separaban de la habitación de hotel que habían reservado en las playas de Santa Mónica en California. Suspiró. Olga se había empeñado en hacer ese viaje y había elegido Los Ángeles para descansar y desconectar.
Miró de reojo a su amiga que dormía a su lado. La cabeza apoyada en el respaldo, de la boca entreabierta le caía un hilillo de baba. Aquello le sacó una sonrisa. Su amiga era todo glamur y elegancia, pero cuando se trataba de dormir, era todo un contraste además de una sinfonía viviente.
Olimpia llevó la mano hacia su bolso y sacó un pañuelo de papel para limpiar la saliva que ahora le caía por la barbilla a su amiga, despertándola en el proceso.
─¿Qué haces? ─preguntó somnolienta Olga.
─Eres una babosa ¿lo sabías?
Olga la miró de reojo seria, pero no respondió a su comentario.
─¿Y Annie? ¿Dónde se ha metido? ─preguntó la inglesa mientras se levantaba del asiento y miraba a su alrededor.
─Está en la cabina, seguramente tirándose al piloto ─respondió sarcástica Olimpia, mientras volvía a mirar por la ventanilla.
─¿Sabes que eres una borde? ─Anne llegó en ese momento, y se sentó en su asiento, sonriendo a las dos mujeres─. ¿Dónde estabas?
─En el aseo... oye Olga─ Anne desvió la mirada para buscar la complicidad de Olimpia, quien descubrió una sonrisa maquiavélica en el semblante de la pelirroja─. ¿Sabías que roncas como un cerdo? No te ofendas, pero me alegro de haber reservado habitaciones separadas.
─¡Yo no ronco! ─replicó Olga casi en un grito, cruzándose de brazos.
─Claro, Olga... tú no roncas, tú respiras con pasión ─se burló Olimpia, soltando una carcajada que sonó en todo el avión. Anne se tapaba la boca, riéndose algo más disimuladamente.
─Sois terribles las dos. Ahora entiendo porque sois amigas ─les dijo señalándolas mientras trataba de parecer ofendida.
El taxi dejó a las tres mujeres frente a un enorme edificio modernista, lleno de cristales que hacían de barandilla de las enormes terrazas que tenían las habitaciones del hotel, todas con vistas a la preciosa playa de arena blanca y océano claro que se imponía al otro lado de la carretera. Olimpia cogió su maleta y siguió los elegantes pasos de Olga hasta la entrada del hotel.
La recepción era enorme, mármol blanco por todas partes, sillones de diseño negros y gris, acompañados de mesas de madera le daba un aire nórdico precioso. Olga se acercó al mostrador, donde una chica rubia con una sonrisa preciosa las registró y les hizo entrega de las tarjetas que hacían de llave de sus habitaciones. Acto seguido un botones coreano les tomó las maletas y con un movimiento de su mano las acompañó hasta sus habitaciones.
─Esta es su habitación señora Hasting, el baño está tras esa puerta, tiene sábanas limpias, así como toallas. La terraza allí ─continuó señalando el enorme ventanal que daba a la playa─. Si necesita cualquier cosa, sólo tiene que llamar a la recepción. Que tenga una agradable estancia.
Y sin más, el botones desapareció cerrando la puerta y dejándola sola con sus pensamientos.
Olimpia dejó la maleta a los pies de la enorme cama, abrió la cristalera que daba a la terraza y salió. Se desperezó cuan larga era y se sentó en una de las tumbonas estilo chill out para poder fumarse el primer cigarrillo de sus vacaciones.
El humo ascendía lentamente y se alejaba con la brisa que acariciaba la piel desnuda y tatuada de sus manos.
Se miró entonces la venda que aún cubría su mano derecha y con cuidado la retiró. Abrió y cerró los dedos, observando cómo algunos de los cortes se volvían a abrir, dejando que alunas gotas de sangre roja y brillante aparecieran y cayeran lentamente por el dorso. Volvió a vendarla, y se quedó en silencio observando el horizonte.
Nunca había sentido esa rabia tan violenta atravesarle el cuerpo, hasta el momento en que su hermana le anunció que había invitado a Rachel y Travis a salir con ellos. Se odió a sí misma por la reacción infantil y desmesurada que tuvo, asustando así a su sobrino. Torció el gesto, le habría gustado tener al pequeño Noha en ese momento con ella. Su risa, sus rubios cabellos y aquella alegría y brillo que tenía siempre en su mirada la alegraban y reparaban todo el daño que su corazón podía estar sufriendo.
En ese momento, un vacío enorme se coló en su cuerpo. Un vacío que sólo la pintura podía llenar. Se levantó entonces buscando uno de los cuadernos que a escondidas de Olga había metido en su maleta. La abrió, y entre las ropas dobladas sacó una caja envuelta en papel negro; quitó la tapa y observó lo que en ella había, un viejo libro de cuero violeta y dibujos dorados del que ya era imposible leer el título, una libreta de dibujo pequeña, un estuche de tela viejo hecho a mano por ella, un sobre que ahora estaba amarillo por el tiempo, y una pequeña bolsita negra de terciopelo.
Se sentó en la orilla de la cama y suspiró. Abrió el sobre amarillento y leyó las primeras palabras de aquella nota.
Olimpia, te quiero. Estos meses han sido una locura que me ha devuelto la felicidad. No entiendo las razones que te empujan a querer hacer esto sola, pero las respeto. No puedo pedirte que me quieras si no es amor lo que sientes. Yo te esperaré, porque en mi vida no habrá otra mujer a la que quiera como te amo a ti.
Las lágrimas se agolparon en sus ojos, enturbiándole la visión. Sorbió por la nariz y trató de limpiarse con el dorso del brazo. Un pellizco se coló en su pecho, aquel hombre después de tantos años, seguía amándola como el primer día. Ella lo había abandonado para pintar, para seguir su sueño, y él jamás se lo había reprochado. Al contrario, la había esperado y aún lo hacía. Se mordió el labio inferior y buscó la pequeña bolsita de terciopelo negra, sacando su contenido, que cayó sobre la colcha. Un precioso anillo de plata tallado veía la luz después de cinco años guardado en la oscuridad de esa bolsa. Cerró los ojos, tratando de contener el llanto que otra vez se apoderaba de ella. Se sentía abrumada, perdida y completamente sola en ese momento.
Cogió el anillo y lo observó. Era precioso, se dijo mientras sonreía triste. Una rosa labrada coronaba las hojas que se entrelazaba formando el anillo.
Recordó entonces el día que Travis se lo regaló por equivocación. Sonrió ante aquello. Ella se había asustado tanto al verlo, todas sus decisiones, todo el valor que había reunido para poder dejarlo y seguir su sueño, se quebró en el instante que vio ese anillo. Pero aquello era una locura, le había dicho el motero, apenas llevaban juntos un par de meses.
Se colocó el anillo en el dedo anular de su mano izquierda, junto con su alianza de boda y los comparó. La de Nate era más cara y elegante, una joya que cualquier mujer se sentiría feliz de poder llevar; sin embargo, la que Travis le entregó, a pesar de ser más sencilla, estaba llena de significado y sentimiento.
Retiró su anillo de casada y lo miró bien. Nathan le había entregado una preciosa alianza de oro blanco el día de su boda, con un diamante en el centro y por dentro una inscripción.
"Eres mía"
La rabia y la ira la envolvió al leer esa inscripción. Sentía que el universo se reía de ella en ese momento. Era suya, desde el día que puso un pie en Londres para alejarse de Travis y todo el dolor que sentía al saber que lo había perdido hacía ya tanto tiempo; Nathan le había dado todo lo que ella era ahora. Su estudio, la galería, las exposiciones, su triunfo en el mundo de las artes, todo eso era obra de Nathan y sin él nunca lo habría podido conseguir. Ella se había entregado a él a cambio de un sueño cumplido. Pero también había conseguido algo más que ese sueño, Nathan la amaba, y ella había aprendido a quererlo con el tiempo, eso no podía negárselo ni al mundo ni a ella misma. Le dolía saber que lo estaba engañando, pues Nate no se lo merecía. Recordó entonces la noche del sábado.
Las manos cálidas de Travis recorriendo su cuerpo, su aliento sobre su rostro, sus labios traviesos besándola en su cuello, elevando su deseo hasta hacerle perder el control. Negó con la cabeza mientras se colocaba de nuevo la alianza de Nathan al lado de la de Travis. No había podido controlarse al escuchar la voz ronca del motero diciéndole que la amaba. Torció el gesto, por alguna razón, no se sentía culpable de aquel arranque de locura. Lo había besado, y seguramente se había dejado llevar y arrastrar por la pasión del momento y por sus bajos instintos si Travis no le hubiera dicho aquello.
─Soy tuyo, mi vida. Déjame demostrarte que sólo te amo a ti. Que tú eres la única.
Aquellas palabras se le clavaron en el alma y en el corazón como aguas al rojo vivo. La piel de Travis, sus manos, sus besos y caricias le quemaron; tuvo que alejarse de él. Romper el contacto y hacer desaparecer la pasión, retomando el control sobre la situación y su cuerpo. No pudo evitar enfadarse con el motero en aquel momento, aun sabiendo y entendiendo que todo lo que él estaba haciendo era para protegerla.
Torció el gesto, no podía evitar preguntarse a sí misma si Sería lo mismo que le dijo a Rachel la noche que se acostó con ella. Olimpia se paseó de nuevo hasta la terraza y se apoyó en el marco de la puerta de cristal. Travis le había dicho que lo había hecho para protegerlos a los dos, y en cierta manera lo entendía. Estaba segura que ella haría lo mismo si las tornas cambiasen, ¿o no?
Travis dejaría a Rachel si ella se lo pidiese, él se lo había jurado y Olimpia no dudaba de que así fuera. Pero... ¿dejaría ella a Nathan por él? Ese era el verdadero dilema, la pregunta que la tenía entre la espada y la pared. Dejar a Nathan supondría mucho más de lo que a simple vista parecía.
Unos golpes en la puerta la sacaron de sus pensamientos.
─Oli, somos nosotras... vamos a la playa, ¿te apuntas?
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