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16

Pasaron tres días en los que Olimpia no había vuelto a pisar el estudio salvo para recoger el Mac, algunos útiles de pintura y las cosas de Garfield. Se sentía algo más relajada. Aunque no podía dejar de darle vueltas a todo lo que había sucedido.

Sentimientos contradictorios la asolaban a casi todas horas; unas veces, se sorprendía revisando el Smartphone en busca de alguna llamada o mensaje de Travis, otras, se hallaba deseando que no llegara nunca.

Aquella mañana, Diana se había marchado a la residencia a cubrir el turno de una de sus compañeras, dejándola sola con Noha. El pequeño jugaba con Garfield en el jardín delantero, que ya estaba casi recuperado del todo. Olimpia observaba al pequeño animal correteando tras el juguete de Noha; había engordado, el corte de su pata estaba casi recuperado, aunque aun cojeaba levemente, ya no tenía el vendaje que Thomas le había puesto y por fin, se podía ver que le crecía pelo nuevo en el cuerpecito menudo del animal.

Olimpia desvió la mirada a su sobrino que reía a carcajadas cuando el perro se le subía encima, aprovechando que había caído y le lamía con alegría el rostro.

La mujer suspiró nostálgica, y se sorprendió deseando todo lo que su hermana Diana tenía. Aunque ella había logrado todas las metas que se había propuesto, el sueño de formar una familia era algo que se le resistía. Siempre estaba demasiado ocupada, siempre había nuevos proyectos y exposiciones que reclamaban su tiempo y su atención, negando a Nathan y a ella misma el sueño que ambos compartían.

Olimpia frunció el ceño, ¿y si eso fuera sólo una excusa para no aceptar que no quería formar una familia con Nathan? Tal vez no lo quería lo suficiente como para darle un hijo, pensó. Zarandeó la cabeza para quitarse aquellos pensamientos. Claro que quería a su marido; si no lo quisiera, no le hubiera importado engañarlo, se dijo a sí misma en silencio.

Sabía que lo quería, porque ese cariño, ese amor que sentía por Nathan, era lo que le impedía lanzarse a los brazos de Travis y dejarlo todo. Pero, aun así, no podía evitar preguntárselo.

Se removió en el asiento de mimbre que Diana tenía en el porche delantero, recolocándose y volviendo la vista al cuaderno donde ahora, un retrato de su sobrino comenzaba a tomar forma. Cogió otro trozo de carbón y comenzó a retocar la naricilla.

Las gotas de sudor le caían por la espalda, haciendo que resoplara a cada instante. Llevaba tantos años en el frío y lluvioso Londres, que apenas recordaba lo que era el calor veraniego de Georgia. Era casi medio día, cuando un taxi paró justo en la verja de entrada al jardín, llamando la atención de la mujer y su sobrino.

La puerta trasera se abrió para dar paso a un hombre alto, esbelto, castaño y con unos ojos miel que Olimpia conocía a la perfección.

El corazón de la mujer se paró en el mismo instante en que sus miradas se cruzaron. Se levantó de golpe, dejando caer el cuaderno y los trozos de carboncillo al suelo, partiéndose estos en mil pedazos.

Olimpia observó en silencio, sintiendo como la fuerza de sus piernas y de su cuerpo la abandonaba lentamente, cómo Nathan cogía una pequeña maleta y pagaba al taxista con una sonrisa amable.

El hombre accedió al jardín, y, olvidándose por completo de su maleta, ahora caída en mitad del césped, e ignorando la mirada curiosa de Noha, se acercó casi a la carrera hasta plantarse frente a ella con una sonrisa y un brillo de alegría en los ojos.

─Olimpia. Mi vida, estoy aquí.

Las palabras morían en la garganta de la mujer, aunque movía los labios, no era capaz de articular ningún sonido. Hacía un mes que no lo veía, y ahora Nathan estaba frente a ella. En ese momento, el sentimiento de culpa y de desprecio hacia ella misma la anegó; cubriéndola de una necesidad casi visceral de demostrarle a Nate cuánto lo quería.

Y sin poder, ni querer evitarlo, se lanzó a sus brazos, buscando desesperada sus labios. Unos labios que no se apartaron y que respondieron con la misma desesperación y deseos de fundirse con ella. Los brazos de Nate la rodearon, acercándola a él todo cuánto era posible. Olimpia hundió sus manos en el cabello de Nathan, aumentando la intensidad de aquel beso, que poco a poco, fue tornándose más intenso; la lengua suave y dulce de su marido la invadió, buscando y tanteando todos y cada uno de sus rincones, bailando con la suya. El deseo comenzó a ser palpable en el cuerpo de Nathan, lo que hizo que Olimpia se arrimara más a él. La culpa le carcomía, necesitaba demostrarle que era suya.

Los ojos azules de Travis se colaron en sus pensamientos junto con el recuerdo de la noche de confesiones y pasión vivida hacía tres días. De nuevo, otra punzada de culpa y remordimientos se clavó en su corazón. En ese momento, Olimpia sentía que traicionaba y engañaba al viejo motero. Trató de apartarlo de su mente, aumentando la pasión y la intensidad en su beso, pero para su sorpresa, Nathan comenzó a apartarse lentamente, hasta cruzar su mirada color miel con la suya. Una sonrisa dulce aparecía en aquellos ojos que se habían oscurecido por la lujuria y la pasión del momento.

─Yo también te he extrañado, mi vida ─la voz ronca de su marido la sacó de su lucha interior, devolviéndola al presente─. Pero hay un niño presente, y no creo que este sea un buen momento.

Nate le guiño un ojo travieso, justo antes de regalarle un beso cariñoso en la frente.

Olimpia parpadeó un par de veces, había olvidado por completo que estaba siendo observada por su sobrino. Entrelazó sus dedos a los de Nathan y lo llevó hasta donde Noha los miraba con los ojos abiertos y curiosos.

─Cucuruchito, este es tu tío Nate... ¿te acuerdas de él?

Desde que Nate llegase, no había podido despegarse de él. Había buscado su contacto, sus besos y sus caricias constantemente, colmándolo a él también de atenciones. Lo observaba en silencio, sin poder articular palabra. Estaba prácticamente muda desde que su marido se había presentado ese medio día frente a su casa.

─¿Cuánto tiempo vas a quedarte Nate?

La voz de Roger, sacó de su ensoñación a Olimpia, haciendo que dirigiera sus ojos verdes a su padre. Estaba sentado en su sillón orejero de siempre, con unas pantuflas y con una cerveza en la mano. Max se encontraba sentado a su derecha, quien la miraba serio y a su izquierda, su marido le acariciaba el dorso de las manos con sus pulgares.

─El viernes me iré. Estaba algo preocupado, y... necesitaba ver a Olimpia.

─Olimpia está bien, está en casa, con su familia. No deberías preocuparte ─la voz de Max sonaba ligeramente molesta, haciendo que Olimpia lo mirase extrañada. quel Ano era un comportamiento propio de él. Aunque sabía que Max y Nathan no congeniaban, Olimpia no esperaba que su cuñado se comportase con su marido de aquella manera.

En ese momento, la puerta de entrada se abrió, seguida del cuchicheo y la risa de dos mujeres. Todos dirigieron su atención a las recién llegadas que hacían su aparición en el salón.

Olimpia pudo ver como los ojos de Diana se abrieron de par en par, seguidos por una naciente sonrisa que ocupaba todo su rostro. Tras ella, la mirada curiosa de Rachel, escaneaba a Nathan.

─¿Nate? ¿Estás aquí? ─Diana corrió para abrazarlo y darle un beso en la mejilla─. ¡Qué alegría! ¿Sabes? Tenemos que organizar una gran barbacoa. No todos los días podemos estar la familia al completo y esto hay que aprovecharlo.

Nathan se deshizo del agarre de su cuñada, para volver junto a su mujer, quien lo recibió con una sonrisa en los labios, apoyándose en su pecho. Rachel la miraba en silencio, y aquellos ojos la apuñalaban lentamente en el corazón. Se había acostado con su marido, a espaldas de ella y del hombre al que abrazaba. Nerviosa, sintió de nuevo la necesidad de colmar a su marido de atenciones y de demostrarle a aquella mujer cuánto quería a Nathan.

─Nate, quiero presentarte a Rachel, es una amiga de Diana.

Rachel sonrió dulce mientras le daba dos besos, como muestra de saludo.

─¿Así que, tú eres su marido? Es un placer, Olimpia me ha hablado de ti.

─Espero que todo sea bueno ─rio el hombre mientras volvía su mirada dulce a su esposa.

Una palmada de Diana llamó la atención de todos y cada uno de los presentes en el salón.

─Bueno, es hora de preparar la cena. Rachel ¿qué te parece si mañana tú y Travis venís a cenar con la familia?

─Didi, déjala ─el miedo de volver a ver a Travis y Nathan juntos, después de tantos años le golpeó en el estómago como si de una patada se tratase─. Seguramente Rachel tiene cosas más importantes que hacer que venir a cenar con toda la familia.

Maldijo en silencio la idea de Diana, todo aquello podría traerle problemas con Nathan y Travis, y eso era lo que menos necesitaba en ese momento.

─No tenemos nada que hacer. Travis y yo estaremos encantados de cenar con vosotros.

Por unos instantes, Olimpia creyó ver malicia en la mirada de Rachel. Pero pronto descartó la idea, ella no sospechaba nada, y tampoco conocía la historia que se ocultaba tras Nathan, Travis y ella.

─Nena... esa tal Rachel... ─Olimpia dejó sus vaqueros doblados sobre el respaldar de la silla que había frente al escritorio del dormitorio de invitados─. ¿Qué tiene que ver con Travis?

─Es su mujer.

─¿Travis está casado?

Olimpia se dio la vuelta para encararse a su marido, que ahora yacía tendido en la cama sobre su costado, mirándola con una ceja en alto. Se detuvo unos segundos para observarlo. Llevaba un pantalón de pijama blanco muy liviano, y una camiseta de algodón verde botella. Su pelo estaba aún algo húmedo por la ducha recién tomada, los mechones de pelo caían despeinados y rizados sobre sus orejas, dándole un aire más juvenil. La camiseta era algo estrecha, lo que marcaba sus bíceps, pectorales y abdomen definidos por las horas de deporte.

No podía negar que Nathan era un hombre muy atractivo. Le sonrió traviesa mientras deshacía la trenza que llevaba, haciendo que su melena negra callera en cascada por su espalda.

Se contoneó sugerente, sin despegar la mirada de aquellos ojos miel que se oscurecían a cada paso que ella daba, pidiéndole en silencio sus caricias. Olimpia se mordió el labio inferior antes de quitarse la camiseta y dejar al descubierto todos y cada uno de sus tatuajes. Sabía que no había cosa que excitara más a su marido que disfrutar de todos y cada uno de sus tatuajes.

Se subió a la cama, y paseó las yemas de sus dedos tatuados por el brazo de Nathan, desde la muñeca hasta llegar a la clavícula, acariciando suave su cuello y terminando en su mentón, para atraerlo hasta ella.

─Nate ─susurró en sus labios, sintiendo el suave y cálido aliento de su marido sobre su rostro─, olvida a Travis, a Rachel, al mundo... y hazme tuya. Haz que grite tu nombre hasta que quedarme sin voz.

Por respuesta, Nathan rompió los pocos centímetros que los separaban, invadiéndola salvaje con su lengua. Olimpia gimió, aumentando la sed de pasión de su marido que ahora, colocado encima de ella, luchaba por quitarle la ropa interior.

Olimpia le quitó rápida la camiseta, haciendo un camino de besos y mordiscos por el tatuaje que cruzaba de clavícula a clavícula el pecho de Nathan y que ella le había regalado años atrás. Tras un rato de besos, caricias, mordiscos y gemidos contenidos, Nathan la poseyó de una sola embestida, haciendo que su mujer clavase las uñas en su espalda.

─No sabes cuánto te he echado de menos, nena ─la voz rota por la pasión de Nathan obligó a Olimpia a mirarlo a los ojos. Sus manos grandes y fuertes la elevaron hasta colocarla encima de él─. Hazme tuyo, nena. Házmelo como sólo tú sabes.

Olimpia le sonrió traviesa, y cambió el ritmo, a un vaivén lento y profundo. Cerró los ojos, dejándose llevar. Pero, en cuanto sintió que el placer invadía todas y cada una de sus terminaciones nerviosas, algo cambió. Las manos suaves y esbeltas de Nathan, dieron paso a las manos fuertes y grandes de Travis, el enorme tribal vikingo que su marido llevaba en el pecho, se había transformado en el pequeño símbolo celta que llevaba Travis encima del corazón, y los ojos miel de Nate, eran ahora de un azul tan intenso y profundo como el océano. Aquello la descolocó, haciendo que parase bruscamente.

─Nena, ¿qué te pasa? ─Nate se incorporó, preocupado. Olimpia parpadeó para enfocar bien. Un nudo se coló en su garganta, haciendo que las lágrimas aflorasen de nuevo. El hombre la abrazó, y le dio un beso en la frente para tratar de consolarla─. Olimpia, estás temblando. Tranquilízate.

─Lo siento Nate... yo... ─por un instante, deseó librarse de todo lo que la carcomía y contarle la verdad. Pero no podía, algo la frenaba.

─Lo sé, nena. Tranquila ¿vale?... ha pasado mucho tiempo. Vamos a dormir, ¿de acuerdo?

Olimpia asintió secándose las lágrimas con el dorso de la mano. Se metió entre las sábanas, y abrazada a su marido, dejó que la culpa y el remordimiento la ahogaran en aquel océano de confusión en el que se encontraba.  

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